agosto 25, 2012

El Pampon

Cualquier barrio que se precie de serlo debe tener por lo menos 3 elementos: un lugar donde parar, un lugar donde jugar y una bodega (de chino, preferentemente).
Al menos en las épocas de mi primer barrio, hace ya más de cincuenta años, cuando a los 7 u 8 años ya salía uno a la calle a jugar. Los tiempos han cambiado y no pretendería jamás que volvieran a haber barrios como los de entonces, pero mi primer barrio contaba con esos 3 elementos e hicieron de el un recuerdo inolvidable e increíblemente maravilloso.

Nosotros vivíamos en la penúltima cuadra de Paseo de la República, en San Antonio, cuando la vía expresa ni siquiera era una idea y todavía podíamos recibir la leche en porongos cargados en burro. 

El barrio era un monopolio de 3 familias: los de la Rosa Toro, que teníamos 4 casas, los Menéndez y los Fernández. Ambos tenían una sola casa, pero eran un montón. Varias de estas casas estaban en una quinta, completando un escenario que en mi infancia era sensacional. Todos se conocían, todos se metían en la vida de los demás, y actuábamos como una inmensa familia quien sabe si un poco disfuncional, pero extraordinaria.

Frente a nosotros había un parque que solo tenia pasto y uno que otro árbol. Era perfecto para unos chicos que sentían que el fútbol era la razón más importante de vivir. Teníamos que lidiar con un jardinero que estaba a cargo del parque. Recién ahora recuerdo lo difícil que hicimos su vida, por lo cual le pido disculpas. Estoy seguro que está arriba en alguna parte porque era un buen hombre.

Le robábamos sus herramientas, malográbamos las escasas plantas, y alterábamos sus planes de riego, pues hacíamos carreras de barquitos en las acequias de riego, así que las bloqueábamos, desviábamos y el pobre sufría y trataba de razonar con una recua de mocosos que solo veían en el un obstáculo en sus planes de diversión.

En Marzo y Agosto, hacíamos cometas (solo pavitas) y usábamos las corbatas del viejo y de los tíos como cola. Tuvimos que pagar un alto precio por esto. 
En la esquina siguiente al barrio teníamos la cancha de ñoquitos, para la época de bolitas, y también para enterrar a los trompos que había que castigar, en el tiempo de trompos, naturalmente.
Además nuestra cuadra era larguísima y podíamos jugar con los carritos en el borde de la vereda por horas antes de llegar a la meta.

La bodega (la del chino, porque habían otras) quedaba a dos cuadras, con la ventaja que era en Reducto, donde pasaba el tranvía y podíamos chancar las chapitas de gaseosa para hacer nuestros run-runes super afilados. Nadie se sorprendía en esa época al ver a 6 chiquillos sentados a escasos 2 metros de los rieles del tranvía, esperando silenciosamente el paso del tranvía mientras en la vía brillaban un sinnúmero de chapitas, todas limpias, por supuesto, sin el corcho que venia en la parte interior. 

Como todos los otros juegos, el run-run se jugaba de acuerdo a calendario. 
Aparte de todo esto, teníamos un terreno baldío a escasas 3 casas de la quinta. Por ordenanza municipal, estaba cercado y la pared pintada de blanco. Originalmente lo usábamos para tirar tacles a la pared y para jugar fulbito en la vereda cuando éramos muy pocos para jugar en el parque.

Este era el Pampón. No recuerdo como empezó algo que cambiaría mi vida para siempre, pero fuimos construyendo una escalera removiendo pedazos de ladrillo de la pared. Muy discretamente porque no queríamos más problemas. Que equivocados estábamos! 
Finalmente, un día que aun recuerdo, pude sentarme a horcajadas en el borde del muro. Recuerdo el sol, el viento, los árboles moviéndose suavemente y abajo un mundo entero descubierto!

Quien sabe Colon tuvo un sentimiento parecido. Para mi fue la gloria. El corazón latió mas rápido, mas aire entro en mis pulmones y al recordar a mis amigos, todos sobre el muro, me vuelvo a sentir de 9 años...
El Pampón era simplemente un terreno en el que habían algunos materiales de construcción: arena, piedra menuda, ladrillos y una gran cantidad de desmonte. Al fondo había sido invadido por una bouganvillia de la casa vecina. Probablemente un 20% del terreno estaba poblado por esta enredadera. Suficiente para que 6 pequeños aventureros se sintieran dueños del más lujoso palacio que uno pudiera imaginar.

Los valientes protagonistas de esta historia eran mi hermano Eduardo (alias el Gordo), un año y medio menor que yo y sin lugar a dudas el mas pendejo y jodido de los 6. Era también el que mejor pelota jugaba. Uno podría decir que solo estaba pensando en hacer travesuras, pero la verdad era otra: le salían de adentro, natural e inconscientemente, como a otros respirar o comer. En su caso era un don innato.

Mi primo Rafo, de la misma edad que Eduardo, era rubio y de ojos azules, el mas "bonito" del grupo. Todos los de 8 años saben que esto no es bueno. Es mas bien un problema. Rafo era de temperamento irritable, siempre un poco a la defensiva. A su favor tenia que la tía Maruja siempre le compraba una pelota de futbol de verdad. Eso era kriptonita pura. Rafo lo sabia, y además, había llevado al Pampón una tetera en la que hervíamos agua cada vez que hacíamos fogata. Con esto, siempre lograba equilibrar la balanza de poder

Julio, el mayor de los Fernández, era menudo, y aunque un mes mayor que yo, era mas bajo y flaquito. Pero Julio, además de ser muy buen futbolista, era un maestro en el arte de la política. Murió muy joven, a los 18 mas o menos lamentablemente, pero por alguna razón, siempre estaba del lado correcto. Por edad y simpatía, su opinión era respetada. Luego venia Cesar (alias Enano), hermano menor de Julio, y claramente en desventaja.

Era como 3 años menor que yo y la diferencia de tamaño a esa edad es abismal. Cesar tenía mucho merito; siempre competía; es decir, carreras, carritos, bolitas, lo que fuera, el sabia que iba a perder: era muy chico. Pero ahí estaba siempre, empeñoso, luchador y optimista. Cuando hacíamos carreras de carro patines, siempre le tocaba de compañero el Choclo, ultimo personaje de esta banda. 

Cesar siempre acepto su suerte estoicamente. Era una ley no escrita: El Gordo con Rafo, Julio conmigo, y el Enano con el Choclo. Siempre perdieron. 

El Choclo, creo que se llamaba Augusto,  era de mi tamaño y tenia la edad de Cesar. Había vivido en Estados Unidos y hablaba ingles perfecto. El problema, grave a esa edad, era su traducción literal o aplicación de alguna frase. Nadie decía: "Hola amigos!", bastaba con un "y?", a lo mas "hola". El Choclo llegaba y lo decía. O decía "epa!", "oh, chico, chico, chico". Me imagino que donde vivía antes, era usual decir "Hello buddies" y "oh, boy, oh boy, oh boy". Nunca puede descifrar "epa". Se que figuraba en chistes que en esa época venían de México. Bueno, Choclo en realidad no se daba cuenta de nada. Era muy buen chico y muy buen seguidor.

Había también un grupo de chicas. Todos las llamaban las chiquitas, probablemente porque era chiquitas. Eran Mónica y Cecilia, las dos mayores de las Menéndez, María  Elena y Nelly, casi las dos ultimas de los Fernández y mis primas China y Rocío, hermanas de Rafo. Eventualmente he jugado al Matatirutirula y “Jaxes”. Aun recuerdo chanchito y leybis.

Volviendo al tema, desde el día que tomamos posesión del Pampón, nuestras vidas cambiaron. De un día a otro, tuvimos privacidad, independencia, e incluso autonomía. 
Súbitamente estábamos en control de nuestro tiempo. Decidíamos a que hora almorzar, cuando ir a comer, e incluso las cosas que podíamos hacer.

Nadie podía vigilarnos y solo sabían de nuestra existencia cuando la mama del Choclo, que vivía en la casa contigua al Pampón, iba a quejarse con la tía Maruja porque su casa se había llenado de humo. La tía Maruja era abogada nuestra frente al jardinero y a la policía que venia de vez en cuando a llevarse la pelota. (Parece que estaba prohibido jugar futbol en el parque).
La tía Maruja esperaba que llegáramos y nos pedía por favor que si hacíamos fogata, no hiciéramos humo. Inútil; el combustible de la fogata era ramas verdes de bouganvillia. 

Pero lo más importante de todo fue ese sentimiento de propiedad, de ser dueños de algo en lo que nadie más podía entrometerse. Cuando uno es niño, por razones obvias, le abren los cajones, aunque sea para guardar la ropa, y simplemente parece que nada es de uno. Si te castigan, pierdes privilegios, días, juguetes y a veces hasta amigos. 

El Pampón vino a ser ese lugar donde conversábamos como grandes, decidíamos como grandes, y jugábamos como los grandes deberían jugar, con una sensación absoluta de libertad.
Que podía ser mejor que esto?

Cada montículo de desmonte era una mina que descubrir, la arena y las piedras sirvieron para levantar ciudades, túneles y tener una carga permanente para nuestras hondas. Construimos un club con los ladrillos, e incluso habilitamos un baño atrás de una vieja columna tirada al fondo del pampón. Jugamos cowboyadas escondiéndonos en la selva de enredaderas. Incluso tuvimos cuatro gatitos que la gata abandono. Aprendimos la responsabilidad de cuidarlos y el dolor de perderlos. Solo sobrevivió uno y por supuesto, se quedo a vivir en la casa de la tía Maruja! Donde mas?

Y esas tardes de verano, cuando regresábamos del pampón a la quinta, con los atardeceres limeños  tan hermosos, con un inexplicable sentimiento de “ser grande” y nos encontrábamos con las Chiquitas a quienes debíamos “proteger” a toda costa.

La vida era casi como uno hubiera querido que fuera siempre. Fue una época de mi vida que disfruté intensamente y que ahora parecería ocupar una parte muy grande e importante de mis recuerdos. Parece mentira que fueran tan pocos anos.

Eventualmente, el barrio creció, nos unimos al barrio al frente del parque, vino gente de otras partes, a los cuales recuerdo con inmenso cariño, pero al principio, fuimos solo ese puñado de valientes y arrojados mosqueteros en busca de grandes aventuras.

Gracias a ellos!

agosto 11, 2012

El gringo Mark

En mis años mozos, viví en una cantidad regular de pensiones. Dado que por circunstancias de la vida, empecé a vivir fuera de casa desde que tenía 14 años, las pensiones resultaban ser una solución perfecta a alguien como yo, desordenado, torpe y completamente inútil en labores domesticas.

En la pensión me limpiaban el cuarto, el baño, me tendían la cama e incluso en algunas me lavaban la ropa. En las que no era así, logre convencer a las dueñas de enviar mi ropa a la lavandería. Solo en una tuve problemas, porque no aceptaban medias ni ropa interior. Finalmente llegue a un acuerdo con una de las empleadas y a partir de ahí, tuve medias limpitas y calzoncillos de un solo color.

En las pensiones suelen vivir muchos provincianos que están estudiando, pero también muchas personas que por una u otra razón, prefieren vivir solos. Gays, neuroticos, e intelectuales en su mayoría. Están también los que no tienen otra alternativa. Solterones, solitarios y algunos personajes definitivamente raros, de diferente pelaje. Recuerdo aun a un estudiante perpetuo, que vivía en una pensión por 17 años, y aun estaba en la Universidad. Un día le pregunte cuales eran sus planes para el futuro y sin contestarme, me dio una mirada como si le hubiera preguntado la solución a la cuadratura del circulo. Ahí quedo.

Otro, ya mayorcito, sin familia conocida, me comento que solo esperaba la muerte. Tenía todo arreglado y estaba convencido cada día que seria el último. Sorprendentemente, lo vivía como si fuera el día siguiente. No hacia nada, no decía nada, y solo esperaba la nada. Sin embargo, gozaba de perfecta salud.

No, si de que los hay, los hay.

Como en el 75, estaba yo en una pensión pequeña, donde vivíamos como huéspedes estables un muchacho huancaíno y su hermana, un escuálido personaje, hijo natural de alguien que le pagaba los gastos de alimentación y hospedaje para acallar su conciencia, un australiano completamente antisocial y silencioso, y siempre había una población flotante. Además estaba el hijo de la dueña, la señora Simito, que tenía más o menos nuestra edad. (la del huancaíno y mía)

Un buen día, llego a la pensión una chica americana, con recomendaciones de alguien que estuvo allí previamente y que venia para realizar un estudio de verano en un pueblo joven. Ignoro la naturaleza del estudio, solo se que eran varios estudiantes y ella la única que se quedo con nosotros. La chica, Sunny, era gordita y no muy bonita, pero era amigable, y causo cierta excitación febril en el huancaíno. No era sorpresa; este pata se excitaba mirando dibujos animados de Minnie y Mickey Mouse. 

La chapa de este muchacho era TifiTifi. Flaco de última, nariz afilada, achinado y la cara parecía pintada por el Greco. Cuando mi amigo Manuco le puso la chapa, no hubo discusión, solo una carcajada en pleno, pues una vez mas, el ingenio daba una descripción exacta de la sensación producida. El padre de TifiTifi era empresario y eso le proveía de un buen auto y de una cuenta de gastos sumamente razonable.

El hijo de la señora Simito se llamaba Lucho y mi amigo el escuálido era Tito, A Tito nadie le puso chapa, porque tenia un problema de retardo mental ligero, lo suficiente para que no nos pudiéramos burlar de el. Baste decir que era mas flaco que TifiTifi, tenia la mirada desviada y un aire permanentemente ausente.

Así las cosas, resulto ser que Sunny era tremendamente amigable con sus compañeros del proyecto. No con uno ni con dos, sino con los cuatro que conocimos. Todas las tardes venia del trabajo de campo con uno y a veces dos de sus compañeritos, subían a su habitación y pasaban un par de horas en lo que todo el mundo asumía era recopilación de notas y apuntes del dichos estudio.
TifiTifi fue el primero en descubrir que los sonidos provenientes del cuarto de Sunny no correspondían necesariamente a conversaciones o lápices escribiendo duramente sobre el papel, pues su habitación era contigua a la de ella. 

Yo me entere cuando lo encontré en el comedor buscando copas y vasos a los que estudiaba con cuidadoso detenimiento. No supo darme una respuesta adecuada y finalmente confeso que estaba buscando un aditamento para pegarlo a la pared y poder escuchar mejor lo que pasaba. Hizo varios experimentos y finalmente concluyo que una lata de leche sin el fondo y sin la tapa era la que realizaba el mejor trabajo.

Debo concluir que así era. Todas las películas en que se ve a la gente con una copa escuchando en la pared han perdido el tiempo. La lata es mejor de lejos.
Mientras TifiTifi trataba en vano de abordar a Sunny, (labor harto difícil ya que no hablaba una puta palabra en ingles) en mi relativamente aceptable ingles, me entere que tenia novio (boyfriend) y que estaban muy enamorados, tanto así que la ultima semana en Lima, su novio vendría de alguna parte de Iowa o Idaho, para pasarlo juntos.
Huelga decir que Sunny no tenía idea que su sonoridad había trascendido las cuatro paredes de su habitación.

Con TifiTifi en estado frustrante y febril, un día se apareció Mark, el novio.
Mark media como 1.85mt y era rubio, rubio, ojos azul pálido y blanco como la leche. Se podían ver sus venas (azules, claro esta) en su frente, y tenia una cara de querubín, con una inocencia y un candor conmovedores. En resumen, se notaba a la legua que era aburridísimo y virgen como el día en que nació.

Mark no fumaba, no tomaba, no usaba drogas, no maldecía y en mi opinión, no se divertía. Estudiaba (que mas?) filosofía y sonreía siempre, sin importar lo que se le preguntara. Era el ser humano más químicamente puro que haya visto en mi vida. Algo así como un hombre destilado.

TifiTifi y el se hicieron amigos casi de inmediato. Probablemente los hermano el compartir la misma carencia de sexo. Yo tenia que actuar de traductor, y me quedo claro que TifiTifi quería corromper al gringo a como diera lugar. Lo invito a comer ceviche con una cervecita. Mark no comía picante ni alcohol.

Lo llevo al Pigalle y al Embassy, Mark sonreía pero seguía sin tomar y sus ojos no demostraban ninguna variación en su estado de ánimo ante los strip tease de señoras que nos doblaban la edad.

Subió a su auto a un par de trabajadoras sociales de la Avenida Arequipa, que lo toquetearon y algo más. Los ojos y la sonrisa seguían igual.

Hubo tantos intentos fallidos que terminaron desarrollando más que una amistad, una afinidad opuesta. Como que se acostumbraron a jugar este juego de intenciones encontradas, y lo tomaban deportivamente. Creo que internamente, ambos sabían que tenían algo en común.

 Finalmente,  ante un TifiTifi de rodillas, Mark acepto salir de juerga con todos y le prometió a TifiTifi que “intentaría” tomarse un vaso de cerveza.

Y llego el gran día. Se apuntaron para esta aventura, Lucho, Tito, Mark, TifiTifi y yo.
Fui nombrado guía de la expedición turística por unanimidad, gesto que agradecí muy formalmente, y me propuse hacer un itinerario en el que la oportunidad de que Mark tomara un trago estuviera siempre presente.
Llegamos primero al Sagitario, un barcito simpaticon en la avenida del Country, casi frente a El Dorado. Lugar discreto y en el que podíamos hacer bulla a las 7:00 de la noche y ejercer presión, incluso física, contra Mark. El dueño era amigo y sabia del fin de la “expedición”. Le ofrecimos todo tipo de cocteles, subrepticiamente mezclamos su Coca-Cola con licor. Intentamos recurrir al razonamiento, a la suplica, a la amenaza. Todo fue inútil.  El único resultado fue que Mark decidió tomar agua de ahí en adelante.

Fuimos luego a la pena Poggi en Barranco, donde tenía yo una especie de relación “artística” con Gino y Ricardo, los hijos de Don Mario Poggi. Ellos tocaban guitarra y cajón y yo que me sabía todas las letras, cantaba, pero completamente fuera de nota. Lo importante es que alguien en el público cantara para animar la cosa.

Lo estábamos pasando en grande. Les dije a los Poggi que no le dieran agua (ni siquiera de caño) al gringo y que sirvieran abundante cancha, con mucha, mucha sal.

Estoicamente, mientras nosotros consumíamos cerveza a velocidad superior al promedio, Mark ni se mojo los labios con cerveza. Al final, nos dimos por vencidos, y nos retiramos, aceptando nuestra derrota.

Antes de regresar a la pensión, fuimos al San Carlos, restaurante en la cuadra cuatro de la Avenida Grau, donde servían una parihuela, que es una sopa de pescado y mariscos levanta muertos para poder cortar un poco la tranca que llevábamos. En calidad de bulto iba Lucho, Tito decía cosas sin sentido, lo cual no era ninguna sorpresa, y Mark estaba francamente feliz. Aparentemente, su autoestima había aumentado por encima de la boca reseca y casi cuarteada.

Llegamos al San Carlos, pedimos cinco parihuelas,  y cuatro cervezas. Aunque derrotados, seguíamos firmes en la “ley seca”. Trajeron las humeantes y olorosas sopas, de un color naranja oscuro amenazador, limón y rocoto picadito por separado para darle ese empujón adicional que pateaba el cerebro.

El gringo probó la parihuela, y le encanto. Le puso un poco de limón y rocoto, y se sentía tan criollo como si fuera de abajo el puente.

Todo iba bien hasta que en eso, escucho un grito espantoso y veo que Mark se tira un vaso de cerveza al ojo!

Tito, que no se daba cuenta de nada, exclama: Que mala puntería!
El gringo dio tres saltos por encima de mesas y parroquianos para llegar al baño.

Para aquellos que no conocen el San Carlos, que no es precisamente un Cinco estrellas, bastara decir que casi todos los comensales están borrachos o mas, y que el baño es un cuarto de 1 metro de ancho con una pared que llega un poco mas encima de la cintura.  Es decir cuando uno orina, puede observar a todo el mundo, y todo el mundo sabe lo que uno esta haciendo, pero decorosamente, la parte inferior del cuerpo esta tapada por la pared.

A la entrada esta el lavatorio mas pequeño del mundo, con un caño oxidado y la loza cuarteada, renegrida, con un fondo blanco sucio. Hacia ahí se dirigió Mark, y creo que era el único en todo el restaurant que no sabia que el caño no funcionaba hace mas de diez años por lo menos!

TifiTifi y yo sabíamos que el problema habia sido que se echo el rocoto picadito en la parihuela con la mano, y después inconscientemente se habia frotado el ojo. Sucede con frecuencia, en particular en personas que no comen picante regularmente.

Una vez mas, Mark decidió saltar sobre las mesas y sillas para llegar a la barra y pedir agua. El que ha estado en el San Carlos, sabe que hacer esto es como caminar sobre un campo minado. Aparentemente, gente que ha estado tomado unos tragos y consume pacíficamente una parihuelita, no entiende el dolor que puede causar un rocoto en el ojo y no les gusta que salten por encima de ellos o que un zapato gigante pise su sopita.

TifiTifi lo saco fuera y yo conseguí una botella de agua para lavarle el ojo, mientras Tito y Lucho seguían tomando su sopa tranquilamente. Hubieron hasta dos tipos que nos persiguieron como una cuadra, paro al final la sangre no llego al rio. Poco a poco se calmo y el dolor dio rienda suelta a las lágrimas.
Pasamos a recoger a Lucho y Tito, que ya habian terminado y seguían sentados en la mesa esperando que alguien pagara su cuenta.

Subimos todos nuevamente al auto y llegamos a la pension. El gringo habia terminado de llorar y con el llanto, habia tambien desaparecido cualquier demostración de afecto o aceptación de su parte. Ingrato!

Dos días después, se fueron, Sunny y el, sin despedirse ni nada.

Me pregunto que habra sido de su vida, casi cuarenta años después…

agosto 07, 2012

Epopeya Cañetana I

El otro  ía  conversando con  mi amigo Armando  (aka Chilalo), vinieron a  la memoria algunos etílicos recuerdos post-colegio, de los que fuimos entusiastas y asiduos protagonistas.

Se que mis amigos Miguel (Pocho), y Guillermo (Abuelo), se acordaran del whisky boliviano marca “Bellows”, con el que chupábamos cuando se podía. Era caro, casi 100 soles o alrededor de 2 dólares y pico!
Si no, también estaba el  “Coñac Gran Marsella – 3 estrellas” . Este lo vendían en San Eugenio como a  30 soles cuando el dólar estaba a 45 soles.
También estaba el “conejito” que era un liquido lechoso. Tomaba ese color al mezclar anisado con agua, Ojo que digo anisado, y no anís.
Porque hay una gran diferencia. (Como de 300 soles en esa época). Es un milagro que nos hayan quedado neuronas utilizables…  
Ya se imaginan la resaca… Y hablando de resacas;

Armando me pidió que recordara aquella vez en Cañete cuando él, Pocho y yo, fuimos a visitar a Lauri, la hermana de Miguel. En realidad íbamos a ver a su cuñado Lucho, medico que opinaba que el alcohol puede curar la mayoría de las enfermedades o por lo menos que uno se olvide que las tiene.

Bueno, el asunto fue que llegamos a media mañana y Lucho empezó a servir pisco puro en jarrita, pero a velocidad de cerveza. No crean que era un vasito, y salud y conversar!
Noooo, Lucho no entraba en huevadas, a cada uno su vaso grande y atento a llenarlo apenas bajaba el nivel aunque fuera un par de micras. Que bestia!

Esto era para darnos la bienvenida y calentar el cuerpo mientras esperábamos que empezara una “chuscada” en la casa del vecino. Una “chuscada” es una pelea de gallos sin navaja y solo a ver quien pega mas fuerte, es decir, no hay muertos entre los gallos, mas no así entre los asistentes, porque la consigna parece ser chupar hasta morir. 

Después de los primeros topetazos, cervecitas, vinos de chacra y un pisco rose del cual 40 años después todavía recuerdo con escalofríos el olor,  calculo que estuve como una media hora mas entre Pisco y Nazca, y como siempre, fui el primero en doblar el pico y terminar durmiendo en el muro limítrofe entre la casa del vecino y la de Laura.  Aun era de día, pero ya tardecito, como 6:30 mas o menos.
Yo siempre tuve el gaznate amplio…

Finalmente las almas caritativas de Laura (y alguien mas, pero no me acuerdo quien) me tiraron a un colchón.  Entre los vapores y brumas recuerdo algunos “slides” mentales, uno de los cuales es el dolor de cabeza mas grande que haya tenido en mi vida!

Y eso que yo me he caído de un segundo piso, me he volteado en auto, me he chocado de frente, y de costado, caí también a una piscina sin agua  (sobrio)... amen de otras peripecias en las cuales mi torpeza y mi inconsciencia jugaron papeles preponderantes. La verdad, pensé que me moría. 

Felizmente, me tome todos los Darvon del botiquín y eso aminoro un poco la oleada de sufrimiento.  Por alguna misteriosa razón, me vino a la memoria nuestro compañero de colegio Roger, quien sabe por sus “Heraldos Negros” que me los aprendí de memoria debido a que los recitaba cada puta vez que había algún evento en el colegio. Eso y el chino Chen con su violín…
Esa parte que dice:

“golpes como el odio de Dios,
como si la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma, yo no se…”

Palabra clave: resaca. Por lo menos puedo decir que sufrí igualito que Cesar Vallejo esa noche.

Después de mi, cayo Armando, y como a la media noche, cuando yo me despertaba, cayo Pocho. No crean que es ningún merito porque la verdad es que Pocho era un artista para amarrar trago. Como a las 3 de la mañana se despertó Armando con el consiguiente dolor mitral. Lo malo es que ya no habían ni Mejoralitos, y para colmo no había agua!

Mientras tanto Don Pocho estaba tirado en el piso usando el  colchón de almohada.
La casa de Laura quedaba frente al hospital de Cañete, así que fuimos a pedirles agua: Nos mandaron a la mierda, a lo cual respondimos educadamente con unos cuantos jijuna gramputas y conchetumadres, como corresponde a dos borrachos que se respeten. Finalmente descubrimos un caño en el jardín y poco falto para que nos bañáramos en un lodazal de barro y geranios destrozados. Que delicia!

Bueno, ya mas calmados regresamos a la casa, dimos una vuelta (en el carro de Miguel, por supuesto) por todas las haciendas y fundos contiguos y solo la debilidad de cuerpo impidió que llenáramos el auto con costales de algodón cosechado. Bueno eso y que el algodón no se toma ni se come.  Querido Miguel, me acabo de dar cuenta que nunca supiste que nos habíamos robado tu carro, pero tranquilo, que el que manejaba era Armando, que solo se choca de costado…
Nos sentamos como quien dice a esperar el amanecer, en el cual el arcángel San Miguel se despertaría, para verle la carita cuando le doliera la cabeza.

Nuestra paciencia tuvo sus frutos:

Ha quedado grabado en mi memoria el rictus dantesco de Miguelito cuando se despertó y vio a dos cojudos delante de el cagándose de risa, mientras que a el se le caían trozos de cráneo! Les juro que le tomo como 5 minutos salir del estado semi-comatoso en que se encontraba y darse cuenta de lo que estaba pasando.  

Eso es lo que yo llamo un recuerdo “Mastercard”: Priceless !!!

agosto 04, 2012

Como volar en avión sin tren de aterrizaje



Veníamos de Tacna. Marzo de 1969. Habíamos hecho un viaje en auto desde Trujillo. Toda la familia, mi padre, mi madrastra, mis hermanos Eduardo, Patty y Carlos. Incluso la empleada. Tomamos un avión LANSA (uno de esos turbo hélice, que terminaron cayéndose todos). El vuelo era con destino a Lima, con escala en Arequipa. Una vez que llegamos a Arequipa y anunciaron que íbamos a descender, sentí el sonido del tren de aterrizaje, pero no vi bajar las ruedas. La pregunté a mi padre si a su lado bajaban las ruedas, y me dijo que sí. 

Todas mis alarmas mentales se activaron y la adrenalina tomó control en ese momento. Después de hacer unas cuantas bajadas y subidas bruscas con el avión, el piloto, con mucha calma, anunció que habían decidido seguir vuelo a Lima por un ligero desperfecto mecánico. En ese momento pensé que hay que ser bien cojudo para creer que esto es un ligero desperfecto mecánico, pero más cojudo es pensar que la gente se va a tragar ese cuento.

En fin, seguimos viaje a Lima. El avión parecía un sapo enorme, dando saltos cada 5 minutos, para ver si salían las ruedas, pero nada. Fueron más o menos 50 minutos, en los que pensaba que era muy joven para morir, que no era justo. A esa edad, todavía creía que la vida era justa (hablando de cojudos...).
Cuando llegamos a Lima, el piloto anunció que para eliminar el exceso de gasolina, daríamos unas cuantas vueltas sobre Lima. Nunca dijo por qué había que eliminar el exceso de gasolina, pero me imaginé que todos entendíamos que era para evitar morir como chorizos en parrilla.

Solo recuerdo ver desde arriba el Callao, después el Regatas, el cerro San Cosme y de nuevo el Callao, Regatas, etc. por más de una hora.

En ese momento, mi cabeza iba a más de mil por hora. Por encima de todo, como pensamiento guía -soy muy joven para morir- iluminando el tortuoso sendero...

Más abajo estaban todas las cosas que hubiera querido hacer: ser millonario, médico, viajar por todo el mundo, el yate de Onassis, los tronchitos de colombiana, Natalie Wood, en fin, todo junto. Al costado, un teléfono con línea directa a Dios, preocupado que no me atienda, porque hacía tiempo que no lo llamaba.

Me sentía como en una playa solitaria y agreste, con un mar embravecido y amenazando con un tsunami que barriera todo. Este mar mental, ahora completamente irracional, era un sentimiento de impaciencia que decía ¡a la mierda con todo, si nos vamos a matar, que así sea, pero que sea Ahora!



En el siguiente nivel, jugando un papel absolutamente crucial, estaba lo que yo llamo mi aterradora imaginación. Es la que se encarga de elaborar los "Y si..." Tiene como compañeras a mi genial imaginación, muy chiquita y a mi positiva imaginación, mas chica todavía, casi embrionaria.



La genial estaba pensando, ¿y si nos tiramos al mar? Aunque sea sin paracaídas, si el piloto vuela bajito, hay una buena chance de salvarse. Por lo menos yo...

Después se puso a desvariar, pensando en diferentes modos de construir aviones y dispositivos de prevención para evitar cosas como estas. Terminó medio loca por ahí, sin que nadie la escuchara.

La positiva recibió un increíble refuerzo del capitán, que salió de la cabina, saludó a todos, y cuando regresaba, como que recién se acuerda, se dio vuelta y dijo 

- Ah, por si acaso, esta no es una operación de rutina evidentemente, pero no reviste mayor peligro, ¡así que no se preocupen! 

¡Claro! ¡Ahí está! ¡Acá estaba el hombre en control, que sabía lo que estaba haciendo, así que mandé a la aterradora a acostarse, a dormir de nuevo!

La aterradora, que no ha estado durmiendo, (la verdad, nunca me ha hecho caso), se ha dado cuenta que somos 13 pasajeros, y que nuestra familia estaba en la fila 13 del avión. Pero ante el refuerzo del capitán, andaba como medio noqueada, hasta que decidió hacerme voltear la cabeza, para mirar a los otros pasajeros. 

Vi primero a un gringo, que a esas alturas, ya estaba borracho perdido, y todo le llegaba al huevo. Luego una viejita de unos 70 años, que parecía estar en su primer (y último) viaje en avión. No se daba cuenta de nada. Me miró y sonrió con esa sonrisa de gente mayor, que solo transmite un "soy inofensiva".

En la última fila encontré lo que buscaba: las dos aeromozas sentadas, una llorando a moco tendido y la otra rezando con un rosario. ¡Lo sabía - El capitán es un pendejo que ya nos metió el dedo una vez con el ligero desperfecto mecánico! ¡Y tú, positiva, volviendo a atracar, no seas cojuda!
Gracias a Dios, todo esto ocurría dentro de mí y no fuera.

Finalmente, nos preparamos a aterrizar. Las aeromozas, haciendo de tripas corazón, estaban dándonos las instrucciones a seguir. Todos debíamos poner la cabeza entre nuestras rodillas, quitarnos los anteojos, y las mujeres, los zapatos de taco. Nos enseñaron las salidas de emergencia, y nos colocaron en la posición que visualicé iba a ser en la que encuentren mi cuerpo achicharrado. 

Empezó un descenso que parecía interminable. No podía más. Si me iba a morir ahí, quería saber lo que estaba pasando. Me puse los anteojos y me levanté para mirar por la ventanilla. Estábamos como a metro y medio del piso. Me volví a agachar. De nuevo no aguantaba más. Volví a mirar por la ventanilla y vi el piso casi a mi nivel. Me agache otra vez y en ese momento el avión tocó el suelo y empezó a vibrar ensordecedoramente. Volví a levantarme. Por la ventanilla solo podía ver humo blanco y la vibración no cesaba. Noté que ya íbamos un poco más despacio, no mucho, pero finalmente la velocidad disminuyó notoriamente. 
De pronto, el avión hizo un giro violento como de 90 grados y se detuvo. Hemos aterrizado y salimos entre aplausos de ambulancias, bomberos, patrulleros, y ayayeros. 

Yo salí cargando a mi hermano Carlos de 2 años y mi hermano Eduardo con Patty de 6. Las puertas de emergencia eran simplemente puertas. No hay escalerita, ni tobogán. Hubo que saltar su metro y medio por lo menos.

Una vez fuera, el pensamiento guía ha desaparecido, y pude darme el lujo de ayudar a mi madrastra y a una aeromoza a caminar sin zapatos para llegar a una Kombi. Fuera de las pistas el aeropuerto tenía muchas piedras filosas. 

Después me enteré que la viejita tiene una ligera contusión porque la empleada la empujó por la puerta para que se apurara.

No pude evitar pensar por que no usaban las flamantes ambulancias que estaban al costado. Las dos mujeres sufrían de una real crisis de nervios. En la Kombi les dieron algún tranquilizante, que una hora después aún las tenía estupidizadas.

Ya a las 3 de la tarde, el viejo ha decidido hacer el viaje de Lima a Trujillo en auto. Con la empleada y el chofer éramos 6 grandes y dos chicos. Un poco incómodos.

Me pregunté porque no enviaría a la empleada y al chofer en avión.

Me tomó muchos años superar el temor a los aviones. Lo interesante del caso es que un día, años atrás, conversando con mi hermano, el me comentó que gracias a ese accidente, sabía que nunca se iba a matar en un avión, porque la probabilidad era infinitesimal. Yo, por el contrario, fatalista, pensaba que era mi karma. Hoy, la verdad, ya no me importa en absoluto.


Un mes después mi padre invitó al Capitán Forno, comandante del avión, a una parrillada en la casa. Lo pasaron en grande. Tres meses después, murió en el accidente de Lansa en la selva peruana, que tuvo una única sobreviviente, Giuliana Koepcke.


agosto 03, 2012

Gelatina sin Vaso


Nunca supe su nombre y me he olvidado de su apodo. Pero recuerdo su chapa. Y es que chapa y apodo no son lo mismo; una chapa define cruel y contundentemente un defecto mientras que un apodo es más afectuoso, Mito, Chato, Pollo.... Los apodos pueden usarse casi siempre y delante de todos. Las chapas con frecuencia se usan a espaldas del aludido, o en ambientes específicos. Como “Pezuñento“ a quien no tiene pies, o “Cachetada del Diablo“ a alguien no muy agraciado.

La chapa de mi personaje era “Gelatina sin Vaso“. Su apodo, por el que lo conocían todos, era gracioso, pero no ofensivo, y él lo aceptaba sin reparos. Pero nunca supo su chapa.
Mi amigo Armando, extraordinario definidor de comparaciones, fue quien se la puso. Y es que bastaba verlo unos instantes para entender.

Nadie sabía la razón de su defecto, ni si era una enfermedad congénita. Yo me inclino a pensar que fue una víctima de la Talidomida, esa droga para nauseas que en la década de los cincuentas mal formó a muchos recién nacidos.
“Gelatina sin Vaso“ era gordo, con un brazo mucho más chico que el otro y la mano era más un apéndice inútil que otra cosa. Arrastraba ambos pies, y su cara estaba siempre torcida y con un rictus que parecía de dolor pero que en realidad era simplemente la posición normal de sus músculos.

Me imagino lo terrible que debió haber sido su infancia, y sospecho que por lo menos terminó la secundaria. Siempre con gente burlándose, abusando y tomando ventaja de él. No debe haber sido fácil.

Obviamente, en una ciudad como Lima en los setentas, hubiera sido imposible que encontrara cualquier tipo de trabajo. Era una persona que estaba destinada a vivir con sus padres y familia hasta que muriera, probablemente de aburrimiento.


Sin embargo, él descubrió una manera honesta no sólo de ganarse la vida, sino de poder darse algunos gustos, y lo más importante, algo que muchos hombres completos no consiguen: el respeto de sus semejantes.

“Gelatina sin Vaso“ se dedicó a apostar a los caballos. No como cualquier aficionado, que se compra una revista de pronósticos y la hojea tomando decisiones rápidas. Para él era un trabajo, y lo trató como tal. Visitaba los haras, hablaba con los jockeys y preparadores, y diariamente leía sus estadísticas y trabajaba sus pronósticos.

Desde la bodega donde parábamos, lo veíamos religiosamente pasar con el “Estudie su Polla“ y sus apuntes bajo el brazo inútil, siempre saludándonos. De vez en cuando conversaba con nosotros y nos invitaba un par de cervezas. Solo algunos pocos le entendían, porque tampoco hablaba claro.

Todos los sábados y domingos iba a las carreras, y así se ganaba honesta y duramente la vida. 

Para mí era un hombre digno de respeto. Dios sabe que yo me hubiera abandonado y ni siquiera habría soportado la mitad de lo que “Gelatina sin Vaso“ había pasado. Mucho menos hubiera podido mantenerme a mí mismo.

Yo tenía veinte o veintiún años, y pasaba por épocas difíciles en mi vida. Por supuesto, lo sabía todo y lo podía todo. Nunca me iba a equivocar y todas mis acciones y decisiones eran correctas.
Cuarenta años después, cuando escucho a alguien hablar con absoluta seguridad, me aterro al recordar que yo tenía exactamente la misma seguridad y difícilmente hubiera podido estar más equivocado. Por eso desconfío de muchos líderes de opinión.

Un sábado por la noche yo venía de verme con una señora diez años mayor que yo y con la que tenía un "affaire" (siempre me gustó la palabrita). En esta ocasión, y sin entrar en detalles, me había regalado un perfume Lancaster.

Eran como las 11 de la noche y estaba dándome una vuelta por el barrio para ver si encontraba a alguien con quien tomar una cerveza. Era la rutina de todos, si no había nadie, siempre podía uno buscar a Pepé y al Pollo, primos sin oficio ni beneficio siempre dispuestos a tomarse un trago con la plata de alguien más y con coeficientes intelectuales suficientes para comunicarse con otros seres humanos, pero hasta ahí nomás.

Felizmente encontré a mi pata Pichón, y nos fuimos al Ulanova, un barcito en Petit Thouars que recogía todos los excedentes del Superba, que quedaba a una cuadra.

Nos pedimos una cerveza y de repente, se apareció “Gelatina sin Vaso“, sentándose con nosotros y pidió dos cervezas. Cuando alguien pide dos cervezas en una mesa, tiene derecho a sentarse y el así lo hizo. Para esto, yo había puesto el perfume en la mesa, pues era muy incómodo para llevarlo en el bolsillo. En el micro, por el contrario, llevarlo en el bolsillo de adelante era otra cosa. Daba otra impresión y a mí no me desagradaba.

“Gelatina sin Vaso“ cogió el perfume, y me preguntó el origen. Le expliqué brevemente el asunto, y ahí quedó la cosa. Pichón y yo seguíamos conversando, mientras el abría el frasquito.
Los perfumes Lancaster de esa época eran muy populares, eran agradables, fuertes y un poquito putones. Es decir, lo usabas si querías llamar la atención agresivamente. Las feromonas y esas cosas no existían en esos años.

Repentinamente, escuché un gemido espantoso, casi gutural. Parecía venir del alma, en un abismo sin fondo de angustia y dolor. 
Todo el bar volteó a ver el origen de este terrible grito, y hubo un silencio general que duró varios segundos; era “Gelatina sin Vaso“, que olía el perfume y gemía y lloraba sin esperanza y con un sentimiento incontrolable.

En ese momento, y por unos instantes, se abrió ante mí la naturaleza escalofriante de lo que pasaba por la mente de este hombre: el aturdidor entendimiento de una opción negada para él de una manera cruel y despiadada, el hecho que nunca podría amar ni ser amado; que sin importar su tremenda lucha para salir adelante, y ganarse con muchísimo merito el respeto de su semejantes, el amor no podía existir en su vida. Probablemente habría amado a más de una mujer, pero siempre sin la esperanza de ser correspondido. 

Creo que todo el bar entendió. Nadie se acercó, nadie hizo un comentario, y poco a poco, todos volvieron a lo suyo, Pero lo suyo ya no era igual. De alguna manera, las cosas eran diferentes ahora. Creo que solamente atisbar brevísimamente esa angustia y ese dolor dejó un recuerdo en todos que ha sido imposible olvidar.


Después de eso lo único que recuerdo es haberme ido solo, abrumado, deprimido y sin perfume, completamente derrotado por la miseria de la condición humana.