agosto 25, 2012

El Pampon

Cualquier barrio que se precie de serlo debe tener por lo menos 3 elementos: un lugar donde parar, un lugar donde jugar y una bodega (de chino, preferentemente).
Al menos en las épocas de mi primer barrio, hace ya más de cincuenta años, cuando a los 7 u 8 años ya salía uno a la calle a jugar. Los tiempos han cambiado y no pretendería jamás que volvieran a haber barrios como los de entonces, pero mi primer barrio contaba con esos 3 elementos e hicieron de el un recuerdo inolvidable e increíblemente maravilloso.

Nosotros vivíamos en la penúltima cuadra de Paseo de la República, en San Antonio, cuando la vía expresa ni siquiera era una idea y todavía podíamos recibir la leche en porongos cargados en burro. 

El barrio era un monopolio de 3 familias: los de la Rosa Toro, que teníamos 4 casas, los Menéndez y los Fernández. Ambos tenían una sola casa, pero eran un montón. Varias de estas casas estaban en una quinta, completando un escenario que en mi infancia era sensacional. Todos se conocían, todos se metían en la vida de los demás, y actuábamos como una inmensa familia quien sabe si un poco disfuncional, pero extraordinaria.

Frente a nosotros había un parque que solo tenia pasto y uno que otro árbol. Era perfecto para unos chicos que sentían que el fútbol era la razón más importante de vivir. Teníamos que lidiar con un jardinero que estaba a cargo del parque. Recién ahora recuerdo lo difícil que hicimos su vida, por lo cual le pido disculpas. Estoy seguro que está arriba en alguna parte porque era un buen hombre.

Le robábamos sus herramientas, malográbamos las escasas plantas, y alterábamos sus planes de riego, pues hacíamos carreras de barquitos en las acequias de riego, así que las bloqueábamos, desviábamos y el pobre sufría y trataba de razonar con una recua de mocosos que solo veían en el un obstáculo en sus planes de diversión.

En Marzo y Agosto, hacíamos cometas (solo pavitas) y usábamos las corbatas del viejo y de los tíos como cola. Tuvimos que pagar un alto precio por esto. 
En la esquina siguiente al barrio teníamos la cancha de ñoquitos, para la época de bolitas, y también para enterrar a los trompos que había que castigar, en el tiempo de trompos, naturalmente.
Además nuestra cuadra era larguísima y podíamos jugar con los carritos en el borde de la vereda por horas antes de llegar a la meta.

La bodega (la del chino, porque habían otras) quedaba a dos cuadras, con la ventaja que era en Reducto, donde pasaba el tranvía y podíamos chancar las chapitas de gaseosa para hacer nuestros run-runes super afilados. Nadie se sorprendía en esa época al ver a 6 chiquillos sentados a escasos 2 metros de los rieles del tranvía, esperando silenciosamente el paso del tranvía mientras en la vía brillaban un sinnúmero de chapitas, todas limpias, por supuesto, sin el corcho que venia en la parte interior. 

Como todos los otros juegos, el run-run se jugaba de acuerdo a calendario. 
Aparte de todo esto, teníamos un terreno baldío a escasas 3 casas de la quinta. Por ordenanza municipal, estaba cercado y la pared pintada de blanco. Originalmente lo usábamos para tirar tacles a la pared y para jugar fulbito en la vereda cuando éramos muy pocos para jugar en el parque.

Este era el Pampón. No recuerdo como empezó algo que cambiaría mi vida para siempre, pero fuimos construyendo una escalera removiendo pedazos de ladrillo de la pared. Muy discretamente porque no queríamos más problemas. Que equivocados estábamos! 
Finalmente, un día que aun recuerdo, pude sentarme a horcajadas en el borde del muro. Recuerdo el sol, el viento, los árboles moviéndose suavemente y abajo un mundo entero descubierto!

Quien sabe Colon tuvo un sentimiento parecido. Para mi fue la gloria. El corazón latió mas rápido, mas aire entro en mis pulmones y al recordar a mis amigos, todos sobre el muro, me vuelvo a sentir de 9 años...
El Pampón era simplemente un terreno en el que habían algunos materiales de construcción: arena, piedra menuda, ladrillos y una gran cantidad de desmonte. Al fondo había sido invadido por una bouganvillia de la casa vecina. Probablemente un 20% del terreno estaba poblado por esta enredadera. Suficiente para que 6 pequeños aventureros se sintieran dueños del más lujoso palacio que uno pudiera imaginar.

Los valientes protagonistas de esta historia eran mi hermano Eduardo (alias el Gordo), un año y medio menor que yo y sin lugar a dudas el mas pendejo y jodido de los 6. Era también el que mejor pelota jugaba. Uno podría decir que solo estaba pensando en hacer travesuras, pero la verdad era otra: le salían de adentro, natural e inconscientemente, como a otros respirar o comer. En su caso era un don innato.

Mi primo Rafo, de la misma edad que Eduardo, era rubio y de ojos azules, el mas "bonito" del grupo. Todos los de 8 años saben que esto no es bueno. Es mas bien un problema. Rafo era de temperamento irritable, siempre un poco a la defensiva. A su favor tenia que la tía Maruja siempre le compraba una pelota de futbol de verdad. Eso era kriptonita pura. Rafo lo sabia, y además, había llevado al Pampón una tetera en la que hervíamos agua cada vez que hacíamos fogata. Con esto, siempre lograba equilibrar la balanza de poder

Julio, el mayor de los Fernández, era menudo, y aunque un mes mayor que yo, era mas bajo y flaquito. Pero Julio, además de ser muy buen futbolista, era un maestro en el arte de la política. Murió muy joven, a los 18 mas o menos lamentablemente, pero por alguna razón, siempre estaba del lado correcto. Por edad y simpatía, su opinión era respetada. Luego venia Cesar (alias Enano), hermano menor de Julio, y claramente en desventaja.

Era como 3 años menor que yo y la diferencia de tamaño a esa edad es abismal. Cesar tenía mucho merito; siempre competía; es decir, carreras, carritos, bolitas, lo que fuera, el sabia que iba a perder: era muy chico. Pero ahí estaba siempre, empeñoso, luchador y optimista. Cuando hacíamos carreras de carro patines, siempre le tocaba de compañero el Choclo, ultimo personaje de esta banda. 

Cesar siempre acepto su suerte estoicamente. Era una ley no escrita: El Gordo con Rafo, Julio conmigo, y el Enano con el Choclo. Siempre perdieron. 

El Choclo, creo que se llamaba Augusto,  era de mi tamaño y tenia la edad de Cesar. Había vivido en Estados Unidos y hablaba ingles perfecto. El problema, grave a esa edad, era su traducción literal o aplicación de alguna frase. Nadie decía: "Hola amigos!", bastaba con un "y?", a lo mas "hola". El Choclo llegaba y lo decía. O decía "epa!", "oh, chico, chico, chico". Me imagino que donde vivía antes, era usual decir "Hello buddies" y "oh, boy, oh boy, oh boy". Nunca puede descifrar "epa". Se que figuraba en chistes que en esa época venían de México. Bueno, Choclo en realidad no se daba cuenta de nada. Era muy buen chico y muy buen seguidor.

Había también un grupo de chicas. Todos las llamaban las chiquitas, probablemente porque era chiquitas. Eran Mónica y Cecilia, las dos mayores de las Menéndez, María  Elena y Nelly, casi las dos ultimas de los Fernández y mis primas China y Rocío, hermanas de Rafo. Eventualmente he jugado al Matatirutirula y “Jaxes”. Aun recuerdo chanchito y leybis.

Volviendo al tema, desde el día que tomamos posesión del Pampón, nuestras vidas cambiaron. De un día a otro, tuvimos privacidad, independencia, e incluso autonomía. 
Súbitamente estábamos en control de nuestro tiempo. Decidíamos a que hora almorzar, cuando ir a comer, e incluso las cosas que podíamos hacer.

Nadie podía vigilarnos y solo sabían de nuestra existencia cuando la mama del Choclo, que vivía en la casa contigua al Pampón, iba a quejarse con la tía Maruja porque su casa se había llenado de humo. La tía Maruja era abogada nuestra frente al jardinero y a la policía que venia de vez en cuando a llevarse la pelota. (Parece que estaba prohibido jugar futbol en el parque).
La tía Maruja esperaba que llegáramos y nos pedía por favor que si hacíamos fogata, no hiciéramos humo. Inútil; el combustible de la fogata era ramas verdes de bouganvillia. 

Pero lo más importante de todo fue ese sentimiento de propiedad, de ser dueños de algo en lo que nadie más podía entrometerse. Cuando uno es niño, por razones obvias, le abren los cajones, aunque sea para guardar la ropa, y simplemente parece que nada es de uno. Si te castigan, pierdes privilegios, días, juguetes y a veces hasta amigos. 

El Pampón vino a ser ese lugar donde conversábamos como grandes, decidíamos como grandes, y jugábamos como los grandes deberían jugar, con una sensación absoluta de libertad.
Que podía ser mejor que esto?

Cada montículo de desmonte era una mina que descubrir, la arena y las piedras sirvieron para levantar ciudades, túneles y tener una carga permanente para nuestras hondas. Construimos un club con los ladrillos, e incluso habilitamos un baño atrás de una vieja columna tirada al fondo del pampón. Jugamos cowboyadas escondiéndonos en la selva de enredaderas. Incluso tuvimos cuatro gatitos que la gata abandono. Aprendimos la responsabilidad de cuidarlos y el dolor de perderlos. Solo sobrevivió uno y por supuesto, se quedo a vivir en la casa de la tía Maruja! Donde mas?

Y esas tardes de verano, cuando regresábamos del pampón a la quinta, con los atardeceres limeños  tan hermosos, con un inexplicable sentimiento de “ser grande” y nos encontrábamos con las Chiquitas a quienes debíamos “proteger” a toda costa.

La vida era casi como uno hubiera querido que fuera siempre. Fue una época de mi vida que disfruté intensamente y que ahora parecería ocupar una parte muy grande e importante de mis recuerdos. Parece mentira que fueran tan pocos anos.

Eventualmente, el barrio creció, nos unimos al barrio al frente del parque, vino gente de otras partes, a los cuales recuerdo con inmenso cariño, pero al principio, fuimos solo ese puñado de valientes y arrojados mosqueteros en busca de grandes aventuras.

Gracias a ellos!

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