agosto 04, 2012

Como volar en avión sin tren de aterrizaje



Veníamos de Tacna. Marzo de 1969. Habíamos hecho un viaje en auto desde Trujillo. Toda la familia, mi padre, mi madrastra, mis hermanos Eduardo, Patty y Carlos. Incluso la empleada. Tomamos un avión LANSA (uno de esos turbo hélice, que terminaron cayéndose todos). El vuelo era con destino a Lima, con escala en Arequipa. Una vez que llegamos a Arequipa y anunciaron que íbamos a descender, sentí el sonido del tren de aterrizaje, pero no vi bajar las ruedas. La pregunté a mi padre si a su lado bajaban las ruedas, y me dijo que sí. 

Todas mis alarmas mentales se activaron y la adrenalina tomó control en ese momento. Después de hacer unas cuantas bajadas y subidas bruscas con el avión, el piloto, con mucha calma, anunció que habían decidido seguir vuelo a Lima por un ligero desperfecto mecánico. En ese momento pensé que hay que ser bien cojudo para creer que esto es un ligero desperfecto mecánico, pero más cojudo es pensar que la gente se va a tragar ese cuento.

En fin, seguimos viaje a Lima. El avión parecía un sapo enorme, dando saltos cada 5 minutos, para ver si salían las ruedas, pero nada. Fueron más o menos 50 minutos, en los que pensaba que era muy joven para morir, que no era justo. A esa edad, todavía creía que la vida era justa (hablando de cojudos...).
Cuando llegamos a Lima, el piloto anunció que para eliminar el exceso de gasolina, daríamos unas cuantas vueltas sobre Lima. Nunca dijo por qué había que eliminar el exceso de gasolina, pero me imaginé que todos entendíamos que era para evitar morir como chorizos en parrilla.

Solo recuerdo ver desde arriba el Callao, después el Regatas, el cerro San Cosme y de nuevo el Callao, Regatas, etc. por más de una hora.

En ese momento, mi cabeza iba a más de mil por hora. Por encima de todo, como pensamiento guía -soy muy joven para morir- iluminando el tortuoso sendero...

Más abajo estaban todas las cosas que hubiera querido hacer: ser millonario, médico, viajar por todo el mundo, el yate de Onassis, los tronchitos de colombiana, Natalie Wood, en fin, todo junto. Al costado, un teléfono con línea directa a Dios, preocupado que no me atienda, porque hacía tiempo que no lo llamaba.

Me sentía como en una playa solitaria y agreste, con un mar embravecido y amenazando con un tsunami que barriera todo. Este mar mental, ahora completamente irracional, era un sentimiento de impaciencia que decía ¡a la mierda con todo, si nos vamos a matar, que así sea, pero que sea Ahora!



En el siguiente nivel, jugando un papel absolutamente crucial, estaba lo que yo llamo mi aterradora imaginación. Es la que se encarga de elaborar los "Y si..." Tiene como compañeras a mi genial imaginación, muy chiquita y a mi positiva imaginación, mas chica todavía, casi embrionaria.



La genial estaba pensando, ¿y si nos tiramos al mar? Aunque sea sin paracaídas, si el piloto vuela bajito, hay una buena chance de salvarse. Por lo menos yo...

Después se puso a desvariar, pensando en diferentes modos de construir aviones y dispositivos de prevención para evitar cosas como estas. Terminó medio loca por ahí, sin que nadie la escuchara.

La positiva recibió un increíble refuerzo del capitán, que salió de la cabina, saludó a todos, y cuando regresaba, como que recién se acuerda, se dio vuelta y dijo 

- Ah, por si acaso, esta no es una operación de rutina evidentemente, pero no reviste mayor peligro, ¡así que no se preocupen! 

¡Claro! ¡Ahí está! ¡Acá estaba el hombre en control, que sabía lo que estaba haciendo, así que mandé a la aterradora a acostarse, a dormir de nuevo!

La aterradora, que no ha estado durmiendo, (la verdad, nunca me ha hecho caso), se ha dado cuenta que somos 13 pasajeros, y que nuestra familia estaba en la fila 13 del avión. Pero ante el refuerzo del capitán, andaba como medio noqueada, hasta que decidió hacerme voltear la cabeza, para mirar a los otros pasajeros. 

Vi primero a un gringo, que a esas alturas, ya estaba borracho perdido, y todo le llegaba al huevo. Luego una viejita de unos 70 años, que parecía estar en su primer (y último) viaje en avión. No se daba cuenta de nada. Me miró y sonrió con esa sonrisa de gente mayor, que solo transmite un "soy inofensiva".

En la última fila encontré lo que buscaba: las dos aeromozas sentadas, una llorando a moco tendido y la otra rezando con un rosario. ¡Lo sabía - El capitán es un pendejo que ya nos metió el dedo una vez con el ligero desperfecto mecánico! ¡Y tú, positiva, volviendo a atracar, no seas cojuda!
Gracias a Dios, todo esto ocurría dentro de mí y no fuera.

Finalmente, nos preparamos a aterrizar. Las aeromozas, haciendo de tripas corazón, estaban dándonos las instrucciones a seguir. Todos debíamos poner la cabeza entre nuestras rodillas, quitarnos los anteojos, y las mujeres, los zapatos de taco. Nos enseñaron las salidas de emergencia, y nos colocaron en la posición que visualicé iba a ser en la que encuentren mi cuerpo achicharrado. 

Empezó un descenso que parecía interminable. No podía más. Si me iba a morir ahí, quería saber lo que estaba pasando. Me puse los anteojos y me levanté para mirar por la ventanilla. Estábamos como a metro y medio del piso. Me volví a agachar. De nuevo no aguantaba más. Volví a mirar por la ventanilla y vi el piso casi a mi nivel. Me agache otra vez y en ese momento el avión tocó el suelo y empezó a vibrar ensordecedoramente. Volví a levantarme. Por la ventanilla solo podía ver humo blanco y la vibración no cesaba. Noté que ya íbamos un poco más despacio, no mucho, pero finalmente la velocidad disminuyó notoriamente. 
De pronto, el avión hizo un giro violento como de 90 grados y se detuvo. Hemos aterrizado y salimos entre aplausos de ambulancias, bomberos, patrulleros, y ayayeros. 

Yo salí cargando a mi hermano Carlos de 2 años y mi hermano Eduardo con Patty de 6. Las puertas de emergencia eran simplemente puertas. No hay escalerita, ni tobogán. Hubo que saltar su metro y medio por lo menos.

Una vez fuera, el pensamiento guía ha desaparecido, y pude darme el lujo de ayudar a mi madrastra y a una aeromoza a caminar sin zapatos para llegar a una Kombi. Fuera de las pistas el aeropuerto tenía muchas piedras filosas. 

Después me enteré que la viejita tiene una ligera contusión porque la empleada la empujó por la puerta para que se apurara.

No pude evitar pensar por que no usaban las flamantes ambulancias que estaban al costado. Las dos mujeres sufrían de una real crisis de nervios. En la Kombi les dieron algún tranquilizante, que una hora después aún las tenía estupidizadas.

Ya a las 3 de la tarde, el viejo ha decidido hacer el viaje de Lima a Trujillo en auto. Con la empleada y el chofer éramos 6 grandes y dos chicos. Un poco incómodos.

Me pregunté porque no enviaría a la empleada y al chofer en avión.

Me tomó muchos años superar el temor a los aviones. Lo interesante del caso es que un día, años atrás, conversando con mi hermano, el me comentó que gracias a ese accidente, sabía que nunca se iba a matar en un avión, porque la probabilidad era infinitesimal. Yo, por el contrario, fatalista, pensaba que era mi karma. Hoy, la verdad, ya no me importa en absoluto.


Un mes después mi padre invitó al Capitán Forno, comandante del avión, a una parrillada en la casa. Lo pasaron en grande. Tres meses después, murió en el accidente de Lansa en la selva peruana, que tuvo una única sobreviviente, Giuliana Koepcke.


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