septiembre 08, 2012

Luna de miel en el Amazonas


Debo confesar que estoy felizmente casado, y que además estoy casado, felizmente. Ninguna de estas circunstancias ha llegado fácil; pero también debo admitir, que como tantas cosas en mi vida, ambas me han sido dadas gracias a otros y no a mí. Por el contrario, creo que hice un tremendo esfuerzo en que no se dieran nunca. Una vez más, el esfuerzo de otros fue mayor que el mío para mi buena fortuna.
La primera circunstancia es fruto del trabajo de mi mujer, y la segunda podría atribuirse a la buena suerte, pero prefiero darle el nombre de milagro.

Por muchos años, pensé que nunca me iba a casar. Estaba el asunto del compromiso; no hablo del compromiso de matrimonio, hablo de quedar en ver a alguien un día, a cierta hora, y ser capaz de cumplir con ese compromiso.

Yo simplemente, no era capaz. Vivía al azar del viento; lo que me provocaba hacer en un momento determinado cancelaba todos los compromisos y obligaciones pendientes o la mayoría de veces, me bastaba con no ir. Así me perdí citas importantes, matrimonios de amigos, cumpleaños de primos, graduaciones de hermanos, en fin.

Llegué a la conclusión que era mi destino, mi karma. Era además, romanticón (ojo, no romántico) incorregible, solitario incluso rodeado de amigos y soñador silencioso. Tenía miedo de compartir mis sueños, pues me sentía diferente a la mayoría de personas. Muchos años después, me di cuenta que casi todos se sienten diferentes a los demás, Pero ya era tarde.

Nuestra Boda
Y los días pasaban uno tras otro; trabajando como una mula en IBM, leyendo 3 o 4 libros por semana, visitando peñas y emborrachándome en el tiempo que quedaba libre, amén de otros modificadores de conducta. Mis amigos eran geniales. Podíamos hablar de futbol, de los dibujos animados de Farmer Alfalfa o de Dostoievski, Henry Miller y García Márquez. Gente extraordinaria que no frecuento todo lo que debería.
Una tarde en IBM, alguien estaba mostrándole el Centro de Cómputo a una criatura de unos 16 o 17 años. Todos los buitres, es decir operadores, gente de producción, y clientes estaban atentos. Yo incluido. Cuando ella volteó, fue el final y el principio de todo.

Muchos hablan que el amor a primera vista es una quimera o un imposible. Quién sabe. En mi caso, la vi, y me dije a mi mismo: ¡Yo me voy a casar con ella! Y el asunto es que efectivamente me casé con ella, enamorado hasta los uñeros de los pies. Como la engatusé, engañé, o enamoré es otra historia. 

Quién sabe influyó que cuando la conocí tenía 17 años recién cumplidos y yo estaba empezando la segunda vuelta de mi odómetro, con varias bajadas de motor y reparaciones mayores incluidas.

Por supuesto, no tenía ahorrado un centavo; de todos los años de soltero mis activos alcanzaban a un radio a transistores de bolsillo, que se me perdió, pero nos las pudimos arreglar. Sin embargo, siempre apuntábamos a la mejor oferta en todo lo que empezamos a comprar.

Un punto vital era la luna de miel. Ni pensar en Miami o Rio; tenía que ser local. Graf tenía una promoción que si uno ponía el colectivo con ellos, pagaban pasajes de ida y vuelta a Iquitos. El gordo Stagnaro, buen amigo, nos ofreció la estadía en el Holiday Inn gratis. Iquitos era definitivamente el lugar, y hacia allí nos dirigimos.

Los detalles de la luna de miel no son materia de este relato. Baste decir que ambos lo pasamos estupendamente. El único episodio discordante fue la excursión al Amazonas.
Por quedar bien con el amigo del gordo Stagnaro, que vendía estas excursiones, decidí tomar el de un día y una noche, en vez de regresar el mismo día, como aparentemente hacían todos los recién casados. Note una mirada de extrañeza cuando estaba firmando el “Disclaimer”.

Camino al Albergue
Salimos en la mañana en un bote con 20 personas más, todos americanos, y nosotros dos. La mayoría eran personas de la tercera edad (¡la que tengo ahora, Dios mío!) y probablemente del Medio Oeste norteamericano. Muy amables, y muy formales. Viajaban juntos y todos llevaban sus guías, diccionarios, sombrillas, sombreros y repelentes. Nosotros, un maletín con una muda de ropa, y punto.

Fuimos río abajo en el Amazonas como por dos horas y entramos por el Nanay a una zona realmente hermosa; vista desde el bote, por supuesto.
Apenas bajamos nos dieron la bienvenida con un buffet estupendo, con el único inconveniente que era al aire libre, y los mosquitos y zancudos daban sombra por su tamaño. Sin embargo comimos a gusto, y después del almuerzo, nos llevaron a nuestra cabaña. Esta era común, y las gasas que cubrían las camas deberían haberse denominado sabanas de diablo fuerte, porque eran tan gruesas como frazadas, En fin, dejamos las cosas y nos preparamos a hacer el paseo de la tarde.

Mi primera sorpresa fue que para el paseo solo estábamos Marita y yo. Le pregunto al guía por los demás, y me dice, “Ah, ellos se han ido con el güilingüe, que habla inglés”. Me felicité por mi elección de la excursión, después de todo, nadie tiene un guía exclusivo para andar por la selva.

El "Resort"
Evidentemente, no estábamos preparados. Sin gorritas, sombreros, mangas largas, empezamos a ser carne de cañón de cuanto insecto había. Esto antes de empezar la excursión.

Estoica y enamoradamente, Marita trataba de sonreír, pero la cosa no pintaba muy bien. Este paseo era a pie, a través de una trocha que nunca pude distinguir. Tenía la impresión de que nos internábamos selva adentro en territorio absolutamente virgen. A pesar de mi espíritu aventurero, no lo disfrutaba mucho, sobre todo cuando me tocaba la nuca y sentía que ya estaba en el segundo piso de ronchas por las picaduras. Parece que los insectos no tienen problemas en chupar sangre inmediatamente después que otro lo haya hecho. Llegue a tener hasta cuatro ronchas una encima de otra en algunas partes del cuerpo.

Aparte de la vegetación y algunos árboles verdaderamente gigantescos, logramos ver un solo mono a lo lejos. Considere que era hora de regresar cuando Marita apoyo la mano en un tronco, y una avispa le pico en la palma de la mano. Nuestro pequeño y macizo guía en su castellano escaso, dijo, “Ta guien”, y en menos de 5 minutos estábamos de vuelta en el albergue. ¡Habíamos estado dando vueltas por más de una hora!

Logramos llegar al anochecer sin mayores incidentes, pero no de muy buen humor. Los malditos mosquitos no nos dejaban en paz. Como a las 8 de la noche, nos convocan para el paseo nocturno, que era en el bote que nos había traído. Perfecto, con brisa, en el medio del agua, sin tanto calor, nos entusiasmamos y fuimos de los primeros en ponernos en la fila de abordaje. El guía “güilingüe” nos sacó de la fila y nos indicó que íbamos a tomar el paseo en español. La alegría de nuestro guía en “español” era evidente. Nos llevó al otro lado del albergue, y nos mostró una canoa de escasos 2 metros de largo por 70 centímetros de ancho, frágil, maltratada y amenazadoramente naufragable.

El Sapito Azul
El guía me dice “tu, al medio”, obedecí sin chistar, luego mira a Marita y le dice “tu, atrás”. Ella si reclamo, y el guía replica, “tu marido pesa más, tiene que ir al medio para no hundirnos, y yo adelante para alumbrar”.

Para de alguna manera ilustrar el escenario, diré que teníamos frente a nosotros una pared negra, porque no se veía nada, un brazo del río de alrededor de 3 metros de ancho, con aguas muy claras. Lo poco que se vislumbraba hacia adelante con la linterna del guía eran árboles y plantas camuflados en la oscuridad.

Una vez instalados en la canoa, y seguros que no nos hundiríamos, el guía sube y empieza el “Paseo”. Apenas empieza escucho la voz de Marita que dice: ¿realmente tenemos que ir? No me siento muy segura.

- Por supuesto, le digo, ese es un arroyito, si nos hundimos, el agua nos va a llegar a las rodillas. ¡No te preocupes!

Después de más de treinta años de matrimonio, Marita se preocupa especialmente cuando yo digo esa frase…
Seguimos adelante. El concierto de sonidos es impresionante: desde los chirridos de algunos insectos hasta el ulular de los pájaros, sin un segundo de silencio. Intimida un poco. No mucho, pero yo escuchaba la respiración de Marita, un poco más agitada que de costumbre. El guía alumbraba las cosas dignas de verse, como que no había una rendija de cielo visible, pues era una cueva formada por árboles, enredaderas y plantas sobre el brazo de agua.

Todo iba relativamente bien en los primeros cinco minutos, cuando el guía decide alumbrar el agua, donde navegaba una cantidad respetable de pescaditos, y nos dice en su mejor tono profesional: ¡pirañas! Me pareció que había esperado este momento ensayándolo innumerables veces. ¡Era el momento cumbre de la Excursión! Vi su cara de orgullo y le mente la madre mentalmente.

Una Pirañita
Si a mí no me hizo gracia, hay que imaginar la reacción de Marita; era evidente que no podíamos naufragar, y la maldita canoa se bamboleaba a su gusto. Es mi opinión que el borde estaba como a 10 centímetros del agua, quien sabe menos. Sin embargo, y a pesar de las protestas ininteligibles de Marita, seguimos adelante, sobre todo porque no veía como regresar. No había manera de virar la canoa hacia el otro lado. No había espacio suficiente.

Un poquito más adelante, el guía alumbró un sapo verde azulino de tamaño regular si hubiera sido perro. Yo pensaba, si a éste se le ocurre saltar a la canoa nos hundimos sin misericordia.
Dejamos atrás el sapo y transcurrieron unos minutos sin novedad, a excepción de Marita diciendo, ¿ya vámonos?

A punto estaba de pedir la clausura del malhadado paseo, cuando nuestro apolíneo amigo susurra a gritos: ¡Murciélagos! Y alumbra un hueco a lo alto de la cueva. No sé si por el susurro o por la luz, el hecho es que empezaron a salir cientos de bichos volando sobre nuestras cabezas. Sentí el roce de un par cuando en eso escucho “paff”: ¡un murciélago había golpeado a Marita en la cabeza!

Eso fue todo. Marita se arrancó a gritar desesperada, el guía se desprendía un par de animalitos del brazo, y yo que le gritaba ¡vamos de regreso, vamos de regreso!
El guía se dio vuelta en la canoa y empezó a remar algo contrito que su segundo momento cumbre se hubiera salido de control de esa manera. Intente voltearme yo también, pero el inequívoco grito de Marita me inmovilizo. A buen entendedor, pocas palabras.

Llegamos al albergue, el guía ni se despidió y nosotros tampoco. Fuimos a nuestras camas con mosquitero de diablo fuerte. Me eche y el aire estaba tan denso adentro que levante la sabana por UNOS segundos para ventilar la cama. Linneo hubiera sido feliz con todas las especies recolectadas en esos instantes.

Fue inútil tratar de dormir. Salí a la terraza donde hacia un poco de viento. Nada, No había escapatoria. ¡En eso vislumbré los baños! Estaban situados apropiadamente a unos cien metro del albergue, y eran como unas cabañitas colocadas sobre 4 tablas encima de un hueco muy grande lleno de soda cáustica al aire libre. El olor era ciertamente penetrante y agresivo. Lo importante es que siempre estaban más o menos limpios.

Esa noche descubrí que a los insectos no les gusta la soda cáustica y pude dormir unas 5 horas cómodamente sentado en un excusado. ¡Qué maravilla!

Al día siguiente, muy temprano, salimos de regreso a Iquitos. Mi mujer no me hablaba y no quería hablar con nadie, y yo seguía mirando las fotos del folleto, con fotos muy hermosas y frases como “disfrute del hermoso amanecer viendo miles y miles de pájaros tropicales despertar”. Indudablemente se ajusta a la verdad. Era muy hermoso, pero yo prefiero verlo en película.

De regreso a Iquitos, Marita no quiso salir del hotel para nada. Ni una sola visita más a la ciudad. Se perdió el ver las placas de la Plaza de Armas hechas en bronce conmemorando la guerra de Perú con China. Le encargaron esta obra a un escultor italiano que no había estudiado Geografía, y confundió Chile con China. Ahí puede uno ver a los coolies, con sus trencitas atrás y sus sombreritos redondos y todos bien, bien chinitos peleando aguerridamente.

Afortunadamente, este incidente no logro afectar nuestra unidad matrimonial, pero definitivamente la puso a prueba.

¡Te quiero mi amor, por macha!

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