noviembre 06, 2012

La Mala Pata

Domingo. 6:30 de la mañana. Tomándome un café bien cargado disfrutando el amanecer en el jardín de mi casa. No importa donde sea, ni que estación es, un amanecer es siempre algo maravilloso. Si el día va a ser soleado o nublado, no importa. Importa después, pero no al amanecer. La luz que empieza a iluminar todo suave, delicadamente, imperceptible pero implacable, destruye todos los misterios de la oscuridad, esas siluetas que se adivinan y que alimentan la imaginación de cualquiera que simplemente desee observar este diario y magno acontecimiento. Todo el mundo se despierta, los pájaros vuelan en todas direcciones, otros cantan, las hormigas empiezan su esclavizante  jornada de 14 horas, sin sindicato ni pliego de reclamos y con una motivación mas allá de sus cortas vidas, los perros ladran, veo a los venados atrás de la cerca de mi jardín. Siempre salen en grupos de 8 a 10, a tomar el rocío de la hierba. Junto a ellos, las ardillas, y otros mamíferos pequeños también empiezan a aparecer. Los gatos, los búhos, los mapaches y las zarigüeyas se retiran a dormir…

En realidad, todo el mundo se despierta, menos mi mujer. Ella todavía conserva esa bendición de poder dormir más allá de las 9 de la mañana sin problemas, cuando sus obligaciones se lo permiten. Yo creo que abusé de esa bendición de una manera tal que me ha sido negada hace ya varios años. Muchos amigos y compañeros de estudio y trabajo pueden dar testimonio de lo que digo. Si ahora logro dormir 4 horas seguidas, soy feliz. Y si después de despertarme por primera vez en la noche puedo dormir 2 o 3 horas mas, llego al nirvana onírico.

Por tanto, y dado que invariablemente voy a  estar despierto muy temprano, decidí hace tiempo que lo iba a disfrutar, y casi siempre lo hago.

Este domingo era especial. Ultimo día de vacaciones, en las que habíamos pensado ir a Lima, pero circunstancias imprevistas nos obligaron a posponer el viaje hasta el próximo año, y nos fuimos  a Wichita a visitar a mi hija menor Jenny,  mi espíritu libre y la artista de la familia. Independiente  y con opiniones claramente definidas sobre todo lo que hay en este mundo. Es una versión actualizada de Marita con el añadido de todas mis taras y defectos, que en ella parecen ser encantadores.

En Wichita también viven mis dos cuñadas, Gladys y Carmen Rosa, hermanas de Marita. Ambas son un poco peculiares, por decir lo menos. Mientras Gladys es un torbellino que no para y que quiere hacer mil cosas a la vez, todas conmigo acompañándola y llevándome al límite del agotamiento,  Carmen Rosa me vuelve loco con problemas de personalidad múltiple en su PC. Siempre que reviso su PC, encuentro todo normal y funcionando perfectamente. Corro todas las pruebas que puedo y no falla en nada. Apenas me voy, me llama para contarme que su máquina se apaga, se cuelga, que los iconos desaparecen y que no puede hacer nada con esa máquina. He llegado a la conclusión que apenas la dejo sola, la PC deja de ser el Dr. Jekyll y se convierte en Mr. Hyde. No hay otra explicación.

Tengo también un par de primos hermanos, sobrinos, sobrinos nietos, así que aunque Wichita no es un paraíso turístico, hay razones poderosas para ir por lo menos una vez al año.

En resumidas cuentas, lo pasamos estupendamente. Nos invitaron todos los parientes a comer, los casi  suegros de Jenny, mis primos, sobrinos y por supuesto, Gladys y Carmen Rosa.

Sumido en estos pensamientos y disfrutando el momento, caminaba lentamente en mi terraza, sin zapatos, como siempre. Eso de andar sin zapatos es una reafirmación infantil de mi rebeldía. Desde que tengo memoria, recuerdo a mi abuela y a mi mamá gritándome: ¡No camines sin zapatos, que te vas a resfriar! Creo que esa frase junto con ¡Anda a bañarte!, fueron las que más escuché de chico. No recuerdo haberme resfriado jamás por andar sin zapatos, e inventé mil métodos para engañar a los adultos y evitar bañarme.
Marita se las sabe todas y rara vez logro engañarla y no bañarme, pero eso de caminar sin zapatos, sigue siendo parte del escaso terreno que logro controlar. De nada han servido las innumerables pantuflas, zapatillas y otros aditamentos. Sigo andando sin zapatos cada vez que puedo. Me he roto como 5 veces algún dedo del pie, por patear una silla, mesa e incluso el marco de una puerta. Este último  fue horroroso. Ahora, la razón por la que ella no quiere que ande sin zapatos es porque ensucio las medias blancas, que son las que mas uso y las dejo inusables en menos de dos meses. Como que les crece suela o algo así.

Volviendo al tema, hacía ya un tiempo que mi rodilla izquierda me molestaba al momento de levantarme y empezar a caminar. Una vez que caminaba, el dolor desaparecía, pero inevitablemente regresaba la siguiente vez que me levantaba. Me tomaron radiografías y el diagnóstico fue falta de líquido sinovial. Es decir, la articulación no tenía el lubricante necesario para funcionar adecuadamente. Cuando le pregunté al médico, me mandó  al especialista. En este país es así. A no ser que sea una gripe o algo sencillo, lo mandan a uno a hacerse análisis y en función al resultado, lo derivan a un especialista. El médico general es una especie de administrador que centraliza todo lo que otros diagnostican y hacen.

Al principio era chocante para mí, pero uno se acostumbra a todo. Las primeras citas que tuve con mi médico, todas fueron idénticas. Primero esperaba unos 45 minutos, luego me llamaban y una enfermera me pesaba, me tomaba la presión, la temperatura  y me preguntaba la razón de mi visita. Apuntaba todo en un folder que terminó siendo muy voluminoso, y me llevaba a una salita con sillas y una camilla. Me llamó la atención ver revistas pero después entendí: Había que pasar en esa salita otros 30 minutos antes que el doctor apareciera. Una vez que el doctor, o doctora llegaba, ni hola, ni disculpas ni nada, simplemente ¿Qué lo trae por acá? Me provocaba decirle que estaba practicando mis ejercicios de tolerancia, pero decidí que no era una buena idea. Uno explica lo que tiene, el médico toma nota e invariablemente me mandaba a hacerme análisis de sangre, orina, y algún otro. Aprendí a ir sin desayuno para no tener que regresar otro día. Una pastilla para los síntomas inmediatos y regrese en una semana para ver los resultados de los análisis. Ni me tocaron. Ni me abrieron la boca o me auscultaron con el estetoscopio. ¡Ni la mano me dieron! Ver un estetoscopio en uso tomó más de 6 meses y la primera vez que me miraron las orejas, que se me tapan con frecuencia fue casi al año. Finalmente aprendí a sacarme el toffee yo solito.

Conseguir una cita con una semana de anticipación es un poco aventurado. Usualmente toma dos o tres semanas conseguir la siguiente cita. Considerando que la primera vez ya uno esperó un par de semanas por lo menos, cuando los análisis están listos, uno se ha muerto o se ha curado. Para los gringos el sistema funciona perfecto. Llaman, concertan la primera cita, esperan pacientemente, se hacen los análisis, viene la segunda cita que anotan concienzudamente en su agenda mientras archivan los recibos del médico y la farmacia, van a la segunda cita, y de ahí si es necesario 3 semanas después, al especialista que mandará mas análisis (mas específicos, obviamente) y esperar otras 3 semanas para conseguir otra cita. Aparentemente las enfermedades entran también al proceso de suspensión animada en la agenda. Nunca tuve una así, y ningún gringo me ha querido dar el secreto.

Como yo no tengo agenda desde hace ya unos años, voy al instinto y confiando en la memoria, que cada vez están peor. El instinto me dice cuando pierdo mi tiempo y la memoria mas o menos cuando tengo que acordarme de ir a una cita. Ambos andan medio deteriorados por los años, así que es casi como jugar a la tómbola o quien sabe a la ruleta rusa. Pero la verdad, me subleva tener que esperar 3 o 4 meses para tener un diagnóstico.

Los remedios son otra aventura. En primer lugar, para poder afrontar los gastos que significan las 4 citas, los 2 juegos de análisis, y los remedios, hay que tener seguro. Sin seguro médico, no hay manera de cubrir todos estos gastos, así que es importante que la compañía para la que uno trabaja tenga seguro médico. Nosotros pagamos solo 350 dólares mensuales por el seguro de Marita y mío. Es barato en este medio. Por supuesto, los remedios tienen que ordenarse de un mayorista, nombrado por la compañía de seguros, y los médicos también tienen que estar en “La Lista”.

Hace como 4 años tuve un problema con una costilla por estirarme demasiado para entornillar una madera de la última repisa de mi hija menor, para que ella pudiera colocar su par de zapatos numero 400. Ella tenía por entonces 21 o 22 años. Yo en 60 años no creo haber tenido ni 40… Medias si, como 2,000.
Me llevaron a emergencia, me dieron una pastilla para el dolor, unos desinflamantes, y radiografías, y me cargaron 2,800 dólares.

Al llenar los formularios, el seguro me exigía que identificara al causante del accidente, que no era otro que yo. Aparentemente, alguien tiene que ser el culpable, y no yo. Debe ser la idiosincrasia americana, o quizás que no son tan torpes como yo. Tanto insistieron que terminé  echándole la culpa a una Ford Explorer blanca cuyos últimos números de placa eran 22. Y el que manejaba era negro. Paso tan rápido a mi lado mientras yo iba por la vereda, que me aventó una andanada de nieve, con lo que perdí el equilibrio y caí.
Gracias al seguro, solo pagué 50 dólares y el día que agarren al negro, lo voy a enjuiciar por irresponsable.
Volviendo a mi jardín, estaba mirando el amanecer, tomándome un delicioso café, y pensando en que la vida es bella, caminando lentamente, cuando repentinamente, escucho un sonoro crujido a mi lado izquierdo y siento en cámara lenta que me desplazo hacia el suelo. El dolor es agudo y profundo, y yo como un imbécil, me preocupo de la taza de café. No porque se vaya a romper, porque hace ya tiempo que uso uno de esos semitermos de acero, sino porque voy a tener que servirme otro. Como tiene tapita, logro ponerlo derecho antes de que se derrame todo. Durante estos escasos diez segundos, el dolor de la rodilla me llega al cerebro con intensidad brutal. Es uno de esos momentos en que pienso “ahora si me cagué”, es decir, se atraviesa el umbral de lo tolerable, y uno sabe que la cosa es seria.

Como macho que se respeta, decido hacer lo que un hombre debe hacer en momentos como este: buscar el teléfono para llamar a mi mujer. Ella está en el segundo piso y me contesta con su voz de dormida: ¿Alooo…? En total control de la situación, lo mas varonil y calmadamente posible, le digo: “Amor, creo que me he roto la pierna y estoy tirado como costal de papas en el jardín”. Lo que mas me molesta es que después, cuando recuerdo esto, siento que si ella no tuviera el corazón de leona, ya la habría matado de un infarto.

Cuando teníamos dos años de casados, me vino un dolor al pecho, y lo primero que se me ocurrió es firmarle un  talonario de cheques en blanco, “por si acaso”. ¡Que bestia!

 Durante nuestro matrimonio, su coraje y mi hipocondría han tenido muchos encuentros, algunos de ellos muy amargos. Soy especial, lo admito: he  tenido enfermedades extinguidas, como la verruga peruana, o quistes pilonidales, donde empieza la raya (rarísimos, por lo menos del tamaño que era este) y un trastorno nervioso que me convertía en una batería gigante. No es broma, fue detectado por el viejito Garrido Lecca en la Clínica Americana. En los tiempos de escasez de agua en Lima, instalé una ducha eléctrica en el baño de abajo de la casa, y me bañaba ahí todos los días. (Bueno, casi) El único problema es que la instalación era un poco defectuosa y yo hacia tierra cada vez que me bañaba. Omar Torres sabe cuantas laptops malogré en esa época. Me bastaba con tocarlas.

Pero también he sufrido síntomas imaginarios de cáncer al estomago, infartos múltiples, tumores a la cabeza, parálisis de miembros, demencia senil, amén de úlceras (que sí tuve, pero no tantas como yo pensaba), septicemias, un poco de todo, la verdad. Esto aparte de la bipolaridad y la depresión. Baste imaginar lo que es vivir con alguien así: aterrador pero entretenido. Por eso la quiero tanto. Debo aclarar que nunca se ha aburrido con esos incidentes.

El dolor ha bajado de intensidad, y lentamente con ayuda de Marita, logro incorporarme y entrar a la casa con mi café. Es evidente que tengo que ir a emergencia, pero mi hija ha quedado en traer a Abigail temprano, así que me tomo unas pastillas para el dolor, y decidimos esperar. Todo es cuestión de prioridades y yo no había visto a mi nieta en dos semanas. 3 horas después, es evidente que Mónica no va a venir, así que enrumbamos al hospital.

Al llegar, paramos en la puerta y me bajo mientras Marita va a cuadrar el auto. Cuando no, puerta equivocada. Tengo que caminar como 100 metros. Rápidamente, hago un escenario mental de muebles y paredes para poder llegar sin arrastrarme. Suena como una buena idea, pero no lo es. A los 10 metros, estoy parado como flamenco gordo, en una pata, y sin saber a donde ir. Decido avanzar, pasito a paso, muy lentamente. Cada paso es un ramalazo de dolor, y dolor serio. No hay un alma a la vista…
A estas alturas, hasta con un enano me conformo. Dios, la vida o alguien, ha decidido que mi vida debe ser un chiste, o mejor aun, una comedia de humor negro.

No he terminado de pensar desesperadamente en el enano, y se aparece un enfermero gigantesco, una especie de Hulk, pero rosado. Se ofrece a ayudarme, y me carga del lado derecho. Le grito “al otro lado, al otro lado”, con lágrimas en los ojos y me llevó prácticamente cargado a emergencia. La recepcionista, no muy brillante ella, me da una tableta con papeles para llenar y me indica que tome asiento. Para tomar asiento tengo que caminar, y no puedo. La miro, con esa mirada crítica a alguien que no tiene muchas luces, pero no surte efecto. Su cara vacía y sus ojos perdidos en la inmensidad del monitor. Es inmune. Felizmente, llega Marita, y me lleva a una silla. Ya son casi las 11 cuando termino de llenar los papeles, y a esperar se ha dicho. Hay una sola persona en emergencia, y que no parece estar en una. Una señora mayor, muy compuestita.
Me pongo a ver televisión, resignado a esperar y sin ganas de pensar u observar a nadie. Solo quiero que me pase el dolor y echarme. Pero está visto que no va a pasar lo que yo deseo, al menos no en un futuro cercano.
Escucho un alarido espantoso, y veo que afuera, en la entrada, hay un negro vomitando en el basurero. Una negrita entra corriendo y le dice a cara vacía que atienda a su negro. Cara vacía pregunta textualmente si el puede ingresar a emergencia por si solo. La negra dice que si y le ordena que lo lleve a recepción para llenar sus datos. Mientras tanto, el negro sigue gritando y vomitando afuera. No me parece que fuera a entrar y llenar sus papeles educadamente, como yo sí lo hice, y la viejita también.
La imagen de esta pareja es curiosa. Estatura mediana, morenos claros, zarrapastrosos, flacos, flacos, flacos, y con aspecto rasta. El short de él estaba por debajo de las nalgas y felizmente el calzoncillo no era blanco, o al menos, eso parecía. Ella parecía estar en pijama, y ambos tenían el pelo largo, enrulado en innumerables trencitas. Parecían  jamaiquinos, pero puedo equivocarme. Por la actitud, parecían más de New York.

Una vez dentro, el negro se tira al piso. Yo pensé que lo iban a poner en una camilla, pero no, lo dejaron ahí tirado mientras gritaba como si se estuviera muriendo. Aquí en Texas, a los neoyorquinos no los miran muy bien, pero me parecía demasiado que no atendieran al pobre hombre. La negrita llenaba los papeles, y el seguía revolcándose de dolor. Una vez que terminó, se los dio a él, y el negro se levantó y muy circunspectamente, fue a recepción, entregó los papeles y preguntó, con un tono de voz muy normal: “¿Me pueden atender pronto? Me siento mal del estómago”. La respuesta invariable de cara vacía: tome asiento. Ya lo llamaremos.

En vez de tomar asiento, caminó lentamente al fondo y se volvió a tirar al suelo a gritar como primerizo de parto. Repitió esta rutina cada 15 minutos por 2 horas. Al cabo, todos sabíamos que no se iba a morir y solo queríamos que dejara de gritar. Finalmente se lo llevaron y desde afuera podían escucharse sus gritos. Parecían seguir el mismo ritmo. Mientras tanto, la viejita ya había entrado también, y había muchas mas gente esperando. El dolor no me dejaba tranquilo, así que me acerqué a cara vacía y le dije que no me importaba esperar, pero si me podían dar algo para el dolor. Una pequeñísima luz apareció en sus pupilas, como si pudiera reaccionar a algún estímulo externo, pero se extinguió de inmediato. Me dijo que tenía que ir a la farmacia. Le dije que para que me dieran algo en la farmacia necesitaba una receta del médico. 

Volvimos a la frase del día: tome asiento. Ya lo llamaremos. Dentro de la aparentemente simple estructura mental de esta persona, hay algo extraordinario y sumamente complejo: la capacidad innata de volver siempre al principio con 2 o menos respuestas. La siguiente respuesta  es sin duda,  tome asiento. Ya lo llamaremos. 

Desafío a cualquiera a tener una conversación en la cual después de dos argumentos, pueda uno encontrase iniciando el ciclo nuevamente y así ad infinitum. No, no es fácil.

¡Me toca, me toca! Me sientan en mi silla de ruedas, hablo con una doctora mexicana que insiste en hablar en ingles, con una pronunciación espantosa. Es la única sin uniforme. Ella tiene bata. Parece que la bata significa algo así como Mercedes o BMW en el mundo de los hospitales. Todos los demás tienen uniforme, a excepción de cara vacía, que aparentemente, no tiene carro. Anota todos mis datos, trato de explicarle lo que ha pasado y cómo, en ingles y en español pero ella no me contesta y sigue llenando la pantalla. Habría que suponer que cara vacía ya puso la información en el sistema, pero después comprendo; es una tarea muy compleja para ella.

Veo como la doctora disfruta cruelmente con el speakerphone con el que llama siempre a un tal Jason: ¡Jason, limpia la habitación  5!, ¡Jason trae una camilla para acá!, ¿Jason, verificaste las sábanas que han llegado de la lavandería? Jason, que como yo, no le entiende una palabra en inglés, llega para escucharla personalmente. No se cual se odia mas, pero se nota. Jason esta de guinda, sin mangas. Debe ser una Ford F150, del 98. Sin mangas parece ser el nivel mas bajo del hospital. Se aparece otra enfermera, chiquita, gordita y con cara de chiste. Uniforme guinda también, pero con mangas. Se me antoja un VW escarabajo, de esos chiquitos y bonitos. Entablo conversación con ella al escuchar los gritos del negro nuevamente. Le pregunto que tan mal está, si se ha envenenado, sobredosis, en fin. Me contesta muy profesionalmente que no puede darme ninguna información pues atentaría contra la privacidad de los pacientes. ¿A usted no le gustaría que yo ande divulgando su información con otros pacientes, correcto? Le dije que si, que me gustaría, y sobre todo que le diga al negro que sus gritos hacen que me moleste más mi dolor. Me mira, se queda pensando y me dice “No es nada serio”. Decido odiar a este negro con todas mis fuerzas para calmar mi dolor.

Me meten en un cuartito con televisión. Marita, la pobre, siempre allí. ¡Que tal lotería la mía! Entra otro auto más al cuarto. Este es beige y debe ser una Van de distribución, Dodge, para mas detalles porque me da 2 pastillas y un vaso de agua, y se va.

La puerta está abierta, así que puedo disfrutar del trajín de emergencia. Habiendo visto ER, y otras series relacionadas con emergencias medicas, no puedo menos que concluir que la chismografía, por lo menos, es cierta. Conversan animadamente cada vez que se cruzan, se ríen, vuelven a hablar, y así. Eso si, nadie se apura. No hay nadie gritando, ni un solo policía, ni semáforos, ni camillas corriendo a toda velocidad. Mas bien se transpira una calma chicha, un semi sopor que contagia todo lo que toca y uniformes de todos los colores. Me doy cuenta que no me han tocado ni el rojo, ni el azul eléctrico, ni el de florcitas. Lo mío no debe ser tan grave.

Ahora le toca el turno a una viejita. Este es un clásico. De color verde Nilo, debe ser una Chevrolet Station Wagon  del 63, con aplicaciones de madera en los costados. Llega con unos papeles que debo firmar y con un brazalete que tiene un código de barras con mi nombre. Me ponen el brazalete, y listo, soy parte del sistema. Mi nombre y seguro social se propagarán a todos los hospitales, médicos, oficinas federales y compañías de seguros registrando mi ingreso a emergencias por una rodilla fregada. En realidad la privacidad americana se basa en que a nadie le interesa tu información personal, hasta que te toca. Un buen día empiezas a recibir llamadas, cartas de cobranza y una deuda de 15,000 dólares que no sabes de donde viene, que nunca has usado y que tienes que pagar… Solo te queda mirar al cielo y decir ¿Por qué a mí?...

Bueno, ya me duele menos. Tengo un control remoto en la mano y me es más fácil esperar. Ahora entra una rubia de amarillo, guapa, un Mustang automático, para verificar que mi código de barras funciona y firmar otro disclaimer y si soy alérgico a alguna medicina. Casi de inmediato se aparece un volquete verde oscuro, uno de esos Mack, para tomarme radiografías. La maquina se mueve en todas direcciones y toma varias placas. Yo me sigo preguntando dos cosas: primero, porqué cada uno tiene un color diferente. ¿Es un tema de modas? ¿El verde me queda mejor que el azul? ¿O es un tema de rangos y especialidades? La otra pregunta es ¿porqué tiene que haber tanta gente haciendo trabajos tan simples? Me imagino que a una tarea tan complicada como la de firmar papeles se le puede añadir la de darme pastillas y ponerme una banda en la muñeca, ¿no? ¿O será por el juicio de  Malpractice que les puede caer? Me quedo con las dudas, porque todos parecen tan ocupados y casi abrumados por sus tareas.

Finalmente  llega un Honda Accord, blanco. Médico joven, amigable, interno probablemente, me toca la rodilla, me hace saltar un par de veces y me empieza a explicar lo que puede ser. Aunque es hasta medianamente bromista, las noticias no son buenas: uno de los meniscos parece una hostia y el otro es virtualmente inexistente. Me he desgarrado los ligamentos cruzados que van atrás de la rodilla, y los ligamentos medios  que van a los costados también tienen problemas.

Me traen una prótesis que va casi desde el tobillo hasta el muslo, unas muletas, y me mandan a descansar con un par de recetas. Como siempre, que llame al especialista al día siguiente. El VW escarabajo es el encargado de escoltarme a la salida. Es la que mejor impresión me ha dado de todo el hospital. Son las 4:30 de la tarde y no he visto a mi nieta. A mi hija si, que es mas nerviosa que su mama y se le ve muy preocupada.

Llamo al especialista al día siguiente, y como cosa urgente logro cita al martes siguiente: 8 días después. Esa semana ha sido particularmente desagradable. Se me acabaron las pepitas para el dolor, los antiinflamatorios, y hay que ir a trabajar con muletas, subir escaleras, manejar…

Al mal tiempo, buena cara y decidí escribir este relato de un infortunado individuo que se cayó en su jardín una vez y que sigue tratando de explicarse como funcionan las cosas en este país. Sigo sin entender un carajo.

¡Que mala pata!