diciembre 06, 2012

Abuelito, ¿Que es un Libro, ah?

Mi generación es una generación bisagra. Somos los nacidos en la década del 50, en un mundo que era infinitamente más sencillo, donde habían buenos y malos, los colores predominantes eran blanco y negro. Los grises vinieron después. Y por millares. 

Pero nosotros jugábamos a ladrones y celadores, los cowboys contra los indios, los americanos contra los japoneses.
 Un amigo mío de ascendencia japonesa me contaba que no entendía cuando era chico y se ponía su casco de “marine” para jugar a la guerra, porqué a su abuelita se le salían las lagrimas… Parece que la familia venia de un pueblito cercano a Nagasaki.

La generación de los 50 nació en un mundo de lápiz y papel. Sesenta años después, tiene el derecho y la obligación de usar lo que el mundo ofrece ahora: laptops, teléfonos inteligentes, tabletas, y cuantos aparatos se vayan inventando. 

En los cincuentas, un juguete tecnológicamente avanzado era un teléfono de plástico duro, de un solo color y sin partes movibles, a excepción del auricular. Hoy, nos cuesta trabajo hacer funcionar juguetes para edades de 3 a 6 meses. No puedo dejar de pensar en mi espada romana de plástico gris que me duro solo un día, contra las fabulosas espadas de Dark Vader y Luke Skywalker. (¿O son rayos de energía?). 

Mis carritos eran de latón y tenían un mecanismo para que sonaran bruummm, bruummm cuando los hacía rodar en la vereda. Todos terminaban desarmados, en primer lugar porque era fácil y en segundo lugar porque el corazón de esos carritos era una especie de pirinola que hacíamos girar por horas. Los colores eran vivos y brillantes, probablemente debido al plomo que mezclaban con la hojalata, pero si incluso teníamos soldaditos de plomo, era evidente que no había una preocupación ambiental por el tema. 

Hoy los carritos son a control remoto y pueden alcanzar 50 o 60 Km. por hora sin problemas, pueden evitar choques, programarse, etc. 

Eso de jugar Black-Ops en xBox o Play Station era inconcebible hasta para la imaginación más febril en mi época, así que teníamos que salir con nuestras pistolitas de fulminantes a la calle. Nos escondíamos entre los arbustos, árboles, autos, basureros y lo que hubiera disponible. Hasta un heladero de D’onofrio era bueno para camuflarse. Las discusiones sobre si habías matado al enemigo eran interminables. Uno siempre apuntaba al pecho o a la cabeza, pero el supuesto herido (o muerto), podía reclamar que le habían dado en el brazo o que la bala había rozado su oreja, por lo que estaba sordo, pero no muerto. A no ser que fuera muy evidente, todos terminábamos heridos en los brazos, piernas o con algún roce en la frente, y seguíamos el combate.

Hoy no hay discusión posible. Todo es exacto, y no se necesita tirarse a tierra o hacer una maniobra para esquivar una bala, y las granadas ya no hacen “puuummm” como antes cuando le sacábamos el seguro imaginario con los dientes. Estoy seguro que es muy emocionante esto de la realidad virtual, pero mis dedos ya no tienen los reflejos de antes. (Y tampoco las manos).

Sin duda es mucho mas emocionante manejar un Super Turbo Ferrari 600 GTE en “Hot Pursuit” o “Need for Speed” que un carro patín empujado por tu compañero de carrera o en el mas audaz de los casos, jalado por una bicicleta. Cuando teníamos la suerte de correr chachi karts a 30 Km. por hora, nos sentíamos en la gloria, mientras que ahora volamos a 280 Km. por hora con los simples movimientos de los pulgares.

No tiene caso, es mucho más emocionante haber nacido en estas épocas, que en los 50 o 60. Todo lo que nos rodea ahora era lo que visualizábamos como ciencia ficción cuando éramos chicos. 

¡Que maravilla! 

Nuestra generación, más que muchas otras, se convirtió en un agente de cambio en todo sentido. Recibimos lápiz y papel y entregamos tecnología. Y nos sentíamos orgullosos. 

Además, somos la generación de los hippies, el amor libre, el pacifismo, la revolución de las flores, el Che Guevara, cambiar el mundo, Mayo del 68 en Paris, Imagine y John Lennon en su absoluta grandeza. Fuimos la generación de los grandes sueños. 

Pero fallamos. El mundo cambió, pero no como esperábamos. 

Todo empezó a hacerse mas complicado, los colores empezaron a mezclarse, y la violencia, las guerras y el hambre llegaron a niveles absurdos de estupidez y sofisticación. 

Pero cuando uno es joven, es fácil vivir en el macro mundo. Es decir, preocupándose mas de los grandes problemas y las grandes soluciones, que de las cosas del micro mundo como la familia, el barrio, en fin. Con una óptica de objetivos e incorruptibles observadores, veíamos con desagrado e impaciencia lo que los mayores habían hecho con el mundo. El amor, la honestidad, la ética, el valor, la perseverancia entre otros, eran valores que tratamos de aplicar en nosotros y en los demás, pero siempre con una especie de estándar doble. Nosotros si podíamos hacer las cosas mal porque recién nos estábamos “formando”

Empezamos a soñar con sociedades utópicas, en que el hombre es libre y tratado con justicia por sus semejantes, y pensamos que era tan fácil de lograr que no comprendíamos como es que no había ocurrido antes. Por tanto empezamos a luchar por cambiar las cosas, como es natural. Dejamos de pensar en el santo de la tía, la fiesta del sobrino y los engreimientos de la abuela. Nada era importante, excepto cambiar el mundo. 

Eso sí, si podíamos pasar el peaje sin pagar, o robarle una botella de whisky al viejo, eran muestras de iniciativa que probaban cuan bien adaptados estábamos a este nuevo mundo que estábamos creando. No había nada de que sentirse culpable. Le robábamos a un estado corrupto, y el viejo, de todas maneras era o burgués u oligarca.

La juventud es la época del juicio implacable, en que un defecto o una falla en una persona es tanto mayor en cuanto a su cercanía a nosotros. Es así que a los 20, los padres son casi siempre victimas de estas apreciaciones absolutistas, en las que esperamos que sean perfectos.

Que si el presidente de la República le mintió a todo el país, que robó, bueno, hay que evaluar ciertos factores, al final todo el mundo roba, etc., etc.

Pero si tu padre te mintió sin querer porque te dijo que iba a sacar a pasear al perro y después decidió salir con sus amigos, no tiene ni perdón ni justificación admisible. 

Toma tiempo entender que uno esta rodeado de seres humanos como todos los demás y no de semidioses o super hombres. Al final de la jornada, uno se da cuenta que un ser humano normal, para llegar a ser medianamente honesto, y regularmente consistente debe luchar como un titán. Claro, estas son las cosas que se entienden de viejo. 

A uno le toma mucho tiempo, mucha humildad, muchos golpes y muchas heridas aceptar que nunca se fue tan importante como se creía y que por el contrario, nuestra ingerencia en la marcha del mundo es cercana al cero absoluto. Sin embargo, con esta brutal aceptación viene también el grato conocimiento de porqué esta uno en este mundo. 

No deja de ser inmensamente reconfortante el saber que no se ha vivido en vano, aunque el nombre de uno no figure en los libros de historia o en los prontuarios policiales. Con un poco de suerte, en 100 años, no quedará ni siquiera una foto impresa mía. Lo poco que haya, si es que lo hay, será digital y estará en la nube…

Una de las mejores cosas que me paso en la vida fue trabajar para IBM. Casi toda mi vida laboral la he pasado rodeado por computadoras y en teoría eso me debería dar una ventaja sobre mi generación. Pero si dijera que la primera vez que vi. un “mouse” pensé que nunca iba a poder manejar uno, la gente creería que miento, pero no es así. Es la pura verdad. He pasado por todo tipo de computadoras: Mainframes, minis, micros, etc. He tenido que aprender y desaprender lenguajes y sistemas operativos y sentirme siempre a un metro de la obsolescencia. 

Pero el mundo esta lleno de gente que sin un ápice de preparación, entró de lleno a la tecnología que les tocó vivir y lo hicieron con una facilidad pasmosa. Cuando a los casi cuatro años mi hija Monica veía mi primera “notebook” con “joystick” que era un palito que las IBM tenían en vez del trackball, y me preguntó ¿Papi, donde esta el "mauz"?, me percaté que estábamos en un mundo que se iba a mover violentamente en el área de tecnología. 

¿Quien hubiera imaginado el hablar por teléfono a casi cualquier parte del mundo cara a cara? En 1965 recuerdo que Napoleón Solo tenia una pantalla de video para hablar con otras partes del mundo, y se veía como ciencia ficción. La última vez que fui a Epcot, se veía en la bola gigante (Spaceship Earth), una escena de una familia hablando por “videófono” como un avance del futuro. 

De esto hace diez años. Por dignidad espero que lo hayan cambiado.

Me puse a pensar entonces hace cuanto tiempo que no leo un libro. O un periódico. Me refiero a un libro, con tapas de cartón y hojas de papel, y un periódico que me manche las manos de tinta fresca. Tuve una súbita sensación de angustia. Como cuando uno va a chequear su saldo en el banco y le faltan dos mil dólares. ¡Peor aun, faltan dos mil dólares, y uno sabe en que se han gastado!

El ultimo libro se lo leí a mi nieta, de 8 páginas y escasas 50 palabras. En cuanto a periódicos, ¡hace tanto que no recuerdo en que año! Sin darme cuenta y al igual que me paso con los billetes y el plástico, había cruzado una barrera tecnológica. 

Ahora leo todo digitalmente. ¿Me gusta? Ciertamente que no. ¿Es práctico? Absolutamente. Con el diario, uno no tiene que estar buscando las secciones por toda la casa, y en la oficina, es mucho más discreto visitar el baño después de almuerzo… Extraño el sonido del papel, el desorden de ir y venir por las páginas a placer, el mirar varias noticias a la vez, pero debo aceptar con resignación que para mi este placer se ha terminado.

Con los libros, el asunto es muchísimo mas complicado. El libro es un símbolo que me temo no podré dejar de lado. Los libros electrónicos son fáciles de leer, y es comodísimo no tener que llevar el libro de arriba abajo, amen de que se le salgan las hojas, o corra algún accidente en la casa por mi descuido. Me ha pasado muchas veces. 

Pero leer un libro va más allá de la simple lectura de un texto. Esas hojas impresas en la que puedo ver incluso la trama del papel me llevan a mis mundos ocultos casi de inmediato. Es como si entre la tinta y el papel hubiera hendiduras por las que mi mente penetra para llegar a mis realidades fantásticas, a esos lugares que alguien ha preparado para mí y que yo tengo que llenar con las imágenes que nacen en mi mente pero que viven ahí, mágicamente. Una vez que empiezan a vivir, estarán conmigo siempre. 

Cuando miro un libro, trato de verle todo. Cuándo fue publicado, que tipo de edición es, tirajes, editorial, en fin. Si es nuevo, me encanta su olor, sentir que soy el primero en recorrer sus páginas. Pero si es usado, es una experiencia especial. Si tiene arrugas, símbolo de una vida larga y si tiene anotaciones o subrayados, me siento miembro de una secreta cofradía de personas que han experimentado lo mismo y que de alguna manera, sin conocernos nos conocemos. A veces los miro, trato de ver en que páginas hay una marca por haber estado mas tiempo abierto y tratar de averiguar por que razón. 

Y por supuesto, hay jerarquías. No es lo mismo tener la edición de lujo de Editorial Aguilar de “Las mil y una noches”, en sus tres tomos de papel de seda y letras doradas con tapas de cuero, que leer en la versión de Bolsilibros, Colección Río Pecos, Editorial Bruguera a “Tim Gautry, estás muerto” por Marcial Lafuente Estefanía. Pero lo importante es lo que cada libro transmite. Para mí, esa transmisión de miles de imágenes a través de la palabra escrita, me permite construir mentalmente una realidad completa, en la que no falta nada. Es decir, nada que no sea necesario. 

Hay algunos libros que he comprado hasta 8 veces, como “100 años de Soledad”, y que he perdido fruto de préstamos a amigos, o simplemente por regalárselo a alguien que estoy seguro lo va a disfrutar. Otros regalan un buen vino. Yo prefiero los libros.

Y en el caso de los libros, como en tantas otras cosas, hay dos niveles desde los que se puede disfrutar la lectura. Uno, es mirarlo de arriba. Analizar el estilo, la técnica, el uso de las palabras e imágenes, el nivel de realismo, la corriente literaria, etc. El otro, que es el que a mi me gusta, es puramente hedonístico. Leo porque me encanta. Lo disfruto a plenitud y se apreciar cuando un libro es bueno y cuando es malo. Me basta. 

Cuando estaba en la Universidad, descubrí a Joyce, Hesse, Henry Miller, Nietzsche. Schopenhauer, Rabelais, Kafka, Dostoievski entre muchos otros. El boom de la literatura latinoamericana también me encontró por esa época, con García Márquez a la cabeza. ¡Que Maestro! Lo disfruté, y lo disfruto inmensamente. Frases como “ventosidades que marchitan las flores” o “la vasta parafernalia del poder” son oro puro.

Vargas Llosa, un gran maestro, antipatiquísimo él, me jugó una mala pasada. Hay un libro menor suyo, un ensayo llamado “Historia de un Deicidio”, en el cual sostiene que el escritor al crear una nueva realidad, asume el lugar de Dios y hace con los personajes lo que le dicta la mente y el corazón. 

Este libro, extraordinariamente escrito, hace fundamentalmente un análisis de la obra de García Márquez (cuando aun eran amigos), sus técnicas, sus figuras literarias y el “realismo mágico” de Gabo, por el cual una dentadura postiza y el hielo son maravillas, cosas mágicas que revolucionarán la humanidad y en cambio desparecer en una nube de humo o ver a un fantasma lavándose las heridas son hechos tan naturales como respirar…

El problema fue que al leer este libro, me di cuenta que yo no leía para descifrar la mente del escritor ni aprender sus extraordinarias técnicas. Yo leía libros para disfrutarlos, y no para analizarlos, pero por unos años me sentí como un lector de segunda categoría que jamás llegaría a ver un libro de la manera magistral y alturada en que lo veía Vargas Llosa. Me consolaba pensando que por lo menos yo no era insoportable, y que aunque me encanta el chisme y la critica, no había nacido para dedicarme a eso.

Volviendo al tema, he leído y disfrutado ya muchos libros digitales. Incluso el pasar de una página a otra se hace muy natural. Se lee con facilidad y podemos estar en cualquier parte del mundo y reiniciar la lectura. Indudablemente, la ubicuidad no forma parte de la realidad de un libro de papel. 

Sin embargo, para mi no es lo mismo. Un libro de papel no es solo la palabra escrita, es un álbum de recuerdos, un lugar común de vivencias y experiencias, desde la mancha de mostaza en una página hasta la frase anónima que alguien escribió en otra, por lo que me temo no podré superar esta barrera tecnológica. 

Los libros de “verdad” me han dado tanto, tanto, que solamente el imaginarme escuchar algún día a mi nieta con su Kindle en la mano preguntarme: “¿Abuelito, que es un libro, ah? me aterra y me desconsuela. 

En la medida que pueda, tratare de inculcarle ese amor por los libros que recibí de mi madre y que transmití en parte a mis hijas.

Quiero dejarle ese placer antiguo.

Aunque este placer sea tan insignificante en una generación que reemplazó una pequeñísima realidad “real” por una inmensa realidad “virtual”…

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