diciembre 08, 2012

Jenny Número Uno


Jenny Numero Uno
Es mucho más fácil escribir sobre recuerdos agradables o graciosos. Pero lamentablemente, la vida tiene un poco de todo. Hay momentos felices, momentos graciosos, momentos agitados, momentos tranquilos, momentos espeluznantes y momentos tristes y trágicos.

Pero pienso que uno es afortunado en la vida si ésta es entretenida. No digo feliz, ni trágica, simplemente entretenida. Creo que el infierno, en vez de tener esos fuegos abrasadores con que lo pintan, debe ser más bien el clímax total del aburrimiento, algo así como la quintaesencia del tedio absoluto.

Me pregunto si yo en realidad he tenido eso en mi vida. Los resultados me dicen que sí, no sé si por circunstancias o por iniciativa propia, probablemente un poco de ambas. Difícilmente me he aburrido y prefiero pensar que he encontrado con los años, armonía, y con la armonía, paz.

Creo también que lo que uno recibe en sus primeros años es fundamental para lo que pasará en el futuro. La manera como cada uno recuerda, siente y reacciona de adulto es formado en la infancia. En mi caso, la óptica con que miro la vida está teñida de lo que pasó en mis primeros años.

Yo fui el primer hijo de mis padres (por lo menos de acuerdo a los registros municipales de Arequipa), y mis tres primeros años fueron los que se llamarían de abundancia. Muchos juguetes, casa grande, vida muy cómoda.

Solo dos incidentes que me fueron contados porque yo no los recuerdo, son dignos de destacar. Tuve meningitis y me caí de las escaleras del segundo piso abriéndome la frente. De ello solo quedan mi excesiva torpeza, algunos problemas de coordinación y una cicatriz entre las cejas, que luego me encargué de hacer más notoria.
Fernando y Jenny

A mis tres años nos tuvimos que mudar a Lima a la casa de la mamamita, la mamá de mi mamá, porque los negocios de la familia, que eran básicamente manejados por mi padre, quebraron por razones que no vienen al caso. Primero uno, luego otro, y así. No es que fueran muchos tampoco, pero permitían vivir bastante bien.

A los 28 años, mi padre tuvo que empezar no de cero, sino de más abajo, pues asumió las deudas pendientes. Consiguió un trabajo en el Ministerio de Fomento de esa época, para construir carreteras en la sierra de La Libertad. Recuerdo haber llegado hasta Huamachuco en la carretera que él construyó.

Mi madre, mi hermano Eduardo y yo tuvimos que compartir una habitación en la casa de la mamamita, una casa antigua en el centro de Lima. Aún recuerdo los tablones del piso, que estaban llenos de astillas, pues no había tratamiento adecuado para pisos de madera en ese entonces. Como caminábamos sin zapatos mi hermano y yo, teníamos que sacarnos las astillas con una aguja. No era agradable en modo alguno.

En esta casa no había jardín, sino corral. Recibíamos de mis tías del Norte, un pavo o dos cada cierto tiempo. La ventana de nuestro cuarto daba al corral y puedo dar fe de la estupidez de estos animales, que vanamente trataban de picotear en la ventana al pavo que veían al frente desde las seis de la mañana.

Fueron años difíciles. Mi madre tuvo que empezar a trabajar y pasábamos los días a cargo de la mamamita, mujer fuerte y autoritaria que manejaba la casa y las empleadas con una vara. No como la de las brujas o las hadas madrinas. Esta era gruesa, de medio metro más o menos y era para disciplinar a las empleadas. Eran otros tiempos obviamente. A nosotros nunca nos pegó, pero el recuerdo de una abuelita dulce y cariñosa que muchos de mis primos, menores que yo tienen, no llegó sino hasta algunos años después.

Jenny Número 2
Pasamos ahí cinco años. Cada año era más difícil controlarnos y éramos verdaderas joyitas, Eduardo y yo. Desde que recuerdo, nos agarrábamos a golpes todos los días. No recuerdo ni un solo motivo para iniciar las peleas, pero era como un guión estudiado que era siempre el mismo: Eduardo, menor que yo por año y medio, instintivamente ladilla, empezaba a joderme con algo, yo perdía la paciencia y le pegaba, él lloraba y me pegaba mientras yo me reía, hasta que finalmente me daba un golpe que me dolía, y empezábamos de nuevo. Podíamos hacer esto por horas...

Un día nos compraron unas espadas romanas de plástico duro y solo las pudimos usar por un día. Esa noche, mi mamá las botó a la basura al ver que sus dos hijitos parecían haber sido pintados a franjas rojas. Nos dimos de alma. ¡Que buen recuerdo éste!

Mi padre solía venir una vez cada mes o dos meses, pues sólo viajar hasta Trujillo desde Huamachuco tomaba casi dos días en ese entonces, y un día más para llegar a Lima. Se quedaba un par de días y de regreso a la Sierra. El pobre hacía lo que podía en esos dos días. Nos llevaba a las matinales del cine Tacna a ver dibujos animados del Pájaro Loco y el Conejo de la Suerte y trataba de pasar la mayor cantidad de tiempo con nosotros.

También tenía que dedicarle tiempo a mi madre, ¡y eran tan pocas horas!

Solo sé que nos adoraba, como adoró a todos sus hijos. Somos cuatro hermanos en total, dos del segundo matrimonio. Para todos los efectos somos hermanos, no medios hermanos u otra estupidez políticamente correcta. Entre nosotros, o se es o no se es hermano.

Mientras tanto, yo me convertía en un obsesivo lector de chistes o "comics", como les dicen ahora. Lo único que quería era que me compraran chistes, y hacía que una de las empleadas me los leyera una y otra vez. Cada vez que llegaban mis tías de visita, les pedía propina para chistes, y la tía Maruja en especial me daba siempre para un par de chistes. Mi mamá, por supuesto, me traía uno que otro casi cada día.

Incluso en los periódicos, me gustaba ver los avisos de publicidad. Un día, y así de repente, miré un aviso de un detergente que se llamaba Maravilla y sorprendido, ¡me di cuenta que podía leer todo lo que decía! Yo tendría 4 años probablemente, porque aún no iba al colegio y en esos días no había nido, "day care" o cunas infantiles.

Sin entender claramente lo que me estaba pasando, comprendí que eso iba a cambiar mi vida. ¡No más empleada, tener que rogarle, pedirle, ordenarle, suplicarle, acusarla para que me leyera un chiste! Mi primer paso hacia la libertad había sido dado.

Corriendo fui con mi mamá, a decirle que ya sabía leer, y así se lo demostré leyendo todo un artículo del periódico. Contrariamente a lo esperado, mi madre se molestó y fue inmediatamente con la empleada a pedirle explicaciones, pensando que ella me había enseñado a leer. Finalmente, y en reunión formal, toda la familia tuvo que aceptar el hecho que había aprendido a leer por mí mismo.

No fue sino hasta varios años después que me enteré de la razón de esta reacción; el médico que me trató de meningitis le había dicho a mi madre que era probable que quedaran algunas lesiones y que era preferible no obligarme a hacer ningún esfuerzo mental, e incluso a ponerme en el colegio un año más tarde de lo normal. En otras palabras: “Señora, no se angustie mucho si su hijo le sale un poco taradito.”

Jenny Número Tres
Me pusieron en kindergarten a la edad indicada y dos meses después me pasaron a transición. Mi mamá se enteró recién a medio año, cuando fue a la clausura del primer semestre. Ya era tarde. Resultó que no sólo no se me había atrasado de acuerdo a las indicaciones del médico, ¡sino que me habían adelantado un año!

No creo que tuviera una inteligencia superior, lo que tenía era una personalidad obsesiva, vehemente e impaciente y una curiosidad rayana en la locura que me han perseguido toda mi vida. Ahora, bruto tampoco, tampoco.

En fin, cuando mi madre aceptó que lo mío por leer era una pasión, empezó a comprarme cuidadosamente libros. Me compró Corazón de Edmundo de Amicis, bellísimo libro, otros de aventuras, no muy largos, para que no me canse.

Mi madre era también ávida lectora y recuerdo que estaba leyendo Ben-Hur, de Lewis Wallace, una novelita de alrededor de 600 páginas en rústica. Ese fue en realidad el primer libro que leí (a escondidas, claro está). Lo leí una y otra vez, y mi imaginación me transportaba a las galeras, al Coliseo Romano, a Jerusalén y África, y siempre con emoción, temor, alegría, y sobre todo pasión. Odiaba a Mesala con todas mis fuerzas. Lloraba, reía, sufría, era un torrente de emociones e imágenes que llenaban mi vida. Por supuesto a esas alturas, mi mamá vio que había partes del libro que las sabía de memoria, y no le quedó más remedio que llevarme a ver la película.

Fuimos al cine Metro, y me engalanaron y perfumaron, hasta terno me pusieron. Vi la película sin prácticamente moverme y casi sin respirar. Era sobrecogedora e impresionante. Otra obsesión había nacido en mí: el cine. Debo haber visto unos cuantos miles de películas. No tengo idea cuántos libros, pero en ambos casos, perdí mucho tiempo por no saber seleccionar. Era una máquina procesadora de textos e imágenes, salvaje y silvestre.

Ya por ese entonces, mi madre empezó a cultivar otras cosas en mí; me compraba discos de música clásica, y yo me sentaba a leer en la sala, con mi tocadiscos (sí, mío a los 6 años) y ponía a Beethoven, Tchaikovsky, Chopin en especial. Cuando solo quería escuchar música, ponía Zarzuelas, otra pasión de mis padres. Escuché Luisa Fernanda hasta que se gastaron los surcos. Hubo que comprar otro.

Indudablemente asistía a la temporada de Zarzuelas de la compañía de Don Faustino García. Fui con mi madre por varios años. Esta impresión solamente llenaría varias páginas más, sin duda.

También teníamos unas tías, hermanas de mi abuelo, que vivían encima del famoso Cordano del Centro de Lima, en la esquina de Palacio de Gobierno. Era la casa del bisabuelo, fallecido ya y en esa casa vivían todas las tías solteras. En realidad creo que todas se quedaron solteras. Mi tía Pepa, la mayor, era muy cariñosa, pero también muy feíta la pobre. El bisabuelo, fiel a la tradición, decidió que si no salía la primera no saldría la segunda, ni ninguna otra, condenando a la soltería a 5 tías abuelas.

Por cierto, fue él quien donó las pinturas del célebre Pancho Fierro a la Beneficencia de Lima, tras un arduo trabajo de clasificación y “bautizo” que hizo con Don Ricardo Palma. Digo “bautizo” porque Pancho Fierro era analfabeto y los títulos que se pueden ver en las pinturas fueron escritos por ellos. Hubo que ubicar la fecha de la pintura y sobre todo de la escena y a quiénes mostraba en ella.

Don Agustin de la Rosa Toro
Mi madre solía llevarnos de visita una vez al mes y nos daba propina para besar a la tía Pepa, porque tenía bigote y una voz muy gruesa. Este es tema de otra historia.

Para mí era un día especial. Mi mamá, con otra de mis tías (Emilia, creo), me llevaban a la biblioteca del bisabuelo. Era una habitación con muy poca luz, incluso artificial, y calculo que tendría unos 3,000 libros. Las cuatro paredes, casi desde el suelo hasta el techo, estaban llenas de libros, adicionalmente a unos muebles con libros también, al centro de la habitación.

Ellas se sentaban a conversar y me dejaban a mí que escogiera los libros que yo quisiera. Por supuesto casi no entendía ni los títulos ni los autores, pero estaban todos los libros de la Editorial Molino, y de la colección Robin Hood, que eran libros para jóvenes. Tuve así la suerte de conocer a Julio Verne, Emilio Salgari, Luisa May Alcott, Alejandro Dumas, entre otros.

Podía llevarme 4 o 5, de acuerdo al precio, porque la tía no era tonta. Cada libro costaba. Regateaban un poco, yo ponía cara de Cristo Pobre y salía feliz, con la nueva dosis de droga para el mes.

Lo que realmente admiré de mi madre fue su capacidad para hacerme ver las cosas en una manera que no eran impuestas. Pero una vez que algo estaba definido en mis gustos, no paraba de estimularlo de múltiples maneras.

Llegamos a compartir algunos libros y comentar sobre ellos, y a veces cuando llegaba y yo estaba escuchando a Luisa Fernanda, mi zarzuela favorita, se sentaba conmigo a disfrutarla. Hoy que recuerdo esos momentos aun con mucha claridad, me doy cuenta que la escena era completamente inusual, incluso para esa época. Creo que no conocí a nadie de mi edad en esos años que tuviera siquiera una idea de las zarzuelas y mucho menos de Luisa Fernanda.

Cuando cumplí ocho años, nos mudamos a San Antonio, y a nuestro padre le iba mucho mejor. Lo veíamos con más frecuencia y trabajaba en Chimbote, ya en una constructora privada. Mi madre dejó de trabajar y pudimos disfrutar unos meses de ella plenamente.

Al poco tiempo, le diagnosticaron cáncer linfático, fatal en esa época. Por supuesto, nosotros no teníamos ni idea, solo que le habían hecho una operación para sacarle unos ganglios.

Después de eso, todo es un poco difuso. Mi madre solía estar en cama muchos días con fuertes dolores, y solo estábamos con ella después de comer, para ver la telenovela “Mamá” que le gustaba mucho y que recuerdo hasta ahora. Aunque era chico, me encantaba ver a Cuchita Salazar, que era la novia de Fernando Larrañaga en la novela y de la cual estaba furiosamente enamorado, hasta que un accidente le deformó la cara. Se acabó el amor.

En el verano del 63 yo cumplí once años y entraba a primero de media. Nuestro padre organizó un viaje de Lima a Tumbes que duró casi un mes. Lo pasamos extraordinariamente. La enfermedad de mi madre parecía no nublar el horizonte y todo se veía muy bien.

Llegamos a Lima unos días antes pues ella se puso mal. Pasó unos días en el hospital de Neoplásicas y regresó a la casa, pero ya estaba siempre en cama.

Estudiaba en La Inmaculada, excelente colegio de jesuitas, y que tenía en la secundaria un método interesante para hacer estudiar a los alumnos. Cada dos meses, en vez del examen mensual, teníamos los “Concursos-Examen”. La peculiaridad es que durante una semana entera, solo dábamos exámenes, que valían doble, y antes de cada examen, contábamos con varias horas para estudiar.

Yo era buen alumno, siempre entre los tres primeros de la clase, más o menos. Sin embargo, no estudiaba mucho. La verdad, gracias a esta obsesión mía, prestaba mucha atención a las clases, y además leía hasta los periódicos que botaban a la basura. Me leía los libros de texto de cabo a rabo, no una sino varias veces. Creo que mi primer esfuerzo consciente por estudiar fue cuando postulé a la Universidad y sinceramente, me costó trabajo.

Cuando llegaron mis primeros Concursos-Examen, sentarme frente al libro materia del examen por dos horas o tres, era sensacional. Yo no entendía cuando veía a algunos de mis compañeros darse vuelta en las carpetas, desesperarse por no poder moverse o tratar de joder al prójimo para pasar el rato. Para mí esto no era problema.

En la Inmaculada había también otra tradición: la lectura de Notas. El padre Prefecto, Monseñor Bambarén en esos años, se sentaba en el escenario del Paraninfo del Colegio, frente a una mesa inmensa cubierta por franela verde, con las actas de notas de todo el año. Es decir, “A”, “B” y “C”.

Empezaba a llamar, uno por uno, a cada alumno. Leía todas las notas y después hacia un comentario, escasas veces positivo, y la mayoría, negativo al punto de la humillación. Recuerdo uno en especial, que me pareció cruel e insultante al extremo:

- ¿Pérez, tu sabes qué pasa cuando pones una manzana podrida en un barril de manzanas frescas?
- No, padre
- Bueno, te lo voy a hacer saber: se pudren todas. Y tú eres esa manzana podrida. A partir de este momento quedas expulsado del Colegio. Anda a tu clase y empieza a recoger todas tus cosas.

Obviamente Pérez quedó destrozado. Ser calificado de manzana podrida a los once o doce años es un poquito prematuro. Por lo que supe mucho después, Pérez regresó al colegio a pesar de la oposición de Bambarén y es hoy una persona bastante decente de acuerdo a los parámetros actuales. El nombre ha sido cambiado para proteger a los inocentes. El de Bambarén no, por si acaso. Me refiero sólo a los inocentes.

Después de más de dos horas de angustiante espera, finalmente llegó a la letra “S”, y luego a “Salmerón”. Yo nunca me he tenido confianza así que estaba dispuesto a esperar lo peor. Escucho entre brumas ¿Salmerón, sabes que puesto tienes? – No, padre – Eres el primero de todo Primerl año, y no solamente eso, te has distanciado del segundo en 21 puntos. Es la primera vez que ocurre una diferencia tan grande en el colegio. Te felicito.

Mi padre,  mi hermano Eduardo y yo al centro
Luego procedió a leer todas mis notas, y la verdad, eran bastante buenas. Honestamente, no esperaba algo así, y me tomó un largo rato descender a la realidad.

Camino al mástil, donde teníamos que formar para subir a los ómnibus que nos llevarían a nuestras casas, pensaba en lo feliz que se iba a sentir mi madre con esta noticia. Ella era particularmente competitiva en lo que a mí respecta. ¡Todo el camino imaginaba como decírselo y cuál sería su reacción!

El ómnibus me dejó y corrí a mi casa lo más rápido que pude; cuando llegué me enteré que esa mañana se habían llevado a mi madre a Neoplásicas de emergencia. Nunca más regresaría a la casa y nunca pude compartir mis logros con ella.

Y empezaron las visitas a Neoplásicas. Había orden estricta de no dejar pasar a nadie menor de catorce años debido a la posibilidad que llevaran algún virus o alguna enfermedad infantil que diezmaría a los pacientes si la adquirían.

Cuando llegábamos al Hospital nos sentaban en una banca en la entrada, frente al conserje, a mi hermano y a mí. Teníamos la consigna de aprovechar la menor distracción del conserje para salir corriendo y subir a toda velocidad hasta la habitación de mi madre.

Mi hermano siempre arrancaba primero. Eduardo era especial. Nunca podía estar tranquilo. Tenía sin duda una inteligencia superior y mucho más equilibrada que la mía. Reaccionaba siempre más rápido que todos, incluyendo a los tíos, tías, padre, madre y mamamita. Pero en especial, mucho más rápido que su hermano.

Siempre con la frase perfecta para desconcertar a los adultos y “lornear” a los chicos.

Éramos totalmente diferentes, peleábamos todo el tiempo, y sin embargo, creo que esta tragedia nos unió de una manera tal, que cincuenta años después, aun nos queremos hasta el tuétano.

Nos gustaba ir cuando estaba el tío Pepe. Pepe era el papá de los Menéndez, que en esa época eran sólo cinco. Llegarían a ser varios más.

El tío Pepe era bajito, calvo y tenía bigote y anteojos. Vehemente y apasionado, adoraba enfrascarse en discusiones, con o sin sentido, y era más de la Rosa Toro que muchos que yo conocí. Cuando él estaba en el Hospital, bajaba y se encaraba con el conserje a discutir y ¡vaya que si discutía! Apabullaba al pobre hombre que trataba de hacer su trabajo, mientras con una mano en la espalda, nos hacía señas para que zafáramos corriendo a las escaleras, y así lo hacíamos. No falló ni una vez.

Nuestra madre estaba en muy malas condiciones. Logró sobrevivir 5 meses en el Hospital, pero en esos días la quimio y radioterapia eran devastadoras. La última imagen que tuvimos de ella fue terrible, pero para nosotros era nuestra mamá, y la veíamos tan bella como siempre, sin exagerar. Sus ojos verdes inmensos y el amor que reflejaban eran suficientes.

Mi pobre padre lo estaba pasando muy mal. Solo muchos años después he podido comprender su tremenda angustia y sus temores y arrepentirme de las implacables críticas que uno hace de joven. Aceptando la muerte de mi madre, de la que él estaba consciente hacía ya varios años, estaba el caso de dos hijos de diez y once años, uno con reputación de genio y el otro con reputación de incorregible, a los que apenas conocía, debido a que había estado obligado a trabajar fuera de Lima casi toda nuestra vida. Por supuesto, cuando se tiene once años, se cree que todos los adultos han resuelto todo en su vida y no tienen debilidades. Mucho menos temores y angustias.

Cuando internaron a mi madre por última vez, nos fuimos a vivir con una familia muy amiga de mi padre, gente maravillosa que nos aceptó como hijos con todos los beneficios y responsabilidades. La tía Concho y el tío Ricardo, y Puchi, Ricardo y Eddie. Compararnos a Ricardo y Eddie, un poco menores que nosotros, era como tratar de encontrar semejanzas entre el cielo y el infierno.

Su cuarto era impecable. ¡Tenían una pared donde estaban colgados todos sus juguetes intactos! Nosotros no teníamos ni uno vivo, y la pelota de fútbol era de mi primo Rafo.

Cuando éramos más chicos, con Eduardo sacábamos todos nuestros juguetes de su caja de madera, los poníamos en el suelo, la caja encima de ellos y luego nos metíamos en ella y saltábamos hasta que no había ningún crujido. Siempre teníamos algún que otro juguete que nuestra madre compraba o que la tía Matilde nos traía cada domingo. Ninguno pasó de una semana.

Mis libros y chistes estaban destrozados y manoseados. ¡Ellos tenían sus chistes empastados! ¡Diez ejemplares por tomo! Lo máximo.

Ellos habían vivido toda su vida en la misma casa, y nosotros nos habíamos mudado como cinco veces a los más variados entornos, incluyendo largas temporadas en Chimbote y en la sierra de La Libertad.

El centro de Lima nos resultaba sumamente familiar y yo solía tomar el tranvía de la plaza San Martín hasta Reducto a los 9 años cuando salía tarde de la Inmaculada a las 7 de la noche; ellos no salían nunca de Miraflores.

Fue sin duda un impacto cultural muy grande para ambos lados. Mientras que en la casa del tío Ricardo comíamos con servilleta de tela sobre las piernas y 7 cubiertos en la mesa, nosotros veníamos de comer con un tenedor y una cuchara para la sopa, que los ponían en un individual de hule. Para la entrada, segundo y postre, le pasábamos una servilleta al tenedor y listo.

Sin embargo, desarrollamos una extraordinaria amistad que aún perdura. Me pregunto si ahora yo tendría los huevos de hacer lo que hicieron la tía Concho y el tío Ricardo por nosotros…. A los dos, mi hermano y yo les guardamos un tremendo respeto y un inmenso cariño.

Tumba de Jenny en el Angel
Un día mi padre me subió al auto y mientras manejaba, me explicó claramente la gravedad de la situación. Hasta ese momento yo no tenía conciencia clara que mi madre se iba a morir. Incluso después de esa conversación, abrigaba la secreta esperanza que se recuperara.

Recuerdo que era un Jueves, porque los Jueves eran los días que me ponía medias blancas, que me gustaban mucho, y se veían muy bien con el uniforme del colegio. A las 7 de la mañana, la tía Concho subió a nuestro dormitorio y nos avisó que nuestro padre estaba abajo. Corriendo, y listos para ir al colegio, bajamos a saludarlo.

Estaba con terno y anteojos oscuros, y la tía Maruja con él, también con anteojos oscuros. Cuando lo fui a saludar, me agarró de los hombros, se agachó y me dijo: “Tu mamá ya se fue al cielo”. Antes que hablara supe lo que me iba a decir y sentí un golpe demoledor. Creo que todas mis facultades bajaron la guardia, porque me fue imposible reaccionar. No podía pensar, hablar y mucho menos llorar. Sin embargo, parece que desde chicos todos tenemos convenciones sociales que debemos cumplir.

Escuché a Eduardo, que estaba con la tía Maruja, llorar desesperado y entendí que tenía que llorar. Sin embargo, las lágrimas no salían y sonidos de mi garganta tampoco. Estaba sentado sobre la pierna de mi padre y solo atiné a apoyar los ojos sobre su hombro. Aterrorizado, me sentí una mala persona, porque no podía llorar.

Lloré por primera vez, e inconsolablemente, 3 meses después, en la primera Navidad sin ella.

Años después, nació la primera hija del tío Max, mi prima Jennifer, y ella es Jenny Número Dos.

Jenny Número Tres es mi hija menor.

Curiosamente, tienen la misma mirada dulce, triste y hermosísimos ojos ambas, y son también artistas y soñadoras de corazón como mi madre.

Después dicen que el nombre no influye en el destino de las personas…



Septiembre 15, 2012

1 comentario:

  1. Me has hecho reír,he sentido dolor, cómo logras combinar tantos matizes en una misma historia?,la realidad es que logras muy bien eso, cuando comienzo a leer me quedó pegada hasta el final, me encantó esa historia!

    ResponderBorrar

Comment Form Message