septiembre 06, 2013

La Soledad de los Muertos


César aun pensaba en muchas cosas cuando llegó al velorio. Siempre le costaba trabajo concentrarse en algún evento comunitario. Parecía como que en el momento preciso que debía enfocarse en lo que estaba pasando, su mente recibía muchas otras señales que lo distraían mucho. Le ocurría cuando iba a la iglesia, al cine, a un matrimonio o entierro, y en este caso a un velorio.

En la capilla del mortuorio, estaba el ataúd, algunas flores, una música que hacia fondo a una presentación de antiguas fotografías familiares, una mesita con cuadros y recuerdos, y el libro de registro, que había que firmar para que le enviaran una esquela de agradecimiento, y sobre todo, para que vieran que había ido.

Las bancas estaban parcialmente ocupadas. Mas vacío que lleno, como ya había advertido en otras ocasiones.

César no se sentía de muy buen ánimo. En una semana, recibió la noticia de la muerte de un buen amigo, Charlie, de un infarto masivo y al que visitaba hoy, Tony, compañero de trabajo de su esposa Bertha. Habían compartido movilidad por varios años, turnándose el manejo para ir a la oficina, pues tenían el mismo horario. Un viaje largo, de unos 45 minutos.

Tony era hijo de mexicanos, perfectamente adaptado al sistema americano. César había notado que en Texas había 3 tipos de descendientes hispanos, para usar la palabra políticamente correcta. El primero era aquel que llegó de pequeño y a veces grande, que aprovechaba el sistema americano, trabajaba muy duro y progresaba tremendamente. Luego estaban los que ya habían nacido en Texas, pero de padres mexicanos. Muchos de ellos eran ociosos y trataban de sacar ventaja de todo y de todos, y trabajar siempre lo menos posible. Conocían a la perfección todos los programas de asistencia social. Sabían todas las leyes que los beneficiaban frente a sus empleadores y usaban las palabras “hostigamiento” y “discriminación” cada vez que se encontraban en una situación difícil. Finalmente estaban aquellos que llegaron primero que todos. Sus familias habían vivido por siglos en Texas, y eran orgullosos, mexicanos sin ni siquiera conocer ese país. Llevaban siempre el sello de “a mí se me debe el que me hayan sacado de mi país”. Incluso en la quinta o sexta generación, hablaban español, y no perdían esa identidad.

Tony pertenecía al primer tipo. Hombre de familia, con un gran corazón y muy simpático. Tenía un excelente sentido del humor y esa picardía latina que es difícil encontrar en los americanos. Estaba siempre contento y era muy extrovertido. Bajito y moreno, reflejaba sin embargo una fuerte personalidad.


Su nombre era Antonio Encarnación, pero con la simpleza del idioma inglés, fue abreviado a Tony desde que era muy niño. Aparentemente este diminutivo fue aceptado con mucha alegría por Antonio Encarnación y lo contaba como la primera bendición que Dios le dio.

César no lo conocía muy bien. Habló con él en 3 o 4 ocasiones, pero su mujer siempre le contaba los chistes y anécdotas que protagonizaba. Pero le gustaba el personaje. Muchas veces Bertha llegaba de excelente humor del trabajo por la entretenida y jocosa conversación que habían tenido en el viaje de regreso.
En ese momento deseó haber conocido más de él, pero ya era tarde.

Charlie fue su primer amigo gringo. Casi 50 años atrás, había venido en un proyecto de intercambio estudiantil, a la casa de los padres de Charlie. En esa época, César no sabía inglés, y la familia que lo recibía, los Sikorski, desconocía el castellano y todo aquello que no tuviera que ver con los Estados Unidos y Polonia.

Charlie no caía bien en general. Cuando César llegó al aeropuerto de Chicago junto con otros colegiales, pudo echar un rápido vistazo a las familias que los esperaban. Vio a Charlie caminando con una cámara Polaroid, maravilla tecnológica de esos tiempos, sólo por un segundo y sin sospechar nada, pensó que ojalá no le tocara él como compañero. Era muy alto para sus 13 años y muy gordo para cualquier edad.

Con el tiempo, César se acostumbraría a evitar deseos tanto negativos como positivos. Siempre parecía ocurrir exactamente lo que no deseaba. Pero a esa edad, todavía no estaba preparado.

Los chicos eran despachados con cada familia como si fueran maletas. El hermano Rupert, que estaba a cargo del viaje, conocía a todas las familias, ya que los hijos estudiaban en colegios pertenecientes a la congregación. Rupert, originario de Milwaukee, había sido boxeador hasta que escuchó el llamado vocacional. Todavía guardaba algunos buenos golpes que César y sus amigos disfrutaron dolorosamente en varias ocasiones.

Cuando le llegó el turno, César fue virtualmente atacado por la familia Sikorski. Inusualmente efusivos, lo abrazaron y zarandearon antes que él pudiera siquiera verles las caras. A excepción de Charlie, ¡Oh sorpresa! quien sólo le dio la mano. Harry y Jane, los padres, eran ambos gordos, al igual que Bobby, el hermano menor. Los hombres tenían en común pelo abundante y duro como estambre de cepillo. Ojos pequeños y aporcinados mientras que Jane debió haber sido una mujer muy guapa de joven con unos hermosos ojos azules.

Al pasar los días, empezaron a hacer amistad y de una tortuosa manera por cierto. Primero fue la lista de malas palabras que escribieron en inglés y español. César la dejó encima de la mesa de noche y Jane la encontró. En vez de decirle algo, todo el peso de la culpa cayó en Charlie.

Luego se robó una cajetilla de cigarros ya que los dos padres fumaban casi 2 paquetes diarios y asumió que pasaría desapercibido, pero al no ser así, Charlie asumió la culpa y él, por supuesto, no dijo nada.

La noche que dejó abierta la ventana de su dormitorio, un poquito nomás, porque estaba muy caliente, Chicago tenía una tormenta de nieve fortísima, una temperatura de 3 grados Fahrenheit y al despertar, entraba un viento huracanado por la rendija abierta y la cortina estaba tiesa, casi horizontal. Fue Charlie quien se encargó de arreglar el entuerto y que pasara desapercibido. La cuenta de electricidad subió unos 40 dólares ese mes.

En el mismo tenor transcurrieron los dos meses y algo más, así que al final, tenían una amistad especial, en la que Charlie llevaba la peor parte y César no se daba cuenta de todo el trabajo que el pobre gringo había tenido con él.
Y no es que fuera malo, simplemente era dejado, descuidado e irresponsable. ¡Además, él estaba de vacaciones! Terminaron concluyendo ambos que lo habían pasado muy bien y Charlie prometió visitarlo en el Perú. Gracias a esta promesa, perdieron contacto por más de cuarenta años.

Tony fue diagnosticado con cáncer a los pulmones, a pesar de no haber fumado en su vida y la enfermedad se lo llevó en menos de dos años.
Charlie murió durmiendo sin que nadie se percatara hasta la mañana siguiente.

A César, la tristeza lo afectaba mucho. Le cambiaba el ánimo, el color del día era diferente, las voces de la gente sonaban más bajas y le daban ganas de llorar. Simplemente se dejaba llevar por ese sentimiento que cubría todo a su alrededor. Se lamentaba de no haber hablado más con ellos, de hacerles sus últimos días un poco mejores, y sobre todo no decirles cosas que ya nunca podrían escuchar y que eran importantes para ellos y para él.

César llevaba años sintiendo esto. No necesariamente tenía que morir alguien; bastaba a veces que supiera que alguien lo estaba pasando mal, un divorcio de una pareja, algún chico metido en drogas, y algunos, no muchos, acontecimientos nacionales o mundiales.

Pensaba que sufría algún tipo de desorden mental maniaco depresivo o bipolar. Fue a psicólogos y psiquiatras y todos coincidían que lo que le ocurría no era normal, pero tampoco era algo extremo, por lo que le fue imposible seguir algún tratamiento. Y siempre se mostró reacio a ingresar al mundo del psicoanálisis, interpretación de los sueños, terapias de grupo u otra técnica para corregir esto que lo aquejaba. El prefería soñar y sufrir, confiando que algún día encontraría la verdad final, algo que por cierto, nunca ocurriría.

Pero se daba cuenta que cuando llegaba a los extremos del espectro de comportamientos, es decir la euforia total o el abatimiento absoluto, era cuando sus sentimientos estaban más aguzados, y era entonces que la parte sana de su mente le regalaba pensamientos e ideas maravillosas.

César sentía que en la época en que todas las cosas eran simples, alguien como él era catalogado como extremadamente sensible y sensitivo. Y a nadie se le ocurriría enviarlo a un médico y menos a un psiquiatra, así que tomaba la vida con filosofía. Sabía que todo pasa. Siempre. Siempre.

Al venir a vivir a USA, César empezó a buscar información de Charlie, más que por otra cosa, por curiosidad. Quería saber cómo le había ido a su extraño amigo. Finalmente logró ubicarlo y cuando hablaron por teléfono, Charlie se emocionó tanto que empezó a llorar por el teléfono. César, un tanto extrañado, porque aunque buena, la amistad que tenían no era para tanto, siguió la corriente, pensando que por lo menos estaba haciendo feliz a alguien.

Siguieron en contacto hasta que por esas cosas del destino, César consiguió un trabajo en Chicago. Al poco tiempo se reunieron con mucha alegría de ambos. Las esposas, Donna y Bertha, conectaron de inmediato, y se reanudó una relación interrumpida por muchos años.

A Charlie no le había ido bien. Había tenido una delicada operación al corazón y había bajado unos 80 kilos, pero aun así, estaba gordo. Era más alto de lo que César recordaba y tenía una gran cicatriz en la sien porque cuando le dio el primer infarto choco violentamente con el borde angular de una mesa de acero y vidrio.

A pesar de haber estudiado en Notre Dame, y graduarse con honores, nunca pudo establecer relaciones sociales tan importantes para progresar. Se dedicó a administrar las propiedades que su padre había dejado y vivir de esa renta, que era considerable. Cuando empezaron los problemas de salud, no tenía seguro y la crisis inmobiliaria afectó muchísimo su liquidez al punto que tuvo que empezar a vender las propiedades para cubrir sus gastos médicos.

Era en estas condiciones que se produjo el reencuentro. Vivían en un departamento minúsculo, en una zona populosa de la ciudad. César no dijo nada y se encargó de pagar la mayoría de salidas que tuvieron hasta que regresó a Texas. Pasaron muy buenos momentos juntos, y curiosamente, Charlie no recordaba casi nada de los momentos que vivieron muchos años atrás. Para él lo único claro era esa amistad íntima, más allá de los intereses personales. César no tardó en percatarse de la realidad: probablemente era su único amigo, ya que con su hermano no se veía, por razones que no se atrevió a preguntar.

Tomó entonces la decisión de cumplir con ese rol, tal como Charlie esperaba. Interiormente le aterraba la espantosa soledad de esta pareja y rogaba a Dios que nunca se encontrase en esa situación.

Tony había sido extrovertido, alegre y dicharachero, además de bilingüe, con esa facilidad de cambiar de idioma para usar la riqueza del español y la practicidad del inglés de una forma natural. El resultado era muy agradable, y solía ser siempre el centro de atención.

Un día César, un poco preocupado por ver la alegría con que regresaba Bertha del trabajo, decidió esperarlos fuera de la casa, cuando aún no conocía a Tony. Al poco tiempo ve aparecer una camioneta gigantesca, con llantas muy grandes y con un aspecto intimidante, que se cuadró frente a su casa. Cuando Bertha bajó del vehículo con cierta dificultad, se imaginó que Tony era uno de esos cowboys de las películas o los comerciales de Marlboro, alto y fornido. Cuál no sería su sorpresa al ver bajar a un sujeto moreno, con calvicie incipiente y casi una cabeza más bajo que él. De cowboy tenia las botas de tacón alto.

César respiró un poco más tranquilo, y el pequeñín se acercó a saludarlo efusivamente con una amplia y encantadora sonrisa, que inspiraba confianza inmediata. Cinco minutos después, sentía que lo conocía de siempre, bromearon juntos y quedaron en salir a comer con las “señoras” como le dijo textualmente.

Disfrutaron de una breve pero muy agradable amistad y un sentimiento de mutua complicidad pues ambos compartían diferentes momentos y actividades de la vida de Bertha. Bromeaban exagerando sus manías y actitudes. La verdad era que ambos admiraban mucho la personalidad y la vitalidad de Bertha, por razones diferentes, pero que la hacían merecedora de respeto.

Cuando fue diagnosticado con cáncer al pulmón, todos pensaron que le haría la lucha, con la misma voluntad y fuerza que ponía en todo lo que hacía. Sin embargo, el avance de la enfermedad fue devastador y en menos de un año ya estaba en franco camino a la muerte pronta. Cada vez que César lo veía, estaba más delgado, su piel morena era cada vez más oscura y tenía una tonalidad casi macabra. El hombre dinámico y alegre había pasado a un ser de caminar cansino, arrastrando los pies y la cabeza gacha y de sus ojos vivaces solo quedaba una mirada triste y vaga, como si no estuviera viendo a nadie.

Partía el alma no el saber que se iba a morir, sino cómo había sido despojado de todo aquello que hacía de ese cuerpo a Tony. En la última comida que tuvieron en casa, y que Bertha preparó especialmente para él, cruzaron miradas y fue como un diálogo silencioso, en que Tony parecía decirle:

  • No quise venir y sólo lo he hecho para darle gusto a tu mujer. Odio que me vean así, pero más odio verme yo mismo. Si tengo que morir, estoy listo, pero que se me maltrate así, no se lo merece nadie. Quiero irme ya, para evitar que lo poco que queda de mí desaparezca antes que mi cuerpo lo haga.

A César le pareció que Tony le había dicho estas cosas en voz alta, tan clara y dolorosa fue la brevísima mirada que le dirigió. Dos semanas después fue internado en el hospital, estuvo dos días y regreso a su casa para morir allí.

Bertha se enteró al día siguiente, y con mucha pena, se comprometió con César a ayudar en lo que fuera posible, pero todo estaba ya planeado y sólo les quedó asistir a la celebración de la muerte de Tony. Curiosa palabrita pero César le encontró mucho sentido a la celebración de la vida y la muerte de Tony y cómo había tocado la vida de muchas personas.

Un día después César recibió un correo de Donna, diciéndole que Charlie había muerto esa noche y que no tenía dinero para el entierro. Estaban en la miseria total y no sabía qué hacer. Contribuyó con lo que pudo que no era mucho, y no dejó de parecerle tremendamente irónico que una persona que había tenido mucho dinero casi toda su vida y que contaba con incontables parientes, fuera a morir completamente abandonado. Lograron reunir lo mínimo necesario para enterrarlo y según Donna le comentó después, al entierro fueron solo su hermano, un vecino y los hijos del primer matrimonio de ella. César sintió que estaban librándose de una mascota y quizás peor, de alguien al que nadie quería realmente.

Todos estos pensamientos se agolpaban en su cabeza mientras permanecía esperando para saludar a la viuda de Tony, Maryel, en la capilla. Muy a su pesar, tuvo que dar sus condolencias, mirar las fotos de Tony con otras personas, muchas de las cuales el no conocía y no le interesaba. Solo quería irse, pero Bertha jamás se lo permitiría. Además tenía que acercarse al féretro, mirar el cadáver de Tony y elevar o simular por lo menos, una oración.

Todos los muertos tienen un aire, algo que hace saber a los demás eso, que ya han muerto, y no era fácil para César, porque ese no era el recuerdo que él quería conservar de Tony, pero Bertha era implacable: había que hacer lo que había que hacer, te guste o no.

Tony estaba perfectamente vestido y maquillado en el ataúd. Y ya que no le quedaba más remedio, lo miró con mucho detenimiento. Y se dio cuenta que lo que estaba viendo era simplemente un objeto sin vida. Esa perfección que solo se obtiene en algo inanimado y que le da ese tono falso y artificial a un cadáver.

Se dirigió presuroso y apesadumbrado a una de las bancas del fondo a sentarse. Bertha lo siguió poco después con otra pareja de la oficina. Al final, dos muertes casi sincronizadas de dos personas con realidades diferentes y con personalidades y afectos disímiles que compartían solo dos cosas en común: su condición de seres humanos y la soledad de los muertos. César concluyó que la muerte era un proceso íntimo y personal por el que todos pasarían, sin importar nada, nada más.

A los muertos no les importaría cuanta gente fue a su entierro, ni cuanta gente lloraba por ellos. Dentro de esas cavilaciones, César escuchó al sacerdote decir que estaban reunidos para celebrar el pasaje de Tony a un mejor lugar. Le pareció raro que “cielo” hubiera pasado a ser una palabra “políticamente incorrecta”, pero peores cosas había escuchado. Sin embargo, estaba de acuerdo con eso de la celebración. Pidió luego a los concurrentes que se acercaran a decir algo que recordaran de Tony.

Y empezó el círculo de los lamentos. Hablaron los hijos, el hijo adoptivo, el hermano y otros más; todos sin excepción le pedían perdón por no haber hecho esto o aquello, por no agradecer lo que hizo por ellos, y temas por el estilo.

Mientras tanto, César sentía crecer una indignación indefinida en el corazón, hasta que finalmente entendió: ¡el espíritu de esta ceremonia no era de celebración, sino de arrepentimiento!

Se levantó automáticamente y se dirigió al podio mientras percibía los ojos de terror de Bertha. Pensó para sus adentros que después de tantos años ya debería estar acostumbrada a estos arrebatos de locura suyos, pero no era así.

Al mirar a la audiencia sabía lo que quería decir, pero concluyó que no era el indicado para decir lo que pensaba a la familia y los más allegados.

Y además, en inglés: “¡Carajo, desahuévense! Están aquí para compartir recuerdos agradables con Tony y agradecer que de alguna manera tocó y cambió nuestras vidas y no para llorar o lamentarse de lo que no pasó y debió pasar”

Una vez más, César se había metido en un lío gratuito, y se arrepentía tremendamente, estaba aterrado y sin saber qué hacer. Abrió la boca, dijo su nombre y la relación que tenía con Tony a través de su esposa Bertha y de súbito, estaba todo muy claro.

Quiero agradecer a Tony la alegría que llevó a mi casa durante 3 años, en los que compartió transporte con mi esposa Bertha, a la cual adoro y que sufre el problema de preocuparse demasiado. Cada día llegaba a casa contenta gracias a las ocurrencias, anécdotas y chistes que le contaba. Le debo muchos momentos placenteros, comidas agradables y que en números aproximados, son 3,700 horas y eso damas y caballeros, es un montón. ¡Gracias Tony!

El ambiente de la ceremonia cambio por completo. El cura interrumpió y dijo que ése era el tipo de cosas que deberían decirse sobre Tony. Luego hablaron otras personas e incluso de los que ya habían hablado, más de uno se volvió a levantar.

Mientras César se dirigía a su banca vio los hermosos ojos de Bertha brillar y una sonrisa de sol iluminaba su rostro. Finalmente pudo relajarse y todos sus pensamientos se retiraron a descansar. Estaba en paz.

Crónica Diaria


Hoy me desperté como casi todos los días. Aproximadamente a las cuatro de la madrugada. A veces un poco más, a veces un poco menos, sin importar la hora que me haya dormido ni lo que haya hecho la noche anterior. Y esto me ha venido de viejo, como les consta a mis amigos de juventud que me hacían el favor de recogerme para ir al trabajo y siempre los hacia llegar tarde. 

Cuando estaba en la Universidad Cayetano Heredia, yo tenía auto, gracias al no reconocido esfuerzo de mi padre por darme lo mejor. En el camino a la Universidad pasaba a recoger a varios de mis amigos. Invariablemente llegábamos tarde y a veces la clase ya había terminado. Decidimos entonces que uno de ellos, mi amigo David, más conocido como el flaco Palito, fuera a despertarme, ya que su casa quedaba cerca. Yo vivía en una pensión en Miraflores. Palito era flaco desmedidamente. Alguien diría que era sólo piel pegada al hueso, ¡pero que huesos, Dios mío! Por lo menos en la nariz, que daba más sombra que el cuerpo entero. Yo lo veía más bien como una cigüeña, con patas largas y huesudas, pero sin plumas y con un pico descomunal.

Eran épocas divertidamente irresponsables y con muchas aventuras inolvidables que tenían el sabor de ser las primeras de ese tipo. La primera vez en cualquier cosa es siempre diferente y en muchos casos inolvidable. Tal era mi primer año de universidad, con escasos 17 diciembres en mi haber.

El flaco llegaba puntualmente a las siete de la mañana pues las clases empezaban a las ocho y media, y el camino era largo y complicado ya que recogíamos a cuatro galifardos más, con lo que mi escarabajo terminaba albergando a seis de nosotros. Qué dudarlo, yo estaba durmiendo cuando él llegaba y siempre tenía ganas de seguir haciéndolo. Después de intentarlo todo y fracasar cada vez, decidió que lo mejor era vestirme, ya que con ropa la actitud del cuerpo y la cabeza cambian un poco. Es así que por casi un año, Palito me vistió todos los días para ir a la Universidad. Hasta ahora me avergüenza contarlo. Pero hace 45 años no sentía ni el más mínimo sentido de culpa.

Implementos diarios

En cuanto al trabajo, y ya casado, no cambié mucho. Eso sí, ya me vestía solo. Y lo hacía tan bien que cuando Ricardo tocaba la bocina para que bajase y yo estaba aún dormido, rapidísimamente me levantaba, ponía la manga de mi camisa en el brazo derecho, y lo sacaba por la ventana, para que pensase que ya estaba casi listo. Como tonto no era, se dio cuenta pronto del timo y montó en cólera divina. Muy responsable, tenía que llegar tarde por mi culpa y encima, tenía que sufrir este humillante engaño. Hoy lo recordamos con una sonrisa, pero en esos días el sentimiento era muy diferente.

Bien dice el dicho “Por donde pecas, pagas”. A estas alturas de la vida, pagaría lo que fuera por una de esas jornaditas de sueño de diez horas ininterrumpidas, sin tener que levantarme a orinar, o porque tengo acidez, la comida me cayó mal o por cualquier otra tontería. Si puedo dormir cuatro horas seguidas, sé que voy a tener un buen día. Claro que duermo una horita por allí, otra horita por allá, pero seguidas, imposible. Estoy pagando las culpas de los malos ratos que les hice pasar a mis amigos.

Normalmente bajo las escaleras, me tomo un café fuerte y salgo al jardín a fumar un cigarro (sí, todavía fumo, muy a mi pesar) y disfrutar de la oscuridad. Me fascina sobremanera la penumbra, ese montón de imágenes en sombras que se dejan adivinar por mi febril imaginación. Mis árboles que han crecido considerablemente, son perfectos para ello. Hoy puedo ver al justiciero arcángel Gabriel, y al pato Donald enfrascados en una agitada discusión sobre el precio de los tomates. Porque ambos comen tomates. Un toro con banderillas y espada clavada en el morro los escucha atentamente, aunque él no come tomates.

Es de esa manera que mi día empieza. Pero hoy, desde que me desperté, tenía una idea en mente. Y una idea, en mi caso, es diferente a un pensamiento. Mis pensamientos son casi siempre lógicos y fluidos, es decir están en movimiento. Pasan de un concepto a otro, revisan antecedentes y consecuencias, posibilidades y potencial. Son entretenidos y me divierto mucho con ellos.

Las ideas no son así. Entran por cualquier parte, y uno no sabe cómo, aparecen e invaden todo. Son pesadas, persistentes y agresivas. Una vez que llenan cada intersticio mental, se apoltronan esperando que uno haga algo al respecto. Expulsan sin recato ni decoro al arcángel Gabriel, a Donald y al toro, sin ningún derecho. No conocen de respeto, privacidad, intimidad, no, son como las dictaduras. Les importa un carajo lo que piensan otros miembros de la comunidad mental. Escasamente dejan sitió para las actividades necesarias que lo mantienen a uno vivo. Pero recuerdos, pensamientos, conceptos, valores, imágenes, lemas y traumas son desalojados violentamente. Como cualquier dictadura que se respeta, a los deportados los mantienen cerca y bajo total control, en caso sea necesario recurrir a sus servicios.

Esta idea era más o menos coherente. Como luego pude comprobar, se veía mucho mejor dentro de la cabeza que fuera de ella. Y es que yo he sido torpe y distraído toda mi vida. Y no en una cosita o al tratar de hacer algo difícil, sino en tareas cotidianas. Si no golpeo algún mueble con uno de mis maltratados dedos, me araño la mano al tratar de agarrar el pasamanos de la escalera, boto café cuando me lo estoy sirviendo, o azúcar, lo derramo, mancho mi ropa, me vuelvo a golpea un dedo y así en una sucesión de torpezas que me hacen sentir un perdedor incluso antes de salir de mi casa.

Cuando me enfoco y trato de realizar estas pequeñas tareas con mi mayor concentración, el resultado es aún peor. No sé si atribuirlo a mis genes, a la meningitis que tuve de pequeño o al hecho que en mis tiempos no existían cosas como psicomotriz fina o gruesa, percepción de objetos y no sé cuanta cosa que le inculcan a los niños de ahora. En ese entonces no había nido, yo me la pasaba jugando o leyendo en casa y cuando uno entraba al colegio, los esfuerzos de los maestros estaban abocados a que aprendiéramos a leer, escribir, y a usar primariamente los números.

Recuerdo cuando tenía nueve o diez años, en artes manuales nos encargaron construir un avión con madera de balsa y papel de cometa. Todo se podía comprar en la tienda y solo tenía uno que contar con una pequeña navaja, goma y dope, que era una sustancia que tensaba el papel y lo abrillantaba.

Pasé todo un fin de semana construyendo el avioncito de marras, con mil y un problemas, pero finalmente lo terminé. No se veía bien, pero estaba completo. El papel estaba lleno de parches y algunas piezas no habían sido cortadas de acuerdo a las especificaciones, pero me quedaba la satisfacción de haber construido mi primer aeroplano.

Orgulloso, lo llevé al colegio el día señalado para su revisión, y pude ver los modelos de algunos de mis compañeros. Comparados al mío, eran algo así como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. El mismo origen pero diametralmente diferentes. Cruzó por mi mente la sospecha que más de uno había tenido “asesoría externa”, pero igual me dio vergüenza que vieran el mío, así que lo cubrí con mi saco, con tanta destreza que rompí la cola del avión. En esos años yo no me sentía torpe en relación a los demás, diferente sí, pero no torpe.

El profesor pasaba de carpeta en carpeta, revisando el trabajo y calificándolo allí mismo. Cuando se acercó a mí, levanté el saco y ahí estaba mi avioncito, color amarillo patito, y con la cola rota. Fue tal la cara del profesor, que sólo se me ocurrió decirle - “No estará perfecto profe, pero eso sí, lo he hecho yo solito” - Me miró con lástima y en un tono entre desesperanzado y divertido, me contestó - “Se nota” - Me puso once. Y creo que fue por pena y por lo que le dije. A final de año, y cada año que llevé artes manuales, mientras todos buscaban levantar su promedio anual con el cursito éste, a mí me lo bajaba. Ya en segundo de media hube de concluir que mi habilidad manual no era buena. Pero de ahí a torpe, aun había un mundo de diferencia.

Luego vino un incidente que afectó mi sensación de ser igual a los demás tremendamente. A los doce años se puso de moda en el colegio usar guantes de cuero. Los había negros, marrones, moro y en cuero, cuero con lana y algún ridículo por ahí se apareció con mitones. Fue el hazmerreír de toda la clase. Ni más se los puso. Civilizada y educadamente, le pedí a mi padre que me comprara un par de guantes, todos de cuero. Ahí mismo me mandó a la mierda, con un contundente

-       ¿Y para que chucha quieres guantes? Si tienes frío, métete las manos a los bolsillos. No. - Punto. Simple y categórico.

Los guantes de mis sueños
Comprendí que era una batalla que tenía que ganar por cansancio. Hinché, hinché e hinché hasta que un día el Viejo no pudo más y me dijo - “Vamos a comprar esos guantes de mierda. Pero ya no jodas más”

Fuimos a Sears, la tienda favorita de mi padre, y afortunadamente, tenían guantes de cuero y además bonitos. Es decir, bacanes. Me probé el primer par y me ajustó perfectamente, excepto en el meñique de la mano izquierda, que evidentemente había sido cosido de tamaño muy grande. Me sobraba como una falange de guante. Sin preocuparme, busqué otro par con el mismo resultado. Asumí que era del mismo lote, y opté por los marrones que no se veían mal tampoco. Grande fue mi sorpresa cuando vi que tenían el mismo problema. Probé otras tallas en ambos colores, pero el resultado seguía siendo igual.

Entonces me miré las manos, y aterrado, ¡vi que mi meñique izquierdo era mucho más pequeño que el derecho! Miré detenidamente mi mano y noté que me faltaba el último nudillo. Me faltaba un hueso. En ese momento, no sabía si sentirme peor por haber nacido así o por haberme dado cuenta recién a los doce años. Pero el caso es que confirmó una sospecha de larga data: ¡Yo era diferente a los demás! Llegaron entonces las angustias que siempre he tenido: ¿Qué más me puede faltar? ¿Algún músculo, una parte del cerebro, qué? ¿Y si lo que me falta me causa la muerte en el momento menos esperado? ¿Atracará mi padre hacerme un examen médico exhaustivo?

Pero incluso en ese momento no acepté que era torpe. Ya me había roto el brazo dos veces y me había caído por las escaleras una vez, dejándome una cicatriz en la frente que ahora se confunde con otras más en el mismo lugar. Me hace pensar en aquellos que tienen un problema de drogas o alcohol, y que mantienen su negación por años.

Ahí estaba yo, con mi primera negación de muchas que tendría en la vida. Hubiera sido muy gracioso llegar a los veinte años y terminar en un grupo de “Torpes Anónimos”. “Hola, soy Fernando y soy Torpe”. Pero pasaron los veinte y los treinta y no encontré ningún grupo de terapia. Encontré a otras personas torpes, entre ellas a mi gran amigo Ricardo, que para algunas cosas era más torpe que yo, y que tomaba las cosas con un ácido sentido del humor. Ya no me sentí tan solo ni tan único. Había vida en otro planeta y éramos la muestra viviente de ello.

Poco a poco, fui aceptando el hecho de ser torpe. En el camino hubo varios accidentes, algunos graves, pero sobre todo la persistencia de pequeñas torpezas diarias, como mancharme la camisa al comer, romper múltiples platos y vasos, la incapacidad de cambiar pañales sin llenarme de caca, orinar fuera de la taza, chocarme con mesas, sillas y muebles en general.

En una ocasión, la anfitriona de una reunión se molestó mucho conmigo porque traté de ver la hora en mi reloj sin percatarme que tenía una copa de vino en la mano. La alfombra era blanca. Este simple accidente fue el detonante que me permitió aceptar la torpeza como característica innata mía.

Yo había visto eso mismo en más de una película, y siempre pensaba que aparte de ser gracioso, era algo que en la vida real simplemente no podía ocurrir. Nadie podía ser tan torpe o tan estúpido. Hasta que me pasó a mí. ¿Qué más puedo decir? Nada. Soy y seré torpe. Pero si voy a serlo, entonces hay que asumirlo bien. Y así lo hice. Desarrollé varios mecanismos de defensa. Ensayé mi sonrisa de culpa con encanto, encontré maneras de pedir disculpas y relajar la tensión propia del caso, me anticipaba a advertir que era torpe y que algún accidente podía ocurrir cada vez que íbamos a alguna reunión, y mucho lenguaje corporal para expresar mi pesar por romper una pieza de cristal fino, una lámpara o derramar algo en la alfombra.

Mi esposa, que me quiere tanto, nunca me dijo que era torpe. Creo que ella se preocupaba menos del tema, y obviamente hay defectos que los hombres tienen que son mucho peores. Pero cuando le dije que había concluido que era torpe, como gran descubrimiento personal, manifestó la misma emoción que sentía al ver volar una mosca.

Volviendo a la idea original, con los años estas cosas parecen empeorar. Ya no veo tan bien, y cuando la cabeza le ordena al brazo que haga un movimiento hecho por años, el brazo ya no es tan veloz y la distancia que puede recorrer es más corta. En alguien normal, no reviste mucha importancia, pero en los torpes puede ser crítico.

Mi mujer ya solo compra platos y vasos descartables. Entre nos, todos, todos los vasos de la casa los he roto yo. Para mi café, uso una especie de termo con tapa, como los que usa la gente normal para ir en auto. Yo no. Yo lo uso siempre, sobre todo si estoy en casa.

Mi idea consistía en tratar de contar en un día todos los pequeños accidentes y las consecuencias que tenían para mí, mi mujer y mi entorno. Contaba con el grabador de mi iPhone como herramienta para documentar hora, lugar, descripción y efecto de cada incidente.


Sánchez
Sentado en mi jardín, empecé a recordar las cosas que había hecho los últimos 5 minutos, que era el tiempo transcurrido desde que me levanté. Y empecé a grabar:

4:08
Me levanto dolorosamente de la cama. Me duelen la rodilla izquierda y el cuello.

4:09
Hice pila. A oscuras. Creo que una parte ha caído fuera de donde debería. Prendo la luz mientras continúo. Efectivamente. He mojado el piso y el rollo de papel higiénico. No pienso limpiar el piso, pero decido desenrollar el papel higiénico hasta no encontrar humedad, y así lo hago. No estoy seguro si esto es torpeza. Parece más bien flojera.

4:10
Lleno un vaso de plástico con agua, ya que he roto todos los demás, y lo pongo en el microondas por un minuto. No pasa nada.

4:11
Echo café instantáneo en mi termo con una cucharita de plástico y dos sobres de Splenda. No boto nada. Usualmente derramo café. Estoy contento. Todo es cuestión de enfocarse.

4:11
Abro el microondas y cojo el vaso. Aparentemente uno de mis dedos no se abre y derramo buena parte del agua dentro del horno. ¡Carajo! No importa, echo el agua en el termo y completo con agua del caño. Como está medio oscuro, no me doy cuenta y se derrama el agua, el café y el edulcorante. Tengo la mano llena de café. No me amedrento. Tapo el termo, tapo el café y tomo un pedazo de papel toalla para limpiar el microondas. No hay mayores incidentes. Boto el papel a la basura, chorreando unas gotas en el piso. Tengo que usar otro papel para limpiarlo. Marita no perdona manchas en este maldito piso blanco. El efecto y las consecuencias hasta ahora no son suficientes para cambiar mi actitud positiva.

4:12
Aun tengo la mano manchada de café. He dejado el agua corriendo, pues sé que me tengo que lavar las manos. Meto las manos en el grifo y no puedo contener un quejido de dolor. ¡Puta madre, me quemé! ¡Terma de mierda, calienta de inmediato! Pongo el agua fría, y ya estoy empinchado y con la peor cólera que puede haber, la que es contra uno mismo. De todas maneras, le agradezco a Dios que solo estoy acompañado por mis dos perros, un salchicha gigantesco y un chihuahua con cuerpo de bulldog. Ninguno de los dos es muy listo. El salchicha solo quiere lamerme las piernas y el chihuahua está siempre buscando comida. Mientras calmo el ardor con el agua fría, me recupero del golpe anímico y pienso que no hay ninguna consecuencia de este accidente.

4:13

Estoy en mi jardín, haciendo esta grabación. Los perros han salido conmigo para hacer sus necesidades. No los puedo ver, pero eso es normal. Ahora si ya puedo empezar a disfrutar del amanecer, del silencio y la oscuridad. Ahhh…

Bebito

4:18
Acabo de terminar mi cigarro. Ya estoy tranquilo, relajado, listo para sentarme a leer mi correo, Facebook, etc. Decido quedarme unos minutos más. Se está tan bien aquí. Hoy va a ser un buen día, con la ayuda de Dios y la mía.

4:20
¡Mierda! Los perros se volvieron locos ladrando. Corriendo y sin zapatos, tengo que ir hasta el fondo del jardín. Unos cincuenta o sesenta metros, para ver qué pasa y meterlos de inmediato. 
En este vecindario si uno hace cualqier tipo de ruido que moleste a un vecino, llaman al 311 (problemas locales, no emergencias) pero igual mandan a la policía.

Llego al fondo corriendo. Casi me he caído y he pisado una ramita o algo puntiagudo, porque me duele mucho la planta del pie. En el borde superior de la cerca hay un maldito mapache, mirando inmutable a este par de retrasados mentales que ladran con toda la fuerza de sus pulmones.


Los angelitos y los mapaches

Traté de enseñarles algún truco, como sentarse, echarse, cualquier cosa. Nada. Son más brutos que una tapia. Los metimos a una escuela de entrenamiento y solo aprendieron a orinar y cagar fuera de su entorno habitual, que es la cocina y la lavandería. La mayor parte del tiempo salen al jardín, pero en cuanto uno se descuida, se van a la sala, y se cagan ahí. Los dos. Y saben que está mal, porque luego se esconden. Pero insisten y llevamos años luchando con esto sin ningún resultado positivo. Después de tantos años ya son familia.

4:25
Logro cargar a ambos y los llevo dentro. Vuelvo a pisar la misma ramita, pero esta vez con el otro pie. Cojear de ambos pies y con una rodilla que me duele mucho, arruina mi estadía en el jardín.

4:30
Después de meter a mis dos genios a la casa y sacarme una astilla del pie derecho, subo a ponerme frente al computador. Llevo conmigo mi iPhone, mi tableta, mi otro par de anteojos y mi café.

4:35
Puse el café demasiado cerca del mouse, lo he golpeado sin querer y estoy arrodillado tratando de secar la alfombra que está llena de café. Felizmente que tenía tapa y solo ha salido café por la rendija. ¡Pero que rápido ha salido! Siempre tengo a la mano papel porque ya estoy habituado a estos problemas. Tengo también limpiador de alfombras que Marita ha colocado discretamente detrás de una de las pantallas de la PC.

Termino de limpiar la alfombra y boto el medio kilo de papeles que he usado para secarla. Ahora sí ya estoy encabronado.

4:50

He llegado a la conclusión que esta idea es inútil, autodestructiva y peligrosa para mi salud mental. Lo digo porque al tratar de grabar esta nota se me resbaló el iPhone y por evitar que caiga al suelo me he golpeado la rodilla mala con el escritorio.



¡Solo a mi se me pueden ocurrir estas estupideces!

julio 24, 2013

Para Matar a un Policía


Aunque vivo fuera del Perú hace ya varios años, me es imposible dejar de seguir las noticias de mi país de origen casi con más detalle que cuando vivía allí.

Es por eso que estos días, en que veo al Congreso Peruano convertido en un circo absurdo, con muchos payasos, pocos artistas y varios dueños, me viene a la memoria la pantomima que ha sido nuestra historia republicana. Es cierto que tienen algunos animales curiosos, como elefantes blancos, serpientes rastreras y venenosas, papagayos exóticos, monos obesos, bufeos selváticos y uno que otro dinosaurio, pero es nuestro circo de bandera nacional, y nos debería poner orgullosos, confiados en ser debidamente representados. Mi impresión, muy personal por cierto, es de un circo patético, cochambroso y sobre todo, podrido.

Photo: PARA MATAR A UN POLICIA

Aunque vivo fuera del Perú hace ya varios años, me es imposible dejar de seguir las noticias de mi país de origen casi con más detalle que cuando vivía allí. 

Es por eso que estos días, en que veo al Congreso Peruano convertido en un circo absurdo, con muchos payasos, pocos artistas y varios dueños, me viene a la memoria la pantomima que ha sido nuestra historia republicana. Es cierto que tienen algunos animales curiosos, como elefantes blancos, serpientes rastreras y venenosas, papagayos exóticos, monos obesos, bufeos selváticos y uno que otro dinosaurio,  pero es nuestro circo de bandera nacional, y nos debería poner orgullosos, confiados en ser debidamente representados. Mi impresión, muy personal por cierto, es de un circo patético, cochambroso y sobre todo, podrido.

Es cierto que de alguna manera, al dejar el país que me vio nacer, crecer y coexistir con muchas cosas que aquí en USA ni se conciben, carezco de la autoridad moral para criticar a los que nos gobiernan, así que me voy a remitir a narrar algunos de mis recuerdos, aun vívidos en mi memoria, de mis aventuras cívico-políticas cuando era joven.

En octubre del 68, yo tenía 16 años y me estaba preparando para ingresar a la Universidad. Vivía con unos tíos míos, pues mi familia estaba entre Chimbote y Trujillo, al norte de Lima. El día 3 de ese mes, yo estaba aun en la cama, como a las seis de la mañana y me desperté al escuchar a mi tío gritar por el teléfono con alguien que lo había llamado. No estaba molesto, sino que eran tiempos de teléfonos negros de bakelita y había que gritar siempre para ser escuchado. 

El servicio telefónico era completamente ineficiente y sólo para unos pocos privilegiados.  Tiempo después, me tomó siete años conseguir uno, y solo porque mi vecino, que se acababa de mudar logró tenerlo antes que yo. Así fue que lo conocí, porque fui a preguntarle cual era el secreto. 

Este señor, muy simpático por cierto, y muy, muy criollo, me miró como el que mira a un alienígena brotando del suelo repentinamente. Con una cara de auténtico asombro, me preguntó:

- ¿De veras has pedido teléfono hace siete años?
- Sí. Un poco más, me parece.
- ¿Y no has hablado con nadie para acelerar el trámite?
- Bueno, llamo como dos veces al año, y por lo menos una vez voy en persona, pero siempre me dicen lo mismo: “Estamos ampliando las líneas en su zona, así que en los próximos meses debe estar instalado”. Así ha pasado el tiempo y sigo esperando.
- ¡No pues, hermano! Me refiero a si has atendido a alguien adentro.

No solo me tuteaba, sino que en menos de cinco minutos de conocernos, ya éramos parientes. Algo me decía que había que aprender mucho de mi paisano. Curiosamente, se parecía un poco a mí físicamente. Más bajito, más gordito y sobre todo más pendejo. Esta última palabra tiene la acepción inversa sólo en el Perú. En el resto de Latinoamérica significa exactamente lo contrario. 

- ¿Atendido? ¿A que te refieres?
- ¡Pucha hermanito, pareces nuevo! Te voy a dar un dato, pero para ti nomás.  Llegas a la compañía, en el segundo piso está la señorita Jiménez. Te acercas a su escritorio y le regalas una cajita de chocolates, agradeciéndole su esfuerzo por acelerar tu caso. Dile que vas de parte mía. Adentro de la cajita, dejas tu tarjeta para que te llame en caso que la tengas que servir con alguna cosa. En la parte de atrás pones tu número de expediente y eso es todo.
- ¿Servir? ¿Cómo que servir?
- Ay, cholito, ¿tu acabas de llegar o me estás vacilando? Servir pues, servir. Que si ella necesita algo y tú la puedes ayudar, la ayudas. Parece que vivieras en otro planeta. Ah, me olvidaba lo más importante: debajo de todos los chocolates, bien acomodaditos, déjale 200 dólares en billetes de 20. Hay muchos de 100 falsos circulando.

En 30 segundos, mi problema telefónico había sido resuelto por un completo extraño, el cual se había convertido en mi amigo y luego en mi medio hermano mayor. Digo medio hermano, pues el era blancón y al llamarme cholito, implicaba que alguno de mis padres no era el suyo, sino alguien mas oscurito. ¡Que artista! Mi admiración por este vecino era grande, pero decidí que no debía confiarle ni una rupia. ¿De que vivía? Vendía parches para llantas por millares. Mineras, flotas de transporte, líneas de microbuses. Le iba extraordinariamente. En un momento de exasperante envidia, maldije a todos mis profesores, padres, tíos, tías y todos aquellos que me habían inculcado estas inservibles cualidades de ser honesto, derecho, decente, etc. Felizmente, se me pasó pronto. Gracias a ello, hoy tengo amigos extraordinarios y son derechos, honestos, etc. Eso sí, pobre. 

Pero mi teléfono fue instalado esa misma semana.

Volviendo al tema, la llamada era para avisarle a mi tío que había habido Golpe de Estado y que no fuera a trabajar. Para que mi tío Ricardo no fuera a trabajar, era necesario que estuviera en estado de coma, pero a mí me dijo que no fuera a la Academia. 

Muy responsablemente, no fui. Dormí casi hasta el medio día, con la satisfacción de aquel que sabe que está cumpliendo con su deber. Después de almuerzo, salí al barrio, a ver como andaba esto del golpe. No era novedad porque cuando nací, vivíamos en un gobierno golpista, el de Odría; el de Prado, que fue el siguiente, fue derrocado por Pérez Godoy, que vivía cerca de la casa, y éste a su vez, por Lindley. El de Belaúnde acababa de ser derrocado por Velasco, así que parecía un incidente previsible dentro de mi realidad. Se mantenía la continuidad, al menos.

Pero era un acontecimiento interesante y definitivamente histórico. Con esa curiosidad que es mas fuerte que yo, y con la ayuda del Chino, un amigo del barrio, convencimos a Juan, Michael y el Negro para que nos acompañaran, así que tomamos un colectivo y nos fuimos al centro, a ser testigos presenciales de tan importante evento.

La verdad, no se qué estaba pensando cuando tomé la decisión. Pero en el camino, mientras el chofer nos contaba algunas historias de lo que había visto durante el día, sentía la adrenalina fluir a rienda suelta. Me sudaban las manos y no decía una palabra.  Me arrepentía y reincidía, casi a la velocidad de la luz y así hasta que llegamos a la Plaza San Martín. 

Había muchísima gente, pero a mí me daba la impresión que sólo estaban curioseando, como yo. No vi manifestaciones, ni grupos organizados, nada. Era evidente que Lima había sido tomada de sorpresa. El Chino, que pensaba fríamente, dijo – “Parece que tenemos que llegar hasta Palacio de Gobierno. Ahí es donde debe estar todo el movimiento” – Michael, que gustaba de las emociones fuertes, y mi primo Juan, que gustaba de arriesgar la vida siempre que podía, asintieron. El Negro, vivo y práctico, comentó - “Claro pues, si para eso hemos venido” - Yo no dije nada, pero todos asumieron que yo estaba de acuerdo.

Hacia allí nos dirigimos por el Jirón de la Unión, cinco cuadras escasas. Poco a poco el ambiente empezó a cambiar. Yo sentía el aire mas pesado, había más gritos y por momentos pasaba una oleada de gas lacrimógeno, remanente de algunas bombas tiradas en otro lugar o más temprano. Sólo se que es muy desagradable, no puedes respirar y te arden la nariz y los ojos. Tratamos de mantenernos juntos y faltando una cuadra y media veo que la gente empieza a correr en dirección opuesta. Aunque lo que sentía era terror mas que miedo, ya estaba muy cerca para correr sin saber porqué. Me quedé quieto, y en diez segundos se apareció frente a mí un guardia de asalto con uno de esos garrotes que solía tener la policía peruana, enfundados en cuero negro, con la diferencia que éste era tres veces más grande que los normales. 

En mi memoria, este individuo tiene como dos metros de alto, y una contextura a lo Charles Atlas. Para los más jóvenes, Charles Atlas era un estereotipo de un hombre fornido y fortísimo, que impresionaba a todas las mujeres con su físico. En realidad, era un gringo que hizo una fortuna vendiendo su paquete de ejercicios físicos por correo. En esa época no había gimnasios, excepto para boxeadores y por supuesto, Stallone y Schwarzenegger eran unos críos. Los videos aun no habían sido imaginados.

Probablemente no era tan grande ni fornido, pero de que inspiraba temor, con plena seguridad. Un palazo de esos bastaba para inhabilitar a una persona por varios días. Lo que me salvó en esa oportunidad fue mi parálisis total frente al imponente guardián del orden.

Nos miramos sin movernos por unos segundos, hasta que una pobre víctima intentó deslizarse por el lado izquierdo y su reacción con el garrote fue instantánea, lo que aproveché para correr hacia el lado derecho. No me detuve hasta llegar a la esquina del Jirón Puno. Alrededor mío quedaban unas pocas personas. Retomé mi compostura habitual, es decir, me aseguré que no me había orinado o algo peor y caminé lentamente hacia la Plaza de Armas. En la esquina de la plaza se veía  una barrera inmóvil de soldaditos armados con metralletas. 

Con la ignorancia y temeridad propia de alguien de 16 años que tiene la experiencia de haber jugado con muchísimos soldaditos de juguete, seguí caminando. Es más, estaba seguro que no iban a hacer nada porque tenían metralletas, y no se les iba a ocurrir disparar. Asombrosamente, estaba en lo cierto en esa ocasión; me acerqué cuanto pude y pude ver la Plaza de Armas, desierta, con 2 tanques dentro de la explanada de Palacio, y varias tanquetas estacionadas en la Plaza. Solo se veían soldados y ni siquiera un oficial. Pensé que había corrido tantos riesgos para ser testigo de algo tan soso y falto de acción. Aquí no pasaba nada. Teníamos nuevo presidente, nuevo gobierno, y punto. Juan Velasco Alvarado, General del Ejército, era el nuevo presidente. La tradición democrática del Perú mantenía una previsible continuidad. 

Algo desilusionado, decidí regresar al barrio. No pude encontrar a ninguno de mis amigos hasta que llegué al barrio. Ya habían llegado todos juntos y los imbéciles, de puro preocupados le contaron a mi tío que me habían “perdido” en el centro de Lima. Vino la consiguiente puteada y las palabras “inconsciente” e “irresponsable” fueron mencionadas varias veces. Por supuesto, después vino el interés del barrio entero, con mil preguntas sobre qué pasó, qué vi y todo eso.

¡Ah, momento glorioso! Inventé múltiples heridos, un par de muertos, incidentes con tanquetas, luchas con policías, turbas enardecidas y lo que se me ocurrió sin exagerar mucho, claro está. Por algunos días, fui el personaje del barrio.

Así empezó para mí la primera y única dictadura socialista que me tocó vivir. Después viví la dictadura de derecha de Franco. Para mí, hoy dictadura es opresión, injusticia, traición y todo lo malo que me pueda imaginar, de izquierda o de derecha. 

Ingresé a la Universidad Cayetano Heredia y poco a poco, mis ideas y pensamientos fueron tomando una tonalidad rojiza, hasta ser al final rojo sangriento. Javier Heraud y el Che Guevara eran mis paradigmas y los libros de Máximo Gorki motivadores emocionales poderosísimos, en especial “La Madre”.  Participaba activamente en todos los foros políticos posibles, (como oyente, claro está). Conocí personalmente a conspicuos miembros de Sendero Luminoso, entre ellos a Mezzich. 

Poco a poco y antes de viajar a España, me fui decepcionando al ver las luchas internas no de ideas sino de poder. Algunos egos eran simplemente monstruosos. Finalmente, un día escuché a un dirigente de la Universidad en una discusión con varios estudiantes sobre su visión de la pobreza y de los indios y mestizos del Perú.  

Uno de los estudiantes, podríamos decir “pituco”, es decir de clase alta, patán, desconsiderado, egoísta y racista, al escuchar ciertos argumentos sobre los pobres, dijo - “Indios de mierda, hay que matarlos a todos” - Este dirigente, también pituco, ataviado con zapatos americanos “Florsheim”, blue jean  “Levis” y otros artefactos importados, le contestó - “Estoy de acuerdo contigo. El problema es que no puedes matarlos a todos” - Vaya. O sea que era una opción. Parece que es cierto aquello de que en política no hay que ser ingenuos.

Los años pasaron. Viajé a España, me quedé por un año y regresé, o mejor dicho me regresaron. Algunos años después mi padre había muerto, ingresé a la Universidad San Martín con el primer puesto, que no es mérito ninguno y entré a trabajar a ENATRU PERU, la empresa de ómnibus de la Municipalidad de Lima, APTL, que había sido “nacionalizada” por el gobierno y ahora era propiedad del Gobierno Central. 

La vida transcurría tranquilamente para mí. Lejos estaban mis inclinaciones políticas. Tenía que trabajar para vivir, pero sobre todo para divertirme. Paraba con mis inseparables amigos del colegio, Miguel y Armando, su hermano Mario, y una pequeña pero peligrosa banda de Ciencias Sociales de la Católica, donde estudiaba Armando. Toda gente de mucho talento.

Veíamos impotentes e impávidos, la secuela de nacionalizaciones y expropiaciones, manejadas con muy escaso criterio y con una ineficiencia que forzosamente tenía que requerir esfuerzo adicional. La Reforma Agraria, la Nacionalización de la Banca, del Petróleo, de la Pesca, de la Prensa, de la Minería, cada cual peor y viviendo de los Fondos Públicos en gran parte. No voy a criticar ninguna expropiación, a excepción de la Prensa. Tenían que ser brutísimos y muy audaces para hacerla como la hicieron, pero el tema del relato es otro.

Un sábado en la noche, mientras estábamos timbeando en la casa del Kid, uno de los miembros de la banda, el Chicha, bandolero también, comenta que la policía había entrado en huelga. Era primero de febrero de 1975 y Armando, siempre el mas rápido y ocurrente, replica - “¿O sea que podemos tirar cabeza en cualquier parte?” Todos reímos con la ocurrencia, pero nadie creía que lo que mencionaba el Chicha pudiera ser cierto. 

Dado que la prensa solo publicaba lo que el gobierno quería, a pesar de haber sido “democráticamente” repartida entre los diversos sectores sociales, Lima vivía de bolas, es decir rumores que iban de boca en boca. Lima es una ciudad chismosa y engreidora, así que todos soltaban las dichosas bolas y las engalanaban con detalles para tratar de hacerlas mas creíbles. Creo que muchos limeños eran felices con esta seudo realidad y vivíamos tan tranquilos, sabiendo que nos mentían, pero  las propagábamos con entusiasmo, alegría e imaginación, mucha imaginación.

El domingo, en la casa de Armando, donde me habían adoptado como a un hijo más, su papá, Don Tomás, hombre serio y severo, y al cual le debo muchísimo, al igual que a su esposa, la Señora René, comentó lo mismo, que un sector de la policía se había declarado en huelga y el no era de chismes ni rumores. La cosa debía ser un poco mas seria. Don Tomás no soltaba prenda así nomás. Mario dijo que no había visto ni un policía en la mañana. Yo pensaba que se venían días interesantes. 

Al día siguiente me fui a trabajar como todos los lunes, resignado y pensando en que día seria millonario. Sigo pensando lo mismo cada lunes, casi cincuenta años después. Yo tenía que tomar un microbús naranja, que todo el mundo llamaba “Covida”, que era una urbanización casi en las afueras de Lima. El maldito micro recorría cada distrito de Lima y tenía una ruta técnicamente de lo más absurda. Daba vueltas y vueltas, tornaba, retornaba y era siempre el ejemplo de cómo no se debe diseñar una ruta de transporte. Sin embargo, siempre estaba lleno y parecían hacer dinero. Luego tomaba la línea 76 hasta la cuadra 18 de la Avenida Argentina, donde quedaba ENATRU. Me puse a buscar policías y no vi ni uno. El trayecto duraba en total como hora y media. La gente comentaba en el micro sobre la huelga y ya había algunas personas preocupadas por el asunto. 

Finalmente concluí que el rumor era cierto. En la oficina, con los contactos que tenían en el gobierno, confirmaron la noticia. Yo trabajé como todos los días, y salí para la Universidad. Lo mismo. Todo el mundo hablaba de la huelga. Llegó el martes y por fin la noticia se publicó en los diarios, acompañada por supuesto de un Comunicado Oficial, que en resumen decía que un pequeño sector de policías se había declarado en huelga pero que el Gobierno Revolucionario, consciente de su deber patriótico, había dispuesto la salida de efectivos del ejército para cautelar el orden.

El martes tampoco vi ningún policía y tampoco vi ningún soldado, tanqueta, rochabús, etc. Las bolas ya hablaban de algunos incidentes de turbas asaltando tiendas y centros comerciales. Lastima que fuera martes y que tuviera que ir a estudiar. Era la oportunidad perfecta para probar la hipótesis de Armando, pero la responsabilidad pudo más. Eso, y que Armando también estaba estudiando esa noche.

Como a las diez de la mañana ya teníamos reportes por radio de algunos buses apedreados y con las lunas rotas. Siempre que había algún problema, la gente se desfogaba con los ómnibus. Absurdo porque es lo que usaban para poder trasladarse. Entiendo romper puertas y ventanas de oficinas públicas, al fin y al cabo lo trataban a uno como animal, o los autos de los generales y funcionarios públicos, ¿pero los ómnibus? Que entienda no quiere decir que lo acepte de ninguna manera.

Casi de inmediato, entra el primer bus. Tenía todas las lunas rotas, las cuatro llantas cortadas y el chofer tenia un ataque de pánico. Inmediatamente se llamó a todas las unidades para suspender el servicio. Unos doce ómnibus fueron casi destrozados. Incendiaron uno, en que el chofer, inteligentemente, se quitó la casaca de uniforme y se bajó, dejándolo a merced de la turba. Yo lo hubiera ascendido. Es el único que a mi parecer obróo con inteligencia, aunque a lo mejor era simplemente miedo. Vaya uno a saber.

Media hora después, nos mandaron a nuestra casa, Un amigo mío, Juan, me dijo que me podía dejar por el centro, porque tenía que recoger a su esposa del Ministerio de Transportes. ¡Oportunidad de oro! En el camino, se podía apreciar que la ciudad estaba en estado de guerra civil. Todo cerrado. Gente corriendo por todos lados, manifestantes con pancartas y hordas sedientas de saqueo. Al llegar al Ministerio, le agradecí a Juan, y al querer salir, me lo impidió. Él y Carlos, otro amigo - “¿Estás loco? ¿No has visto como están las cosas? No, ni hablar, te dejo más allá” - 

Juan me dejó en la esquina de Brasil con Pershing, bastante lejos del movimiento. Yo me había callado la boca, y apenas me bajé, tomé un micro amarillo con negro, que decía “Estadio Nacional”. Perfecto. De ahí podría caminar a Radio Patrulla, que era donde empezó la huelga, luego dirigirme al Centro Cívico y después, cómo no, a la Plaza de Armas. 

Al bajar del micro, me dirigí a Radio Patrulla. El olor a gases lacrimógenos, que ya me era bastante familiar, impregnaba el ambiente. Lloroso y con la nariz ardiendo, llegué hasta allí sin mayores problemas. Habían incendiado un par de autos en las inmediaciones, pero parecía tranquilo, cuando en eso me percaté que el portón de entrada a una de las comisarías, que tenía una puerta corrediza vertical de metal, había sido violentada. La puerta corrediza parecía un gigantesco papel arrugado. Sin duda producto de la embestida de un tanque o vehiculo similar. Me seguí acercando lentamente y pude ver las paredes de ladrillo rojas, llenas de orificios de bala. Eran cientos, sin exagerar. En ese momento pensé que tenían que haber muchos muertos, pero todo parecía tranquilo. 

Había tanquetas por todas partes, pero sorprendentemente, nadie me decía nada. Estaba frente a la puerta y no había un alma dentro. Un auto patrullero con numerosos impactos de bala parecía decir “Soy el único que queda, y espero que alguien entienda lo que ha pasado”. Mi imaginación es fértil, y pude visualizar la escena fugazmente. Al lado mío apareció un soldado imponente, no esos soldaditos levados sino un profesional. Curtido, sólido y con unos ojos impenetrables, casi vidriosos. Me miró y no necesitó decir nada. Rápidamente cruce la calle.

La gente que circulaba compartía noticias de lo que estaba pasando en otras partes. Escuché que había una camioneta aun en llamas en la Plaza Jorge Chávez y hacia ahí me dirigí. Nada especial, aun con unas cuantas llamas y humeando, pero no pasaba nada, así que me dirigí al Centro Cívico, donde pude ver que el fuego del edificio no se había extinguido, un auto estaba aun en llamas y el acceso estaba bloqueado. Decidí irme al centro. 

Podría parar en la óptica de Mario y Armando y conversar un rato sobre lo que habían visto. Casi todas las calles estaban bloqueadas, pero gracias a Mario, que me había ensenado atajos y callejones para cortar camino, logre pasar a los soldados que resguardaban el área. Como dato si uno entra por la puerta del Hotel Riviera en Tacna, puede salir al otro lado, en la calle de atrás. Torrico, si no me equivoco.

Pude cruzar la Colmena subrepticiamente, por un atajo al lado del cine LeParis, pero pasar Emancipación fue imposible. Me quedé ahí, en tierra de nadie y me puse a explorar el área. Los recuerdos son borrosos y aun me persiguen una que otra noche.

El primer muerto que vi parecía estar sentado recostado en la pared. Pensé que era un borrachito del centro, uno de esos “hombres de barro”, de los que tomaban Racumin, una mezcla de alcohol con emoliente que vendían en la Parada y que los dejaba ciegos y deformes. Al acercarme más, supe que era algo diferente. 

No hay duda que la muerte se siente. Ahí estaba yo, y sabia de seguro que el borrachito estaba muerto. No se cómo, ni porqué, pero era una certeza que yo trataba de alejar engañándome a mi mismo. 

Muy lentamente, paso a paso, fui llegando a su lado y confirmé lo que ya sentía. El hombre estaba muerto. No vi sangre ninguna, pero me armé de valor y lo toqué. Estaba rígido y al lado del cuello había un pequeño agujero, casi rosado, con una aureola negra alrededor. Un poco de sangre seca en la camisa y en la piel, unos cuarenta años, con bigotito y abundante pelo negro engominado. Ligeramente moreno, me recordaba a Mauricio Garcés, pero mas delgado. En instantes pasaron por mi mente imágenes de su familia, sus amigos y todos los vacíos que dejaría en la vida de otras personas.  Aterrado y con el corazón muy pesado, lo abandoné lo mas rápido que pude, sin correr, eso sí, porque correr es siempre sospechoso. 

Ya no quería estar allí. De súbito, el encanto de la aventura y el querer saber para que no te lo cuenten habían perdido su lustre romántico. Había visto un ser humano asesinado. Por la fuerza que intentaba poner orden a las fuerzas del orden. Estaba encerrado entre la Colmena, Emancipación, la Avenida Tacna y Lampa. Decidí salir cuanto antes por Tacna, la más amplia de las cuatro. Los grupos de soldados parecían salir de todas partes, siempre unos cinco o seis. Traté de pensar en “Combate” la serie televisiva, con el sargento Saunders, Caje, Little John y otros, en su versión chola, pero mi alma no estaba para fugas imaginativas. 

En el camino, cuatro cuadras por el Jirón Moquegua, vi más muertos. Todos estaban en la misma posición, sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la calle. Al llegar a Rufino Torrico comprendí: los soldaditos acomodaban a los muertos para que no estorben. Después de todo, no deja de ser una molestia eso de dejar un cadáver a media pista. ¿Y si una de las tanquetas se accidenta por tratar de desviarse? ¿Eso no seria bueno ni para el muerto, no es cierto? En esta calle vi a un camión del ejército, con más soldados, cargando a uno y tirándolo a la tolva del camión. No sé cuántos, pero ya habían varios más recogidos. Ahí si no los acomodaban. Los tiraban nomás, como quien tira un saco de papas.

Asqueado, deprimido y apesadumbrado, logré salir del bloqueo con dirección a la Alfonso Ugarte, ya que no había autos en ninguna de las avenidas aledañas. Llegué por la Avenida Uruguay, y estaba lleno de gente. Había tráfico, y soldados y tanquetas. Crucé la avenida en el momento en que un par de tanquetas arribaban a Scala, tienda de departamentos, cuyos vidrios estaban todos rotos, y la gente había empezado a saquear la tienda. Lentamente, se colocaron en las calles que hacían esquina. Las ametralladoras de ambas apuntaron más lentamente aun al Centro Comercial y empezaron a disparar. No unas cuantas ráfagas, no. Para mí, el traqueteo parecía no tener fin. El sonido tampoco es como uno lo ve en las películas. Es seco, desabrido, y sin ritmo. Sobre todo, es sórdido, terriblemente real. 

En la esquina opuesta, éramos un grupo grande y mirábamos, entre ensimismados y asombrados, como disparaban a matar, con calma y perseverancia. No podíamos ver si hubieron muertos, pero de que los hubo no hay duda, 

Pero el peruano siempre es ocurrente, aun en los momentos más críticos. Alguien se percató que por la última ventana del lado de Alfonso Ugarte, salía gente, uno por uno, evitando el fuego. Cada uno llevaba tres o cuatro camisas puestas, casacas y todo lo que pudieron ponerse antes de salir. Al terminar los disparos, sale muy lentamente y con mucha parsimonia, una señora de mediana edad, que se había puesto zapatos muy grandes para su talla y se veía obligada a arrastrar los pies para que no se salieran, Todo el mundo rompió a reír a carcajadas. No dejaba de ser jocoso verla andar con mucha dignidad, con un aspecto de moral intachable arrastrando los pies.

Aun no terminábamos de reírnos cuando se acerca a nuestra esquina otra tanqueta y se detiene frente a nosotros. La multitud sólo atinó a  pegarse a la pared yo el primero Se hizo un silencio sepulcral cuando vimos la ametralladora girar hacia nosotros. En ese momento empezaron los gritos. ¡Pero si no hemos hecho nada! ¡Solo estábamos mirando! ¡Papacito, no dispares por favor! Delante mío había unas cuatro filas de gente. Yo tenía al frente a  una señora gruesa, que gritaba ¡Mis hijos, mis hijos! Solo se me ocurrió ponerme de cuclillas, confiando en que la humanidad de la buena mujer fuera suficiente para que no me alcanzaran las balas. 

Y el soldadito disparó. Al escuchar los disparos me di cuenta que a pesar de todo creía en Dios. Sin embargo nadie cayó. Los disparos habían sido hechos en nuestra dirección pero bastante mas arriba del suelo. Escuchamos el impacto de las balas y los pedazos de cemento empezaron a caer en nuestras cabezas.

Corrí como nunca he corrido en mi vida, Hice unas siete cuadras de la Avenida Bolivia y una de Alfonso Ugarte antes de detenerme. Logré tomar un taxi y salir de ese infierno.

Las estadísticas que publicó el Gobierno Revolucionario hablaban de la muerte de 86 civiles y ningún policía. Yo vivía a dos cuadras de la casa del General Rodríguez Figueroa, responsable de la matanza y siempre me preguntaba quienes serían esas señoras vestidas de negro con fotos enmarcadas de policías a las que veía todos los días, que hacían guardia en la puerta de su casa desde las seis de la mañana… 

Pero esas son tonterías mías. Si el gobierno dijo que no habían matado ningún policía y que los civiles muertos eran delincuentes, tiene que ser cierto. El gobierno que luchó por eliminar la injusticia del Perú, que socializó todo en bien de todos los peruanos no puede mentir. ¿O sí? 

Por si acaso solamente,  juré no vivir nunca más en una dictadura militar, por bien intencionada que sea. Estoy seguro que los ¿86? civiles y los ¿0? policías muertos estarán de acuerdo conmigo en esto.

Es cierto que de alguna manera, al dejar el país que me vio nacer, crecer y coexistir con muchas cosas que aquí en USA ni se conciben, carezco de la autoridad moral para criticar a los que nos gobiernan, así que me voy a remitir a narrar algunos de mis recuerdos, aun vívidos en mi memoria, de mis aventuras cívico-políticas cuando era joven.

En octubre del 68, yo tenía 16 años y me estaba preparando para ingresar a la Universidad. Vivía con unos tíos míos, pues mi familia estaba entre Chimbote y Trujillo, al norte de Lima. El día 3 de ese mes, yo estaba aun en la cama, como a las seis de la mañana y me desperté al escuchar a mi tío gritar por el teléfono con alguien que lo había llamado. No estaba molesto, sino que eran tiempos de teléfonos negros de bakelita y había que gritar siempre para ser escuchado.

El servicio telefónico era completamente ineficiente y sólo para unos pocos privilegiados. Tiempo después, me tomó siete años conseguir uno, y solo porque mi vecino, que se acababa de mudar logró tenerlo antes que yo. Así fue que lo conocí, porque fui a preguntarle cual era el secreto.

Este señor, muy simpático por cierto, y muy, muy criollo, me miró como el que mira a un alienígena brotando del suelo repentinamente. Con una cara de auténtico asombro, me preguntó:

- ¿De veras has pedido teléfono hace siete años?
- Sí. Un poco más, me parece.
- ¿Y no has hablado con nadie para acelerar el trámite?
- Bueno, llamo como dos veces al año, y por lo menos una vez voy en persona, pero siempre me dicen lo mismo: “Estamos ampliando las líneas en su zona, así que en los próximos meses debe estar instalado”. Así ha pasado el tiempo y sigo esperando.
- ¡No pues, hermano! Me refiero a si has atendido a alguien adentro.

No solo me tuteaba, sino que en menos de cinco minutos de conocernos, ya éramos parientes. Algo me decía que había que aprender mucho de mi paisano. Curiosamente, se parecía un poco a mí físicamente. Más bajito, más gordito y sobre todo más pendejo. Esta última palabra tiene la acepción inversa sólo en el Perú. En el resto de Latinoamérica significa exactamente lo contrario.

- ¿Atendido? ¿A que te refieres?
- ¡Pucha hermanito, pareces nuevo! Te voy a dar un dato, pero para ti nomás. Llegas a la compañía, en el segundo piso está la señorita Jiménez. Te acercas a su escritorio y le regalas una cajita de chocolates, agradeciéndole su esfuerzo por acelerar tu caso. Dile que vas de parte mía. Adentro de la cajita, dejas tu tarjeta para que te llame en caso que la tengas que servir con alguna cosa. En la parte de atrás pones tu número de expediente y eso es todo.
- ¿Servir? ¿Cómo que servir?
- Ay, cholito, ¿tu acabas de llegar o me estás vacilando? Servir pues, servir. Que si ella necesita algo y tú la puedes ayudar, la ayudas. Parece que vivieras en otro planeta. Ah, me olvidaba lo más importante: debajo de todos los chocolates, bien acomodaditos, déjale 200 dólares en billetes de 20. Hay muchos de 100 falsos circulando.

En 30 segundos, mi problema telefónico había sido resuelto por un completo extraño, el cual se había convertido en mi amigo y luego en mi medio hermano mayor. Digo medio hermano, pues el era blancón y al llamarme cholito, implicaba que alguno de mis padres no era el suyo, sino alguien mas oscurito. ¡Que artista! Mi admiración por este vecino era grande, pero decidí que no debía confiarle ni una rupia. ¿De que vivía? Vendía parches para llantas por millares. Mineras, flotas de transporte, líneas de microbuses. Le iba extraordinariamente. En un momento de exasperante envidia, maldije a todos mis profesores, padres, tíos, tías y todos aquellos que me habían inculcado estas inservibles cualidades de ser honesto, derecho, decente, etc. Felizmente, se me pasó pronto. Gracias a ello, hoy tengo amigos extraordinarios y son derechos, honestos, etc. Eso sí, pobre.

Pero mi teléfono fue instalado esa misma semana.

Volviendo al tema, la llamada era para avisarle a mi tío que había habido Golpe de Estado y que no fuera a trabajar. Para que mi tío Ricardo no fuera a trabajar, era necesario que estuviera en estado de coma, pero a mí me dijo que no fuera a la Academia.

Muy responsablemente, no fui. Dormí casi hasta el medio día, con la satisfacción de aquel que sabe que está cumpliendo con su deber. Después de almuerzo, salí al barrio, a ver como andaba esto del golpe. No era novedad porque cuando nací, vivíamos en un gobierno golpista, el de Odría; el de Prado, que fue el siguiente, fue derrocado por Pérez Godoy, que vivía cerca de la casa, y éste a su vez, por Lindley. El de Belaúnde acababa de ser derrocado por Velasco, así que parecía un incidente previsible dentro de mi realidad. Se mantenía la continuidad, al menos.

Pero era un acontecimiento interesante y definitivamente histórico. Con esa curiosidad que es mas fuerte que yo, y con la ayuda del Chino, un amigo del barrio, convencimos a Juan, Michael y el Negro para que nos acompañaran, así que tomamos un colectivo y nos fuimos al centro, a ser testigos presenciales de tan importante evento.

La verdad, no se qué estaba pensando cuando tomé la decisión. Pero en el camino, mientras el chofer nos contaba algunas historias de lo que había visto durante el día, sentía la adrenalina fluir a rienda suelta. Me sudaban las manos y no decía una palabra. Me arrepentía y reincidía, casi a la velocidad de la luz y así hasta que llegamos a la Plaza San Martín.

Había muchísima gente, pero a mí me daba la impresión que sólo estaban curioseando, como yo. No vi manifestaciones, ni grupos organizados, nada. Era evidente que Lima había sido tomada de sorpresa. El Chino, que pensaba fríamente, dijo – “Parece que tenemos que llegar hasta Palacio de Gobierno. Ahí es donde debe estar todo el movimiento” – Michael, que gustaba de las emociones fuertes, y mi primo Juan, que gustaba de arriesgar la vida siempre que podía, asintieron. El Negro, vivo y práctico, comentó - “Claro pues, si para eso hemos venido” - Yo no dije nada, pero todos asumieron que yo estaba de acuerdo.

Hacia allí nos dirigimos por el Jirón de la Unión, cinco cuadras escasas. Poco a poco el ambiente empezó a cambiar. Yo sentía el aire mas pesado, había más gritos y por momentos pasaba una oleada de gas lacrimógeno, remanente de algunas bombas tiradas en otro lugar o más temprano. Sólo se que es muy desagradable, no puedes respirar y te arden la nariz y los ojos. Tratamos de mantenernos juntos y faltando una cuadra y media veo que la gente empieza a correr en dirección opuesta. Aunque lo que sentía era terror mas que miedo, ya estaba muy cerca para correr sin saber porqué. Me quedé quieto, y en diez segundos se apareció frente a mí un guardia de asalto con uno de esos garrotes que solía tener la policía peruana, enfundados en cuero negro, con la diferencia que éste era tres veces más grande que los normales.

En mi memoria, este individuo tiene como dos metros de alto, y una contextura a lo Charles Atlas. Para los más jóvenes, Charles Atlas era un estereotipo de un hombre fornido y fortísimo, que impresionaba a todas las mujeres con su físico. En realidad, era un gringo que hizo una fortuna vendiendo su paquete de ejercicios físicos por correo. En esa época no había gimnasios, excepto para boxeadores y por supuesto, Stallone y Schwarzenegger eran unos críos. Los videos aun no habían sido imaginados.

Probablemente no era tan grande ni fornido, pero de que inspiraba temor, con plena seguridad. Un palazo de esos bastaba para inhabilitar a una persona por varios días. Lo que me salvó en esa oportunidad fue mi parálisis total frente al imponente guardián del orden.

Nos miramos sin movernos por unos segundos, hasta que una pobre víctima intentó deslizarse por el lado izquierdo y su reacción con el garrote fue instantánea, lo que aproveché para correr hacia el lado derecho. No me detuve hasta llegar a la esquina del Jirón Puno. Alrededor mío quedaban unas pocas personas. Retomé mi compostura habitual, es decir, me aseguré que no me había orinado o algo peor y caminé lentamente hacia la Plaza de Armas. En la esquina de la plaza se veía una barrera inmóvil de soldaditos armados con metralletas.

Con la ignorancia y temeridad propia de alguien de 16 años que tiene la experiencia de haber jugado con muchísimos soldaditos de juguete, seguí caminando. Es más, estaba seguro que no iban a hacer nada porque tenían metralletas, y no se les iba a ocurrir disparar. Asombrosamente, estaba en lo cierto en esa ocasión; me acerqué cuanto pude y pude ver la Plaza de Armas, desierta, con 2 tanques dentro de la explanada de Palacio, y varias tanquetas estacionadas en la Plaza. Solo se veían soldados y ni siquiera un oficial. Pensé que había corrido tantos riesgos para ser testigo de algo tan soso y falto de acción. Aquí no pasaba nada. Teníamos nuevo presidente, nuevo gobierno, y punto. Juan Velasco Alvarado, General del Ejército, era el nuevo presidente. La tradición democrática del Perú mantenía una previsible continuidad.

Algo desilusionado, decidí regresar al barrio. No pude encontrar a ninguno de mis amigos hasta que llegué al barrio. Ya habían llegado todos juntos y los imbéciles, de puro preocupados le contaron a mi tío que me habían “perdido” en el centro de Lima. Vino la consiguiente puteada y las palabras “inconsciente” e “irresponsable” fueron mencionadas varias veces. Por supuesto, después vino el interés del barrio entero, con mil preguntas sobre qué pasó, qué vi y todo eso.

¡Ah, momento glorioso! Inventé múltiples heridos, un par de muertos, incidentes con tanquetas, luchas con policías, turbas enardecidas y lo que se me ocurrió sin exagerar mucho, claro está. Por algunos días, fui el personaje del barrio.

Así empezó para mí la primera y única dictadura socialista que me tocó vivir. Después viví la dictadura de derecha de Franco. Para mí, hoy dictadura es opresión, injusticia, traición y todo lo malo que me pueda imaginar, de izquierda o de derecha.

Ingresé a la Universidad Cayetano Heredia y poco a poco, mis ideas y pensamientos fueron tomando una tonalidad rojiza, hasta ser al final rojo sangriento. Javier Heraud y el Che Guevara eran mis paradigmas y los libros de Máximo Gorki motivadores emocionales poderosísimos, en especial “La Madre”. Participaba activamente en todos los foros políticos posibles, (como oyente, claro está). Conocí personalmente a conspicuos miembros de Sendero Luminoso, entre ellos a Mezzich.

Poco a poco y antes de viajar a España, me fui decepcionando al ver las luchas internas no de ideas sino de poder. Algunos egos eran simplemente monstruosos. Finalmente, un día escuché a un dirigente de la Universidad en una discusión con varios estudiantes sobre su visión de la pobreza y de los indios y mestizos del Perú.

Uno de los estudiantes, podríamos decir “pituco”, es decir de clase alta, patán, desconsiderado, egoísta y racista, al escuchar ciertos argumentos sobre los pobres, dijo - “Indios de mierda, hay que matarlos a todos” - Este dirigente, también pituco, ataviado con zapatos americanos “Florsheim”, blue jean “Levis” y otros artefactos importados, le contestó - “Estoy de acuerdo contigo. El problema es que no puedes matarlos a todos” - Vaya. O sea que era una opción. Parece que es cierto aquello de que en política no hay que ser ingenuos.

Los años pasaron. Viajé a España, me quedé por un año y regresé, o mejor dicho me regresaron. Algunos años después mi padre había muerto, ingresé a la Universidad San Martín con el primer puesto, que no es mérito ninguno y entré a trabajar a ENATRU PERU, la empresa de ómnibus de la Municipalidad de Lima, APTL, que había sido “nacionalizada” por el gobierno y ahora era propiedad del Gobierno Central.

La vida transcurría tranquilamente para mí. Lejos estaban mis inclinaciones políticas. Tenía que trabajar para vivir, pero sobre todo para divertirme. Paraba con mis inseparables amigos del colegio, Miguel y Armando, su hermano Mario, y una pequeña pero peligrosa banda de Ciencias Sociales de la Católica, donde estudiaba Armando. Toda gente de mucho talento.

Veíamos impotentes e impávidos, la secuela de nacionalizaciones y expropiaciones, manejadas con muy escaso criterio y con una ineficiencia que forzosamente tenía que requerir esfuerzo adicional. La Reforma Agraria, la Nacionalización de la Banca, del Petróleo, de la Pesca, de la Prensa, de la Minería, cada cual peor y viviendo de los Fondos Públicos en gran parte. No voy a criticar ninguna expropiación, a excepción de la Prensa. Tenían que ser brutísimos y muy audaces para hacerla como la hicieron, pero el tema del relato es otro.

Un sábado en la noche, mientras estábamos timbeando en la casa del Kid, uno de los miembros de la banda, el Chicha, bandolero también, comenta que la policía había entrado en huelga. Era primero de febrero de 1975 y Armando, siempre el mas rápido y ocurrente, replica - “¿O sea que podemos tirar cabeza en cualquier parte?” Todos reímos con la ocurrencia, pero nadie creía que lo que mencionaba el Chicha pudiera ser cierto.

Dado que la prensa solo publicaba lo que el gobierno quería, a pesar de haber sido “democráticamente” repartida entre los diversos sectores sociales, Lima vivía de bolas, es decir rumores que iban de boca en boca. Lima es una ciudad chismosa y engreidora, así que todos soltaban las dichosas bolas y las engalanaban con detalles para tratar de hacerlas mas creíbles. Creo que muchos limeños eran felices con esta seudo realidad y vivíamos tan tranquilos, sabiendo que nos mentían, pero las propagábamos con entusiasmo, alegría e imaginación, mucha imaginación.

El domingo, en la casa de Armando, donde me habían adoptado como a un hijo más, su papá, Don Tomás, hombre serio y severo, y al cual le debo muchísimo, al igual que a su esposa, la Señora René, comentó lo mismo, que un sector de la policía se había declarado en huelga y el no era de chismes ni rumores. La cosa debía ser un poco mas seria. Don Tomás no soltaba prenda así nomás. Mario dijo que no había visto ni un policía en la mañana. Yo pensaba que se venían días interesantes.

Al día siguiente me fui a trabajar como todos los lunes, resignado y pensando en que día seria millonario. Sigo pensando lo mismo cada lunes, casi cincuenta años después. Yo tenía que tomar un microbús naranja, que todo el mundo llamaba “Covida”, que era una urbanización casi en las afueras de Lima. El maldito micro recorría cada distrito de Lima y tenía una ruta técnicamente de lo más absurda. Daba vueltas y vueltas, tornaba, retornaba y era siempre el ejemplo de cómo no se debe diseñar una ruta de transporte. Sin embargo, siempre estaba lleno y parecían hacer dinero. Luego tomaba la línea 76 hasta la cuadra 18 de la Avenida Argentina, donde quedaba ENATRU. Me puse a buscar policías y no vi ni uno. El trayecto duraba en total como hora y media. La gente comentaba en el micro sobre la huelga y ya había algunas personas preocupadas por el asunto.

Finalmente concluí que el rumor era cierto. En la oficina, con los contactos que tenían en el gobierno, confirmaron la noticia. Yo trabajé como todos los días, y salí para la Universidad. Lo mismo. Todo el mundo hablaba de la huelga. Llegó el martes y por fin la noticia se publicó en los diarios, acompañada por supuesto de un Comunicado Oficial, que en resumen decía que un pequeño sector de policías se había declarado en huelga pero que el Gobierno Revolucionario, consciente de su deber patriótico, había dispuesto la salida de efectivos del ejército para cautelar el orden.

El martes tampoco vi ningún policía y tampoco vi ningún soldado, tanqueta, rochabús, etc. Las bolas ya hablaban de algunos incidentes de turbas asaltando tiendas y centros comerciales. Lastima que fuera martes y que tuviera que ir a estudiar. Era la oportunidad perfecta para probar la hipótesis de Armando, pero la responsabilidad pudo más. Eso, y que Armando también estaba estudiando esa noche.

Como a las diez de la mañana ya teníamos reportes por radio de algunos buses apedreados y con las lunas rotas. Siempre que había algún problema, la gente se desfogaba con los ómnibus. Absurdo porque es lo que usaban para poder trasladarse. Entiendo romper puertas y ventanas de oficinas públicas, al fin y al cabo lo trataban a uno como animal, o los autos de los generales y funcionarios públicos, ¿pero los ómnibus? Que entienda no quiere decir que lo acepte de ninguna manera.

Casi de inmediato, entra el primer bus. Tenía todas las lunas rotas, las cuatro llantas cortadas y el chofer sufría un ataque de pánico. Inmediatamente se llamó a todas las unidades para suspender el servicio. Unos doce ómnibus fueron casi destrozados. Incendiaron uno, en que el chofer, inteligentemente, se quitó la casaca de uniforme y se bajó, dejándolo a merced de la turba. Yo lo hubiera ascendido. Es el único que a mi parecer obró con inteligencia, aunque a lo mejor era simplemente miedo. Vaya uno a saber.

Media hora después, nos mandaron a nuestra casa. Un amigo mío, Juan, me dijo que me podía dejar por el centro, porque tenía que recoger a su esposa del Ministerio de Transportes. ¡Oportunidad de oro! En el camino, se podía apreciar que la ciudad estaba en estado de guerra civil. Todo cerrado. Gente corriendo por todos lados, manifestantes con pancartas y hordas sedientas de saqueo. Al llegar al Ministerio, le agradecí a Juan, y al querer salir, me lo impidió. Él y Carlos, otro amigo - “¿Estás loco? ¿No has visto como están las cosas? No, ni hablar, te dejo más allá” -

Juan me dejó en la esquina de Brasil con Pershing, bastante lejos del movimiento. Yo me había callado la boca, y apenas me bajé, tomé un micro amarillo con negro, que decía “Estadio Nacional”. Perfecto. De ahí podría caminar a Radio Patrulla, que era donde empezó la huelga, luego dirigirme al Centro Cívico y después, cómo no, a la Plaza de Armas.

Al bajar del micro, me dirigí a Radio Patrulla. El olor a gases lacrimógenos, que ya me era bastante familiar, impregnaba el ambiente. Lloroso y con la nariz ardiendo, llegué hasta allí sin mayores problemas. Habían incendiado un par de autos en las inmediaciones, pero parecía tranquilo, cuando en eso me percaté que el portón de entrada a una de las comisarías, que tenía una puerta corrediza vertical de metal, había sido violentada. La puerta corrediza parecía un gigantesco papel arrugado. Sin duda producto de la embestida de un tanque o vehiculo similar. Me seguí acercando lentamente y pude ver las paredes de ladrillo rojas, llenas de orificios de bala. Eran cientos, sin exagerar. En ese momento pensé que tenían que haber muchos muertos, pero todo parecía tranquilo.

Había tanquetas por todas partes, pero sorprendentemente, nadie me decía nada. Estaba frente a la puerta y no había un alma dentro. Un auto patrullero con numerosos impactos de bala parecía decir “Soy el único que queda, y espero que alguien entienda lo que ha pasado”. Mi imaginación es fértil, y pude visualizar la escena fugazmente. Al lado mío apareció un soldado imponente, no esos soldaditos levados sino un profesional. Curtido, sólido y con unos ojos impenetrables, casi vidriosos. Me miró y no necesitó decir nada. Rápidamente cruce la calle.

La gente que circulaba compartía noticias de lo que estaba pasando en otras partes. Escuché que había una camioneta aun en llamas en la Plaza Jorge Chávez y hacia ahí me dirigí. Nada especial, aun con unas cuantas llamas y humeando, pero no pasaba nada, así que me dirigí al Centro Cívico, donde pude ver que el fuego del edificio no se había extinguido, un auto estaba aun en llamas y el acceso estaba bloqueado. Decidí irme al centro.

Podría parar en la óptica de Mario y Armando y conversar un rato sobre lo que habían visto. Casi todas las calles estaban bloqueadas, pero gracias a Mario, que me había ensenado atajos y callejones para cortar camino, logre pasar a los soldados que resguardaban el área. Como dato si uno entra por la puerta del Hotel Riviera en Tacna, puede salir al otro lado, en la calle de atrás. Torrico, si no me equivoco.

Pude cruzar la Colmena subrepticiamente, por un atajo al lado del cine LeParis, pero pasar Emancipación fue imposible. Me quedé ahí, en tierra de nadie y me puse a explorar el área. Los recuerdos son borrosos y aun me persiguen una que otra noche.

El primer muerto que vi parecía estar sentado recostado en la pared. Pensé que era un borrachito del centro, uno de esos “hombres de barro”, de los que tomaban Racumin, una mezcla de alcohol con emoliente que vendían en la Parada y que los dejaba ciegos y deformes. Al acercarme más, supe que era algo diferente.

No hay duda que la muerte se siente. Ahí estaba yo, y sabia de seguro que el borrachito estaba muerto. No se cómo, ni porqué, pero era una certeza que yo trataba de alejar engañándome a mi mismo.

Muy lentamente, paso a paso, fui llegando a su lado y confirmé lo que ya sentía. El hombre estaba muerto. No vi sangre ninguna, pero me armé de valor y lo toqué. Estaba rígido y al lado del cuello había un pequeño agujero, casi rosado, con una aureola negra alrededor. Un poco de sangre seca en la camisa y en la piel, unos cuarenta años, con bigotito y abundante pelo negro engominado. Ligeramente moreno, me recordaba a Mauricio Garcés, pero mas delgado. En instantes pasaron por mi mente imágenes de su familia, sus amigos y todos los vacíos que dejaría en la vida de otras personas. Aterrado y con el corazón muy pesado, lo abandoné lo mas rápido que pude, sin correr, eso sí, porque correr es siempre sospechoso.

Ya no quería estar allí. De súbito, el encanto de la aventura y el querer saber para que no te lo cuenten habían perdido su lustre romántico. Había visto un ser humano asesinado. Por la fuerza que intentaba poner orden a las fuerzas del orden. Estaba encerrado entre la Colmena, Emancipación, la Avenida Tacna y Lampa. Decidí salir cuanto antes por Tacna, la más amplia de las cuatro. Los grupos de soldados parecían salir de todas partes, siempre unos cinco o seis. Traté de pensar en “Combate” la serie televisiva, con el sargento Saunders, Caje, Little John y otros, en su versión chola, pero mi alma no estaba para fugas imaginativas.

En el camino, cuatro cuadras por el Jirón Moquegua, vi más muertos. Todos estaban en la misma posición, sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la calle. Al llegar a Rufino Torrico comprendí: los soldaditos acomodaban a los muertos para que no estorben. Después de todo, no deja de ser una molestia eso de dejar un cadáver a media pista. ¿Y si una de las tanquetas se accidenta por tratar de desviarse? ¿Eso no seria bueno ni para el muerto, no es cierto? En esta calle vi a un camión del ejército, con más soldados, cargando a uno y tirándolo a la tolva del camión. No sé cuántos, pero ya habían varios más recogidos. Ahí si no los acomodaban. Los tiraban nomás, como quien tira un saco de papas.

Asqueado, deprimido y apesadumbrado, logré salir del bloqueo con dirección a la Alfonso Ugarte, ya que no había autos en ninguna de las avenidas aledañas. Llegué por la Avenida Uruguay, y estaba lleno de gente. Había tráfico, y soldados y tanquetas. Crucé la avenida en el momento en que un par de tanquetas arribaban a Scala, tienda de departamentos, cuyos vidrios estaban todos rotos, y la gente había empezado a saquear la tienda. Lentamente, se colocaron en las calles que hacían esquina. Las ametralladoras de ambas apuntaron más lentamente aun al Centro Comercial y empezaron a disparar. No unas cuantas ráfagas, no. Para mí, el traqueteo parecía no tener fin. El sonido tampoco es como uno lo ve en las películas. Es seco, desabrido, y sin ritmo. Sobre todo, es sórdido, terriblemente real.

En la esquina opuesta, éramos un grupo grande y mirábamos, entre ensimismados y asombrados, como disparaban a matar, con calma y perseverancia. No podíamos ver si hubieron muertos, pero de que los hubo no hay duda,

Pero el peruano siempre es ocurrente, aun en los momentos más críticos. Alguien se percató que por la última ventana del lado de Alfonso Ugarte, salía gente, uno por uno, evitando el fuego. Cada uno llevaba tres o cuatro camisas puestas, casacas y todo lo que pudieron ponerse antes de salir. Al terminar los disparos, sale muy lentamente y con mucha parsimonia, una señora de mediana edad, que se había puesto zapatos muy grandes para su talla y se veía obligada a arrastrar los pies para que no se salieran, Todo el mundo rompió a reír a carcajadas. No dejaba de ser jocoso verla andar con mucha dignidad, con un aspecto de moral intachable arrastrando los pies.

Aun no terminábamos de reírnos cuando se acerca a nuestra esquina otra tanqueta y se detiene frente a nosotros. La multitud sólo atinó a pegarse a la pared yo el primero Se hizo un silencio sepulcral cuando vimos la ametralladora girar hacia nosotros. En ese momento empezaron los gritos. ¡Pero si no hemos hecho nada! ¡Solo estábamos mirando! ¡Papacito, no dispares por favor! Delante mío había unas cuatro filas de gente. Yo tenía al frente a una señora gruesa, que gritaba ¡Mis hijos, mis hijos! Solo se me ocurrió ponerme de cuclillas, confiando en que la humanidad de la buena mujer fuera suficiente para que no me alcanzaran las balas.

Y el soldadito disparó. Al escuchar los disparos me di cuenta que a pesar de todo creía en Dios. Sin embargo nadie cayó. Los disparos habían sido hechos en nuestra dirección pero bastante mas arriba del suelo. Escuchamos el impacto de las balas y los pedazos de cemento empezaron a caer en nuestras cabezas.

Corrí como nunca he corrido en mi vida, Hice unas siete cuadras de la Avenida Bolivia y una de Alfonso Ugarte antes de detenerme. Logré tomar un taxi y salir de ese infierno.

Las estadísticas que publicó el Gobierno Revolucionario hablaban de la muerte de 86 civiles y ningún policía. Yo vivía a dos cuadras de la casa del General Rodríguez Figueroa, responsable de la matanza y siempre me preguntaba quienes serían esas señoras vestidas de negro con fotos enmarcadas de policías a las que veía todos los días, que hacían guardia en la puerta de su casa desde las seis de la mañana…

Pero esas son tonterías mías. Si el gobierno dijo que no habían matado ningún policía y que los civiles muertos eran delincuentes, tiene que ser cierto. El gobierno que luchó por eliminar la injusticia del Perú, que socializó todo en bien de todos los peruanos no puede mentir. ¿O sí?

Por si acaso solamente, juré no vivir nunca más en una dictadura militar, por bien intencionada que sea. Estoy seguro que los ¿86? civiles y los ¿0? policías muertos estarán de acuerdo conmigo en esto.