enero 07, 2013

Los Tíos Peruanos de San Fernando


En primer lugar, el título no se refiere a mí. Aunque quisiera, no podría ser santo. Mi carne y mi voluntad son muy débiles ante las tentaciones.

San Fernando es una calle de Miraflores, en la zona cercana al Malecón de Armendáriz y muy cerca a la iglesia de Fátima. Es también conocida porque en los años 60 y 70 tuvo probablemente el barrio más grande de todo Miraflores. Concurrentes activos al Ovalo Cervantes, donde confluían las calles Aljovín, Núñez de Balboa y San Fernando, eran de acuerdo a un censo verbal que hicimos alguna vez, 53. Esto sin contar los ocasionales visitantes y los miembros del barrio de generaciones menores y mayores, que también solían visitarlo. Los grupos se reunían ya sea frente al zapatero “Chamba” en Aljovín, o al frente, en la bodega de “Itanki”, una pobre mujer china que tuvo que soportarnos por años. En las noches, nos  mudábamos a la esquina de San Fernando y Juan Fanning. Habían muros para sentarse y siempre había alguien en alguno de estos 3 lugares, incluso de madrugada.

Pero San Fernando era también la calle donde vivían mis tíos Ricardo y Concho. En diferentes épocas de mi vida, tuve la suerte de vivir con ellos, y esta historia trata un poco de esas épocas.

Debo empezar con mi padre. Como ya lo he mencionado en otros relatos, mi padre tuvo que empezar de menos cero a los 28 años, con mujer y dos hijos a cuestas. A mí me cuesta mucho hablar de mi padre, porque teníamos personalidades muy opuestas, y nos enfrentamos varias veces. Baste decir solo dos cosas: antes de morir y sin saberlo por supuesto, nos reconciliamos en circunstancias muy difíciles para ambos, y pudimos abrazarnos y decirnos cuanto nos queríamos el uno al otro. Luego viajó a España, ese mismo día, y murió en menos de dos semanas. Lo segundo, es que cuanto más viejo me pongo, más lo comprendo y más lo respeto. Era un gran hombre, cabal en todo el sentido de la palabra, y que a pesar de morir a los 44 años, sufrió, gozó y vivió intensamente.

El trabajo que mi padre consiguió fue como ingeniero de caminos en el Ministerio de Fomento y Obras Públicas de la época. Construyó varias carreteras en la sierra de la Libertad y su jefe vivía en Trujillo. Este señor se llamaba Ricardo y había estudiado en el Colegio de Ingenieros y tenia un par de postgrados en los Estados Unidos. Un tipo muy brillante y exigente, de acuerdo a lo que mi padre me decía.

Recuerdo que cuando lo conocí, yo tenía escasamente 6 años y era un niño introvertido, al que solo le gustaba leer, ver películas y cuestionar todo simplemente por el placer de oponerse a los deseos de los demás. Como a mi padre le costaba mucho trabajo y esfuerzo ir a vernos a Lima tanto como él hubiera querido, en las vacaciones nos llevaba al Norte a pasar con él unas dos o tres semanas. Muy rara vez a los dos hermanos juntos. Primero uno y después el otro. Esto no debería ser sorpresa para nadie.

A los seis años, yo no tenía derecho a intervenir en las conversaciones de los grandes, así que en las reuniones de trabajo, en las camionetas o en el campo, me sentaba calladito a escuchar con interés pues sabia que iba a aprender “malas palabras”. Aprendí toditas. De regreso al barrio me convertí en autoridad semántica.

La rutina no  variaba mucho cuando estábamos en Trujillo. Nos hospedábamos en el hotel “Grau”, en la calle del mismo nombre, tomábamos desayuno en el “Chileno” y nos íbamos a trabajar. Yo aprovechaba para pedirle un par de chistes a mi papá. Casi siempre me los daba, pero a veces no estaba de muy buen humor y me daba el periódico, diciéndome, lee noticias, para que sepas lo que pasa en el mundo. Yo la verdad, leía los avisos, incluso los clasificados de perritos. Eso sí, en el Dominical del Comercio, no me perdía al “Super Cholo”. Era bestial.

Almorzábamos por ahí, y yo me la pasaba leyendo en algún banco, o si estábamos en alguna obra, después de mirar las máquinas y lo que hubiera de interés, me sentaba a leer en alguna piedra.

Comíamos en el chifa “El Gallo Rojo”, abajo del hotel, y de vez en cuando me llevaba a ver una película de Jorge Negrete o Pedro Infante. No es que le gustaran mucho, pero casi todas las películas americanas y europeas eran para mayores de 14. Así conocí a los ya mencionados, a Sarita Garcia, María Félix, Pedro Armendáriz, entre otros.

Un día, después de comer, me dice “Tengo que ir a conversar con mi jefe. Quiero que te portes educadamente, saluda, y no hagas sonseras”. Decirme eso a mí, incluso a esa edad, era mas bien un desafío. ¡Sonseras! Recuerdo que pensé “Muy bien. No voy a hacer sonseras ni nada. Es más, no voy a hacer nada.” Decidido a parecerme lo más posible a un tótem indio, hacia las oficinas nos dirigimos.

Recuerdo que llegaron a la oficina mi papá y el tótem, que no habló todo el camino. Nos recibió un hombre joven, delgado, muy cálido. No encuentro la palabra para decir que era una persona que se veía “en armonía”. Nada estaba fuera de lugar. Se levantó, y muy efusivamente estrechó la mano de mi papa, y este dijo, aquí le he traído a mi hijo mayor. Para sorpresa mía, el tótem estrechó la mano que se le ofrecía y dijo “mucho gusto, ingeniero”. Porque así era como le decía mi papa. Recuerdo borrosamente que le hizo algunas preguntas al tótem, y que yo me negué a contestar, pero el tótem me ignoraba totalmente. Solamente recuerdo que al final de la reunión, le hizo un comentario a mi padre: “Lo felicito Fernando. Su hijo es todo un caballerito”  ¿Quién, yo? ¿Cómo explicar este raro fenómeno?

Así fue que conocí a mi tío Ricardo. Años después me di cuenta que aunque tenía un genio fregado, las personas sentían esa disposición a abrirse y sentirse cómodas con él. Cualidad muy útil y muy difícil de encontrar...

Mi padre se sintió muy orgulloso y yo lo vi tan contento, que me puse contento también. En esos años mi padre sonreía poco. El tótem aparecería después en muy esporádicas ocasiones.

A los 6 años, todos los amigos de los padres son llamados tíos. Es una ventaja, porque se puede tratar de tú a un adulto y lograr cierta familiaridad con estas personas, con lo cual podemos pedirles propina para comprar chistes. Muchas de ellas no las volvemos a ver en la vida. Y se les llama “tíos de cariño”. Cada niño cuenta con decenas de estos tíos, si no es más. Pero en realidad son muy pocos los que se ganan este derecho. Mi tío Pepe, mi tía Luz, mi tío Ricardo, mi tía Concho, son para mí “tíos de corazón”. Es decir, fueron, son y serán tus tíos hasta que te mueras. Hay otros, evidentemente, pero estos son los que mas recuerdo.

Con los años, y a pesar de ambos cambiar de trabajos y progresar, mi tío Ricardo y mi padre se convirtieron en amigos para toda la vida. Ese tipo de amistad que traspasa fronteras familiares y emocionales, y que crea lazos a veces más fuertes que la sangre misma.

Cuando mi madre enfermó, y con mi padre trabajando en Chimbote, los primeros en ofrecerse a tenernos en su casa fueron mis tíos Alberto y Maruja y Ricardo y Concho. Dado que Ricardo era como un hermano para mi padre, fuimos a dar a su casa, como dos hijos más.

En esa casa, jamás me sentí un extraño ni un intruso. Con mis primos, de corazón también, Puchi, Ricardo y Eddie, éramos cinco hermanos. Cuesta trabajo pensar lo difícil que debe haber sido para los tíos lidiar con nosotros. Ya lo he contado antes, pero no exagero al decir que éramos terribles. Le robábamos un helado a la china Itanki cada día, hacíamos barbaridad y media, descuajeringábamos juguetes ajenos, los chistes quedaban destrozados, rompimos cuanto había por romper y mas.

Esto en una casa que era el orden y la limpieza personificada. Todo estaba siempre en su sitio, y asombrosamente, ¡cada cosa tenia un sitio! Comer era un arte que tuvimos que aprender. Nos ponían siete cubiertos rodeando el plato. Sí, siete. Jamás había comido postre con dos cubiertos e ignoraba que la servilleta había que ponérsela en las piernas. Pero aprendimos, y nos sirvió de mucho.

Nunca perdieron la paciencia, nos corregían casi todos los días, en especial la tía Concho, que tenía la casi imposible tarea de lograr que nos portáramos bien. Nunca un grito. Se ponía muy seria, pero trataba de ser justa y no dejarse llevar por los sentimientos. Me imagino que sabría la pena de cárcel que había por asesinar a un niño, pues estoy seguro que ganas no le faltaron.

Cuando murió mi madre, estábamos ahí, y sufrieron con nosotros el dolor de la pérdida. La tía Concho estuvo pendiente de nosotros todos esos días que no nos dejaron ir al colegio.

Pasaron los años y terminé la media en Trujillo. Me fui a Lima, a una pensión a la que iba a ir un gran amigo mío, Miguel, y con el cual ya había compartido otra pensión en Trujillo. Me metí a una Academia, “La Sorbona”, y de puro sobrado, decidí presentarme solo a Cayetano Heredia. Eran 1,200 postulantes, y las vacantes eran 65. Sin embargo, yo tenía mi teoría de por qué iba a ingresar: “De los 1,200, 600 son brutos, de los 600 que quedan, 300 van a estudiar por su cuenta y no en Academia. De esos 300, 150 no van a estudiar nada. Y de los 150 restantes, hay que ser muy piña para no estar entre los primeros 65. Así que ya estoy adentro.”

Quedé en el puesto 148. Huelgan más comentarios.

Ya estaba yo haciendo mis planes para ir a una pensión más cercana a Miraflores para prepararme todo el año, preguntándole a mis amigos de Trujillo. Los que no estaban con algún tío, estaban en una pensión y a ellos les pregunté. Sin embargo, mis tíos nos visitaron para pasar unos días en Pisco, donde vivíamos frente al mar, y pasábamos unos veranos estupendos.

Increíblemente, y para mi asombro total, el tío Ricardo se ofreció voluntariamente para tenerme en su casa todo ese año. No podía dar crédito a lo que escuchaba. ¿Es que no se acordaba la pesadilla que debió haber sido tenernos esos 4 o 5 meses? Pensé que sufría un caso severo de arterioesclerosis, y que la tía Concho impondría alguna moderación ante este imprevisto, espontáneo y terriblemente audaz ofrecimiento. Pero no. Se apresuró a decir, “En el cuarto de los chicos tenemos sitio de sobra, y nos encantaría tener a Fernan de nuevo”. Ella siempre me decía Fernan.

Mi padre opuso una débil resistencia. Como el profesor Jirafales diciéndole a doña Florinda ¿No será mucha molestia? La suerte estaba echada. Pasaría prácticamente un año con mis tíos.

Si la primera temporada fue difícil para ellos, la segunda fue espantosa. Lidiar con un adolescente de 16 años le hace perder la paciencia a cualquiera, sobre todo si era un rebelde solo por serlo, que leía mucho, fanático del cine, y curioso impenitente. Además desordenado, ocioso, obsesivo y pasivo-agresivo, sin contar con esos cambios de humor que ni yo mismo podía explicar.

Por su parte, mi padre, que era también obsesivo y compulsivo, pero del tipo agresivo, decidió no matricularme en una Academia, sino en dos. Por las mañanas iría al Instituto de Ciencias Matemáticas y por las tardes a la Cayetano Heredia, de donde la mayor parte de ingresantes provenía. Algo así como el 90%. Situación por demás injusta y ante la cual me rebelé silenciosamente. Muchos días, en vez de ir a la Academia, me iba a caminar por el centro de Lima, o por el Parque de la Reserva, que me encantaba. En las tardes, me iba al cine, varios días a la semana.

Logré sin embargo, mantener un promedio de notas aceptable. Lamento haber influido en otros postulantes a medicina, a los que arrastraba para que me acompañaran al cine, y que desgraciadamente, no ingresaron.  

Con el tío Ricardo, que se mantenía al tanto de mis ausencias académicas, tenía cada cierto tiempo, conversaciones largas y a las cuales yo asentía en silencio. Pero seguía manteniendo mi actitud. Mi padre estaba histérico, y no sabía que hacer. El tío Ricardo, me consta, lo calmaba y las cosas mantenían cierto nivel aceptable.

Sin embargo, cuanto más se acercaban las fechas de los exámenes de ingreso, mas desesperado se ponía mi padre, y más terco me ponía yo. Mi tozudez llego al extremo de a pesar de haber sido inscrito también en Medicina para la San Marcos, me negué a dar el examen de ingreso, y no lo di.

Unos pocos días antes de los exámenes a Cayetano, mi padre y el tío Ricardo tuvieron una conversación telefónica de la que pude escuchar solo unos fragmentos y en la que mi tío tranquilizaba a mi viejo. A los dos días, me llegó un sobre del viejo, que decía: “Hijo, estoy orgulloso de ti. No importa cuales sean los resultados, te quiero con toda el alma y te deseo mucha suerte en tus exámenes”. Lo que más me tocó en ese momento, es que sabía que era cierto, pero a mi padre le costaba mucho expresar estos sentimientos. Me imaginé el esfuerzo que tuvo que hace por el amor a su hijo.

Esa noche, y todas las noches siguientes, estudié sin parar. Logré revisar todo el contenido del Syllabus para el examen de ingreso, tema por tema.

Cuando llegó el examen, cada uno de ellos, porque eran 3, lo terminé segundos antes de que el tiempo programado se cumpliera. Sentía una confianza y tranquilidad muy reconfortantes. Ingresé en el puesto 37. Recuerdo que uno de mis cinemeros amigos salió en el puesto 1000 redondo…

Hice dos años en la Cayetano Heredia. Vivía, ahora sí, en una pensión. Pero cada vez estudiaba menos y me metía mas en temas sociales, además de vivir la vida loca, de la cual ya contaré algunas  anécdotas. Tenía auto, que mi viejo me había dado, y me había asignado un estipendio muy razonable para mis gastos mensuales.

Logré batir el record, que debe ser histórico hasta ahora, de aprobar más exámenes de aplazados o sustitutorios en la Universidad. De los que recuerdo, me jalaron en Matemáticas I y II, Física I y II, Biología I y II, Filosofía, Psicología, y Química I y II. Siempre pasé, hasta que al final, el Secretario General de la Universidad, que también era amigo de mi padre, ordenó que no pasara. (No es joda, es cierto. El se lo dijo a mi padre después). Saque 8.48 de promedio en el final de Química II. Necesitaba 8.5 para ir al sustitutorio. No lo culpo. Probablemente yo habría hecho lo mismo ahora.

Al final del cuarto ciclo, tuve un enfrentamiento serio con mi padre, y decidió enviarme a España a estudiar. Pasé un año allá y marcó mi vida por muchas razones, pero al final tuve que regresar, cuando lograron encontrarme. Yo andaba perdido casi como 3 meses, en los que nadie sabía nada de mí. No estaba precisamente haciendo obras de caridad y por supuesto, no estudié nada. Fui a la Universidad un día, y termine preso por un día por laberintoso y despotricador de la dictadura franquista. Pero eso es otra historia...

El asunto es que regresé, y las cosas con mi padre fueron de mal en peor. Mi padre alquiló una casa en Lima y toda la familia se mudó a Lima, yo incluido. Un día en que se me había insistido que llegara temprano, llegué tardísimo y ebrio, por usar un eufemismo. Al tratar de abrir la puerta, estaba con tranca puesta. Mi padre estaba en Chimbote, y mi madrastra, por instrucciones del viejo, la había puesto, a ver si así aprendía. Ilusos ellos…

Recuerdo que me dije “Si pasas una noche en la calle, pierdes. Tienes que entrar a toda costa.” Toqué el timbre, pateé la puerta, pero nada. Las ventanas eran muy chicas como para romperlas y meterme por ahí, así que elaboré un plan que sin duda tenía algunos vapores etílicos en sus componentes.

Decidí treparme por un murito que llegaba hasta el segundo piso y de éste, agarrarme de los bordes de la ventana y encaramarme a la azotea. Una vez dentro, no me importaba dormir en el jardín o la azotea, pero el mensaje quedaría claro: no dormiría en la calle. Sobrio hubiera sido muy difícil, ebrio, imposible.

Me desperté en mi cama, con el tío Ricardo a mi lado, que había estado tratando de despertarme. Yo estaba con una camisa blanca de rayas rojas y recuerdo que mi primer pensamiento fue “¡Gané! Miré hacia abajo y me di cuenta que en mi camisa había desaparecido el color blanco y era toda roja.

Ahí sí me asusté, y dejé que me llevaran al hospital, pues inicialmente me negaba a dejar mi cama y solo quería que me dejaran tranquilo. Me había roto el brazo y la mandíbula en dos pedazos que vagaban libremente en la parte inferior de mi cara.

Después de unas cuantas curaciones de emergencia, y mientras se preparaban para operarme, tuve ocasión de hablar largo y tendido con el tío Ricardo. El escuchaba, y hacía una que otra pregunta, pero tuvo el buen tino de dejarme hablar y solté el vómito negro que tenía ya hace muchos años. No dijo nada y me deseó suerte cuando me llevaron a la sala de operaciones.

Cuando recuperé la conciencia, mi padre estaba delante mío, con una cara en la que transmitía un “ya he perdido todas las esperanzas contigo.” Sentí mucho dolor, pero desgraciadamente el orgullo estaba primero y no dije nada.

El tampoco. Me volvió a mirar y se fue.

No volví a ver a mi padre hasta que me dieron de alta, dos días después. Me desperté con un beso de mi padre en la frente. Recuerdo sus palabras y hasta el tono de su voz. “Hijo, perdóname, las cosas van a cambiar de aquí en adelante. Te adoro y eres mi hijo querido. No te preocupes por nada.” Al principio no atiné a nada, pero mientras me vestía, se me empezaron a salir lágrimas silenciosas. No hay duda que la juventud viene con una dosis incalculable de imbecilidad. Las oculté para que mi padre no me viera llorar.

Saliendo del hospital, sentí esa conexión padre-hijo que hacia muchísimos años que no sentía. Mi corazón se llenaba de alegría, y muchas emociones luchaban por salir a flote. En un momento en el pasillo, nos detuvimos y nos abrazamos larga y fuertemente. Ambos teníamos, y ahora sí, sin ocultarlo, los ojos húmedos.

Interiormente, le agradecí al tío Ricardo. El era el artífice de esta reconciliación, y como siempre, permanecía silencioso y detrás de escena. Si no hubiera sido por él, mi padre hubiera muerto con una dolorosa herida en el pecho, y yo la hubiera llevado abierta toda mi vida.

Ese día fuimos al aeropuerto, despedimos a mi padre, mi madrastra y  mi hermana y yo regresé, por tercera vez, a la casa de San Fernando. Gracias a mi amigo Jaime, conseguí un trabajo al día siguiente, y lo hacia con gusto aunque era realmente pesado.

Dos semanas después, mi viejo murió repentinamente. Quien me dio la noticia, en el mismo lugar donde recibí la de la muerte de mi madre, fue el tío Ricardo, cuando yo regresaba de trabajar, muy contento por cierto. Por eso hasta ahora, le temo a los momentos en que me siento muy bien. Fue ahí cuando decidí, en una reacción lógica, pero tremendamente infantil, mandar todo a la mierda... El resto es historia.

Ayer se cumplieron 40 años de la muerte de mi padre. Y dos días atrás, mi aniversario de matrimonio número 33, que publique en Facebook. El saludo que más me emocionó, fue el del tío Ricardo y la tía Concho, “los tíos peruanos”, como ellos mismos dicen, y que son 2 jovencitos de 87 años que aun se conservan activos y saludables.

Esta combinación de eventos me inspiró para escribir este relato. Creo que ellos nunca supieron cuánto y de qué manera afectaron tan positivamente la vida de mi hermano y la mía.

Pero realmente lo que quiero decir va más allá de las palabras, más allá del aprecio y mucho más allá del agradecimiento. Ellos son para mí un ejemplo de amor gratuito y sincero, que nace del hecho de una amistad muy grande. ¿Como se puede agradecer tanto esfuerzo y sacrificio? Es más, ¿Cómo se puede comprender?

Quien sabe por eso valoro tanto la amistad. Porque he visto lo grande que puede ser un amigo, y cuan lejos esta dispuesto a llegar por esa amistad.

¡Queridos tíos, los quiero mucho!

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