febrero 12, 2013

El Zapato de Lucho


“¡Ah burro! ¡Que zapato mas grandisisísimo! Le voy a cobrar el doble” fueron las frases con que un lustrabotas en el mas puro acento piurano se dirigió a mi amigo Lucho en la Plaza de Armas de Sullana. Por supuesto, Lucho argumentó a su favor, pero al final aceptó la tarifa a regañadientes.
Nunca me había percatado del detalle, pero al mirar hacia abajo y ver semejante artefacto encima del pequeño soporte de la cajita de lustrar noté que era un zapato descomunal. Me imagino que era número 47 o 48, por lo menos. En lenguaje americano, esto era como 16. Sin duda hubiera podido ser útil para un payaso pequeño.

Lucho y yo, compañeros de trabajo en IBM, habíamos planeado este viaje con cierta anticipación, calculamos el costo, las fechas, el itinerario, incluso hicimos la primera reserva de hotel, el monto de la bolsa de viaje, el tipo de cambio, y otros múltiples detalles.

Lucho era tremendamente previsor, cuidadoso en su gastos, metódico, muy diplomático y tenia un aspecto muy pintoresco. Me llevaba como una cabeza, usaba cejas como bigotes, y bigotes que hacían la envidia de todos los cepillos del mundo: gigantescos. Además, tenía cara muy simpática, casi jocosa, es decir, caía bien a pesar del mostacho irreductible.

Lo que Lucho no pudo preveer, y es para mi un milagro, que el viaje no terminara en una ruptura de amistad, pues yo adoraba lo imprevisto, no planeaba nada y me encantaba no saber lo que iba a pasar; era un fanático de la sorpresa, agradable o desagradable. Por lo demás no tenía idea de cómo dosificar el dinero para que durara todo el viaje.

Este era un viaje que tenía como destino final Quito, pasando por Guayaquil, y Salinas, el balneario de moda en Ecuador. Yo, con tal de viajar, que me encanta, hubiera podido ir a Huacho y divertirme igual, solo por el hecho de salir de Lima. Pero Lucho tenía las fechas, el itinerario, folletos informativos, información de amigos y hasta unos primos en Guayaquil. Me parece que así es como le gusta viajar a la mayoría de las personas.

Ya casado, hice viajes con mi mujer y mis hijas, cortos, pero con minutos de anticipación, como llegar a la casa un viernes a las 6 de la tarde y decirles “Nos vamos a Lunahuaná. Salimos en 20 minutos”. Jenny parecía ser la mas práctica: “¿Papá, llevamos ropa de baño?” Al principio, mi mujer se volvía loca. Después no solo se acostumbraron, sino que les encantaba. Comprando ropa interior y otros implementos en el camino, pero tenía su encanto.

Una vez, con otra pareja muy querida, Fernando y Jeannette, hicimos un viaje de 3 horas en 14. Paramos, comimos y bebimos en cuanto posible lugar había en el camino. La gente no podía creerlo, Fue inolvidable.

Volviendo al viaje, habíamos quedado con Lucho en ir a tramitar los pasaportes y encontrarnos en dicha oficina una mañana temprano. Ese fue el día que empezó a darse cuenta que quizás sus planes no saldrían como el lo había pensado. Me quede dormido y no fui.

Felizmente, Lucho consiguió un tramitador y me ayudó con el pasaporte.

Creo que es importante aclarar que yo tenía un problema real con el sueño, y que enervaba a mi padre, a mi familia y a mis amigos. Yo podía dormir 12 o 16 horas seguidas y después estar despierto 24 o 36 sin ningún problema. Pero despertarme cada 8 horas era casi imposible. Cuando empecé a vivir solo, en pensiones en las cuales no lo despiertan a uno para ir a clases, el problema creció a un punto en que me perdía las dos primeras horas de la mañana todos los días. Por eso, inventé un dispositivo muy creativo, que me dio excelentes resultados, y del cual adjunto un elemental diagrama que espero sea entendible.

En primer lugar, me compré el reloj con la alarma más fuerte que pude encontrar. Por si sólo, fue inútil. Solo escuché la alarma cuando lo probaba para ver si funcionaba. Entonces decidí amarrar la perilla de la alarma, (que daba vueltas mientras sonaba) al asa de una taza que también compré para tal efecto. La enrollé sobre la cabecera de la cama de tal manera que colgara exactamente encima de mi cabeza, la llené de agua, y solo conseguí que el reloj se moviera hasta caer al suelo. Al caer al suelo, violentamente levantaba el asa y el agua caía sobre mi cabeza, despertándome,

Sin embargo, tal solución hubiera requerido comprar uno o dos relojes cada semana, así que puse el reloj dentro de un zapato. De los de terno, que casi no usaba, por si acaso. Con esto, el reloj dejó de moverse y el agua caía lentamente sobre mi cara o proximidades, logrando el efecto deseado: estaba despierto y requintando, todo mojado. Pero funcionaba. El único problema fue que el colchón se pudrió al poco tiempo; pero eso ya era asunto de la dueña de la pensión y no mío.

Cuando estaba en la Universidad, un día tenia un examen muy importante y le pedí por favor a mi compañero de cuarto en la pensión que me despertara con cualquier método que quisiera, tirándome agua, sacando el colchón de la cama, cacheteándome, en fin, de cualquier manera. Al día siguiente, me desperté a las once de la mañana. Histérico, fui a buscar a mi ex amigo a pedirle explicaciones. Lo encontré, más histérico aun, y me dijo que yo me había levantado, le había mostrado mi horario y le había explicado que no tenía ningún examen ese día. Yo, la verdad, no recordaba nada del incidente, pero este muchacho estudiaba para abogado y no era de hacer bromas. Probablemente después en su carrera, aprendió a mentir bien, como todos los abogados, pero no en esas épocas.

Ya con el pasaporte, el equipaje y la bolsa de viaje, volamos hasta Piura, donde empezó nuestra odisea terrestre. Íbamos caleteando, es decir, parando en cualquier pueblo o ciudad importante.

Estuvimos en Sullana, donde los zapatos de Lucho se hicieron famosos y luego en Tumbes, donde llegamos sin mayor novedad, a excepción de las picaduras de los mosquitos gigantes que parecen saber cuando llega carne fresca, pues se ensañaron con nosotros.

Felizmente, Lucho era mas blanco que yo, y obviamente mas visible, dada su altura y el tamaño de sus zapatos.

Como siempre que se viaja a provincias, el punto central de operaciones es la Plaza de Armas. Tumbes no fue la excepción. Nos llamó la atención ver los árboles, que eran altísimos y tenían colgados unos frutos muy grandes. Estos frutos parecían pecanas gigantes, como de un metro de largo cada una. Lo primero que se me vino a la mente es que pasaría si unos de esos frutos se desprendía, lo que evidentemente, tendría que pasar algún día. No había duda, aplastaría al infortunado individuo sobre el que reventara.

Lucho, que era cualquier cosa menos tímido, en oposición a mí que era tímido menos cualquier cosa, se acercó a una tumbesina, jacarandosita ella, y le preguntó ¿Cómo se llaman esos frutos que cuelgan de los árboles? Ella sonrió esquivamente, se puso la mano en la boca y murmuró algo ininteligible. Lucho insistió y la respuesta fue algo así como “matscjddk”. Sin entender aun, Lucho volvió a la carga con un ¿Qué cosa? Finalmente ella susurró con una sonrisa entre cómplice y ruborizante: “¡Matacojudos!”. Ahora sí, cualquiera entiende. Lo malo es que se fue, casi corriendo.

De esto hace casi cuarenta años, y cada vez que me acuerdo, pienso en el pendejo que sembró los dichosos arbolitos. Hasta hoy se debe estar cagando de risa en su tumba con algunas decenas de cojudos muertos en su haber.

Llegamos a Aguas Verdes – Huaquillas, la frontera Peruano Ecuatoriana, donde Huaquillas, en el lado ecuatoriano era puerto libre, y estaba lleno de tiendas que vendían de todo a precios muchos mas bajos que los de los mismos artículos en el Perú, y sobre todo en Lima. Aguas Verdes, para desilusión y vergüenza, era una aldea pobrísima, que evidentemente vivía del contrabando hormiga que venía desde Huaquillas. Teníamos que averiguar cuanto costaba el pasaje a Guayaquil en ómnibus antes que yo me gastara toda la plata comprando tonterías.

Pero fui yo quien dio con la solución. Encontré a un ecuatoriano que iba a Cuenca, que quedaba en el camino, y que nos cobraba la cuarta parte del pasaje a Guayaquil. Aceptamos inmediatamente.

De lujo, de lujo, no. Era una mini pick-up en la que Lucho obligadamente tenia que ir al lado de la ventana, y yo al medio, al lado del ecuatoriano, que aunque parecía relativamente civilizado, tenía dos cualidades que lo hacían particularmente repulsivo; odiaba a los peruanos porque se habían robado el “Oriente” ecuatoriano y odiaba también, pero en este caso indiscriminadamente, cualquier sustancia que “algunas gentes” se ponían en los sobacos.

Entre arcadas de náuseas y amagos de ahogo, me enteré como los peruanos le habían robado tantísimas tierras al Ecuador y sobre todo, el acceso al Amazonas. Poco después, en Guayaquil, tuve ocasión de ver un mapa ecuatoriano al estilo ecuatoriano, y la verdad, no piden poco. Tan es así que Iquitos es capital de Departamento en territorio “invadido” o “en ocupación” por las “gallinas peruanas”. Como diría mi tía: “El que al cielo pide, y pide poco, es un loco”.

Me hubiera gustado responderle, pero eso hubiera supuesto consumir mas oxígeno, que por lo menos en estado puro, escaseaba desde donde yo me hallaba sentado. Claro, Lucho tenia el bigotazo ondeando con el aire de la ventana y el problema no era con él, así que se encargó de defender nuestra posición. Así, cualquiera.

Pero en general, en Ecuador nos trataron con mucho cariño, y a excepción de ese incidente, la gente era muy simpática y amable. Me di con algunas sorpresas, como que Inca Kola era la bebida de “sabor nacional”. Ah, estos Lindley, vivazos… Nos hicieron cholitos a todos.

También me sorprendió saber que Quito había sido la capital del Imperio Incaico. Yo tan ignorante todos esos años previos. Ahora, es cierto que Atahualpa vivía en Quito, y que fue el último Inca…

Mejor no entrar en discusiones sobre el tema. Si por mí fuera, casi todo Sudamérica debería ser un solo país y todos hermanos.

Finalmente, tomamos el bus hacia Guayaquil, donde pude disfrutar del paisaje. Completamente diferente al del norte peruano, era absolutamente tropical. Pero el aire fresco que entraba por la ventana era una verdadera delicia después de la tortura previa a la que fui sometido. Árboles y vegetación salvaje, todo verde y húmedo, provocaba echarse en una de las tantas hamacas que vi en el camino, y disfrutar de la vida con una cerveza helada.

Guayaquil es una hermosa ciudad, con el río Guayas, que fluye en una dirección en la mañana y en la opuesta en la tarde, fenómeno que nadie me supo explicar. Parece que es producto del reflujo de las aguas marinas, pero realmente no estoy seguro. Aquí si teníamos reservación, en un pequeño hostal, muy limpio, con desayuno incluido. Aparentemente, todo estaba saliendo a pedir de boca.

Pasamos unos días en Guayaquil, pero la intención era ir a Salinas.

Planificadamente, nos fuimos a la carretera que iba a Salinas, y nos pusimos a “tirar dedo”. Yo ya había hecho algunos viajes, tanto en España como en el Perú y Chile haciendo “autostop”. Parece fácil, pero no lo es. Uno se puede pasar horas sin que lo recojan, y el sol es agobiante, el frío de los que calan los huesos, el viento te asegura que estás desnudo y el polvo esta decidido a que te des un baño de horas una vez en tu destino.

Pero una cosa es mi Karma, y otra el aspecto de Luchito… En menos de media hora, viajábamos en un confortable automóvil de una familia, con dos hijas que iban a pasar unos días en Salinas.

En esta familia había una chica de unos 17 años, ni fea ni bonita, pero que se prendó de Lucho al instante. La otra era todavía muy chica y aunque no lo fuera, difícilmente creo que yo fuera su tipo.

Llegamos a Salinas ilesos, a excepción de la violación visual de Lucho, que se dejó hacer. Nos dejaron en un hotelito y quedamos en vernos en la playa. Este hotelito era enteramente de madera, no tan limpio y con ese olor rancio de tela y madera frente al mar. Pero tenía agua, y camas. Además las sábanas estaban enteras.

En la noche visitamos el casino, donde huelga decir que perdí plata. Lucho apostaba monedas y ganó y yo apostaba billetes y perdí. Pero lo pasamos muy bien. Mujeres muy guapas, hombres que olían a dinero, y trago gratis. No estuvo nada mal.

En la mañana, salimos a caminar por la playa, y por un momento pensé que después de acostarnos, Lucho había salido de nuevo.

Todas, es decir todas las chicas lo conocían y sabían que habíamos estado en el casino. Nos decían ¿Y como les fue?... ¿Ganaron plata?... ¿Ganaron plata?...

Pero aunque hablaban en plural y al mismo tiempo, yo esperaba que alguna me mirara a mí. Pero no. Todas miraban a Lucho.

Repentinamente entendí el desplazamiento que sentía Sancho Panza en sus aventuras con Don Quijote. A los 24 años nadie es feo, y yo menos, pero era evidente que Lucho se llevaba todos los votos, y su escudero Fernando era un mero espectador. Lucho, en honor a la verdad, y se ganó mas que mi respeto, mi incredulidad y asombro, tenia enamorada en Lima, y con el no era. Bromeaba, conversaba y flirteaba, pero hasta ahí nomás.

Pasamos unos días estupendos en la playa, y la familia que nos llevó a Salinas, nos regresó a Guayaquil. La mamá y la hija estaban decidias a hacer de Lucho un proyecto casamentero.

Hay una anécdota más en Salinas. Eran las épocas de clasificación para el mundial de Argentina 78 y Perú jugaba con Ecuador en Quito, así que fuimos a ver el partido al restaurante del hotel. Un televisor en blanco y negro, calculo que de 24 pulgadas, y el restaurante estaba lleno. De ecuatorianos, demás esta decirlo. Menciono las dimensiones, porque hay que acercarse mucho para ver bien, y acercarse significa disminuir la distancia física entre los televidentes. Estábamos tan cerca unos de otros, que podíamos sentir los cuerpos de los otros comensales.

Yo todavía tengo que entender bien como es que funciona mi Karma. Creo que si hubiera visto el partido en Lima, hubiéramos empatado, o ganado por 1 a 0, a lo mejor perdíamos, no lo se.

Pero en Salinas, Ecuador, rodeado de 60 o 70 fanáticos, no. Ganamos 5 a 1. Al primer gol quise saltar de alegría, y la garra de Lucho me lo impidió. Con esa cara tan expresiva, y las cejas moviéndose como mariposas, me señalaba con los ojos al resto de espectadores. Sus ojos decían, “tu saltas y acá nos matan”.

Tuvimos que sufrir con agónica excitación la goleada. Terminó el partido y nos fuimos a la playa. Eran como las 10 de la noche y se podía ver a dos imbéciles saltando y abrazándose, gritando a voz en cuello, “¡Perú Campeón!” La playa estaba desierta.

De regreso a Guayaquil, nuestras arcas estaban mermadas y era momento de hacer economías. Encontramos un hotel que se llamaba “Equinoccial” que era barato. Probablemente el mas barato que había.

En la categoría de estrellas que se da a los hoteles y restaurantes, este calificaba para medio asteroide. Era el peor hotel en que he estado en toda mi vida. Mi sabana solo tenía los bordes. Al medio solo un hueco causado probablemente por la otra mitad del asteroide. Las almohadas tenían un olor tal, que tuvimos que ponerlas lo mas lejos posible, y los cuartos eran simples divisiones de madera como las que hay en los baños públicos, por lo que si uno tenía el valor de subirse a una silla, podía gozar con lujo de detalles todo lo que ocurría en la “habitación” contigua.

Para poder emparejar a Lucho con esta chica ecuatoriana, que no era fea por cierto, se consiguieron una amiga que saliera conmigo, y nos invitaron a un club exclusivo en Guayaquil a pasar el día. Esta chica era pelirroja y bien pecosita. Tampoco era fea, pero no era exactamente mi tipo. Entre mi timidez, mi falta de atracción hacia ella y la reticencia de Lucho a cualquier insinuación sentimental, la jornada no prosperó. No solo no prosperó, sino que una vez más, dije lo que no debía decir en el momento preciso en que no debería hacerlo.

De alguna manera la conversación, mientras comíamos un ceviche de camarones con jugo de naranja y no de limón, muy agradable, tocó el tema de los pelirrojos. Es decir, tu familia de donde viene, quienes son pelirrojos, quienes no, y todo eso. Repentinamente escucho mi voz que dice “Sí; en mi barrio también hay una chica pelirroja. Le dicen la cucaracha”. Silencio sepulcral hasta que Lucho dice “¿Y quien es el presidente de Ecuador?...

Sin penas ni glorias, a excepción de la última noche, en que nos hicieron una fiesta y de la cual yo me fui antes que Lucho, terminó nuestra estadía en Guayaquil. El último detalle fue cuando Lucho llegó al hotel y yo estaba dormido y por supuesto, fue imposible despertarme. Se tuvo que trepar por la tabla que hacía de pared hasta saltar dentro de la “habitación”.

Salimos hacia Huaquillas y yo ya no tenía un centavo. Mi plan era muy simple: llegar hasta Huaquillas, cruzar la frontera y tirar dedo hasta Tumbes y de ahí al aeropuerto, porque teníamos pasajes de avión hasta Lima. El único problema es que cuando llegamos a Huaquillas, la frontera ya estaba cerrada, y había que dormir ahí.

Pensé en buscar un parque con bancas, y no hubiera sido la primera vez. A Lucho no le agradaba la idea en absoluto. Me imagino que por la inseguridad y por los zancudos, que ya nos estaban picando sobre las ronchas existentes. Como cuando uno come y está tan rico que quiere repetir.

Lucho me mira muy serio, emite una especie de gruñido-suspiro, se mete la mano dentro del pantalón, (no preguntar lo que yo estaba pensando) y saca unos dólares que tenía bien escondidos diciéndome, “esta es la caleta que guardo para emergencias”. Bien recursero mi amigo. Total, dormimos en un hotel de un asteroide, tomamos buen desayuno, cruzamos la frontera y llegamos a tiempo al aeropuerto. El que no llegó a tiempo fue el avión. Es más: nunca llegó.

Finalmente nos avisaron que nos mandarían a Talara por tierra, donde estaba el avión, que se había malogrado y no podía levantar vuelo. Desde que aterricé sin ruedas, esa combinación de palabras me produce escalofríos. Pero dijeron que el mecánico ya estaba en camino desde Lima. En fin…

Llegamos a Talara, y todo iba bien. Llegó el avión de Faucett con el dichoso mecánico. Nosotros viajábamos en AeroPeru. El aeropuerto de Talara es pequeño y todos se conocen. Justo antes de aterrizar el avión, un tipo sale apurado de una oficina, y el otro le pregunta “¿A dónde vas? – A espantar a las vacas porque Faucett aterriza ahorita”.

No me puso de buen ánimo, pero no podemos negar que es pintoresco. Esperamos un poco más, y procedimos a embarcar.

¡Finalmente! ¡Camino a Lima! Había sido un buen viaje y una buena experiencia y parecía que terminaría sin mayor novedad.

Ya sentados cómodamente, y figurándonos en Lima, vemos entrar al mecánico, pues estábamos muy cerca de la puerta, y dirigiéndose al piloto, le dice “Mañuco, ya está todo arreglado, ¿OK?” y Mañuco le contesta “Muchas gracias cholito, ¿te vienes con nosotros?” El mecánico lo miró y le dijo con un tono que en mi paranoia sonó espantosamente aterrador: “Nooo, yo me regreso en Faucett”.

Pero llegamos bien. Las palmas de mis manos parecían haber estado en la piscina por 3 horas de lo arrugadas que estaban, gracias a todo el sudor que destilé durante el viaje.

Fuimos a recoger nuestras maletas, y estas habían sido puestas en la pista al lado de la entrada al terminal, ignoro porqué. Flojera que le llaman, supongo. Estaban todas en fila, así que fue fácil identificarlas. Serían unas 120 maletas, mas o menos.

La única que había sido orinada por un perro… ¡era la mía!

febrero 02, 2013

Los Olvidables Años Sesenta



No. No es un error tipográfico propio y típico de de un anciano. “Olvidables” es una palabra tan válida y con tantos pergaminos como “Inolvidables”. Lo que pasa es que no me refiero a la década de los años sesenta del siglo pasado, que tuvo música extraordinaria y con cambios en todos los aspectos sociales del mundo. En realidad pasaron tantas cosas en esos años que esmuy fácil recordar e identificarse con alguna de ellas.

Estoy hablando de esta década, en la que he cumplido sesenta años y todo se me olvida. Cumplir sesenta fue para mi un hito que nunca pensé alcanzar. Si bien otras personas tienen metas mas elevadas y moral o económicamente mucho mas encomiables, para mí, sólo llegar a esta edad sin haber perdido la razón ni en una cárcel, ni como un paria, era en sí una meta importantísima.

Debe ser por eso que empecé a escribir. Porque aunque en diferentes etapas de mi vida había perdido la dignidad y el orgullo, recién a los sesenta perdí la vergüenza.
Llega un momento en que uno piensa ¿Y todo lo que has vivido, se morirá contigo? ¿No sería importante aunque sea arrancar una sonrisa o una lágrima de algunas gentes, te conozcan o no? Y por encima de eso, tu nieta, ¿No crees que le gustaría saber un poco de tus locos años mozos, de tus sentimientos, de tus vivencias, de tu retorcido y extraño sentido del humor y de tu sofisticadísimo sentido del ridículo, que tantas cosas te impidió hacer, y que recién a esta edad te das cuenta?


Entonces decidí ponerme a escribir algunas historias. De ellas, algunas son tristes, otras son alegres, las hay también graciosas o absurdas, pero describo mucho de mí, y estoy totalmente seguro que han arrancado más de una lágrima y una sonrisa. Lo digo con certeza porque han sido mías, y en varias ocasiones.


Ahora viene lo interesante: cada vez que las releo aparte de las emociones, me ocurren dos cosas, ambas muy preocupantes. En primer lugar, y me da mucha cólera, encuentro faltas ortográficas y de sintaxis, a pesar de haberlas revisado varias veces. Con lo maniático que soy en esos temas, cuando encuentro una falta, me flagelo mentalmente con el lomo virtual desnudo, y hay días en que pierdo gran parte de mi tiempo con esa tortura mental. El látigo imaginario parece tener entrelazado en sus puntas con plomo candente la palabra “imbécil”. 

No, si cuando me torturo mentalmente, mi autoestima llora y se desespera sólo con la idea anticipada de los latigazos. Soy implacable. Sin embargo, al siguiente relato, vuelven a crecer mas faltas aun.


Pero lo mas grave es que algunos de esos recuerdos ¡ya no los recuerdo! Es como si hubieran salido a flote en el calor del relato y luego se hundieron para siempre. Al principio pensé que era lo lógico. Habían dejado de vivir en mi mente y reposaban durmiendo no se si el sueño de los justos o la pesadilla de los apostatas y descreídos.


Cuando me di cuenta que me olvidaba el nombre de una película, al autor de un libro, o mas crítico aun, el “password” de alguna aplicación e incluso mi código de empleado, me empecé a preocupar seriamente. Con mi febril y aterrorizada imaginación, me imaginaba con demencia senil o Alzheimer en menos de seis meses.


Por supuesto, no hice nada por un tiempo. Me la pasaba planteándome retos sobre cosas de cultura general, o me ponía a pensar en un escritor, y luego recordar sus libros, y luego los personajes de esos libros. Peligrosísimo y desmoralizador juego. No se lo recomiendo a nadie.


Eso de poner a José Arcadio Buendía en el Amazonas, a Lituma en las estepas siberianas o Aliosha borracho en un burdel de Macondo, no es una buena idea, y al final, uno siempre sabe que se esta equivocando.


Entonces empecé a tratar de recordar cosas mucho más simples. Lo que comí ayer, o cual fue el ultimo restaurante al que fuimos. Malo, malo. Siempre tenia la respuesta lista y parecía muy fácil hasta que descubrí que lo que recordaba no era necesariamente lo que había pasado, a no ser que la que tenga Alzheimer sea mi mujer.


Peor fue cuando gradualmente me di cuenta que habían muchas cosas que “pensaba” que recordaba perfectamente. Se me pararon los pelos cuando descubrí que tenía muchas “listas” y “etiquetas” en la cabeza que estaban completamente vacías o a medio llenar, cuando deberían estar saturadas de información.


Hay una especie de pez, del cual no recuerdo su nombre, que cada día tiene que volver a aprender lo necesario para sobrevivir. No tiene memoria. Creo que fue la inspiración para uno de los personajes de la película “Nemo” de Walt Disney. Yo veía mi destino reflejado en ese maldito pez. Hasta me veía de color azul.


La imaginación parece no tener problemas con el tema de lo que uno se acuerda o no. La mía ya me había puesto en un asilo, con una enfermera limpiándome la baba que chorreaba por las comisuras de mis labios…


Compartí esta preocupación con mi hermano. El es un año y medio menor que yo, pero sin duda ya había experimentado estos olvidos involuntarios. Con ese sentido práctico que tanto admiro y envidio, me dijo “Para eso han inventado Google” No insistí en el tema…


Entonces, compulsivamente empecé a “googlear” todo lo que pudiera acerca del proceso de envejecimiento. Al principio, por supuesto, me identificaba con todos los síntomas de Alzheimer o de un tumor cerebral maligno. A estas alturas, le enfermera imaginaria no me limpiaba la baba, sino el poto, lo cual no deja de ser una buena idea, al fin y al cabo.


Pero poco a poco, y tratando de enfocarme mas en el envejecer que en el tumor cerebral, descubrí información muy interesante.


Aquel que se preocupa por lo que cree que esta olvidando, no es el que tiene un problema. Por el contrario, si la persona piensa que todo va bien y ni siquiera se interesa por el tema, es probable que sufra algún problema serio. Parece que estas enfermedades de demencia y relacionadas, también borran la conciencia de que uno se ha olvidado de algo. En otras palabras, es como perder archivos completos del disco duro mental. Una especie de formateo selectivo, digamos.


En cambio, la persona que está consciente de que está ocurriendo algo con su memoria, es perfectamente normal. Las arterias se endurecen y engrosan, las neuronas mueren o pierden vitalidad y todo se vuelve mas lento y difícil. Pero es como las arrugas o los achaques. Son naturales y hay que aceptarlos como parte de la vida. Como mi rodilla, que ya acepté que me va a doler esporádicamente el resto de mi vida, o esas incipientes pecas que me están saliendo en las manos.


Luego recordé un incidente que ocurrió cuando mi abuelo tenía 75 años. Estábamos almorzando con mi padre, mi tío Pepe y la abuela, y la entrada tenia queso fresco. Queso fresco como el peruano, tan sabroso y “fresco”, es difícil de encontrar en otras partes del mundo. Mi abuelo, que pensaba que España era la pepa del mundo, dijo que había un queso español del mismo tipo, por supuesto mucho más sabroso. Sin embargo, no recordaba el nombre.


La conversación cambio de tema, pasamos a la sopa, el segundo y el postre. Notaba que mi padre y el tío Pepe seguían conversando fluidamente, pero mi abuelo parecía desconectado. Casi no participaba en ningún tema que se tocaba. Un sí por acá, un no por allá, pero eso era todo. Ya en la sobremesa, el abuelo comenta en tono de derrota “¡Y no puedo recordar el nombre del queso ese!”


Ya sabemos de donde me viene la obsesión.


Por el lado materno, el asunto era inconscientemente obsesivo gracias a la mamamita. 

Cuando me casé, ella tenía ya 84 años, y cada vez que la veía, que era los domingos en casa de la tía Maruja, entrábamos a una conversación ritualística


“Hola, mamamita”“¿Fernandito? Hola hijito, ¿Qué ha sido de tu vida?”“Trabajando, mamamita”“Ah, ¿y donde trabajas?”“En IBM, mamamita”“IBM, IBM… ¿Ya tienes tiempo ahí, no?”“Si, mamamita”“Y Eduardito (mi hermano), ¿se casó?“Si, mamamita, se casó, y le va muy bien”“Que bueno, que bueno. ¿No te pierdas hijito, ya? Ven, visítame”“Si, mamamita, el próximo domingo vengo a verte”“Muy bien hijito”


Cada domingo, por años, el diálogo se repitió casi literalmente. No se acordaba de mucho, pero lo que se acordaba, era a la perfección. Casi como si hubiera tomado una foto mental mía de hace 20 años, y cada domingo al verme, su reloj cerebral volvía a esa época. No puedo sino añadir que era una obsesión arteriosclerótica, pero obsesión al fin y al cabo.


Así que los genes juegan un papel importante en esta ordalía de edad y sangre.


Pero creo que lo importante es envejecer con dignidad y sin vergüenza. Tarde o temprano, deberemos irnos, y mientras no nos llegue el día, hay que hacer lo posible por vivir el hoy, de la manera que más nos guste y nos plazca.


Yo gracias a Dios, he descubierto que me gusta escribir, aunque sea con faltas y huecos tipo queso gruyere en la memoria. Y agradezco el tener la oportunidad de poder compartirlo.


Bueno, tengo que irme a almorzar con... esteee… ¡ah, ya! ¡Marita!