junio 25, 2013

Los Regalos de un Anciano


Eran días maravillosos aquellos. Acabábamos de empezar de enamorados y andaba yo entre nubes el día entero, sólo pensando en ella y en un estado de ánimo comparable al éxtasis. Es una sensación difícil de describir, pero es como que cada célula del cuerpo se sintiera bien al mismo tiempo, y el corazón pareciera latir más fuerte. El pecho se siente lleno y todo lo que se ve es hermoso, incluso las otras personas.

Don Ernesto Cubas
Pero la ilusión duro poco. Menos de una semana después, ella decidió terminar. No recuerdo bien por qué, pero era obvio que yo había metido la pata en algo y definitivamente había tomado demasiado.

Sentados en una banca del parque Kennedy, sumido en la desesperación, trataba por todos los medios de pedir perdón, pero ella se mostraba irreductible. Incluso le dije que si ella quería, yo renunciaba al trabajo que tenía. Me miró a los ojos y me dijo - ¿Por qué harías una estupidez así? – Quise decirle que por amor a ella, pero sonaba bastante ridículo. Permanecí en silencio.

Al rato, fuimos a la farmacia del Parque porque ella tenía dolor de cabeza. Pedí lo más fuerte que hubiera para el dolor, y me dieron Darvon compuesto. No lo quiso tomar y me dijo secamente que todo lo que necesitaba era dos Mejorales y un vaso de agua. Los conseguí y le estaba dando de beber cuando hizo su entrada a la farmacia un anciano muy pequeño.

El pobre viejo había sufrido un accidente. Tenía sangre en la cara saliéndole de la nariz y de un corte en la ceja. Estaba parado en medio de la farmacia, pidiendo que alguien lo ayude, ya que se había caído. Nunca he entendido bien por qué la mayoría de la gente prefiere no involucrarse. En realidad era peor que eso. Simplemente ignoraron lo que estaba ocurriendo. Como avestruz con la cabeza en la tierra. De verdad que muchas veces me gustaría hacerlo así, pero no puedo. Y no es que tenga buen corazón o cosa por el estilo, sino que soy muy malo disimulando.

Solo la visión del personaje era patética. Mediría casi metro y medio, debido a la curvatura de la espalda, probablemente escoliosis, que lo obligaba a mirar hacia arriba, como si estuviera pidiendo algo. Muy delgado, lo más notable era su apariencia de fragilidad. Vestía de negro, con una camisa blanca. El saco y el pantalón se veían muy desgastados, y se notaban las manchas de tierra producto de su accidente, pero era obvio que normalmente estaban limpios. Uno de los brazos colgaba en una extraña posición y el otro se aferraba a un bastón que parecía ser el único soporte sólido que tenía.

Pero era su cara lo que más llamaba la atención. Pelo casi blanco, despeinado al estilo de un escolar travieso, y una cara en la que a duras penas se veían los ojos y la boca. La nariz por el contrario era enérgica y grande, y las orejas eran impresionantes. Su piel tenía los surcos más profundos que he visto yo en ser humano alguno y su aspecto en general transmitía un sentimiento de dolor íntimo y oscuro que tocaba el alma. No era el dolor físico de las heridas o los golpes, era mucho más intenso y permanente.

Quien sabe en circunstancias normales no se hubiera notado tanto, pero con su fragilidad quebrantada, saltaba a la vista que era una persona que sufría mucho. Los surcos eran más marcados en las comisuras de los labios y ojos, mientras que las mejillas y la frente parecían haber sido cortadas a navajazos innumerables veces.

La farmacia
Inconscientemente y creo que casi por reflejo, me acerqué a él. Su sufrimiento clamaba desesperadamente por ayuda. Egoístamente, me reconfortó que alguien sufriera más que yo. Cosas curiosas que tiene la vida. Lo importante era que había encontrado una manera de hacer a un lado mis problemas para poder hacerme cargo de los problemas de alguien que necesitaba más ayuda que yo.

Ella también se acercó. Entre los dos lo llevamos a una silla que uno de los dependientes me dio a regañadientes. Cuando miré a mi alrededor, la farmacia estaba vacía. ¡Qué mundo de mierda éste!

Logramos saber que vivía frente al Manolo de la calle Diez Canseco, y que al ir caminando por el parque, pasó a su lado un grupo de muchachos corriendo, con lo que perdió el equilibrio, tropezó, y cayó. Aparte de las heridas en la cara, lo más serio era que parecía haberse fracturado el brazo izquierdo.

Supimos que se llamaba Ernesto Cubas y que tenía 93 años. El local donde vivía era un pequeño y humilde restaurante en el que cocinaba menús diarios para los vendedores ambulantes del parque. Tenía una chica que lo ayudaba y que iba todos los días a trabajar, pero era sábado en la noche y él estaba solo, pues no tenía familia. Sus hijos ya habían muerto y sus nietos casi no lo conocieron.

A la Asistencia
Nos subimos a un taxi y lo llevamos a la Asistencia Pública, donde le pusieron algunos puntos en la ceja, y le enyesaron el brazo izquierdo. Afortunadamente, el hueso no se había roto pero la muñeca estaba luxada. Cuando hablé con el médico, me dijo que la probabilidad de curarse era muy baja, debido a su avanzada edad, así que la receta que nos dio era solamente para medicinas contra el dolor.

Compramos los remedios y lo acompañamos a su local, donde pensábamos dejarlo descansando e ir a visitarlo el día siguiente. Cuando llegamos, ingresamos a una habitación oscura, llena de viejas mesas y sillas de diferentes estilos, un mostrador y un pizarrín de Inca Kola donde todavía estaba escrito el menú del viernes. Al fondo estaba la cocina, un pequeño baño y una cortina que al abrirla nos mostró un diminuto camastro donde dormía.

Lo empezamos a llamar Don Ernesto, y pareció gustarle. A mí me decía Don Fernandito. Lo acostamos y prometimos ir a verlo al día siguiente para ver cómo seguía. Salimos y sin decir palabra nos tomamos de la mano. Era una fría y húmeda noche de invierno miraflorino y nada hubiera sido mejor en ese momento que abrazarla con todas mis fuerzas, pues sentía que se me estaba dando una segunda oportunidad. Pero el instinto me decía que debía dejar que las cosas fluyeran solas.

La morada y el restaurante
Ninguno de los dos habló durante el trayecto a su casa. Cuando la dejé le pregunté a qué hora nos encontrábamos para ir a ver a Don Ernesto. Quedamos en vernos después del almuerzo. Yo decidí ir a verlo en la mañana para llevarle algo de comida. Así lo hice y cuando llegué, Don Ernesto ya estaba vestido con su terno negro y su camisa. Estaban limpios y los había planchado. Sus zapatos también habían sido lustrados. Me imaginé el esfuerzo que le habría tomado hacerlo con una sola mano. A pesar de todos sus problemas, Don Ernesto trataba de mantener su dignidad a como diera lugar. Son estos pequeños detalles los que me conmueven y se reflejan inmediatamente en mis ojos que se ponen húmedos y en el corazón que se me encoge.

Mientras comía, me iba contando un poco de su vida. A pesar de su edad, era una persona sumamente lúcida. Era difícil entenderle por la falta de dientes, pero poco a poco me acostumbré. Él había sido bohemio y trotamundos. Estuvo en la marina mercante por muchos años en un barco que siempre hacía la misma ruta. Le daba la vuelta a Sudamérica por el Cabo de Hornos llegando hasta Brasil, donde retornaba y llegaba hasta Ecuador. Tocaba la guitarra, cantaba y componía música, la mayoría tangos y milongas.

Era uruguayo y no recordaba bien por qué se quedó en Lima. Aparentemente el barco lo dejó y como solo llegaba cada cuatro meses, se acostumbró, se enamoró más de una vez, y tuvo hijos, también más de una vez. Pero su carácter y su espíritu aventurero pudieron más, y volvió a embarcarse. Poco a poco, conforme pasaban los años, viajaba menos y se quedaba más tiempo en Lima, hasta que finalmente abrió un restaurante y se quedó definitivamente.

Los años siguieron pasando; vio morir a sus dos mujeres y a todos sus hijos. Con un golpe de suerte logró alquilar el local que tenía ahora quince años atrás, a los 78, y como él decía, lleno de vida.
El local pertenecía a los curas de la Iglesia del Parque, junto con todo lo demás de esa manzana, a excepción de la Municipalidad.

Su mayor interrogante era por qué Dios le había permitido llegar a esa edad. Y me dijo:

- No es que haya sido una buena persona, pero no he sido tan malo como para merecer esto.
- Pero Don Ernesto, se va a recuperar de esto. Ya ve que no ha sido tan malo. El doctor dice que en dos o tres semanas va a estar bien. Y yo veo que está usted en buenas condiciones físicas. Ha limpiado y planchado su ropa y lustrado sus zapatos. Con una sola mano, eso requiere mucha disciplina y buen estado físico – Yo mentía de pura buena voluntad, tratando de levantarle el ánimo un poco.
- No me refería a eso - Murmuró levemente

Yo no contesté, y me quedé pensando en su respuesta. En sus ojos pude atisbar levemente ese dolor sordo del que sufría.

Me despedí y le dije que regresaríamos más tarde para ver como seguía. Me dirigí directamente a la casa de ella, pensando en cómo progresaría ese día. Todavía no nos habíamos dicho nada, pero tarde o temprano el asunto saldría a la luz.

En su casa había hecho un paquete, en que le llevaba ropa interior, medias, sábanas, y algunas prendas de su hermano menor cuando era más chico. También toallas, secadores, jabón, champú, y hasta una colonia. Esto y la conversación que tuve en la mañana con Don Ernesto lograron que no habláramos del tema hasta que llegamos.

Don Ernesto se alegró mucho de vernos. Creo que en su fuero interno pensaba que cada vez que nos íbamos ya no volveríamos a verlo. Quedó muy agradecido con el paquete y estuvimos con él un par de horas. Le explicamos que al día siguiente Lunes, ambos trabajábamos, pero que iríamos a verlo apenas saliéramos del trabajo. Pude notar una pequeña sombra en su cara. ¡Pobre hombre! Por un momento me hizo pensar en la mirada triste y sumisa de los perros vagos, que esperan todo y rara vez reciben algo y sin embargo ni un gruñido, quien sabe una queja, pero jamás un ladrido sonoro y demandante, como los perros con dueño y pedigree.

Parque Kennedy
Él era perfectamente consciente que nadie lo iba a cuidar para siempre. No podía darse el lujo de vivir con un hijo o nieto, y menos aún en un albergue. A lo mejor se le había presentado la oportunidad pero probablemente esa dignidad que conservaba le impedía aceptar vivir de balde. Así que a su avanzada edad, aún trabajaba.

Fuimos a hablar con los curas de la Iglesia para ver si podían ayudarle, o por lo menos enterarnos un poco más de los detalles del alquiler. Pero era Domingo en la tarde y nos atendió un muchacho de unos 20 años, que hablaba perfecto español de España, es decir con las ces y las zetas pronunciadas perfectamente. Supuse que lo habían traído de alguna de las misiones que tenían los Vicentinos en la sierra peruana. No hubo manera de traspasar a este cancerbero criollo. “Losh shazzerdotesh eshtán deshcanshando.”

Decidimos entonces ir a misa y hablar con el curita que daba la misa. Cuando le explicamos la razón de nuestra visita, y que no se trataba de la salvación de nuestras almas sino la de un pobre viejo que vivía atrás de la iglesia, nos dijo que esas labores las veía el administrador y que fuéramos al día siguiente en la mañana. Quedamos en que nos veríamos al día siguiente para ir a ver al viejito y no hablamos del otro tema, pero ya nos sentíamos más juntos y ella había recuperado su dulzura usual.

El Lunes lo volvimos a visitar, y se le veía un poco mejor. Nos presentó a su ayudante, una chica de unos 20 años, que preparaba los menús, y que se encargaba del cuidado de Don Ernesto. No nos inspiraba mucha confianza pero poco podíamos hacer. Le pregunté cosas como cuánto dinero ingresaba, cómo se cobraba a los parroquianos, dónde se compraban los alimentos y cosas así. Las respuestas fueron naturales y simples. Quedé más tranquilo.

Noté que al lado, en un local similar, trabajaba una costurera, mujer también humilde, pero mucho más joven. Me acerqué a conversarle y prometió que le daría un vistazo de vez en cuando a Don Ernesto, al cual conocía.

Poco a poco, y durante las siguientes semanas, seguimos visitando al anciano, lo llevamos a que le sacaran el yeso, y desarrollamos una relación extraña pero agradable. No era fácil y costaba trabajo y dinero comprar sus medicinas y cubrir algunos de sus gastos primarios mientras se recuperaba, pero nuestra relación como pareja parecía nutrirse de este cuidado. Se había desarrollado una peculiar simbiosis entre nosotros. Entre visita y visita, fuimos aclarando nuestras cosas, y tuve que pedir perdón como mil veces. Si hubiera tenido que hacerlo diez mil, también lo hubiera hecho.

Cuanto mejor se sentía, menos lo veíamos, hasta que los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Pero cada vez, su alegría era inmensa: “¡Don Fernandito!” A mí me sonaba raro que a los 25 años me dijeran “Don” y con el nombre en diminutivo, pero tenía su encanto, un calor especial en su voz cuando lo decía.

Al poco tiempo de casados, fuimos a verlo, pero la puerta no se abrió. Le preguntamos a la costurera por él y nos dijo que había muerto unas dos semanas atrás. Su muerte nos afectó mucho, pero en mi interior sentía que eso era lo que él quería.

Me tomó muchísimo tiempo entender esa tristeza que Don Ernesto transmitía. Ese dolor sin consuelo, esos ojos angustiados y oscuros me eran difíciles de interpretar de joven.

Hace unas semanas y de súbito, me vino a la memoria Don Ernesto, y fue allí que comprendí. El dolor de Don Ernesto Cubas era un dolor del corazón, de la terrible y espantosa soledad del anciano del cual ya nadie necesita y al cual nadie quiere ayudar. A eso se refería cuando decía que no merecía un castigo tan grande.

Quiero pensar que a muy pocas personas les va a pasar eso. Es decir, la soledad del anciano, aquella que se siente cuando ya nadie necesita de uno. Pero vienen a mi mente algunos casos cercanos y veo que es mucho más frecuente de lo que yo pensaba. Y creo que es peor cuando uno no tiene tampoco ninguna necesidad. Como la abuelita que la tienen en silla de ruedas con una mucama para que le dé de comer, o al abuelo que lo sientan frente al televisor en la mañana y lo acuestan en la noche.

Don Ernesto comprendió sabiamente que conservando su dignidad, conservaba su humanidad, su condición de ser necesario para él mismo. Sólo ahora comprendo lo difícil y doloroso que debe haber sido para él mantener esa dignidad.

En conclusión, este pequeño y gran anciano me hizo dos regalos maravillosos, el primero, poderme casar con Marita después de todas mis burradas, y el segundo, ese entendimiento importantísimo de la dignidad y la condición humana.

¡Descansa en paz, Don Ernesto Cubas!