julio 09, 2013

Mi Tío Perico y La Rubia Mireya


La mayoría de mis recuerdos familiares de infancia vienen por el lado de mi madre, pues mi hermano y yo vivíamos rodeados de tíos y tías que eran hermanos de ella. La familia de mi padre estaba en España y Estados Unidos, así que sabíamos de ellos por cartas o historias que nos contaba mi padre.

Eso cambió cuando nuestros abuelos vinieron de España a hacerse cargo de nosotros y aunque aguantaron heroica y estoicamente la bestialidad de sus nietos, después de un año tuvieron que tirar la esponja.

Pero aparte de hermosos recuerdos, nos sirvió para acercarnos mucho a la familia de nuestro padre. Si los de la Rosa Toro eran personajes únicos y geniales, los Salmerón eran dramáticos, obsesivos y espectaculares. En común tenían esa disposición de disfrutar de la buena vida, comer bien, beber mejor y lo dejaremos ahí.

Hace unos días fue el cumpleaños de mi tío Perico, hermano menor de mi padre y un Salmerón con todas sus letras. Lo recuerdo desde la infancia, pero mis momentos de gloria con él son más cercanos a mi juventud y adultez.

Perico vivía en los Estados Unidos, y bastante bien, por cierto. Puso negocios de exportación de partes de avionetas, traducciones y otros más, aparte de trabajar para la ciudad. También logro comprar varias propiedades que le producían una renta interesante.

Además alojaba en su casa a los pilotos latinoamericanos que iban a tener entrenamiento en Cessna, Beechcraft y otros fabricantes, que tenían la sede central en la ciudad donde vivía. Las borracheras en su casa eran legendarias y se hizo muy popular en la aviación civil latinoamericana. Ocioso es decir que las pugnas por alojarse en su casa eran grandes.

Se casó muy joven  en Arequipa con una mujer guapísima, mi tía Lucha. La pobre lo  pudo aguantar por más de un año, sufrida y meritoriamente. Y es que el tío Perico desde joven se apasionó por la buena vida y las noches de bohemia. Lo interesante del caso es que no tocaba ningún instrumento, no sabía muchos chistes ni anécdotas curiosas, ni era un intelectual de pensamientos profundos y oscuros. No. Perico era absolutamente normal en ese sentido. Se llevaba estupendamente con todo el mundo y todo el mundo lo invitaba a la próxima jarana sin dudarlo.

Yo diría que lo mas resaltante en su personalidad era su galantería con las mujeres y la lealtad a sus amigos. Era alto,  fornido y en la década del cincuenta, con su bigote  fino y delgado, tenía un aspecto de galán de cine mejicano, mas cerca a Jorge Negrete que a Pedro Infante. Era meticuloso hasta la exasperación y siempre andaba impecable. Era realmente un Don Juan latino.

Después de su primer divorcio, y ya en USA, se volvió a casar con otra chica peruana. Mi tía Elena. Ella lo aguantó un poco mas, como 4 años, me parece. Se volvió a divorciar y pasarían 25 años antes que se volviera a casar, con otra peruana, Mónica, a quien le doblaba la edad. Ya no le podía decir tía, pues era bastante mas joven que yo. Creo que la flamante suegra era menor que Perico.

Durante esos 25 años, viajaba con frecuencia a Perú, y en varias ocasiones se trajo una gringa de acompañante. Invariablemente eran rubias y lo que se diría “bien despachadas”.  Nunca supe si las traía para alardear o porque era su pareja de turno. Creo que era un poco de ambos, pero lo importante es que estaban buenísimas. Esta historia trata acerca de una de ellas, Kathy. Ahora, parafraseando a otro tío mío, el tío Paco: “Que yo no la quiero para que me de una conferencia”,  daría una breve idea de su capacidad intelectual.

Kathy era una mujer americana nacida en el Medio Oeste y que nunca había salido de su estado natal, Kansas, en sus treinta y tantos años de vida. Guapa, de un metro ochenta mas o menos, con un cuerpo escultural, ojos azules, sumamente blanca y con el pelo rubio casi platinado. No sé si natural o autoimpuesto, pero la impresión general llamaba muy poderosamente la atención, no solo de los hombres, sino también de las mujeres. En esa época la silicona no existía, así que sus generosos atributos físicos eran completamente naturales. Lo único que la traicionaba era cierta mirada somnolienta que echaba de cuando en cuando. A mí por lo menos, me decía que no era muy rápida mentalmente.

El poco tiempo que la conocí me dejo la imagen de una mujer buena, religiosa y muy conservadora. Más que sencilla, era simple en su manera de pensar y solo conocía, metafóricamente hablando, dos colores: blanco o negro. No había grises en absoluto. Yo, que suelo vivir con más de 400 tonalidades entre ambos colores, me maravillaba que alguien pudiera clasificar la vida con solo dos opciones. No debe ser fácil, me imagino. En resumen, se veía que era una buena persona atrapada en un cuerpo hecho para pecar.

No sé que estaría pensando mi tío cuando la trajo. En primer lugar, hace 40 años, USA era muy diferente a la de hoy, y Kansas es uno de los estados mas conservadores de la Unión, aunque conociéndolo, sin duda esperaba pasar un buen rato con la gringa en más de un sentido.

Al principio, Kathy estaba encantada. Todo le parecía maravilloso y tantas cosas y costumbres nuevas la tenían muy animada. Obviamente, la primera impresión había sido buena aunque al final terminaría convirtiéndose en una pesadilla para la pobre. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos.

Al segundo día de su llegada, mi tío Perico la llevó al centro de Lima. Yo era su chofer y el único en la familia que hablaba un poco de inglés, así que mi presencia era obligada. Es preciso aclarar que antes de emigrar a los Estados Unidos, Perico había pasado años muy malos en el Perú. Con los negocios de la familia quebrados, debió encontrar trabajo, y no le fue fácil. Trabajó con mi padre en la construcción de carreteras en la sierra de La Libertad, pero no duró mucho tiempo. Aunque era, como casi toda mi familia paterna, un trabajador compulsivo y pertinaz, mi padre era muy exigente y con él más que con nadie, al punto que llegó un momento en que la cosa explotó, y se regresó a Lima.

Tuvo varios trabajos, todos malos y con sueldo de hambre, pero se mantuvo solo, sufriendo hambre y frío literalmente. Consiguió varias pensiones y en algunos casos un cuarto con baño común, en algunas casonas del centro de Lima que habían empezado su largo y desgastante proceso de tugurización. Según me contaba, se daba por satisfecho si podía comer una vez al día cinco veces por semana. Muchos domingos fue a la casa de mi abuela materna, donde vivíamos nosotros, a comer. La mamamita, mujer de mucho carácter, no lo podía ver. Lo trataba mal, pero mi madre se aseguraba que ese día comiera bien y mucho. Yo recuerdo haberlo visto repetir 3 veces una vez. Fueron años muy, muy duros y que lo marcaron de por vida.

Cuando finalmente salió del Perú a cumplir sus expectativas del sueño americano, tampoco le fue fácil. Su hermano Juan Manuel, mi tío, mas conocido como Mané, era médico recién empezando, recién casado y el dinero escaseaba. Su conocimiento de inglés era referencial, es decir todo lo que sabía es que era un idioma extranjero.

El primer trabajo que tuvo, fue conseguido por Mané y no era muy agradable. El trabajo de Perico era limpiar y vestir a los pacientes que habían muerto en el hospital donde trabajaba el tío Mané. Incluso aprendió a maquillarlos un poco, y aunque él no les daba el “acabado” final, los dejaba en condiciones que no fueran muy dolorosas para los deudos. Me ha tocado mas de una vez ver cadáveres con algunas horas después de la muerte, y el rigor mortis es francamente desagradable y deformante. Poca gente muere con una expresión beatífica como la que uno ve en los velorios.

Perico odiaba este trabajo como era de esperar, pero pagaba sus cuentas mientras estudiaba ingles y trataba de adaptarse a esta nueva realidad. Poco a poco su situación mejoro y finalmente prospero considerablemente.

Los motivadores que nos impulsan a hacer cambios radicales en nuestras vidas, son a veces absurdos e inesperados. El incidente que le cambió la vida no solo tenia estas características, sino que además fue muy desagradable.

Llegó Perico un día a trabajar y le entregaron la lista de fallecidos que había que preparar. Su lugar de trabajo era una habitación  al lado de la morgue del hospital. En ella se hacía la limpieza, el arreglo y se colocaba la vestimenta del occiso traída previamente por la familia. Una vez terminado, era trasladado al ataúd que iría a la funeraria para el velatorio. Todo este trabajo podía hacerlo una sola persona, con la excepción del traslado al ataúd, que había que hacerlo entre dos. Mi tío trabajaba con un moreno y se ayudaban mutuamente cuando había que trasladar el cuerpo.

Ese día, el moreno no fue a trabajar, y mi tío me contaba que cuando llego, su supervisor, aparentemente en perfecto y muy lento inglés, le habló como por cinco minutos sin que por supuesto, Perico entendiera una sola palabra. Y me repetía: “¡Ni una!”. Yo le repliqué que si le había dicho  “OK”, como es usual cuando a uno le dan instrucciones, era una palabra que incluso él hubiera comprendido en esas circunstancias. Me contestó: “¡Claro que entendía OK! Cada vez que decía OK, yo asentía con la cabeza. Pero esa no es una palabra”.

Se fue a su lugar de trabajo con la lista de muertitos, confiando que el moreno, con quien había desarrollado un lenguaje de señas, se daría maña para explicarle que quería el supervisor. El moreno no fue a trabajar ese día, con lo cual Perico asumió que eso era lo que le había querido decir el jefe. Pensó para sí que tendría que trabajar solo, lo cual no representaba ningún problema. Todo fue muy bien con el primer muerto hasta que llegó el momento de ponerlo en el ataúd. Para colocarlo, el ataúd se pone verticalmente, con una ligera inclinación para que el cadáver no se caiga. La rigidez ayuda también a que permanezca firme y derecho. Evidentemente el supervisor también le había querido decir que llamara cuando llegara este momento para que otra persona lo ayude. Mi tío siempre fue muy orgulloso y no iba a demostrar su limitadísimo uso del idioma pidiendo ayuda.

Inmediatamente decidió que él podía cargarlo solo. Lo pondría a sus espaldas y así lo llevaría hasta el ataúd donde lo colocaría suavemente poniéndose de espaldas al ataúd y retrocediendo lentamente. Con todo ya previsto y planeado, se echó el muerto al hombro y puso manos a la obra. No había dado dos pasos cuando sintió que por  la espalda y las piernas le recorría un líquido frío y abundante.

Le tomó unos pocos segundos comprender que el difunto lo estaba orinando. Aparentemente había muerto con la vejiga llena y la presión había causado que el esfínter se aflojara con la consiguiente meada póstuma. Su primera reacción no fue de asco, sino de terror, con lo que aventó al muertito a mas de tres metros, mientas emitía un alarido espeluznante. Salió corriendo despavorido de la habitación y no paró hasta estar fuera del hospital. Nunca más regresó y ni siquiera quiso cobrar su último cheque. Como me decía muchos años después, ese incidente cambió su vida. Siempre recuerdo que Perico solía mirar mucho hacia el pasado, a sus tiempos malos y difíciles. Quizás para recordarle a donde se puede llegar o de donde se puede salir, según sea el caso.

Volviendo a Kathy, una de las razones por las que mi tío quería ir al centro, era para visitar los lugares donde había vivido veinte años atrás. Lo que Mané definía como “peregrinaje masoquista” y no le faltaba razón.  Lo entiendo y lo acepto perfectamente. Incluso me parece razonable. Pero llevar a la gringa al centro de Lima y recorrer con ellas esos lugares, me pareció una malísima idea desde el principio.

Ella causó revuelo al caminar por el jirón de La Unión, por razones que ya he mencionado. Se había puesto una especie de traje, que consistía en un pantalón y un saquito de la misma tela estampada con arabescos marrones y blancos, con una blusa blanca. Muy convencional en principio, una característica cambiaba toda la perspectiva: se veía literalmente como una segunda piel por lo ceñido, y por el color que a la distancia asemejaba el color de la piel humana.

Pudimos recorrer dos cuadras en las cuales yo me había colocado detrás de ella para evitar a los sapos que se querían acercar a distancias cercanamente peligrosas. Yo siempre he leído que usualmente los hombres que hacen estas cosas en público dan unos pellizcones. La versión más usual es del viejo verde pellizcando a la enfermera. Pero yo he visto que eso no es cierto, incluso en el caso del viejo verde. En todos los casos, he visto que abren completamente la mano y tratan de agarrar la mayor cantidad posible de la zona a donde dirigen la puntería. No es broma. Es cierto.

Debo confesar que por un momento me cruzó por la mente hacer lo mismo y echarle la culpa a alguno de los numerosos escoltas que teníamos. Pero yo soy un caballero, y además, estaba sobrio.

Logramos llegar indemnes al jirón Puno, mientras la gringa estaba en la gloria. Se sentía una artista de cine. En un momento me dijo una frase muy descriptiva y muy de Kansas: “Me siento como un diamante en el culo de una vaca”. Alegoría granjera muy apropiada para la situación. 

Logramos llegar a la primera casona. La puerta principal había sido tapiada con tablones y se veía un anuncio de desahucio por estar en peligro de derrumbarse. Pero los inquilinos seguían adentro, y cuando Perico vio que giraban  dos de las tablas que bloqueaban la puerta, no dudó en hacer lo mismo, no sin antes explicarle detalladamente la razón del desahucio a Kathy, quien reacciono rapidísimamente negándose a subir.

Cuando vio que yo también entraba y a los lobos unos dos metros de donde se encontraba, cambió de opinión y decidió entrar. Era lenta, pero con las motivaciones adecuadas, reaccionaba  muy rápidamente.  La puerta daba directamente al segundo piso. Subimos con mucho cuidado, pero a la gente no parecía importarle mucho la fragilidad del inmueble. Niñitos corriendo en el pasillo sin ropa ninguna, un cantante duchándose en el baño común, un grupo de viejos jugando “tayita” en una esquina del corredor con las cervecitas y el ron, trozos enteros del balcón que rodeaba el pasillo interno  se habían caído, y un olor denso, pesado, de aceite quemado, jabón de lavar hervido, lejía y humanidad sudorosa, le daban al lugar un aspecto casi surrealista.

Kathy empezó a asimilar lentamente donde se encontraba, el riesgo que corría, no sólo con la casona a un paso de derrumbarse, sino por algunas miradas lujuriosas y agresivas que percibía. Frases en las que no entendía una palabra pero con una clara intencionalidad, comprensible en cualquier idioma. Ya no se sentía como el diamante dichoso, sino mas bien como el chivito que atan para cazar a los tigres de bengala.

No pasó mucho tiempo sin que emitiera en un tono desesperado y suplicante un urgente pedido a Perico para que la sacara de ahí, a lo cual el sonrió y le dijo que no se preocupara, que todo estaba bajo control, algo que incluso el sabia que no era cierto, pero dejó pasar unos larguísimos diez minutos mostrándole la habitación que él ocupaba, en la que una señora cocinaba con un Primus en el suelo algún tipo de sopa, mientras unos chiquillos jugaban alrededor, en un ambiente hediondo que se le hizo intolerable a la gringa.

Cuando finalmente salimos, ella solo quería regresar a la casa, pero Perico la llevó a otro tugurio, al cual no entramos porque ella empezó a tener un ataque de histeria. Lo que él nunca le dijo es que cuando vivió en esas antiguas casonas, todo estaba mucho mejor conservado y limpio y la dejo con la certeza que él había sufrido todos esas inclemencias.

En la casa, se encerró en el baño por casi 3 horas. Cuando salió, parecía mucho más vieja y arrugada. Había estado en la tina por un largo rato, quizás tratando de sacarse el olor de la casona y  del miedo que se le había impregnado hasta los huesos. No quiso salir esa noche ni a comer. Hubo que traerle hamburguesas del “Tip-Top”.

Al día siguiente, ya mas tranquila, se sentía mejor, aunque la excitación que tenía cuando arribó a Lima ya no era la misma. Parecía como el niño que aprendió a montar bicicleta pedaleando sin miedo hasta su primer accidente, en el cual se enfrenta a la realidad que lo golpea y le dice “Si andas sin cuidado, te voy a golpear mas fuerte la próxima vez”. Se notaba que estaba a la defensiva, pero aun mantenía una actitud positiva.

Esa noche salimos, fuimos a una peña criolla y lo pasamos todos muy bien. Recuerdo que era sábado y abandonamos la peña alrededor de la una de la mañana. Todos teníamos hambre, así que fuimos a un bar restaurante que quedaba en Benavides, a media cuadra de Larco, que tenía mesitas afuera. Simpático el sitio, pero a esa hora, la mayoría de las mesas estaban ocupadas por parroquianos tomando cerveza o algún trago corto.

Kathy miraba plácidamente las mesas y todo transcurría con normalidad, pero le llamaba la atención una mesa en especial, en la que uno de los congregados había enterrado el pico y estaba durmiendo con la cabeza sobre la mesa. Ninguno de los otros parecía prestarle atención, lo cual me parecía perfectamente normal. Total, a la hora de irse, lo cargarían y lo dejarían en calidad de bulto en su casa. Y si se ponía pesado, lo dejaban ahí y que se joda. Al menos así lo hacíamos mis amigos y yo, aunque confieso que conmigo eran un poco mas considerados, quizás porque yo me ponía pesado siempre.

En fin, era una de esas reglas no escritas, parte del código de la juerga. Pero ella insistía, que no podía ser, que había que llamar a la policía, o al administrador del local para que no les diera más trago a esos muchachos, etc. Se puso pesada y yo me cansé de explicarle que era una cultura diferente, que los dejara en paz, que nos íbamos a meter en problemas… Nada.

Felizmente al poco rato pidieron la cuenta y empezaron a levantarse para irse. Entre dos despertaron al dormilón, quien sacó las llaves del auto de su bolsillo y se dirigió a éste, que estaba cuadrado a unos pocos metros. Era la época en que todavía podía uno cuadrarse en Benavides.

Yo por supuesto no dije nada, pero Kathy había estado pendiente hasta del menor detalle. Cuando vio que el dormilón se sentaba al volante y arrancaba el auto, empezó a gritar que hiciéramos algo, que se iban a matar todos, que como podíamos ser tan irresponsables de dejarlos ir. Yo, que no veía nada irregular en mi comportamiento ni en el de ellos, empezaba a perder la paciencia, y le dije a Perico: “Por favor, encárgate de tu gringa o a los que van a meter presos es a nosotros”. El me explicó que su hermano se había matado en un accidente de tránsito unos meses atrás, por conducir ebrio, y que el tema la ponía extremadamente sensible. Yo le dije que entendía perfectamente, pero eso no iba a cambiar el hecho que nos metieran presos.

Decidimos entonces irnos a la casa para evitar mayores incidentes. Ellos se estaban alojando en la Residencial San Felipe, así que tomé la avenida Arequipa, una vía relativamente tranquila en aquel entonces, y ella ya estaba mas serena. Pero justo antes de entrar al By-Pass, como 50 metros delante nuestro, una camioneta se empotró sin frenar en el muro divisorio. Fue como si lo estuviera viendo en cámara lenta. Impresionante. No escuché nada, porque los gritos de la gringa, que por lo visto no se perdía detalle de lo que pasaba alrededor eran ensordecedores.

Sin la menor duda, seguí de frente. Ni siquiera sobreparé, y si tenia la intención de hacerlo, se desvaneció al primer grito. Pero eso fue peor. Ya no solo gritaba, sino que lloraba a mares y quería bajarse del auto en marcha. Recién ahí se dio cuenta que no había puerta a su lado, porque los escarabajos sólo tienen dos puertas y ella no se había subido antes a ninguno. Obviamente, ya estaba descoordinada y solo quería que diéramos la vuelta para atender a los heridos. Yo trataba de decirle que estaban yendo despacio y que lo más probable es que ya se hubieran bajado y tomado un taxi, pero fue implacable. Había que volver.

En eso recordé que había una comisaría dos cuadras antes del By-Pass y hacia allí nos dirigimos. Le expliqué que era mejor dejar esas cosas en manos de la ley, ya que a lo mejor nosotros, “por ayudar” podíamos cometer algún error con los heridos que causaría la muerte de alguno de ellos. Se calmó y me dijo que tenía razón, que lo mejor era lo que yo sugería. Supongo que imaginaría un patrullero totalmente equipado con su numerito “911” en ambas puertas. No lo sé.

Al llegar a la comisaría, todas las luces estaban apagadas. Mal presagio. Significaba que ya se habían echado a dormir todos los policías de turno. Me bajé, me acerqué a la puerta y encontré a uno que se vislumbraba a través del vidrio de la puerta corrediza, bien arropado en su frazada y roncando sonoramente. Toqué la puerta fuertemente y finalmente despertó. Abrió la puerta con una cara de muy malas pulgas y le expliqué lo que había pasado, exagerando todo lo que pude la gravedad de los heridos y hasta deslicé un muerto en la conversación. El policía me miro con unos ojos en los que sólo se reflejaba cólera. Supe en ese momento que me odiaba con toda el alma. Creo que hasta pude escuchar su pensamiento: “¡Concha de tu madre! ¿A esta hora me traes chamba, huevón?”

Sin embargo y apretando los dientes, me dijo: “Muy bien Señor. Gracias por avisar. De inmediato mandamos un patrullero”. El y yo sabíamos que no era verdad. Es más, yo sabía que él estaba mintiendo, y él sabía que yo sabía. Así y todo, nos despedimos muy cortésmente. Protocolos muy peruanos que desconciertan a los extranjeros y a los cojudos. Cuando llegué al auto, le dije a la gringa que ya habían mandado dos ambulancias y un patrullero y que el policía me había recomendado que tomara otra ruta, pues habían bloqueado la calle para atender a los heridos.

Salí por Petit Thouars de frente a Javier Prado. Kathy con todo el maquillaje descompuesto y con el rimmel  que le había pintado unas rayas negras a ambos lados de la nariz.  Yo no murmuré una palabra hasta que llegamos a San Felipe.

Noche azarosa como pocas. Al entrar al ascensor, y confieso que nunca había visto nada fuera de lo común en estos ascensores, había una media de hombre, usada. Usada en exceso máximo seria una mejor descripción, colgando del techo. El hedor era ofensivo. Kathy no la había visto, pero Perico se encargo de que le echara una mirada, indicándole que era la causa de la pestilencia. La pobre mujer no paró de llorar hasta que llegamos al décimo piso. Yo no quise ni entrar de lo harto que estaba.

Decidí desparecer todo el Domingo. Al llamar el Lunes, mi tío Perico me dijo que Kathy se había marchado imprevistamente con rumbo a Kansas la noche anterior. No la volví a ver nunca más y por lo poco que supe después, no quiso jamás salir de Kansas.

En cuanto a mi tío Perico, caballero de la noche, galán irremediable, esplendido y audaz, murió hace un poco mas de tres años. Aquí en los Estados Unidos, a no ser que seas una celebridad o millonario, los velorios y los funerales son pequeños a comparación de los de Lima.

Para el entierro de mi tío Perico, la iglesia se lleno de tope a tope. Eso dice mucho más que cualquier cosa que pueda yo poner acerca de él.

Hace unos días fue su cumpleaños. Sus hijos, su nuera, su nieta y mi hija fueron al cementerio a visitarlo. Mi primo Javier sacó una botella de tequila, y se sentaron alrededor de su tumba hasta que la botella se terminó. Estoy seguro que ese es el homenaje que más lo hubiera emocionado.















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