septiembre 06, 2013

Crónica Diaria


Hoy me desperté como casi todos los días. Aproximadamente a las cuatro de la madrugada. A veces un poco más, a veces un poco menos, sin importar la hora que me haya dormido ni lo que haya hecho la noche anterior. Y esto me ha venido de viejo, como les consta a mis amigos de juventud que me hacían el favor de recogerme para ir al trabajo y siempre los hacia llegar tarde. 

Cuando estaba en la Universidad Cayetano Heredia, yo tenía auto, gracias al no reconocido esfuerzo de mi padre por darme lo mejor. En el camino a la Universidad pasaba a recoger a varios de mis amigos. Invariablemente llegábamos tarde y a veces la clase ya había terminado. Decidimos entonces que uno de ellos, mi amigo David, más conocido como el flaco Palito, fuera a despertarme, ya que su casa quedaba cerca. Yo vivía en una pensión en Miraflores. Palito era flaco desmedidamente. Alguien diría que era sólo piel pegada al hueso, ¡pero que huesos, Dios mío! Por lo menos en la nariz, que daba más sombra que el cuerpo entero. Yo lo veía más bien como una cigüeña, con patas largas y huesudas, pero sin plumas y con un pico descomunal.

Eran épocas divertidamente irresponsables y con muchas aventuras inolvidables que tenían el sabor de ser las primeras de ese tipo. La primera vez en cualquier cosa es siempre diferente y en muchos casos inolvidable. Tal era mi primer año de universidad, con escasos 17 diciembres en mi haber.

El flaco llegaba puntualmente a las siete de la mañana pues las clases empezaban a las ocho y media, y el camino era largo y complicado ya que recogíamos a cuatro galifardos más, con lo que mi escarabajo terminaba albergando a seis de nosotros. Qué dudarlo, yo estaba durmiendo cuando él llegaba y siempre tenía ganas de seguir haciéndolo. Después de intentarlo todo y fracasar cada vez, decidió que lo mejor era vestirme, ya que con ropa la actitud del cuerpo y la cabeza cambian un poco. Es así que por casi un año, Palito me vistió todos los días para ir a la Universidad. Hasta ahora me avergüenza contarlo. Pero hace 45 años no sentía ni el más mínimo sentido de culpa.

Implementos diarios

En cuanto al trabajo, y ya casado, no cambié mucho. Eso sí, ya me vestía solo. Y lo hacía tan bien que cuando Ricardo tocaba la bocina para que bajase y yo estaba aún dormido, rapidísimamente me levantaba, ponía la manga de mi camisa en el brazo derecho, y lo sacaba por la ventana, para que pensase que ya estaba casi listo. Como tonto no era, se dio cuenta pronto del timo y montó en cólera divina. Muy responsable, tenía que llegar tarde por mi culpa y encima, tenía que sufrir este humillante engaño. Hoy lo recordamos con una sonrisa, pero en esos días el sentimiento era muy diferente.

Bien dice el dicho “Por donde pecas, pagas”. A estas alturas de la vida, pagaría lo que fuera por una de esas jornaditas de sueño de diez horas ininterrumpidas, sin tener que levantarme a orinar, o porque tengo acidez, la comida me cayó mal o por cualquier otra tontería. Si puedo dormir cuatro horas seguidas, sé que voy a tener un buen día. Claro que duermo una horita por allí, otra horita por allá, pero seguidas, imposible. Estoy pagando las culpas de los malos ratos que les hice pasar a mis amigos.

Normalmente bajo las escaleras, me tomo un café fuerte y salgo al jardín a fumar un cigarro (sí, todavía fumo, muy a mi pesar) y disfrutar de la oscuridad. Me fascina sobremanera la penumbra, ese montón de imágenes en sombras que se dejan adivinar por mi febril imaginación. Mis árboles que han crecido considerablemente, son perfectos para ello. Hoy puedo ver al justiciero arcángel Gabriel, y al pato Donald enfrascados en una agitada discusión sobre el precio de los tomates. Porque ambos comen tomates. Un toro con banderillas y espada clavada en el morro los escucha atentamente, aunque él no come tomates.

Es de esa manera que mi día empieza. Pero hoy, desde que me desperté, tenía una idea en mente. Y una idea, en mi caso, es diferente a un pensamiento. Mis pensamientos son casi siempre lógicos y fluidos, es decir están en movimiento. Pasan de un concepto a otro, revisan antecedentes y consecuencias, posibilidades y potencial. Son entretenidos y me divierto mucho con ellos.

Las ideas no son así. Entran por cualquier parte, y uno no sabe cómo, aparecen e invaden todo. Son pesadas, persistentes y agresivas. Una vez que llenan cada intersticio mental, se apoltronan esperando que uno haga algo al respecto. Expulsan sin recato ni decoro al arcángel Gabriel, a Donald y al toro, sin ningún derecho. No conocen de respeto, privacidad, intimidad, no, son como las dictaduras. Les importa un carajo lo que piensan otros miembros de la comunidad mental. Escasamente dejan sitió para las actividades necesarias que lo mantienen a uno vivo. Pero recuerdos, pensamientos, conceptos, valores, imágenes, lemas y traumas son desalojados violentamente. Como cualquier dictadura que se respeta, a los deportados los mantienen cerca y bajo total control, en caso sea necesario recurrir a sus servicios.

Esta idea era más o menos coherente. Como luego pude comprobar, se veía mucho mejor dentro de la cabeza que fuera de ella. Y es que yo he sido torpe y distraído toda mi vida. Y no en una cosita o al tratar de hacer algo difícil, sino en tareas cotidianas. Si no golpeo algún mueble con uno de mis maltratados dedos, me araño la mano al tratar de agarrar el pasamanos de la escalera, boto café cuando me lo estoy sirviendo, o azúcar, lo derramo, mancho mi ropa, me vuelvo a golpea un dedo y así en una sucesión de torpezas que me hacen sentir un perdedor incluso antes de salir de mi casa.

Cuando me enfoco y trato de realizar estas pequeñas tareas con mi mayor concentración, el resultado es aún peor. No sé si atribuirlo a mis genes, a la meningitis que tuve de pequeño o al hecho que en mis tiempos no existían cosas como psicomotriz fina o gruesa, percepción de objetos y no sé cuanta cosa que le inculcan a los niños de ahora. En ese entonces no había nido, yo me la pasaba jugando o leyendo en casa y cuando uno entraba al colegio, los esfuerzos de los maestros estaban abocados a que aprendiéramos a leer, escribir, y a usar primariamente los números.

Recuerdo cuando tenía nueve o diez años, en artes manuales nos encargaron construir un avión con madera de balsa y papel de cometa. Todo se podía comprar en la tienda y solo tenía uno que contar con una pequeña navaja, goma y dope, que era una sustancia que tensaba el papel y lo abrillantaba.

Pasé todo un fin de semana construyendo el avioncito de marras, con mil y un problemas, pero finalmente lo terminé. No se veía bien, pero estaba completo. El papel estaba lleno de parches y algunas piezas no habían sido cortadas de acuerdo a las especificaciones, pero me quedaba la satisfacción de haber construido mi primer aeroplano.

Orgulloso, lo llevé al colegio el día señalado para su revisión, y pude ver los modelos de algunos de mis compañeros. Comparados al mío, eran algo así como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. El mismo origen pero diametralmente diferentes. Cruzó por mi mente la sospecha que más de uno había tenido “asesoría externa”, pero igual me dio vergüenza que vieran el mío, así que lo cubrí con mi saco, con tanta destreza que rompí la cola del avión. En esos años yo no me sentía torpe en relación a los demás, diferente sí, pero no torpe.

El profesor pasaba de carpeta en carpeta, revisando el trabajo y calificándolo allí mismo. Cuando se acercó a mí, levanté el saco y ahí estaba mi avioncito, color amarillo patito, y con la cola rota. Fue tal la cara del profesor, que sólo se me ocurrió decirle - “No estará perfecto profe, pero eso sí, lo he hecho yo solito” - Me miró con lástima y en un tono entre desesperanzado y divertido, me contestó - “Se nota” - Me puso once. Y creo que fue por pena y por lo que le dije. A final de año, y cada año que llevé artes manuales, mientras todos buscaban levantar su promedio anual con el cursito éste, a mí me lo bajaba. Ya en segundo de media hube de concluir que mi habilidad manual no era buena. Pero de ahí a torpe, aun había un mundo de diferencia.

Luego vino un incidente que afectó mi sensación de ser igual a los demás tremendamente. A los doce años se puso de moda en el colegio usar guantes de cuero. Los había negros, marrones, moro y en cuero, cuero con lana y algún ridículo por ahí se apareció con mitones. Fue el hazmerreír de toda la clase. Ni más se los puso. Civilizada y educadamente, le pedí a mi padre que me comprara un par de guantes, todos de cuero. Ahí mismo me mandó a la mierda, con un contundente

-       ¿Y para que chucha quieres guantes? Si tienes frío, métete las manos a los bolsillos. No. - Punto. Simple y categórico.

Los guantes de mis sueños
Comprendí que era una batalla que tenía que ganar por cansancio. Hinché, hinché e hinché hasta que un día el Viejo no pudo más y me dijo - “Vamos a comprar esos guantes de mierda. Pero ya no jodas más”

Fuimos a Sears, la tienda favorita de mi padre, y afortunadamente, tenían guantes de cuero y además bonitos. Es decir, bacanes. Me probé el primer par y me ajustó perfectamente, excepto en el meñique de la mano izquierda, que evidentemente había sido cosido de tamaño muy grande. Me sobraba como una falange de guante. Sin preocuparme, busqué otro par con el mismo resultado. Asumí que era del mismo lote, y opté por los marrones que no se veían mal tampoco. Grande fue mi sorpresa cuando vi que tenían el mismo problema. Probé otras tallas en ambos colores, pero el resultado seguía siendo igual.

Entonces me miré las manos, y aterrado, ¡vi que mi meñique izquierdo era mucho más pequeño que el derecho! Miré detenidamente mi mano y noté que me faltaba el último nudillo. Me faltaba un hueso. En ese momento, no sabía si sentirme peor por haber nacido así o por haberme dado cuenta recién a los doce años. Pero el caso es que confirmó una sospecha de larga data: ¡Yo era diferente a los demás! Llegaron entonces las angustias que siempre he tenido: ¿Qué más me puede faltar? ¿Algún músculo, una parte del cerebro, qué? ¿Y si lo que me falta me causa la muerte en el momento menos esperado? ¿Atracará mi padre hacerme un examen médico exhaustivo?

Pero incluso en ese momento no acepté que era torpe. Ya me había roto el brazo dos veces y me había caído por las escaleras una vez, dejándome una cicatriz en la frente que ahora se confunde con otras más en el mismo lugar. Me hace pensar en aquellos que tienen un problema de drogas o alcohol, y que mantienen su negación por años.

Ahí estaba yo, con mi primera negación de muchas que tendría en la vida. Hubiera sido muy gracioso llegar a los veinte años y terminar en un grupo de “Torpes Anónimos”. “Hola, soy Fernando y soy Torpe”. Pero pasaron los veinte y los treinta y no encontré ningún grupo de terapia. Encontré a otras personas torpes, entre ellas a mi gran amigo Ricardo, que para algunas cosas era más torpe que yo, y que tomaba las cosas con un ácido sentido del humor. Ya no me sentí tan solo ni tan único. Había vida en otro planeta y éramos la muestra viviente de ello.

Poco a poco, fui aceptando el hecho de ser torpe. En el camino hubo varios accidentes, algunos graves, pero sobre todo la persistencia de pequeñas torpezas diarias, como mancharme la camisa al comer, romper múltiples platos y vasos, la incapacidad de cambiar pañales sin llenarme de caca, orinar fuera de la taza, chocarme con mesas, sillas y muebles en general.

En una ocasión, la anfitriona de una reunión se molestó mucho conmigo porque traté de ver la hora en mi reloj sin percatarme que tenía una copa de vino en la mano. La alfombra era blanca. Este simple accidente fue el detonante que me permitió aceptar la torpeza como característica innata mía.

Yo había visto eso mismo en más de una película, y siempre pensaba que aparte de ser gracioso, era algo que en la vida real simplemente no podía ocurrir. Nadie podía ser tan torpe o tan estúpido. Hasta que me pasó a mí. ¿Qué más puedo decir? Nada. Soy y seré torpe. Pero si voy a serlo, entonces hay que asumirlo bien. Y así lo hice. Desarrollé varios mecanismos de defensa. Ensayé mi sonrisa de culpa con encanto, encontré maneras de pedir disculpas y relajar la tensión propia del caso, me anticipaba a advertir que era torpe y que algún accidente podía ocurrir cada vez que íbamos a alguna reunión, y mucho lenguaje corporal para expresar mi pesar por romper una pieza de cristal fino, una lámpara o derramar algo en la alfombra.

Mi esposa, que me quiere tanto, nunca me dijo que era torpe. Creo que ella se preocupaba menos del tema, y obviamente hay defectos que los hombres tienen que son mucho peores. Pero cuando le dije que había concluido que era torpe, como gran descubrimiento personal, manifestó la misma emoción que sentía al ver volar una mosca.

Volviendo a la idea original, con los años estas cosas parecen empeorar. Ya no veo tan bien, y cuando la cabeza le ordena al brazo que haga un movimiento hecho por años, el brazo ya no es tan veloz y la distancia que puede recorrer es más corta. En alguien normal, no reviste mucha importancia, pero en los torpes puede ser crítico.

Mi mujer ya solo compra platos y vasos descartables. Entre nos, todos, todos los vasos de la casa los he roto yo. Para mi café, uso una especie de termo con tapa, como los que usa la gente normal para ir en auto. Yo no. Yo lo uso siempre, sobre todo si estoy en casa.

Mi idea consistía en tratar de contar en un día todos los pequeños accidentes y las consecuencias que tenían para mí, mi mujer y mi entorno. Contaba con el grabador de mi iPhone como herramienta para documentar hora, lugar, descripción y efecto de cada incidente.


Sánchez
Sentado en mi jardín, empecé a recordar las cosas que había hecho los últimos 5 minutos, que era el tiempo transcurrido desde que me levanté. Y empecé a grabar:

4:08
Me levanto dolorosamente de la cama. Me duelen la rodilla izquierda y el cuello.

4:09
Hice pila. A oscuras. Creo que una parte ha caído fuera de donde debería. Prendo la luz mientras continúo. Efectivamente. He mojado el piso y el rollo de papel higiénico. No pienso limpiar el piso, pero decido desenrollar el papel higiénico hasta no encontrar humedad, y así lo hago. No estoy seguro si esto es torpeza. Parece más bien flojera.

4:10
Lleno un vaso de plástico con agua, ya que he roto todos los demás, y lo pongo en el microondas por un minuto. No pasa nada.

4:11
Echo café instantáneo en mi termo con una cucharita de plástico y dos sobres de Splenda. No boto nada. Usualmente derramo café. Estoy contento. Todo es cuestión de enfocarse.

4:11
Abro el microondas y cojo el vaso. Aparentemente uno de mis dedos no se abre y derramo buena parte del agua dentro del horno. ¡Carajo! No importa, echo el agua en el termo y completo con agua del caño. Como está medio oscuro, no me doy cuenta y se derrama el agua, el café y el edulcorante. Tengo la mano llena de café. No me amedrento. Tapo el termo, tapo el café y tomo un pedazo de papel toalla para limpiar el microondas. No hay mayores incidentes. Boto el papel a la basura, chorreando unas gotas en el piso. Tengo que usar otro papel para limpiarlo. Marita no perdona manchas en este maldito piso blanco. El efecto y las consecuencias hasta ahora no son suficientes para cambiar mi actitud positiva.

4:12
Aun tengo la mano manchada de café. He dejado el agua corriendo, pues sé que me tengo que lavar las manos. Meto las manos en el grifo y no puedo contener un quejido de dolor. ¡Puta madre, me quemé! ¡Terma de mierda, calienta de inmediato! Pongo el agua fría, y ya estoy empinchado y con la peor cólera que puede haber, la que es contra uno mismo. De todas maneras, le agradezco a Dios que solo estoy acompañado por mis dos perros, un salchicha gigantesco y un chihuahua con cuerpo de bulldog. Ninguno de los dos es muy listo. El salchicha solo quiere lamerme las piernas y el chihuahua está siempre buscando comida. Mientras calmo el ardor con el agua fría, me recupero del golpe anímico y pienso que no hay ninguna consecuencia de este accidente.

4:13

Estoy en mi jardín, haciendo esta grabación. Los perros han salido conmigo para hacer sus necesidades. No los puedo ver, pero eso es normal. Ahora si ya puedo empezar a disfrutar del amanecer, del silencio y la oscuridad. Ahhh…

Bebito

4:18
Acabo de terminar mi cigarro. Ya estoy tranquilo, relajado, listo para sentarme a leer mi correo, Facebook, etc. Decido quedarme unos minutos más. Se está tan bien aquí. Hoy va a ser un buen día, con la ayuda de Dios y la mía.

4:20
¡Mierda! Los perros se volvieron locos ladrando. Corriendo y sin zapatos, tengo que ir hasta el fondo del jardín. Unos cincuenta o sesenta metros, para ver qué pasa y meterlos de inmediato. 
En este vecindario si uno hace cualqier tipo de ruido que moleste a un vecino, llaman al 311 (problemas locales, no emergencias) pero igual mandan a la policía.

Llego al fondo corriendo. Casi me he caído y he pisado una ramita o algo puntiagudo, porque me duele mucho la planta del pie. En el borde superior de la cerca hay un maldito mapache, mirando inmutable a este par de retrasados mentales que ladran con toda la fuerza de sus pulmones.


Los angelitos y los mapaches

Traté de enseñarles algún truco, como sentarse, echarse, cualquier cosa. Nada. Son más brutos que una tapia. Los metimos a una escuela de entrenamiento y solo aprendieron a orinar y cagar fuera de su entorno habitual, que es la cocina y la lavandería. La mayor parte del tiempo salen al jardín, pero en cuanto uno se descuida, se van a la sala, y se cagan ahí. Los dos. Y saben que está mal, porque luego se esconden. Pero insisten y llevamos años luchando con esto sin ningún resultado positivo. Después de tantos años ya son familia.

4:25
Logro cargar a ambos y los llevo dentro. Vuelvo a pisar la misma ramita, pero esta vez con el otro pie. Cojear de ambos pies y con una rodilla que me duele mucho, arruina mi estadía en el jardín.

4:30
Después de meter a mis dos genios a la casa y sacarme una astilla del pie derecho, subo a ponerme frente al computador. Llevo conmigo mi iPhone, mi tableta, mi otro par de anteojos y mi café.

4:35
Puse el café demasiado cerca del mouse, lo he golpeado sin querer y estoy arrodillado tratando de secar la alfombra que está llena de café. Felizmente que tenía tapa y solo ha salido café por la rendija. ¡Pero que rápido ha salido! Siempre tengo a la mano papel porque ya estoy habituado a estos problemas. Tengo también limpiador de alfombras que Marita ha colocado discretamente detrás de una de las pantallas de la PC.

Termino de limpiar la alfombra y boto el medio kilo de papeles que he usado para secarla. Ahora sí ya estoy encabronado.

4:50

He llegado a la conclusión que esta idea es inútil, autodestructiva y peligrosa para mi salud mental. Lo digo porque al tratar de grabar esta nota se me resbaló el iPhone y por evitar que caiga al suelo me he golpeado la rodilla mala con el escritorio.



¡Solo a mi se me pueden ocurrir estas estupideces!

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