septiembre 06, 2013

La Soledad de los Muertos


César aun pensaba en muchas cosas cuando llegó al velorio. Siempre le costaba trabajo concentrarse en algún evento comunitario. Parecía como que en el momento preciso que debía enfocarse en lo que estaba pasando, su mente recibía muchas otras señales que lo distraían mucho. Le ocurría cuando iba a la iglesia, al cine, a un matrimonio o entierro, y en este caso a un velorio.

En la capilla del mortuorio, estaba el ataúd, algunas flores, una música que hacia fondo a una presentación de antiguas fotografías familiares, una mesita con cuadros y recuerdos, y el libro de registro, que había que firmar para que le enviaran una esquela de agradecimiento, y sobre todo, para que vieran que había ido.

Las bancas estaban parcialmente ocupadas. Mas vacío que lleno, como ya había advertido en otras ocasiones.

César no se sentía de muy buen ánimo. En una semana, recibió la noticia de la muerte de un buen amigo, Charlie, de un infarto masivo y al que visitaba hoy, Tony, compañero de trabajo de su esposa Bertha. Habían compartido movilidad por varios años, turnándose el manejo para ir a la oficina, pues tenían el mismo horario. Un viaje largo, de unos 45 minutos.

Tony era hijo de mexicanos, perfectamente adaptado al sistema americano. César había notado que en Texas había 3 tipos de descendientes hispanos, para usar la palabra políticamente correcta. El primero era aquel que llegó de pequeño y a veces grande, que aprovechaba el sistema americano, trabajaba muy duro y progresaba tremendamente. Luego estaban los que ya habían nacido en Texas, pero de padres mexicanos. Muchos de ellos eran ociosos y trataban de sacar ventaja de todo y de todos, y trabajar siempre lo menos posible. Conocían a la perfección todos los programas de asistencia social. Sabían todas las leyes que los beneficiaban frente a sus empleadores y usaban las palabras “hostigamiento” y “discriminación” cada vez que se encontraban en una situación difícil. Finalmente estaban aquellos que llegaron primero que todos. Sus familias habían vivido por siglos en Texas, y eran orgullosos, mexicanos sin ni siquiera conocer ese país. Llevaban siempre el sello de “a mí se me debe el que me hayan sacado de mi país”. Incluso en la quinta o sexta generación, hablaban español, y no perdían esa identidad.

Tony pertenecía al primer tipo. Hombre de familia, con un gran corazón y muy simpático. Tenía un excelente sentido del humor y esa picardía latina que es difícil encontrar en los americanos. Estaba siempre contento y era muy extrovertido. Bajito y moreno, reflejaba sin embargo una fuerte personalidad.


Su nombre era Antonio Encarnación, pero con la simpleza del idioma inglés, fue abreviado a Tony desde que era muy niño. Aparentemente este diminutivo fue aceptado con mucha alegría por Antonio Encarnación y lo contaba como la primera bendición que Dios le dio.

César no lo conocía muy bien. Habló con él en 3 o 4 ocasiones, pero su mujer siempre le contaba los chistes y anécdotas que protagonizaba. Pero le gustaba el personaje. Muchas veces Bertha llegaba de excelente humor del trabajo por la entretenida y jocosa conversación que habían tenido en el viaje de regreso.
En ese momento deseó haber conocido más de él, pero ya era tarde.

Charlie fue su primer amigo gringo. Casi 50 años atrás, había venido en un proyecto de intercambio estudiantil, a la casa de los padres de Charlie. En esa época, César no sabía inglés, y la familia que lo recibía, los Sikorski, desconocía el castellano y todo aquello que no tuviera que ver con los Estados Unidos y Polonia.

Charlie no caía bien en general. Cuando César llegó al aeropuerto de Chicago junto con otros colegiales, pudo echar un rápido vistazo a las familias que los esperaban. Vio a Charlie caminando con una cámara Polaroid, maravilla tecnológica de esos tiempos, sólo por un segundo y sin sospechar nada, pensó que ojalá no le tocara él como compañero. Era muy alto para sus 13 años y muy gordo para cualquier edad.

Con el tiempo, César se acostumbraría a evitar deseos tanto negativos como positivos. Siempre parecía ocurrir exactamente lo que no deseaba. Pero a esa edad, todavía no estaba preparado.

Los chicos eran despachados con cada familia como si fueran maletas. El hermano Rupert, que estaba a cargo del viaje, conocía a todas las familias, ya que los hijos estudiaban en colegios pertenecientes a la congregación. Rupert, originario de Milwaukee, había sido boxeador hasta que escuchó el llamado vocacional. Todavía guardaba algunos buenos golpes que César y sus amigos disfrutaron dolorosamente en varias ocasiones.

Cuando le llegó el turno, César fue virtualmente atacado por la familia Sikorski. Inusualmente efusivos, lo abrazaron y zarandearon antes que él pudiera siquiera verles las caras. A excepción de Charlie, ¡Oh sorpresa! quien sólo le dio la mano. Harry y Jane, los padres, eran ambos gordos, al igual que Bobby, el hermano menor. Los hombres tenían en común pelo abundante y duro como estambre de cepillo. Ojos pequeños y aporcinados mientras que Jane debió haber sido una mujer muy guapa de joven con unos hermosos ojos azules.

Al pasar los días, empezaron a hacer amistad y de una tortuosa manera por cierto. Primero fue la lista de malas palabras que escribieron en inglés y español. César la dejó encima de la mesa de noche y Jane la encontró. En vez de decirle algo, todo el peso de la culpa cayó en Charlie.

Luego se robó una cajetilla de cigarros ya que los dos padres fumaban casi 2 paquetes diarios y asumió que pasaría desapercibido, pero al no ser así, Charlie asumió la culpa y él, por supuesto, no dijo nada.

La noche que dejó abierta la ventana de su dormitorio, un poquito nomás, porque estaba muy caliente, Chicago tenía una tormenta de nieve fortísima, una temperatura de 3 grados Fahrenheit y al despertar, entraba un viento huracanado por la rendija abierta y la cortina estaba tiesa, casi horizontal. Fue Charlie quien se encargó de arreglar el entuerto y que pasara desapercibido. La cuenta de electricidad subió unos 40 dólares ese mes.

En el mismo tenor transcurrieron los dos meses y algo más, así que al final, tenían una amistad especial, en la que Charlie llevaba la peor parte y César no se daba cuenta de todo el trabajo que el pobre gringo había tenido con él.
Y no es que fuera malo, simplemente era dejado, descuidado e irresponsable. ¡Además, él estaba de vacaciones! Terminaron concluyendo ambos que lo habían pasado muy bien y Charlie prometió visitarlo en el Perú. Gracias a esta promesa, perdieron contacto por más de cuarenta años.

Tony fue diagnosticado con cáncer a los pulmones, a pesar de no haber fumado en su vida y la enfermedad se lo llevó en menos de dos años.
Charlie murió durmiendo sin que nadie se percatara hasta la mañana siguiente.

A César, la tristeza lo afectaba mucho. Le cambiaba el ánimo, el color del día era diferente, las voces de la gente sonaban más bajas y le daban ganas de llorar. Simplemente se dejaba llevar por ese sentimiento que cubría todo a su alrededor. Se lamentaba de no haber hablado más con ellos, de hacerles sus últimos días un poco mejores, y sobre todo no decirles cosas que ya nunca podrían escuchar y que eran importantes para ellos y para él.

César llevaba años sintiendo esto. No necesariamente tenía que morir alguien; bastaba a veces que supiera que alguien lo estaba pasando mal, un divorcio de una pareja, algún chico metido en drogas, y algunos, no muchos, acontecimientos nacionales o mundiales.

Pensaba que sufría algún tipo de desorden mental maniaco depresivo o bipolar. Fue a psicólogos y psiquiatras y todos coincidían que lo que le ocurría no era normal, pero tampoco era algo extremo, por lo que le fue imposible seguir algún tratamiento. Y siempre se mostró reacio a ingresar al mundo del psicoanálisis, interpretación de los sueños, terapias de grupo u otra técnica para corregir esto que lo aquejaba. El prefería soñar y sufrir, confiando que algún día encontraría la verdad final, algo que por cierto, nunca ocurriría.

Pero se daba cuenta que cuando llegaba a los extremos del espectro de comportamientos, es decir la euforia total o el abatimiento absoluto, era cuando sus sentimientos estaban más aguzados, y era entonces que la parte sana de su mente le regalaba pensamientos e ideas maravillosas.

César sentía que en la época en que todas las cosas eran simples, alguien como él era catalogado como extremadamente sensible y sensitivo. Y a nadie se le ocurriría enviarlo a un médico y menos a un psiquiatra, así que tomaba la vida con filosofía. Sabía que todo pasa. Siempre. Siempre.

Al venir a vivir a USA, César empezó a buscar información de Charlie, más que por otra cosa, por curiosidad. Quería saber cómo le había ido a su extraño amigo. Finalmente logró ubicarlo y cuando hablaron por teléfono, Charlie se emocionó tanto que empezó a llorar por el teléfono. César, un tanto extrañado, porque aunque buena, la amistad que tenían no era para tanto, siguió la corriente, pensando que por lo menos estaba haciendo feliz a alguien.

Siguieron en contacto hasta que por esas cosas del destino, César consiguió un trabajo en Chicago. Al poco tiempo se reunieron con mucha alegría de ambos. Las esposas, Donna y Bertha, conectaron de inmediato, y se reanudó una relación interrumpida por muchos años.

A Charlie no le había ido bien. Había tenido una delicada operación al corazón y había bajado unos 80 kilos, pero aun así, estaba gordo. Era más alto de lo que César recordaba y tenía una gran cicatriz en la sien porque cuando le dio el primer infarto choco violentamente con el borde angular de una mesa de acero y vidrio.

A pesar de haber estudiado en Notre Dame, y graduarse con honores, nunca pudo establecer relaciones sociales tan importantes para progresar. Se dedicó a administrar las propiedades que su padre había dejado y vivir de esa renta, que era considerable. Cuando empezaron los problemas de salud, no tenía seguro y la crisis inmobiliaria afectó muchísimo su liquidez al punto que tuvo que empezar a vender las propiedades para cubrir sus gastos médicos.

Era en estas condiciones que se produjo el reencuentro. Vivían en un departamento minúsculo, en una zona populosa de la ciudad. César no dijo nada y se encargó de pagar la mayoría de salidas que tuvieron hasta que regresó a Texas. Pasaron muy buenos momentos juntos, y curiosamente, Charlie no recordaba casi nada de los momentos que vivieron muchos años atrás. Para él lo único claro era esa amistad íntima, más allá de los intereses personales. César no tardó en percatarse de la realidad: probablemente era su único amigo, ya que con su hermano no se veía, por razones que no se atrevió a preguntar.

Tomó entonces la decisión de cumplir con ese rol, tal como Charlie esperaba. Interiormente le aterraba la espantosa soledad de esta pareja y rogaba a Dios que nunca se encontrase en esa situación.

Tony había sido extrovertido, alegre y dicharachero, además de bilingüe, con esa facilidad de cambiar de idioma para usar la riqueza del español y la practicidad del inglés de una forma natural. El resultado era muy agradable, y solía ser siempre el centro de atención.

Un día César, un poco preocupado por ver la alegría con que regresaba Bertha del trabajo, decidió esperarlos fuera de la casa, cuando aún no conocía a Tony. Al poco tiempo ve aparecer una camioneta gigantesca, con llantas muy grandes y con un aspecto intimidante, que se cuadró frente a su casa. Cuando Bertha bajó del vehículo con cierta dificultad, se imaginó que Tony era uno de esos cowboys de las películas o los comerciales de Marlboro, alto y fornido. Cuál no sería su sorpresa al ver bajar a un sujeto moreno, con calvicie incipiente y casi una cabeza más bajo que él. De cowboy tenia las botas de tacón alto.

César respiró un poco más tranquilo, y el pequeñín se acercó a saludarlo efusivamente con una amplia y encantadora sonrisa, que inspiraba confianza inmediata. Cinco minutos después, sentía que lo conocía de siempre, bromearon juntos y quedaron en salir a comer con las “señoras” como le dijo textualmente.

Disfrutaron de una breve pero muy agradable amistad y un sentimiento de mutua complicidad pues ambos compartían diferentes momentos y actividades de la vida de Bertha. Bromeaban exagerando sus manías y actitudes. La verdad era que ambos admiraban mucho la personalidad y la vitalidad de Bertha, por razones diferentes, pero que la hacían merecedora de respeto.

Cuando fue diagnosticado con cáncer al pulmón, todos pensaron que le haría la lucha, con la misma voluntad y fuerza que ponía en todo lo que hacía. Sin embargo, el avance de la enfermedad fue devastador y en menos de un año ya estaba en franco camino a la muerte pronta. Cada vez que César lo veía, estaba más delgado, su piel morena era cada vez más oscura y tenía una tonalidad casi macabra. El hombre dinámico y alegre había pasado a un ser de caminar cansino, arrastrando los pies y la cabeza gacha y de sus ojos vivaces solo quedaba una mirada triste y vaga, como si no estuviera viendo a nadie.

Partía el alma no el saber que se iba a morir, sino cómo había sido despojado de todo aquello que hacía de ese cuerpo a Tony. En la última comida que tuvieron en casa, y que Bertha preparó especialmente para él, cruzaron miradas y fue como un diálogo silencioso, en que Tony parecía decirle:

  • No quise venir y sólo lo he hecho para darle gusto a tu mujer. Odio que me vean así, pero más odio verme yo mismo. Si tengo que morir, estoy listo, pero que se me maltrate así, no se lo merece nadie. Quiero irme ya, para evitar que lo poco que queda de mí desaparezca antes que mi cuerpo lo haga.

A César le pareció que Tony le había dicho estas cosas en voz alta, tan clara y dolorosa fue la brevísima mirada que le dirigió. Dos semanas después fue internado en el hospital, estuvo dos días y regreso a su casa para morir allí.

Bertha se enteró al día siguiente, y con mucha pena, se comprometió con César a ayudar en lo que fuera posible, pero todo estaba ya planeado y sólo les quedó asistir a la celebración de la muerte de Tony. Curiosa palabrita pero César le encontró mucho sentido a la celebración de la vida y la muerte de Tony y cómo había tocado la vida de muchas personas.

Un día después César recibió un correo de Donna, diciéndole que Charlie había muerto esa noche y que no tenía dinero para el entierro. Estaban en la miseria total y no sabía qué hacer. Contribuyó con lo que pudo que no era mucho, y no dejó de parecerle tremendamente irónico que una persona que había tenido mucho dinero casi toda su vida y que contaba con incontables parientes, fuera a morir completamente abandonado. Lograron reunir lo mínimo necesario para enterrarlo y según Donna le comentó después, al entierro fueron solo su hermano, un vecino y los hijos del primer matrimonio de ella. César sintió que estaban librándose de una mascota y quizás peor, de alguien al que nadie quería realmente.

Todos estos pensamientos se agolpaban en su cabeza mientras permanecía esperando para saludar a la viuda de Tony, Maryel, en la capilla. Muy a su pesar, tuvo que dar sus condolencias, mirar las fotos de Tony con otras personas, muchas de las cuales el no conocía y no le interesaba. Solo quería irse, pero Bertha jamás se lo permitiría. Además tenía que acercarse al féretro, mirar el cadáver de Tony y elevar o simular por lo menos, una oración.

Todos los muertos tienen un aire, algo que hace saber a los demás eso, que ya han muerto, y no era fácil para César, porque ese no era el recuerdo que él quería conservar de Tony, pero Bertha era implacable: había que hacer lo que había que hacer, te guste o no.

Tony estaba perfectamente vestido y maquillado en el ataúd. Y ya que no le quedaba más remedio, lo miró con mucho detenimiento. Y se dio cuenta que lo que estaba viendo era simplemente un objeto sin vida. Esa perfección que solo se obtiene en algo inanimado y que le da ese tono falso y artificial a un cadáver.

Se dirigió presuroso y apesadumbrado a una de las bancas del fondo a sentarse. Bertha lo siguió poco después con otra pareja de la oficina. Al final, dos muertes casi sincronizadas de dos personas con realidades diferentes y con personalidades y afectos disímiles que compartían solo dos cosas en común: su condición de seres humanos y la soledad de los muertos. César concluyó que la muerte era un proceso íntimo y personal por el que todos pasarían, sin importar nada, nada más.

A los muertos no les importaría cuanta gente fue a su entierro, ni cuanta gente lloraba por ellos. Dentro de esas cavilaciones, César escuchó al sacerdote decir que estaban reunidos para celebrar el pasaje de Tony a un mejor lugar. Le pareció raro que “cielo” hubiera pasado a ser una palabra “políticamente incorrecta”, pero peores cosas había escuchado. Sin embargo, estaba de acuerdo con eso de la celebración. Pidió luego a los concurrentes que se acercaran a decir algo que recordaran de Tony.

Y empezó el círculo de los lamentos. Hablaron los hijos, el hijo adoptivo, el hermano y otros más; todos sin excepción le pedían perdón por no haber hecho esto o aquello, por no agradecer lo que hizo por ellos, y temas por el estilo.

Mientras tanto, César sentía crecer una indignación indefinida en el corazón, hasta que finalmente entendió: ¡el espíritu de esta ceremonia no era de celebración, sino de arrepentimiento!

Se levantó automáticamente y se dirigió al podio mientras percibía los ojos de terror de Bertha. Pensó para sus adentros que después de tantos años ya debería estar acostumbrada a estos arrebatos de locura suyos, pero no era así.

Al mirar a la audiencia sabía lo que quería decir, pero concluyó que no era el indicado para decir lo que pensaba a la familia y los más allegados.

Y además, en inglés: “¡Carajo, desahuévense! Están aquí para compartir recuerdos agradables con Tony y agradecer que de alguna manera tocó y cambió nuestras vidas y no para llorar o lamentarse de lo que no pasó y debió pasar”

Una vez más, César se había metido en un lío gratuito, y se arrepentía tremendamente, estaba aterrado y sin saber qué hacer. Abrió la boca, dijo su nombre y la relación que tenía con Tony a través de su esposa Bertha y de súbito, estaba todo muy claro.

Quiero agradecer a Tony la alegría que llevó a mi casa durante 3 años, en los que compartió transporte con mi esposa Bertha, a la cual adoro y que sufre el problema de preocuparse demasiado. Cada día llegaba a casa contenta gracias a las ocurrencias, anécdotas y chistes que le contaba. Le debo muchos momentos placenteros, comidas agradables y que en números aproximados, son 3,700 horas y eso damas y caballeros, es un montón. ¡Gracias Tony!

El ambiente de la ceremonia cambio por completo. El cura interrumpió y dijo que ése era el tipo de cosas que deberían decirse sobre Tony. Luego hablaron otras personas e incluso de los que ya habían hablado, más de uno se volvió a levantar.

Mientras César se dirigía a su banca vio los hermosos ojos de Bertha brillar y una sonrisa de sol iluminaba su rostro. Finalmente pudo relajarse y todos sus pensamientos se retiraron a descansar. Estaba en paz.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Comment Form Message