abril 23, 2013

Mi Visita a los Chinos



Años atrás, un muy querido amigo mío, César, me invitó a visitar la compañía Shougang , la empresa china que compró las instalaciones y los yacimientos de Marcona en el Perú, que originalmente eran de la Marcona Mining Company, y que fueron nacionalizados en la época de la dictadura velasquista. César era proveedor de material para los molinos de la planta.

Mal que bien, cuando la manejaba el Estado a través de Hierro Perú, era una empresa rentable y no muy eficiente, pero ahí andaba. Luego vino la oferta china, y el gobierno, en su afán de privatizar, vendió la concesión.

Quiero destacar que era aun la época en que China mantenía sus esquemas  económicos comunistas, con el Estado dueño de todos los bienes y con el Partido Comunista como dueño del gobierno del Estado.  Los grandes cambios en China que la convirtieron en lo que es hoy se verían recién después de 1997.

A principios de los 90, estaba de moda la reingeniería de procesos y otros conceptos de eficiencia empresarial, con los que yo había trabajado un poco, y a través de César, algo había escuchado del Gerente General que tenia ciertos problemas con los sistemas y los procesos que soportaban, que era lo mío, y me preguntó si yo estaría interesado en ofrecer algunas soluciones. Evidentemente, asentí con entusiasmo. Una empresa grande como esa podía darle más estabilidad a mi compañía  y la ayudaría a crecer mas planificada y menos orgánicamente.

Internet no existía en esos días, y era mas bien una novedad. Usábamos un buscador que se llamaba AltaVista, y Google estaba todavía construyendo sus primeras PCs con plástico y triplay, así que no pude hacer mucho trabajo previo de levantamiento de información.

Recuerdo que César me decía que lo importante era comprender la filosofía empresarial de los chinos, que era muy diferente a la occidental.

"Fernando, los chinos no compran para planificar, compran porque lo necesitan con urgencia, y siempre buscarán y elegirán el menor precio posible. Olvídate de la calidad del servicio o beneficios adicionales. Ofréceles lo mínimo necesario y al menor precio que te imagines. Te harán una contra oferta, y será la mitad de lo que pides, y ahí empieza a negociar. Son durísimos, pagan mal, y todo tiene que ser en inglés".

Mis precios por servicios ya eran bajos pues la empresa era joven y tenia que buscar posicionarse, así que armado con folletos, presentaciones y mi mejor actitud, entusiastamente emprendí viaje con César a Marcona.

César era un excelente negociante y había trabajado en minería por más de treinta años, siempre como proveedor de la industria. Poseía  una curiosa habilidad para lograr acuerdos en las circunstancias más difíciles. Excelente persona, congeniamos desde que nos conocimos, y fue uno de mis mejores amigos. Era campechano, ocurrente, brillante y tenía un corazón de oro. Lo extraño mucho.

El viaje por tierra fue muy entretenido y sin incidentes, pero llegamos a Marcona tarde y nos alojamos en las instalaciones de Shougang para proveedores. Habían habilitado un grupo de casas para visitantes, limpias y funcionales.

Hasta aquí el viaje es similar a cualquier viaje por tierra en la costa del Perú. Pero Marcona me tenia guardadas no una sino muchas sorpresas para los escasos dos días que pase allí.

Esa noche, cuando salimos a comer, me di con la primera sorpresa. Las viviendas propiedad de la mina en Marcona estaban separadas, con un área para los chinos y otra para los peruanos. No tenia idea que había más de mil chinos trabajando en la planta.

Descubrí que a los chinos les encanta usar bividí o bivirí  blanco (ambas acepciones son válidas y vienen de la sigla BVD, marca comercial de los fabricantes originales de esta camiseta sin mangas). También me di cuenta que adoraban la timba y que la frase “fuma como chino en quiebra” tiene un sólido fundamento. Aunque estos chinos no estaban quebrados, el volumen de tabaco consumido era impresionante.

Además, había una diferencia abismal entre las casas de los chinos y de los peruanos. Los complejos habitacionales de los chinos, que se parecían en pequeño a las unidades vecinales que se construyeron en Lima en los cincuentas, estaban en un estado deplorable. Inicialmente pensé que era lógico, pues solo vivían hombres, pero después me percaté que los problemas eran más cercanos a los trabajos de mantenimiento, como el descascaramiento de la pintura por la humedad, o la falta de pintura en las casas.

Las casas de los peruanos, si bien modestas, tenían sus arbolitos, sus flores e incluso jardín, y se veían sumamente limpias y muy bien pintadas. Me estoy refiriendo a las casas del personal obrero, no de los empleados, que tenían aun mejores instalaciones.

Me quedé pensando en cual seria la real razón de una diferencia tan grande.

Esa noche comimos con un ingeniero peruano, que nos contó la tremenda frustración que tenía con los mandos chinos por su falta de voluntad y decisión de mantener equipos de monitoreo y control adecuadamente. Si algo se malograba y no podían arreglarlo ahí, simplemente dejaban de usarlo.
Una vez reclamó y su jefe le dijo - Tenemos un solo cliente; si se queja, lo arreglamos.
Obviamente, el único cliente era Shougang, en sus siderúrgicas en China. Parece que nunca se quejaron.

Otra cosa que me llamó la atención fue ver un barco encallado en la bahía, ya marrón amarillento  por el óxido que lo cubría entero. Era una visión desagradable y daba la impresión de abandono y descuido. Por esos años la ecología no había tomado la importancia que tiene ahora.

Le pregunté a César que había pasado y me explicó que lo habían encallado a propósito para usarlo de vivienda para los trabajadores. Parece que era mas fácil controlarlos si los tenían a todos en el barco, no se les fuera a escapar un chinito que terminara poniendo su bodega en Nazca; pero la idea no prosperó. Parece que alguien se adelantó en el plan y encalló el buque. Allí quedó como advertencia para no encallar otro.

Así las cosas, nos fuimos a dormir. Debo aclarar que yo ronco, y fuerte; pero tengo una gran ventaja: aunque tengo el sueño ligero, no me escucho, con lo que mi ronquido no me molesta en absoluto. César también roncaba, casi más fuerte que yo, y tampoco se despertaba con su ronquido, ni con el mío. Mi desgracia fue que yo sí me despertaba cuando roncaba César, así que después de un par de horas, empecé a golpear la cabecera metálica de mi cama con mi aro de matrimonio. Sonaba algo así  como “clin, clin, clin…” y oh sorpresa, César dejaba de roncar de inmediato. Pude dormir bastante bien con esta pequeña triquiñuela.

Al día siguiente, en el desayuno, César muy seriamente, me confiesa – Tengo que llamar a Lima. Creo que mi suegra se ha despedido de mí anoche.

La suegra de César lamentablemente, estaba en sus últimos días, victima de cáncer, esa enfermedad que no perdona a nadie. Yo lo dejé que llamara, pero interiormente ya sabía quien se había estado despidiendo toda la noche. Solo le conté la historia cuando regresábamos a Lima.

Era el momento de visitar al Sr. Mao, gerente general de la planta. Afortunadamente, era un nombre fácil de pronunciar. Llegamos a las oficinas, una edificación de un solo piso, pero bastante amplia. Y desierta. Casi todos los escritorios estaban vacíos. Uno que otro paisano por allí, y unos pocos chinos más por allá. Fue la primera vez que vi un manual de Lotus 123 en chino. Asumí que ese era al producto, porque los números parece que no cambian.

César sabía exactamente a dónde ir y me comentó que Mao había estudiado en Harvard, así que era un individuo bastante inteligente, lo que no dudé ni por un segundo, a pesar de tantos hechos extraños que había presenciado desde mi llegada.

La primera sorpresa fue ver que la oficina de Mao no tenía paredes. Es decir, su escritorio estaba en una esquina de la cual podía ver a todos, y los escritorios más cercanos estaban alejados discretamente para evitar escuchar las conversaciones del gerente general.

Mao era una persona joven, de unos 38 años, vestía un blue jean imperialista y una camisa kaki comunista. Se notaba por el burdo acabado. La camisa tenía un ligero desgarro en la costura lateral inferior. Sin embargo, se veía que era una persona de muchas luces. Vivaz, agresivo, de muy buen inglés, y ligeramente irónico en sus comentarios a ambos sistemas políticos. Sabía donde estaba parado, en una palabra.

Los detalles de la conversación no son importantes. Lo que definitivamente remeció mi estructura social y de interacción con otros seres humanos fue el comportamiento de este personaje. A poco de empezar la conversación, saco un cigarrillo rubio (Marlboro), lo encendió y me percaté que no había cenicero alguno. Me dije que era imposible que un tipo educado fuera a botar la ceniza al suelo.

Efectivamente, Mao era al fin y al cabo, ex alumno de Harvard, así que abrió el cajón de su escritorio y sacó una lata de maní marca Planters (esas azules con tapita amarilla) y la destapó. Unos segundos después, los primeros trozos de ceniza caían dentro de la lata. Miré a mi amigo con cara de estupor, no de asombro. Estupor se define como asombro con una clara disminución de las facultades intelectuales del individuo. Eso fue lo que sentí en ese momento. Todos mis estereotipos profesionales tambaleaban. He aquí un individuo, claramente inteligente y educado en el sistema occidental a los más altos niveles, usando un cenicero de lata de maní en una oficina inexistente. Solo cuando César  me pateó reaccioné

Pero mi reacción duró poco. Un cigarro siempre llama a un café o un té, sobre todo si la conversación es ligera, como ésta lo era. César estaba tratando de dejarle algunas muestras y Mao veía con buenos ojos todo aquello que fuera gratis. Entonces abrió el otro cajón y sacó un pomo con tapa de esos en los que vienen encurtidos o mermelada, aproximadamente de un litro y medio, conteniendo un líquido amarronado claro con cierta tonalidad verduzca. Escuché algunas palabras sobre un té chino especial antes de caer en el estupor nuevamente de ver un termo chino. Reaccioné solo para permitir a mi quijada desplazarse libremente hacia abajo cuando Mao tomó un trago directamente del pomo. ¡Era su termo!

Con César, ni la tos. Con él no era. Seguía conversando con naturalidad, mientras mi canilla ya tenía varios moretones. Vagamente comprendí que César estaba desviando la atención al tema de sistemas, para darme entrada, así que me recompuse y mi mente se enfocó en hacer la mejor presentación posible de mis servicios.

Pero justo antes que desviáramos el interés hacia el tema, Mao se dio cuenta que tenía un desgarro en la camisa kaki (la comunista) y abrió nuevamente el cajón. Mis ojos se negaron a seguir la dirección de sus manos, pues yo estaba ya totalmente mentalizado. Fue inútil. Mao saco un pedacito de cartón donde tenía enrollado un poco de hilo blanco y otro poco de hilo negro, con 2 agujas clavadas en el cartoncito.

Aquí fue donde mi estructura profesional se quebró. Cuando empezó a hilvanar el hilo blanco, ya no entendía nada, no tenía idea de qué decir, ni cómo comportarme. Solo atiné a contestar a sus requerimientos breve y concisamente. Mientras zurcía su camisa, me pidió un estimado y aventuré una cifra baja, pero razonable. En ese momento fue Mao el desencajado y me dijo que el había pensado en una cantidad diez veces menor.

Lamentablemente me fue imposible llegar a un acuerdo, aunque quizás hubiera valido la pena solo para entender la idiosincrasia china.

Me tomó meses entender que en ese entonces, los chinos tenían un enfoque minimalista y simplista de la vida. ¿Para qué usar un cenicero, cuando la lata de maní, que es gratis, cumple exactamente la misma función? ¿O el pomo de encurtidos en vez de termo y/o taza?
En términos de supervivencia, no podían estar más acertados.

Aprendí mucho con esa visita. Concluí que en resumen, somos unos engreídos, y que siempre  las cosas pueden estar peor de lo que creemos. Pero confieso que incluso ahora, tengo pocas ganas de vivir en China.











abril 14, 2013

El Amor

Me rindo ante el amor.
No me refiero al amor como el encandilamiento entre dos personas, esa ilusión que pasará en algún momento. No. El amor es un sentimiento que va mucho más allá que eso. El amor de pareja, de madre, padre, hermano, hijo, amigo, ese es el amor del que quiero hablar hoy.
Algunos lo definen como amistad, otros como cariño, pero para mí, es simplemente el sentimiento que se experimenta cuando uno tiene a otro ser humano con el que puede compartir  libremente, sin prejuicios ni tapujos, las cosas más íntimas del alma.
No me es fácil. Se sufre por otros, porque se les ama. Y se sufre, porque el amor obliga a abrir el corazón, fuerza sentimientos encontrados y muchas veces dolorosos. Se sufre por ver sufrir a otro y cuantos más se ama, más se sufre, porque los seres humanos acarreamos miserias de los más variados tipos y que el amor exige compartir.
Andar por la vida así, es como tener heridas abiertas imposibles de cicatrizar, listo a que en cualquier momento caiga un golpe contundente de martillo en ellas. Muchas personas prefieren protegerse porque estos dolores son intensísimos y recuperarse es muy difícil.
Pero yo no puedo. A veces quisiera. Pero me es imposible.
Necesito amar como respirar, como comer. Si no amo, no vivo. Obviamente, me importa que me amen y mucho, pero puedo vivir sin eso. Pero si no tuviera a nadie a quien amar, me apagaría y moriría lenta e inexorablemente.
Tengo que andar por la vida a corazón abierto. Y aunque soy débil y hedonista por naturaleza, y me dejo llevar por todos los placeres, estos son momentáneos, mientras que el amor es permanente. Prefiero sufrir, a veces intensamente, y amar con toda el alma, que no amar y mantenerme ileso en esta jornada.
Porque el amor, el verdadero amor, trasciende incluso la misma muerte. Va más allá, mucho más allá. Personas y personajes se mantienen vivos gracias al amor, al pensar en ellos y guardar un pedazo de sus vidas en el corazón.
L a hermosa frase de José Martí, “Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”, no son sino maneras de prolongar el amor mas allá de la vida.
Porque el amor es compromiso, es obligación y es necesidad. Amar no es decir “te quiero”, es hacer lo que sea por la persona a la que se ama, aun a costa de sacrificar intereses personales. De otra manera, el árbol se secará, el hijo no crecerá y el libro no servirá para nada.
Mientras el recuerdo de una persona permanezca en el corazón de otra, seguirá viva. Y esta es la magia y la maravilla de ser humano, la capacidad de sentir, y al sentir, sufrir y gozar, pero sobre todo, amar.
Yo me olvido muchas veces que no hay un destino a la felicidad; la felicidad no se busca fuera. Se busca dentro, y no es un destino, es un viaje  a nuestro fin.
Cuanto más se ama, más se recibe, y cuanto más se recibe, más feliz se es. Pero para amar, hay que dar sin esperar recibir, y esperar y aceptar lo que venga, sin que sea necesariamente lo que esperamos.
Escoge tú.
Vivir sin sufrir es fácil. Vivir sin amar es terrible.

Mario y el Secreto de Machu Picchu


No creo que haya en el mundo entero un lugar como éste. Quien sabe en las alturas irrespirables del Tíbet o en el centro magnético del Polo Norte, no lo sé. Pero Cuzco y Machu Picchu en especial, cambiaron definitivamente mi manera de ver al mundo y a la vida.
A principios de los setenta, Cuzco se había convertido en el paraíso de miles de jóvenes de todo el mundo. Desde holandeses y suecos hasta canadienses, chilenos y estadounidenses. O americanos, como se autodenominan, como si el resto de América fuera el hijo espúreo. Tienen el cuajo de llamar “overseas” a  países como Perú y Colombia. Pero más que soberbia, el problema es ignorancia. En fin…
Un gran amigo mío, Mario, me insistía para ir al Cuzco, una y otra vez. A los 21 años y después de haber viajado por Estados Unidos y Europa, yo tenía la supina arrogancia de la juventud, en la que se cree que ya se está de vuelta de todo, y que no hay nada que lo sorprenda a uno. Es más, si hay algo que nos sorprende, hacemos todos los esfuerzos para demostrar que no es así.
Esa era mi versión del hombre de mundo a los 21 años. 40 años después, cuando probablemente estoy de vuelta de muchísimas cosas, no hay nada que me agrade más que maravillarme a diario de las cosas simples de la vida, que así se les denomina, pero que no son simples, por cierto.
Si bien me sorprende, fascina  y aterra la tecnología, la mente humana, la riqueza de emociones y sentimientos del hombre y la infinita complejidad de las relaciones entre las personas me cautivan tremendamente.
Estas son cosas de las que nunca se puede estar de vuelta.
Mis hijas cuando hacen un comentario sobre algo de lo que yo no tenía ni idea, mi mujer cuando me besa o simplemente me mira, mi nieta cuando me abraza, son sorpresas diarias que enriquecen mi vida. A veces pienso que hay aun muchísima gente de mi edad que piensa que ya no hay nada de que sorprenderse y me cuesta trabajo comprenderlo. Que lo hicieron todo, que vivieron todo y aun están ahí para contarlo. ¡Ilusos! ¡Está todo por descubrir, y está todo dentro!
Tan sólo ayer, mi mujer me dijo que yo era una persona mayor con alma de niño. Mi hija Mónica estuvo de acuerdo con ella. Y ahí estábamos, mi nieta y yo, sentados cada uno en sendas sillas de juguete, mirando a estas dos mujeres adultas hablar sobre nosotros. Me pareció uno de los mayores elogios que me han hecho en mi vida. Comparable a cuando 10 años atrás, mi hija Jenny me dijo que a veces pensaba en mí como su hermano menor. Por la manera como mi espíritu libre dice las cosas, uno nunca puede saber si lo dijo como algo bueno o malo. Yo lo tomé como bueno, porque significa que a esa edad, todavía podía jugar con ella.
O a lo mejor lo dijo recordando una vez que fuimos a KFC a almorzar, y yo tomé uno de los individuales de papel en los que ponen los platos, hice un avión, como los que se hacían en mis tiempos, doblando la hoja al medio, y rompiendo una tirita en la esquina posterior de cada ala, amén de hacerle un doblez en la punta. Siempre pedagógico, mi intención era enseñarles a ellas como hacer un avión de esos en la clase. Eran de los mejores, porque daban varias vueltas, planeaban, y siempre caían en el lugar menos pensado, invariablemente lejos del autor y permanecía en el aire el tiempo suficiente para que el profesor terminara de escribir en la pizarra, se diera vuelta, y viera al aerodinámico artefacto aun planeando por ahí.
Evidentemente había que hacer la parte práctica, así que tomé el avión y lo tiré contra el techo. Fue un fracaso. No sé si fue el papel o qué, pero el avioncito de marras fue directo al techo, en línea recta, chocando y dirigiéndose en caída libre a la mesa al lado de la nuestra, yendo a parar a la cabeza de una señora mayor, de unos 50 años, más o menos. Inmediatamente volteó hacia nosotros, me miró, yo miré a Mónica muy serio y le dije en voz alta - ¡Mónica, no vuelvas a hacer eso, ya sabes! Mis hijas y mi mujer me miraron como si hubiera tropellado a Bambi, pero la señora quedó conforme, sonrió y siguió comiendo  tranquilamente. Todos tan contentos.
Pero el resto de la jornada, fui castigado con el silencio de un “te ignoramos totalmente”. De esto hace 20 años. La memoria elefantiásica de las mujeres para este tipo de recuerdos es inmune incluso al Alzheimer. En cuanto hay oportunidad, las tres no dudan en recordármelo.
La cosa es que Mario logró convencerme, pues a mí siempre me ha gustado viajar. Con Mario nos conocíamos desde que éramos adolescentes y entre su familia y yo había una relación de afecto extraordinaria, no siempre correspondida por mí, pues soy sumamente ingrato. Hicimos locura y media con sus hermanos, menores que él, Armando y Freddy, y yo formé parte de esa familia como un hermano mas, durante tres años fantásticos.
Mario era bajito y parecía que recién hubiera cumplido 14 o 15 años. Tenía cara de niño y al ser bajo, parecía que todavía le faltaba crecer. De los tres hermanos, quizás era el más profundo y sensitivo. Armando era el más pendejo y gracioso, y Freddy era eminentemente práctico.
Con Mario congenié muchísimo y nadie hubiera podido tener un mejor compañero para un viaje al Cuzco que él. Era capaz de desnudar un pensamiento hasta lo imposible. Nunca he encontrado a alguien con esa capacidad, de empezar con un concepto o un hecho, como por ejemplo, las estructuras de Sacsahuaman, con esas piedras gigantescas que tienen mil teorías acerca de cómo hicieron los incas para movilizarlas, cuando se sabe que esas piedras no son originarias de la zona, y cada una pesa algunas decenas de toneladas. Para una civilización que no conoció la rueda, son palabras mayores.
Pero Mario no iba por ahí. Mario iba por el lado del ser humano. Por qué lo construyeron, que ideas tenían en mente, que visión tenían del mundo y el universo. Recuerdo que en una de esas conversaciones llegamos a una conclusión tan evidente como elusiva: Esto era una cuestión de actitud mental. Si pusieron cien mil esclavos a trabajar, o recibieron ayuda de los marcianos, eso no era lo importante. Lo que había que destacar era que ante una situación específica, los incas lo tomaron como un desafío, un reto que había que enfrentar, y así lo hicieron. Cómo no importa, ni siquiera por qué, lo que realmente importaba era el sentimiento de superación, de dominar a la naturaleza. 
Aunque no he leído nada por el estilo sobre la cultura incaica, sigo creyendo a pies juntillas lo que me dijo Mario en esa conversación frente al imponente Salcantay en un atardecer hermosísimo, de esos que jamás se olvidan y llenan el corazón de una mezcla de placer, júbilo e  inmensidad. Desde el blanco intenso, el violeta profundo hasta el naranja enceguecedor, y en ese silencio intimidante de los Andes, las lágrimas parecían salir sin motivo alguno, de pura emoción, de saber que estabas ante un momento perfecto. Esos momentos en que todo en el mundo y en la vida encaja perfectamente y se siente esa armonía del universo. Como dijo Somerset Maugham, esos momentos en que se siente que Dios y uno son solo uno.
Recuerdo que hicimos el viaje en SATCO, aerolínea de carga, y como tal nos trataron. Nos sentaron a espaldas de las ventanas del avión, en unas sillas plegables empotradas, y que no tenían espacio para bajar los pies. Había que mantenerse en cuclillas o con los pies estirados. Mientras yo, el cosmopolita, buscaba el cinturón de seguridad, un soldadito nos puso una red encima, que iba desde la cabina del piloto hasta la cola. Era una red de trama muy ancha, de lona y que servía para mantener la carga en su lugar, incluidos nosotros. Nunca encontré el cinturón de seguridad.
El avión era pequeño, lleno de cajas, bolsas y bultos. El soldadito nos comentó que a veces llevaban chivos, ovejas y gallinas. Agradecí a Dios que fuéramos los únicos seres vivos en la bodega, mientras nos mirábamos las caras a través de los grandes agujeros de la red de contención.
Al llegar al aeropuerto, a 3,200 metros de altura, se siente la pegada. Pero Mario estaba como pez en el agua. Su familia había tenido una hacienda ganadera, expropiada por  la reforma agraria, y que siempre fue trabajada por su padre. El también trabajó ahí por un tiempo. Esta hacienda, Calipuy, por lo que entiendo, tenía tierras que podían estar a 4,000 o 4,500 metros de altura. La “jalca”, que le llamaban.
Una constante en el viaje sería ver a Mario  caminando rapidito y cuando estaba como a 200 metros de distancia, se detenía. Luego se sentaba o simplemente esperaba que yo llegara. Me daba 2 minutos para recuperar el aire y se volvía a repetir el ciclo. Felizmente, me acostumbré pronto a la falta de oxígeno, pero no a la velocidad de Mario.
Por supuesto, no teníamos hotel, ni tour, ni taxi, ni nada. Una vez mas, al allá va. Que el Karma decida.
Tomamos un micro, del cual prefiero no hacer comentarios, ni siquiera recordarlo u olerlo. Baste decir que nos dejó en la Plaza de Armas y que el aire jamás me había parecido tan puro.
Cuzco es simplemente hermoso. Se respira una atmósfera diferente. Poco me duró la arrogancia y empecé a maravillarme de cada cosa, desde un cielo azul, limpísimo, con sólo una nube colocada al Oeste, de un blanco absolutamente puro, hasta su arquitectura, sus gentes, y la mezcla de jóvenes de todos los estilos, con los campesinos aun usando ojotas y pantalones a media pierna, con su chullo y ponchito multicolor. La combinación de razas y vestimentas encajaba perfectamente en el paisaje.
Me sentí invadido por un sentimiento de plenitud, de que todo estaba donde debería estar y que la vida era digna de ser vivida. Nada parecía estar fuera de lugar.
Fue ahí que me di cuenta que este era un viaje que iba a cambiar mi vida. Aun no sabía ni cómo, ni cuándo, pero que las cosas iban a ser diferentes, sin duda.
Nos alojamos en el Gran Hotel Colón, que de grande tenia el buzón del desagüe, sin tapa, y en el cual casi me caigo esa noche gracias a mi extraordinaria coordinación motora.
Esa noche, me puse las dos frazadas, una más que me dio Mario y otra que pedí en recepción, y aun así tenía frio, el cual tuve que aguantar, porque el peso de las cuatro frazadas me impedía respirar. Una más y hubiera muerto asfixiado. Gracias a Dios, son cosas que puedo contar ahora con una sonrisa en la boca, pero en esos momentos no tenían nada de gracioso, por lo menos para mi. Sin embargo, dormí bien, sobre todo después de la botella de pisco que nos bajamos entre Mario y yo.
Al día siguiente, con un sol brillante y un cielo impecable, salimos a hacer turismo a mi manera. Caminando sin rumbo, conversando con la gente, local o extranjera y lo pasamos increíblemente. Estuvimos en las iglesias, en la piedra de los doce ángulos, en San Blas, en el mercado, y yo cada vez me sentía mejor anímicamente.
Las conversaciones con Mario y sus historias sobre los años en Calipuy eran extraordinarias. Los temas eran cada vez más profundos, y Mario siempre apuntaba al corazón. Estábamos mirando unas artesanías, y en vez de preguntar el precio, o comentar sobre las formas y colores, se remontaba a qué habría sentido la persona que la hizo, cual sería su visión del mundo, y como se podía ver su personalidad en algunos rasgos o detalles de la pieza. Yo era incapaz de ver mas allá de una persona trabajando para ganarse unos centavos.
La naturalidad con que se relacionaba con los campesinos y como se hacían bromas también era especial; yo siempre he tenido problemas, sobre todo porque no sé si les estoy faltando el respeto o si los ofendo por ser muy ceremonioso. Es después de todo una cultura afín, pero diferente a la mía.
El propósito principal del viaje era ir a Machu Picchu, del cual habíamos oído hablar mucho, pero como todas las cosas mágicas de este mundo, tenía un contenido y significado diferente para cada uno. Solo sabíamos que todos aquellos que ya habían ido, lo consideraban una experiencia única. Sin embargo, yo aun tenía mis dudas, y mi prosaica mente se rebelaba a pensar más allá del hermoso paisaje.
Embarcamos a Machu Picchu al día siguiente, muy temprano. El día era frio y húmedo, y a mí las condiciones climáticas me afectan el ánimo marcadamente. A las seis y media de la mañana, a una temperatura cercana a cero,  me negaba a ver los picaflores multicolores, las paisanitas con sus vistosas mantas y estuve a punto de mandar a la mierda a Mario cuando me señalaba la línea de montañas del valle del Urubamba en el horizonte.
Conforme pasaron las horas, me fui sintiendo mejor, hasta que de un momento a otro, el auto vagón en que viajábamos se detuvo. Debido a las lluvias, uno de los rieles se había salido, y tenían que fijarlo nuevamente. Preguntando, nos enteramos que Machu Picchu estaba sólo a dos o tres kilómetros, así que decidimos caminar el resto de la jornada. Se nos unieron unos franco canadienses y una pareja de estadounidenses.
Sin mucho esfuerzo, llegamos al paradero del tren, en Aguas Calientes,  antes que nadie. Inmediatamente tomamos el micro que nos llevaría a Machu Picchu, pues estábamos en las faldas del monte donde está construido. Al llegar, ingresamos los primeros, y quien sabe por qué, fuimos al lado izquierdo, es decir al Sur Oeste, casi al lado opuesto al Huayna Picchu, la montaña que se ve en todas las postales.
Me senté apoyado en una pared de piedra y pude vislumbrar el hermoso valle que se extendía delante de mí. No recuerdo cuando prescindí por completo de Mario, y con él, todos mis atavismos occidentales. Sentí que me sumía en una especie de trance en el cual me sentía plenamente consciente de mi realidad, pero diferente, desnudo de comportamientos y costumbres adquiridas, así como sin palabras, sin libros, sin imágenes, tan solo un sentimiento prístino y puro que llenaba todo mi ser. Nunca me he sentido más cerca de Dios y de la inmensidad.
No entiendo por que las fotos de Machu Picchu  lo muestran siempre con el brillo del sol. El que ha estado allí sabe que cuando está lleno de brumas es infinitamente más bello. Ese día, flotaban brumas como velos de gasa sobre las colinas y los montes, haciendo de la amplísima gama de verdes un paraíso que invitaba a la contemplación y a la comunión con la naturaleza. Los blancos y grises parecían ondear por encima de todo y podía verse una que otra ave volar silenciosa y elegantemente.
No había un solo sonido que yo percibiera, tan solo el susurro del viento que parecía fluir a través de mí. Por una hora escasa, fui atrapado por la magia de este lugar, sintiéndome parte de un todo que iba mucho más lejos que mi más compleja idea del cosmos y de la vida misma. Era parte viviente, importante y vital de esto en una manera que es imposible describir.
Fui testigo y protagonista de ese fenómeno que nadie puede explicar y que de alguna misteriosa forma, le da un significado completamente trascendental a la vida de todos los seres humanos. Sentí que todos éramos  necesarios y que todos terminaremos formando parte de esa inmensidad.
Este  trance llegó a su fin cuando los turistas empezaron a entrar. Más que las voces, el “click” de las cámaras desintegró esta epifanía maravillosa.
Instintivamente, decidí alejarme lo antes posible, y me encontré con Mario. Sin decirnos una palabra, ambos sabíamos lo que había pasado. Los ojos transmitieron el mensaje, de tan intenso que era. Ambos nos dirigimos al Huayna Picchu, sin hablar. Nuestras vidas habían cambiado para siempre. Jamás volveríamos a ser los mismos. Lo curioso es que sabiéndolo ambos, nunca lo comentamos ni nos tomamos el trabajo de elaborar pensamientos o describir sentimientos. Simplemente entendíamos. No hicimos ningún comentario y prácticamente no hablamos durante un muy largo rato, ensimismados en esta asombrosa revelación.
Para mí, y en una comparación simplona y burda, es como cuando uno aprende a leer. No hay vuelta atrás. La “I” y la "L” ya no serán mis vigas para construir casas, la “S” jamás volverá a ser el gusanito de quinua que tanto odiaba, la “Q” no será un gato gordo con colita y la “O” nunca mas será mi pelota de fútbol.  Serán los símbolos que condicionarán mi manera de aprender muchísimas cosas en la vida a costa de algunos sacrificios en la imaginación. Pero nunca será lo mismo. En el momento en que se aprende a leer, las letras nacen, y ya no mueren jamás. Ya nada se puede mirar de la misma manera. Hay un componente nuevo: la palabra escrita. En la experiencia de Machu Picchu, el componente que yo pude añadir fue la trascendencia del espíritu. Hay mucho más que materia en cada ser humano.
El Huayna Picchu tiene escaleras de piedra hasta la cumbre de la montaña, en la que está aposentada una roca gigantesca. Pensé que sería fácil subir. Después de todo, eran escaleras como las de las casas y edificios. Una vez más, me equivoqué.
Las escaleras, muy bien trabajadas y talladas en piedra, eran irregulares. Cada paso era ligeramente diferente al anterior. No tardé en sentirme agotado, y me tropezaba cada 15 o 20 pasos. Acostumbrado ya al ir y venir de Mario, me advertía del tramo que venia, y volvía a irse. Saltaba y corría como venado andino, mientras que yo me comportaba como sajino amazónico o chancho costeño.
Repentinamente, empezó a llover. Y digo llover por usar un eufemismo. Eran volquetadas de agua sin pausa. Mario se refugió en unas pequeñas cuevas, pero yo me encontraba aun lejos de ellas. No es que la lluvia me moleste mucho, pero las escaleras se volvieron jabonosas y yo sentía un chorro de agua que surcaba la raya que todos tenemos detrás. Yo estaba con botas y tenia que detenerme a vaciarlas cada 5 minutos.
Con mucho trabajo logré llegar a la cima. Viendo la situación en perspectiva, es fácil comprender nuestra fragilidad mental y física, y como una depende totalmente de la otra. A estas alturas, la experiencia espiritual y la trascendencia del ser humano eran deleznables y eran tan importantes como la cuadratura del círculo o el pedo de un camello. Es el más oloroso en mi experiencia y no deja de ser útil compartir la información.
Ahí estaba yo, tratando de llegar a la punta de la gigantesca roca que corona la montaña, lo cual logré angustiosamente, y de pronto veo una sombra negra salir de entre las brumas, haciéndome gritar de terror. Por mi mente cruzaba Manco Capac, Atahualpa y todos los Incas y guerreros que hubo entre ellos, hasta que vi que era un canadiense de los que había caminado con nosotros, con su casaca negra cubriéndole la cabeza y empapado, como yo, de la cabeza a los pies.
Me mira con incredulidad, y me dice en un tono que no ocultaba su enojo: “So this is the fucking  thing!”.  O en español castizo: “¡Así que esta es la jodida cosa!”. Sin casi movernos por temor a resbalar en esta roca pelada, me cuenta que me vio subiendo y pensó que yo me dirigía a algún santuario Inca o a algunas ruinas importantes. Le dije que me importaba un carajo lo que pensó y que solo quería bajar de allí sano y salvo.
Nos tomó casi media hora descolgarnos de la roca y pisar tierra firme de nuevo. Como siempre, Mario se apareció silenciosamente y nos llevó a unas cuevas en las que pudimos guarecernos por un largo rato hasta que el temporal amainó y pudimos finalmente bajar.
Nos quedamos dos semanas en Machu Picchu, viviendo en unos cuartos debajo del hotel que pertenecían a los empleados y que ellos alquilaban sin conocimiento de Entur Perú.
Tuvimos largas horas para meditar en silencio y también para compartir vivencias y sentimientos, pero jamás hablamos de esa hora mágica con que iniciamos nuestra estancia allí.
La vista desde nuestras suites de madera era imponente y pudimos hacer  los Caminos del Inca y visitar todos los lugares cercanos de interés. Como Wini Wayna y el Camino Real. En ruta a Wini Wayna, me caí a un precipicio y quedé echado entre unos pequeños árboles que habían crecido horizontalmente antes de dirigirse hacia arriba, para zozobra y angustia de todos los demás, a excepción mía, que no terminaba de entender como de un resbalón había podido dar un salto mortal y caer limpiamente en el único lugar del cerro donde crecían estos arbolitos.  
Mucho más ocurrió en este espléndido viaje, pero aparte de la profundidad y trascendencia de lo experimentado y aprendido, creció entre Mario y yo un extraño sentimiento de complicidad, amistad y entendimiento que perdura hasta ahora, cuarenta años después. Pude verlo hace poco en mi visita a Perú, y aunque no hablamos mucho, aun persistía el brillo en la mirada mutua que nació fruto de este viaje.