julio 24, 2013

Para Matar a un Policía


Aunque vivo fuera del Perú hace ya varios años, me es imposible dejar de seguir las noticias de mi país de origen casi con más detalle que cuando vivía allí.

Es por eso que estos días, en que veo al Congreso Peruano convertido en un circo absurdo, con muchos payasos, pocos artistas y varios dueños, me viene a la memoria la pantomima que ha sido nuestra historia republicana. Es cierto que tienen algunos animales curiosos, como elefantes blancos, serpientes rastreras y venenosas, papagayos exóticos, monos obesos, bufeos selváticos y uno que otro dinosaurio, pero es nuestro circo de bandera nacional, y nos debería poner orgullosos, confiados en ser debidamente representados. Mi impresión, muy personal por cierto, es de un circo patético, cochambroso y sobre todo, podrido.

Photo: PARA MATAR A UN POLICIA

Aunque vivo fuera del Perú hace ya varios años, me es imposible dejar de seguir las noticias de mi país de origen casi con más detalle que cuando vivía allí. 

Es por eso que estos días, en que veo al Congreso Peruano convertido en un circo absurdo, con muchos payasos, pocos artistas y varios dueños, me viene a la memoria la pantomima que ha sido nuestra historia republicana. Es cierto que tienen algunos animales curiosos, como elefantes blancos, serpientes rastreras y venenosas, papagayos exóticos, monos obesos, bufeos selváticos y uno que otro dinosaurio,  pero es nuestro circo de bandera nacional, y nos debería poner orgullosos, confiados en ser debidamente representados. Mi impresión, muy personal por cierto, es de un circo patético, cochambroso y sobre todo, podrido.

Es cierto que de alguna manera, al dejar el país que me vio nacer, crecer y coexistir con muchas cosas que aquí en USA ni se conciben, carezco de la autoridad moral para criticar a los que nos gobiernan, así que me voy a remitir a narrar algunos de mis recuerdos, aun vívidos en mi memoria, de mis aventuras cívico-políticas cuando era joven.

En octubre del 68, yo tenía 16 años y me estaba preparando para ingresar a la Universidad. Vivía con unos tíos míos, pues mi familia estaba entre Chimbote y Trujillo, al norte de Lima. El día 3 de ese mes, yo estaba aun en la cama, como a las seis de la mañana y me desperté al escuchar a mi tío gritar por el teléfono con alguien que lo había llamado. No estaba molesto, sino que eran tiempos de teléfonos negros de bakelita y había que gritar siempre para ser escuchado. 

El servicio telefónico era completamente ineficiente y sólo para unos pocos privilegiados.  Tiempo después, me tomó siete años conseguir uno, y solo porque mi vecino, que se acababa de mudar logró tenerlo antes que yo. Así fue que lo conocí, porque fui a preguntarle cual era el secreto. 

Este señor, muy simpático por cierto, y muy, muy criollo, me miró como el que mira a un alienígena brotando del suelo repentinamente. Con una cara de auténtico asombro, me preguntó:

- ¿De veras has pedido teléfono hace siete años?
- Sí. Un poco más, me parece.
- ¿Y no has hablado con nadie para acelerar el trámite?
- Bueno, llamo como dos veces al año, y por lo menos una vez voy en persona, pero siempre me dicen lo mismo: “Estamos ampliando las líneas en su zona, así que en los próximos meses debe estar instalado”. Así ha pasado el tiempo y sigo esperando.
- ¡No pues, hermano! Me refiero a si has atendido a alguien adentro.

No solo me tuteaba, sino que en menos de cinco minutos de conocernos, ya éramos parientes. Algo me decía que había que aprender mucho de mi paisano. Curiosamente, se parecía un poco a mí físicamente. Más bajito, más gordito y sobre todo más pendejo. Esta última palabra tiene la acepción inversa sólo en el Perú. En el resto de Latinoamérica significa exactamente lo contrario. 

- ¿Atendido? ¿A que te refieres?
- ¡Pucha hermanito, pareces nuevo! Te voy a dar un dato, pero para ti nomás.  Llegas a la compañía, en el segundo piso está la señorita Jiménez. Te acercas a su escritorio y le regalas una cajita de chocolates, agradeciéndole su esfuerzo por acelerar tu caso. Dile que vas de parte mía. Adentro de la cajita, dejas tu tarjeta para que te llame en caso que la tengas que servir con alguna cosa. En la parte de atrás pones tu número de expediente y eso es todo.
- ¿Servir? ¿Cómo que servir?
- Ay, cholito, ¿tu acabas de llegar o me estás vacilando? Servir pues, servir. Que si ella necesita algo y tú la puedes ayudar, la ayudas. Parece que vivieras en otro planeta. Ah, me olvidaba lo más importante: debajo de todos los chocolates, bien acomodaditos, déjale 200 dólares en billetes de 20. Hay muchos de 100 falsos circulando.

En 30 segundos, mi problema telefónico había sido resuelto por un completo extraño, el cual se había convertido en mi amigo y luego en mi medio hermano mayor. Digo medio hermano, pues el era blancón y al llamarme cholito, implicaba que alguno de mis padres no era el suyo, sino alguien mas oscurito. ¡Que artista! Mi admiración por este vecino era grande, pero decidí que no debía confiarle ni una rupia. ¿De que vivía? Vendía parches para llantas por millares. Mineras, flotas de transporte, líneas de microbuses. Le iba extraordinariamente. En un momento de exasperante envidia, maldije a todos mis profesores, padres, tíos, tías y todos aquellos que me habían inculcado estas inservibles cualidades de ser honesto, derecho, decente, etc. Felizmente, se me pasó pronto. Gracias a ello, hoy tengo amigos extraordinarios y son derechos, honestos, etc. Eso sí, pobre. 

Pero mi teléfono fue instalado esa misma semana.

Volviendo al tema, la llamada era para avisarle a mi tío que había habido Golpe de Estado y que no fuera a trabajar. Para que mi tío Ricardo no fuera a trabajar, era necesario que estuviera en estado de coma, pero a mí me dijo que no fuera a la Academia. 

Muy responsablemente, no fui. Dormí casi hasta el medio día, con la satisfacción de aquel que sabe que está cumpliendo con su deber. Después de almuerzo, salí al barrio, a ver como andaba esto del golpe. No era novedad porque cuando nací, vivíamos en un gobierno golpista, el de Odría; el de Prado, que fue el siguiente, fue derrocado por Pérez Godoy, que vivía cerca de la casa, y éste a su vez, por Lindley. El de Belaúnde acababa de ser derrocado por Velasco, así que parecía un incidente previsible dentro de mi realidad. Se mantenía la continuidad, al menos.

Pero era un acontecimiento interesante y definitivamente histórico. Con esa curiosidad que es mas fuerte que yo, y con la ayuda del Chino, un amigo del barrio, convencimos a Juan, Michael y el Negro para que nos acompañaran, así que tomamos un colectivo y nos fuimos al centro, a ser testigos presenciales de tan importante evento.

La verdad, no se qué estaba pensando cuando tomé la decisión. Pero en el camino, mientras el chofer nos contaba algunas historias de lo que había visto durante el día, sentía la adrenalina fluir a rienda suelta. Me sudaban las manos y no decía una palabra.  Me arrepentía y reincidía, casi a la velocidad de la luz y así hasta que llegamos a la Plaza San Martín. 

Había muchísima gente, pero a mí me daba la impresión que sólo estaban curioseando, como yo. No vi manifestaciones, ni grupos organizados, nada. Era evidente que Lima había sido tomada de sorpresa. El Chino, que pensaba fríamente, dijo – “Parece que tenemos que llegar hasta Palacio de Gobierno. Ahí es donde debe estar todo el movimiento” – Michael, que gustaba de las emociones fuertes, y mi primo Juan, que gustaba de arriesgar la vida siempre que podía, asintieron. El Negro, vivo y práctico, comentó - “Claro pues, si para eso hemos venido” - Yo no dije nada, pero todos asumieron que yo estaba de acuerdo.

Hacia allí nos dirigimos por el Jirón de la Unión, cinco cuadras escasas. Poco a poco el ambiente empezó a cambiar. Yo sentía el aire mas pesado, había más gritos y por momentos pasaba una oleada de gas lacrimógeno, remanente de algunas bombas tiradas en otro lugar o más temprano. Sólo se que es muy desagradable, no puedes respirar y te arden la nariz y los ojos. Tratamos de mantenernos juntos y faltando una cuadra y media veo que la gente empieza a correr en dirección opuesta. Aunque lo que sentía era terror mas que miedo, ya estaba muy cerca para correr sin saber porqué. Me quedé quieto, y en diez segundos se apareció frente a mí un guardia de asalto con uno de esos garrotes que solía tener la policía peruana, enfundados en cuero negro, con la diferencia que éste era tres veces más grande que los normales. 

En mi memoria, este individuo tiene como dos metros de alto, y una contextura a lo Charles Atlas. Para los más jóvenes, Charles Atlas era un estereotipo de un hombre fornido y fortísimo, que impresionaba a todas las mujeres con su físico. En realidad, era un gringo que hizo una fortuna vendiendo su paquete de ejercicios físicos por correo. En esa época no había gimnasios, excepto para boxeadores y por supuesto, Stallone y Schwarzenegger eran unos críos. Los videos aun no habían sido imaginados.

Probablemente no era tan grande ni fornido, pero de que inspiraba temor, con plena seguridad. Un palazo de esos bastaba para inhabilitar a una persona por varios días. Lo que me salvó en esa oportunidad fue mi parálisis total frente al imponente guardián del orden.

Nos miramos sin movernos por unos segundos, hasta que una pobre víctima intentó deslizarse por el lado izquierdo y su reacción con el garrote fue instantánea, lo que aproveché para correr hacia el lado derecho. No me detuve hasta llegar a la esquina del Jirón Puno. Alrededor mío quedaban unas pocas personas. Retomé mi compostura habitual, es decir, me aseguré que no me había orinado o algo peor y caminé lentamente hacia la Plaza de Armas. En la esquina de la plaza se veía  una barrera inmóvil de soldaditos armados con metralletas. 

Con la ignorancia y temeridad propia de alguien de 16 años que tiene la experiencia de haber jugado con muchísimos soldaditos de juguete, seguí caminando. Es más, estaba seguro que no iban a hacer nada porque tenían metralletas, y no se les iba a ocurrir disparar. Asombrosamente, estaba en lo cierto en esa ocasión; me acerqué cuanto pude y pude ver la Plaza de Armas, desierta, con 2 tanques dentro de la explanada de Palacio, y varias tanquetas estacionadas en la Plaza. Solo se veían soldados y ni siquiera un oficial. Pensé que había corrido tantos riesgos para ser testigo de algo tan soso y falto de acción. Aquí no pasaba nada. Teníamos nuevo presidente, nuevo gobierno, y punto. Juan Velasco Alvarado, General del Ejército, era el nuevo presidente. La tradición democrática del Perú mantenía una previsible continuidad. 

Algo desilusionado, decidí regresar al barrio. No pude encontrar a ninguno de mis amigos hasta que llegué al barrio. Ya habían llegado todos juntos y los imbéciles, de puro preocupados le contaron a mi tío que me habían “perdido” en el centro de Lima. Vino la consiguiente puteada y las palabras “inconsciente” e “irresponsable” fueron mencionadas varias veces. Por supuesto, después vino el interés del barrio entero, con mil preguntas sobre qué pasó, qué vi y todo eso.

¡Ah, momento glorioso! Inventé múltiples heridos, un par de muertos, incidentes con tanquetas, luchas con policías, turbas enardecidas y lo que se me ocurrió sin exagerar mucho, claro está. Por algunos días, fui el personaje del barrio.

Así empezó para mí la primera y única dictadura socialista que me tocó vivir. Después viví la dictadura de derecha de Franco. Para mí, hoy dictadura es opresión, injusticia, traición y todo lo malo que me pueda imaginar, de izquierda o de derecha. 

Ingresé a la Universidad Cayetano Heredia y poco a poco, mis ideas y pensamientos fueron tomando una tonalidad rojiza, hasta ser al final rojo sangriento. Javier Heraud y el Che Guevara eran mis paradigmas y los libros de Máximo Gorki motivadores emocionales poderosísimos, en especial “La Madre”.  Participaba activamente en todos los foros políticos posibles, (como oyente, claro está). Conocí personalmente a conspicuos miembros de Sendero Luminoso, entre ellos a Mezzich. 

Poco a poco y antes de viajar a España, me fui decepcionando al ver las luchas internas no de ideas sino de poder. Algunos egos eran simplemente monstruosos. Finalmente, un día escuché a un dirigente de la Universidad en una discusión con varios estudiantes sobre su visión de la pobreza y de los indios y mestizos del Perú.  

Uno de los estudiantes, podríamos decir “pituco”, es decir de clase alta, patán, desconsiderado, egoísta y racista, al escuchar ciertos argumentos sobre los pobres, dijo - “Indios de mierda, hay que matarlos a todos” - Este dirigente, también pituco, ataviado con zapatos americanos “Florsheim”, blue jean  “Levis” y otros artefactos importados, le contestó - “Estoy de acuerdo contigo. El problema es que no puedes matarlos a todos” - Vaya. O sea que era una opción. Parece que es cierto aquello de que en política no hay que ser ingenuos.

Los años pasaron. Viajé a España, me quedé por un año y regresé, o mejor dicho me regresaron. Algunos años después mi padre había muerto, ingresé a la Universidad San Martín con el primer puesto, que no es mérito ninguno y entré a trabajar a ENATRU PERU, la empresa de ómnibus de la Municipalidad de Lima, APTL, que había sido “nacionalizada” por el gobierno y ahora era propiedad del Gobierno Central. 

La vida transcurría tranquilamente para mí. Lejos estaban mis inclinaciones políticas. Tenía que trabajar para vivir, pero sobre todo para divertirme. Paraba con mis inseparables amigos del colegio, Miguel y Armando, su hermano Mario, y una pequeña pero peligrosa banda de Ciencias Sociales de la Católica, donde estudiaba Armando. Toda gente de mucho talento.

Veíamos impotentes e impávidos, la secuela de nacionalizaciones y expropiaciones, manejadas con muy escaso criterio y con una ineficiencia que forzosamente tenía que requerir esfuerzo adicional. La Reforma Agraria, la Nacionalización de la Banca, del Petróleo, de la Pesca, de la Prensa, de la Minería, cada cual peor y viviendo de los Fondos Públicos en gran parte. No voy a criticar ninguna expropiación, a excepción de la Prensa. Tenían que ser brutísimos y muy audaces para hacerla como la hicieron, pero el tema del relato es otro.

Un sábado en la noche, mientras estábamos timbeando en la casa del Kid, uno de los miembros de la banda, el Chicha, bandolero también, comenta que la policía había entrado en huelga. Era primero de febrero de 1975 y Armando, siempre el mas rápido y ocurrente, replica - “¿O sea que podemos tirar cabeza en cualquier parte?” Todos reímos con la ocurrencia, pero nadie creía que lo que mencionaba el Chicha pudiera ser cierto. 

Dado que la prensa solo publicaba lo que el gobierno quería, a pesar de haber sido “democráticamente” repartida entre los diversos sectores sociales, Lima vivía de bolas, es decir rumores que iban de boca en boca. Lima es una ciudad chismosa y engreidora, así que todos soltaban las dichosas bolas y las engalanaban con detalles para tratar de hacerlas mas creíbles. Creo que muchos limeños eran felices con esta seudo realidad y vivíamos tan tranquilos, sabiendo que nos mentían, pero  las propagábamos con entusiasmo, alegría e imaginación, mucha imaginación.

El domingo, en la casa de Armando, donde me habían adoptado como a un hijo más, su papá, Don Tomás, hombre serio y severo, y al cual le debo muchísimo, al igual que a su esposa, la Señora René, comentó lo mismo, que un sector de la policía se había declarado en huelga y el no era de chismes ni rumores. La cosa debía ser un poco mas seria. Don Tomás no soltaba prenda así nomás. Mario dijo que no había visto ni un policía en la mañana. Yo pensaba que se venían días interesantes. 

Al día siguiente me fui a trabajar como todos los lunes, resignado y pensando en que día seria millonario. Sigo pensando lo mismo cada lunes, casi cincuenta años después. Yo tenía que tomar un microbús naranja, que todo el mundo llamaba “Covida”, que era una urbanización casi en las afueras de Lima. El maldito micro recorría cada distrito de Lima y tenía una ruta técnicamente de lo más absurda. Daba vueltas y vueltas, tornaba, retornaba y era siempre el ejemplo de cómo no se debe diseñar una ruta de transporte. Sin embargo, siempre estaba lleno y parecían hacer dinero. Luego tomaba la línea 76 hasta la cuadra 18 de la Avenida Argentina, donde quedaba ENATRU. Me puse a buscar policías y no vi ni uno. El trayecto duraba en total como hora y media. La gente comentaba en el micro sobre la huelga y ya había algunas personas preocupadas por el asunto. 

Finalmente concluí que el rumor era cierto. En la oficina, con los contactos que tenían en el gobierno, confirmaron la noticia. Yo trabajé como todos los días, y salí para la Universidad. Lo mismo. Todo el mundo hablaba de la huelga. Llegó el martes y por fin la noticia se publicó en los diarios, acompañada por supuesto de un Comunicado Oficial, que en resumen decía que un pequeño sector de policías se había declarado en huelga pero que el Gobierno Revolucionario, consciente de su deber patriótico, había dispuesto la salida de efectivos del ejército para cautelar el orden.

El martes tampoco vi ningún policía y tampoco vi ningún soldado, tanqueta, rochabús, etc. Las bolas ya hablaban de algunos incidentes de turbas asaltando tiendas y centros comerciales. Lastima que fuera martes y que tuviera que ir a estudiar. Era la oportunidad perfecta para probar la hipótesis de Armando, pero la responsabilidad pudo más. Eso, y que Armando también estaba estudiando esa noche.

Como a las diez de la mañana ya teníamos reportes por radio de algunos buses apedreados y con las lunas rotas. Siempre que había algún problema, la gente se desfogaba con los ómnibus. Absurdo porque es lo que usaban para poder trasladarse. Entiendo romper puertas y ventanas de oficinas públicas, al fin y al cabo lo trataban a uno como animal, o los autos de los generales y funcionarios públicos, ¿pero los ómnibus? Que entienda no quiere decir que lo acepte de ninguna manera.

Casi de inmediato, entra el primer bus. Tenía todas las lunas rotas, las cuatro llantas cortadas y el chofer tenia un ataque de pánico. Inmediatamente se llamó a todas las unidades para suspender el servicio. Unos doce ómnibus fueron casi destrozados. Incendiaron uno, en que el chofer, inteligentemente, se quitó la casaca de uniforme y se bajó, dejándolo a merced de la turba. Yo lo hubiera ascendido. Es el único que a mi parecer obróo con inteligencia, aunque a lo mejor era simplemente miedo. Vaya uno a saber.

Media hora después, nos mandaron a nuestra casa, Un amigo mío, Juan, me dijo que me podía dejar por el centro, porque tenía que recoger a su esposa del Ministerio de Transportes. ¡Oportunidad de oro! En el camino, se podía apreciar que la ciudad estaba en estado de guerra civil. Todo cerrado. Gente corriendo por todos lados, manifestantes con pancartas y hordas sedientas de saqueo. Al llegar al Ministerio, le agradecí a Juan, y al querer salir, me lo impidió. Él y Carlos, otro amigo - “¿Estás loco? ¿No has visto como están las cosas? No, ni hablar, te dejo más allá” - 

Juan me dejó en la esquina de Brasil con Pershing, bastante lejos del movimiento. Yo me había callado la boca, y apenas me bajé, tomé un micro amarillo con negro, que decía “Estadio Nacional”. Perfecto. De ahí podría caminar a Radio Patrulla, que era donde empezó la huelga, luego dirigirme al Centro Cívico y después, cómo no, a la Plaza de Armas. 

Al bajar del micro, me dirigí a Radio Patrulla. El olor a gases lacrimógenos, que ya me era bastante familiar, impregnaba el ambiente. Lloroso y con la nariz ardiendo, llegué hasta allí sin mayores problemas. Habían incendiado un par de autos en las inmediaciones, pero parecía tranquilo, cuando en eso me percaté que el portón de entrada a una de las comisarías, que tenía una puerta corrediza vertical de metal, había sido violentada. La puerta corrediza parecía un gigantesco papel arrugado. Sin duda producto de la embestida de un tanque o vehiculo similar. Me seguí acercando lentamente y pude ver las paredes de ladrillo rojas, llenas de orificios de bala. Eran cientos, sin exagerar. En ese momento pensé que tenían que haber muchos muertos, pero todo parecía tranquilo. 

Había tanquetas por todas partes, pero sorprendentemente, nadie me decía nada. Estaba frente a la puerta y no había un alma dentro. Un auto patrullero con numerosos impactos de bala parecía decir “Soy el único que queda, y espero que alguien entienda lo que ha pasado”. Mi imaginación es fértil, y pude visualizar la escena fugazmente. Al lado mío apareció un soldado imponente, no esos soldaditos levados sino un profesional. Curtido, sólido y con unos ojos impenetrables, casi vidriosos. Me miró y no necesitó decir nada. Rápidamente cruce la calle.

La gente que circulaba compartía noticias de lo que estaba pasando en otras partes. Escuché que había una camioneta aun en llamas en la Plaza Jorge Chávez y hacia ahí me dirigí. Nada especial, aun con unas cuantas llamas y humeando, pero no pasaba nada, así que me dirigí al Centro Cívico, donde pude ver que el fuego del edificio no se había extinguido, un auto estaba aun en llamas y el acceso estaba bloqueado. Decidí irme al centro. 

Podría parar en la óptica de Mario y Armando y conversar un rato sobre lo que habían visto. Casi todas las calles estaban bloqueadas, pero gracias a Mario, que me había ensenado atajos y callejones para cortar camino, logre pasar a los soldados que resguardaban el área. Como dato si uno entra por la puerta del Hotel Riviera en Tacna, puede salir al otro lado, en la calle de atrás. Torrico, si no me equivoco.

Pude cruzar la Colmena subrepticiamente, por un atajo al lado del cine LeParis, pero pasar Emancipación fue imposible. Me quedé ahí, en tierra de nadie y me puse a explorar el área. Los recuerdos son borrosos y aun me persiguen una que otra noche.

El primer muerto que vi parecía estar sentado recostado en la pared. Pensé que era un borrachito del centro, uno de esos “hombres de barro”, de los que tomaban Racumin, una mezcla de alcohol con emoliente que vendían en la Parada y que los dejaba ciegos y deformes. Al acercarme más, supe que era algo diferente. 

No hay duda que la muerte se siente. Ahí estaba yo, y sabia de seguro que el borrachito estaba muerto. No se cómo, ni porqué, pero era una certeza que yo trataba de alejar engañándome a mi mismo. 

Muy lentamente, paso a paso, fui llegando a su lado y confirmé lo que ya sentía. El hombre estaba muerto. No vi sangre ninguna, pero me armé de valor y lo toqué. Estaba rígido y al lado del cuello había un pequeño agujero, casi rosado, con una aureola negra alrededor. Un poco de sangre seca en la camisa y en la piel, unos cuarenta años, con bigotito y abundante pelo negro engominado. Ligeramente moreno, me recordaba a Mauricio Garcés, pero mas delgado. En instantes pasaron por mi mente imágenes de su familia, sus amigos y todos los vacíos que dejaría en la vida de otras personas.  Aterrado y con el corazón muy pesado, lo abandoné lo mas rápido que pude, sin correr, eso sí, porque correr es siempre sospechoso. 

Ya no quería estar allí. De súbito, el encanto de la aventura y el querer saber para que no te lo cuenten habían perdido su lustre romántico. Había visto un ser humano asesinado. Por la fuerza que intentaba poner orden a las fuerzas del orden. Estaba encerrado entre la Colmena, Emancipación, la Avenida Tacna y Lampa. Decidí salir cuanto antes por Tacna, la más amplia de las cuatro. Los grupos de soldados parecían salir de todas partes, siempre unos cinco o seis. Traté de pensar en “Combate” la serie televisiva, con el sargento Saunders, Caje, Little John y otros, en su versión chola, pero mi alma no estaba para fugas imaginativas. 

En el camino, cuatro cuadras por el Jirón Moquegua, vi más muertos. Todos estaban en la misma posición, sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la calle. Al llegar a Rufino Torrico comprendí: los soldaditos acomodaban a los muertos para que no estorben. Después de todo, no deja de ser una molestia eso de dejar un cadáver a media pista. ¿Y si una de las tanquetas se accidenta por tratar de desviarse? ¿Eso no seria bueno ni para el muerto, no es cierto? En esta calle vi a un camión del ejército, con más soldados, cargando a uno y tirándolo a la tolva del camión. No sé cuántos, pero ya habían varios más recogidos. Ahí si no los acomodaban. Los tiraban nomás, como quien tira un saco de papas.

Asqueado, deprimido y apesadumbrado, logré salir del bloqueo con dirección a la Alfonso Ugarte, ya que no había autos en ninguna de las avenidas aledañas. Llegué por la Avenida Uruguay, y estaba lleno de gente. Había tráfico, y soldados y tanquetas. Crucé la avenida en el momento en que un par de tanquetas arribaban a Scala, tienda de departamentos, cuyos vidrios estaban todos rotos, y la gente había empezado a saquear la tienda. Lentamente, se colocaron en las calles que hacían esquina. Las ametralladoras de ambas apuntaron más lentamente aun al Centro Comercial y empezaron a disparar. No unas cuantas ráfagas, no. Para mí, el traqueteo parecía no tener fin. El sonido tampoco es como uno lo ve en las películas. Es seco, desabrido, y sin ritmo. Sobre todo, es sórdido, terriblemente real. 

En la esquina opuesta, éramos un grupo grande y mirábamos, entre ensimismados y asombrados, como disparaban a matar, con calma y perseverancia. No podíamos ver si hubieron muertos, pero de que los hubo no hay duda, 

Pero el peruano siempre es ocurrente, aun en los momentos más críticos. Alguien se percató que por la última ventana del lado de Alfonso Ugarte, salía gente, uno por uno, evitando el fuego. Cada uno llevaba tres o cuatro camisas puestas, casacas y todo lo que pudieron ponerse antes de salir. Al terminar los disparos, sale muy lentamente y con mucha parsimonia, una señora de mediana edad, que se había puesto zapatos muy grandes para su talla y se veía obligada a arrastrar los pies para que no se salieran, Todo el mundo rompió a reír a carcajadas. No dejaba de ser jocoso verla andar con mucha dignidad, con un aspecto de moral intachable arrastrando los pies.

Aun no terminábamos de reírnos cuando se acerca a nuestra esquina otra tanqueta y se detiene frente a nosotros. La multitud sólo atinó a  pegarse a la pared yo el primero Se hizo un silencio sepulcral cuando vimos la ametralladora girar hacia nosotros. En ese momento empezaron los gritos. ¡Pero si no hemos hecho nada! ¡Solo estábamos mirando! ¡Papacito, no dispares por favor! Delante mío había unas cuatro filas de gente. Yo tenía al frente a  una señora gruesa, que gritaba ¡Mis hijos, mis hijos! Solo se me ocurrió ponerme de cuclillas, confiando en que la humanidad de la buena mujer fuera suficiente para que no me alcanzaran las balas. 

Y el soldadito disparó. Al escuchar los disparos me di cuenta que a pesar de todo creía en Dios. Sin embargo nadie cayó. Los disparos habían sido hechos en nuestra dirección pero bastante mas arriba del suelo. Escuchamos el impacto de las balas y los pedazos de cemento empezaron a caer en nuestras cabezas.

Corrí como nunca he corrido en mi vida, Hice unas siete cuadras de la Avenida Bolivia y una de Alfonso Ugarte antes de detenerme. Logré tomar un taxi y salir de ese infierno.

Las estadísticas que publicó el Gobierno Revolucionario hablaban de la muerte de 86 civiles y ningún policía. Yo vivía a dos cuadras de la casa del General Rodríguez Figueroa, responsable de la matanza y siempre me preguntaba quienes serían esas señoras vestidas de negro con fotos enmarcadas de policías a las que veía todos los días, que hacían guardia en la puerta de su casa desde las seis de la mañana… 

Pero esas son tonterías mías. Si el gobierno dijo que no habían matado ningún policía y que los civiles muertos eran delincuentes, tiene que ser cierto. El gobierno que luchó por eliminar la injusticia del Perú, que socializó todo en bien de todos los peruanos no puede mentir. ¿O sí? 

Por si acaso solamente,  juré no vivir nunca más en una dictadura militar, por bien intencionada que sea. Estoy seguro que los ¿86? civiles y los ¿0? policías muertos estarán de acuerdo conmigo en esto.

Es cierto que de alguna manera, al dejar el país que me vio nacer, crecer y coexistir con muchas cosas que aquí en USA ni se conciben, carezco de la autoridad moral para criticar a los que nos gobiernan, así que me voy a remitir a narrar algunos de mis recuerdos, aun vívidos en mi memoria, de mis aventuras cívico-políticas cuando era joven.

En octubre del 68, yo tenía 16 años y me estaba preparando para ingresar a la Universidad. Vivía con unos tíos míos, pues mi familia estaba entre Chimbote y Trujillo, al norte de Lima. El día 3 de ese mes, yo estaba aun en la cama, como a las seis de la mañana y me desperté al escuchar a mi tío gritar por el teléfono con alguien que lo había llamado. No estaba molesto, sino que eran tiempos de teléfonos negros de bakelita y había que gritar siempre para ser escuchado.

El servicio telefónico era completamente ineficiente y sólo para unos pocos privilegiados. Tiempo después, me tomó siete años conseguir uno, y solo porque mi vecino, que se acababa de mudar logró tenerlo antes que yo. Así fue que lo conocí, porque fui a preguntarle cual era el secreto.

Este señor, muy simpático por cierto, y muy, muy criollo, me miró como el que mira a un alienígena brotando del suelo repentinamente. Con una cara de auténtico asombro, me preguntó:

- ¿De veras has pedido teléfono hace siete años?
- Sí. Un poco más, me parece.
- ¿Y no has hablado con nadie para acelerar el trámite?
- Bueno, llamo como dos veces al año, y por lo menos una vez voy en persona, pero siempre me dicen lo mismo: “Estamos ampliando las líneas en su zona, así que en los próximos meses debe estar instalado”. Así ha pasado el tiempo y sigo esperando.
- ¡No pues, hermano! Me refiero a si has atendido a alguien adentro.

No solo me tuteaba, sino que en menos de cinco minutos de conocernos, ya éramos parientes. Algo me decía que había que aprender mucho de mi paisano. Curiosamente, se parecía un poco a mí físicamente. Más bajito, más gordito y sobre todo más pendejo. Esta última palabra tiene la acepción inversa sólo en el Perú. En el resto de Latinoamérica significa exactamente lo contrario.

- ¿Atendido? ¿A que te refieres?
- ¡Pucha hermanito, pareces nuevo! Te voy a dar un dato, pero para ti nomás. Llegas a la compañía, en el segundo piso está la señorita Jiménez. Te acercas a su escritorio y le regalas una cajita de chocolates, agradeciéndole su esfuerzo por acelerar tu caso. Dile que vas de parte mía. Adentro de la cajita, dejas tu tarjeta para que te llame en caso que la tengas que servir con alguna cosa. En la parte de atrás pones tu número de expediente y eso es todo.
- ¿Servir? ¿Cómo que servir?
- Ay, cholito, ¿tu acabas de llegar o me estás vacilando? Servir pues, servir. Que si ella necesita algo y tú la puedes ayudar, la ayudas. Parece que vivieras en otro planeta. Ah, me olvidaba lo más importante: debajo de todos los chocolates, bien acomodaditos, déjale 200 dólares en billetes de 20. Hay muchos de 100 falsos circulando.

En 30 segundos, mi problema telefónico había sido resuelto por un completo extraño, el cual se había convertido en mi amigo y luego en mi medio hermano mayor. Digo medio hermano, pues el era blancón y al llamarme cholito, implicaba que alguno de mis padres no era el suyo, sino alguien mas oscurito. ¡Que artista! Mi admiración por este vecino era grande, pero decidí que no debía confiarle ni una rupia. ¿De que vivía? Vendía parches para llantas por millares. Mineras, flotas de transporte, líneas de microbuses. Le iba extraordinariamente. En un momento de exasperante envidia, maldije a todos mis profesores, padres, tíos, tías y todos aquellos que me habían inculcado estas inservibles cualidades de ser honesto, derecho, decente, etc. Felizmente, se me pasó pronto. Gracias a ello, hoy tengo amigos extraordinarios y son derechos, honestos, etc. Eso sí, pobre.

Pero mi teléfono fue instalado esa misma semana.

Volviendo al tema, la llamada era para avisarle a mi tío que había habido Golpe de Estado y que no fuera a trabajar. Para que mi tío Ricardo no fuera a trabajar, era necesario que estuviera en estado de coma, pero a mí me dijo que no fuera a la Academia.

Muy responsablemente, no fui. Dormí casi hasta el medio día, con la satisfacción de aquel que sabe que está cumpliendo con su deber. Después de almuerzo, salí al barrio, a ver como andaba esto del golpe. No era novedad porque cuando nací, vivíamos en un gobierno golpista, el de Odría; el de Prado, que fue el siguiente, fue derrocado por Pérez Godoy, que vivía cerca de la casa, y éste a su vez, por Lindley. El de Belaúnde acababa de ser derrocado por Velasco, así que parecía un incidente previsible dentro de mi realidad. Se mantenía la continuidad, al menos.

Pero era un acontecimiento interesante y definitivamente histórico. Con esa curiosidad que es mas fuerte que yo, y con la ayuda del Chino, un amigo del barrio, convencimos a Juan, Michael y el Negro para que nos acompañaran, así que tomamos un colectivo y nos fuimos al centro, a ser testigos presenciales de tan importante evento.

La verdad, no se qué estaba pensando cuando tomé la decisión. Pero en el camino, mientras el chofer nos contaba algunas historias de lo que había visto durante el día, sentía la adrenalina fluir a rienda suelta. Me sudaban las manos y no decía una palabra. Me arrepentía y reincidía, casi a la velocidad de la luz y así hasta que llegamos a la Plaza San Martín.

Había muchísima gente, pero a mí me daba la impresión que sólo estaban curioseando, como yo. No vi manifestaciones, ni grupos organizados, nada. Era evidente que Lima había sido tomada de sorpresa. El Chino, que pensaba fríamente, dijo – “Parece que tenemos que llegar hasta Palacio de Gobierno. Ahí es donde debe estar todo el movimiento” – Michael, que gustaba de las emociones fuertes, y mi primo Juan, que gustaba de arriesgar la vida siempre que podía, asintieron. El Negro, vivo y práctico, comentó - “Claro pues, si para eso hemos venido” - Yo no dije nada, pero todos asumieron que yo estaba de acuerdo.

Hacia allí nos dirigimos por el Jirón de la Unión, cinco cuadras escasas. Poco a poco el ambiente empezó a cambiar. Yo sentía el aire mas pesado, había más gritos y por momentos pasaba una oleada de gas lacrimógeno, remanente de algunas bombas tiradas en otro lugar o más temprano. Sólo se que es muy desagradable, no puedes respirar y te arden la nariz y los ojos. Tratamos de mantenernos juntos y faltando una cuadra y media veo que la gente empieza a correr en dirección opuesta. Aunque lo que sentía era terror mas que miedo, ya estaba muy cerca para correr sin saber porqué. Me quedé quieto, y en diez segundos se apareció frente a mí un guardia de asalto con uno de esos garrotes que solía tener la policía peruana, enfundados en cuero negro, con la diferencia que éste era tres veces más grande que los normales.

En mi memoria, este individuo tiene como dos metros de alto, y una contextura a lo Charles Atlas. Para los más jóvenes, Charles Atlas era un estereotipo de un hombre fornido y fortísimo, que impresionaba a todas las mujeres con su físico. En realidad, era un gringo que hizo una fortuna vendiendo su paquete de ejercicios físicos por correo. En esa época no había gimnasios, excepto para boxeadores y por supuesto, Stallone y Schwarzenegger eran unos críos. Los videos aun no habían sido imaginados.

Probablemente no era tan grande ni fornido, pero de que inspiraba temor, con plena seguridad. Un palazo de esos bastaba para inhabilitar a una persona por varios días. Lo que me salvó en esa oportunidad fue mi parálisis total frente al imponente guardián del orden.

Nos miramos sin movernos por unos segundos, hasta que una pobre víctima intentó deslizarse por el lado izquierdo y su reacción con el garrote fue instantánea, lo que aproveché para correr hacia el lado derecho. No me detuve hasta llegar a la esquina del Jirón Puno. Alrededor mío quedaban unas pocas personas. Retomé mi compostura habitual, es decir, me aseguré que no me había orinado o algo peor y caminé lentamente hacia la Plaza de Armas. En la esquina de la plaza se veía una barrera inmóvil de soldaditos armados con metralletas.

Con la ignorancia y temeridad propia de alguien de 16 años que tiene la experiencia de haber jugado con muchísimos soldaditos de juguete, seguí caminando. Es más, estaba seguro que no iban a hacer nada porque tenían metralletas, y no se les iba a ocurrir disparar. Asombrosamente, estaba en lo cierto en esa ocasión; me acerqué cuanto pude y pude ver la Plaza de Armas, desierta, con 2 tanques dentro de la explanada de Palacio, y varias tanquetas estacionadas en la Plaza. Solo se veían soldados y ni siquiera un oficial. Pensé que había corrido tantos riesgos para ser testigo de algo tan soso y falto de acción. Aquí no pasaba nada. Teníamos nuevo presidente, nuevo gobierno, y punto. Juan Velasco Alvarado, General del Ejército, era el nuevo presidente. La tradición democrática del Perú mantenía una previsible continuidad.

Algo desilusionado, decidí regresar al barrio. No pude encontrar a ninguno de mis amigos hasta que llegué al barrio. Ya habían llegado todos juntos y los imbéciles, de puro preocupados le contaron a mi tío que me habían “perdido” en el centro de Lima. Vino la consiguiente puteada y las palabras “inconsciente” e “irresponsable” fueron mencionadas varias veces. Por supuesto, después vino el interés del barrio entero, con mil preguntas sobre qué pasó, qué vi y todo eso.

¡Ah, momento glorioso! Inventé múltiples heridos, un par de muertos, incidentes con tanquetas, luchas con policías, turbas enardecidas y lo que se me ocurrió sin exagerar mucho, claro está. Por algunos días, fui el personaje del barrio.

Así empezó para mí la primera y única dictadura socialista que me tocó vivir. Después viví la dictadura de derecha de Franco. Para mí, hoy dictadura es opresión, injusticia, traición y todo lo malo que me pueda imaginar, de izquierda o de derecha.

Ingresé a la Universidad Cayetano Heredia y poco a poco, mis ideas y pensamientos fueron tomando una tonalidad rojiza, hasta ser al final rojo sangriento. Javier Heraud y el Che Guevara eran mis paradigmas y los libros de Máximo Gorki motivadores emocionales poderosísimos, en especial “La Madre”. Participaba activamente en todos los foros políticos posibles, (como oyente, claro está). Conocí personalmente a conspicuos miembros de Sendero Luminoso, entre ellos a Mezzich.

Poco a poco y antes de viajar a España, me fui decepcionando al ver las luchas internas no de ideas sino de poder. Algunos egos eran simplemente monstruosos. Finalmente, un día escuché a un dirigente de la Universidad en una discusión con varios estudiantes sobre su visión de la pobreza y de los indios y mestizos del Perú.

Uno de los estudiantes, podríamos decir “pituco”, es decir de clase alta, patán, desconsiderado, egoísta y racista, al escuchar ciertos argumentos sobre los pobres, dijo - “Indios de mierda, hay que matarlos a todos” - Este dirigente, también pituco, ataviado con zapatos americanos “Florsheim”, blue jean “Levis” y otros artefactos importados, le contestó - “Estoy de acuerdo contigo. El problema es que no puedes matarlos a todos” - Vaya. O sea que era una opción. Parece que es cierto aquello de que en política no hay que ser ingenuos.

Los años pasaron. Viajé a España, me quedé por un año y regresé, o mejor dicho me regresaron. Algunos años después mi padre había muerto, ingresé a la Universidad San Martín con el primer puesto, que no es mérito ninguno y entré a trabajar a ENATRU PERU, la empresa de ómnibus de la Municipalidad de Lima, APTL, que había sido “nacionalizada” por el gobierno y ahora era propiedad del Gobierno Central.

La vida transcurría tranquilamente para mí. Lejos estaban mis inclinaciones políticas. Tenía que trabajar para vivir, pero sobre todo para divertirme. Paraba con mis inseparables amigos del colegio, Miguel y Armando, su hermano Mario, y una pequeña pero peligrosa banda de Ciencias Sociales de la Católica, donde estudiaba Armando. Toda gente de mucho talento.

Veíamos impotentes e impávidos, la secuela de nacionalizaciones y expropiaciones, manejadas con muy escaso criterio y con una ineficiencia que forzosamente tenía que requerir esfuerzo adicional. La Reforma Agraria, la Nacionalización de la Banca, del Petróleo, de la Pesca, de la Prensa, de la Minería, cada cual peor y viviendo de los Fondos Públicos en gran parte. No voy a criticar ninguna expropiación, a excepción de la Prensa. Tenían que ser brutísimos y muy audaces para hacerla como la hicieron, pero el tema del relato es otro.

Un sábado en la noche, mientras estábamos timbeando en la casa del Kid, uno de los miembros de la banda, el Chicha, bandolero también, comenta que la policía había entrado en huelga. Era primero de febrero de 1975 y Armando, siempre el mas rápido y ocurrente, replica - “¿O sea que podemos tirar cabeza en cualquier parte?” Todos reímos con la ocurrencia, pero nadie creía que lo que mencionaba el Chicha pudiera ser cierto.

Dado que la prensa solo publicaba lo que el gobierno quería, a pesar de haber sido “democráticamente” repartida entre los diversos sectores sociales, Lima vivía de bolas, es decir rumores que iban de boca en boca. Lima es una ciudad chismosa y engreidora, así que todos soltaban las dichosas bolas y las engalanaban con detalles para tratar de hacerlas mas creíbles. Creo que muchos limeños eran felices con esta seudo realidad y vivíamos tan tranquilos, sabiendo que nos mentían, pero las propagábamos con entusiasmo, alegría e imaginación, mucha imaginación.

El domingo, en la casa de Armando, donde me habían adoptado como a un hijo más, su papá, Don Tomás, hombre serio y severo, y al cual le debo muchísimo, al igual que a su esposa, la Señora René, comentó lo mismo, que un sector de la policía se había declarado en huelga y el no era de chismes ni rumores. La cosa debía ser un poco mas seria. Don Tomás no soltaba prenda así nomás. Mario dijo que no había visto ni un policía en la mañana. Yo pensaba que se venían días interesantes.

Al día siguiente me fui a trabajar como todos los lunes, resignado y pensando en que día seria millonario. Sigo pensando lo mismo cada lunes, casi cincuenta años después. Yo tenía que tomar un microbús naranja, que todo el mundo llamaba “Covida”, que era una urbanización casi en las afueras de Lima. El maldito micro recorría cada distrito de Lima y tenía una ruta técnicamente de lo más absurda. Daba vueltas y vueltas, tornaba, retornaba y era siempre el ejemplo de cómo no se debe diseñar una ruta de transporte. Sin embargo, siempre estaba lleno y parecían hacer dinero. Luego tomaba la línea 76 hasta la cuadra 18 de la Avenida Argentina, donde quedaba ENATRU. Me puse a buscar policías y no vi ni uno. El trayecto duraba en total como hora y media. La gente comentaba en el micro sobre la huelga y ya había algunas personas preocupadas por el asunto.

Finalmente concluí que el rumor era cierto. En la oficina, con los contactos que tenían en el gobierno, confirmaron la noticia. Yo trabajé como todos los días, y salí para la Universidad. Lo mismo. Todo el mundo hablaba de la huelga. Llegó el martes y por fin la noticia se publicó en los diarios, acompañada por supuesto de un Comunicado Oficial, que en resumen decía que un pequeño sector de policías se había declarado en huelga pero que el Gobierno Revolucionario, consciente de su deber patriótico, había dispuesto la salida de efectivos del ejército para cautelar el orden.

El martes tampoco vi ningún policía y tampoco vi ningún soldado, tanqueta, rochabús, etc. Las bolas ya hablaban de algunos incidentes de turbas asaltando tiendas y centros comerciales. Lastima que fuera martes y que tuviera que ir a estudiar. Era la oportunidad perfecta para probar la hipótesis de Armando, pero la responsabilidad pudo más. Eso, y que Armando también estaba estudiando esa noche.

Como a las diez de la mañana ya teníamos reportes por radio de algunos buses apedreados y con las lunas rotas. Siempre que había algún problema, la gente se desfogaba con los ómnibus. Absurdo porque es lo que usaban para poder trasladarse. Entiendo romper puertas y ventanas de oficinas públicas, al fin y al cabo lo trataban a uno como animal, o los autos de los generales y funcionarios públicos, ¿pero los ómnibus? Que entienda no quiere decir que lo acepte de ninguna manera.

Casi de inmediato, entra el primer bus. Tenía todas las lunas rotas, las cuatro llantas cortadas y el chofer sufría un ataque de pánico. Inmediatamente se llamó a todas las unidades para suspender el servicio. Unos doce ómnibus fueron casi destrozados. Incendiaron uno, en que el chofer, inteligentemente, se quitó la casaca de uniforme y se bajó, dejándolo a merced de la turba. Yo lo hubiera ascendido. Es el único que a mi parecer obró con inteligencia, aunque a lo mejor era simplemente miedo. Vaya uno a saber.

Media hora después, nos mandaron a nuestra casa. Un amigo mío, Juan, me dijo que me podía dejar por el centro, porque tenía que recoger a su esposa del Ministerio de Transportes. ¡Oportunidad de oro! En el camino, se podía apreciar que la ciudad estaba en estado de guerra civil. Todo cerrado. Gente corriendo por todos lados, manifestantes con pancartas y hordas sedientas de saqueo. Al llegar al Ministerio, le agradecí a Juan, y al querer salir, me lo impidió. Él y Carlos, otro amigo - “¿Estás loco? ¿No has visto como están las cosas? No, ni hablar, te dejo más allá” -

Juan me dejó en la esquina de Brasil con Pershing, bastante lejos del movimiento. Yo me había callado la boca, y apenas me bajé, tomé un micro amarillo con negro, que decía “Estadio Nacional”. Perfecto. De ahí podría caminar a Radio Patrulla, que era donde empezó la huelga, luego dirigirme al Centro Cívico y después, cómo no, a la Plaza de Armas.

Al bajar del micro, me dirigí a Radio Patrulla. El olor a gases lacrimógenos, que ya me era bastante familiar, impregnaba el ambiente. Lloroso y con la nariz ardiendo, llegué hasta allí sin mayores problemas. Habían incendiado un par de autos en las inmediaciones, pero parecía tranquilo, cuando en eso me percaté que el portón de entrada a una de las comisarías, que tenía una puerta corrediza vertical de metal, había sido violentada. La puerta corrediza parecía un gigantesco papel arrugado. Sin duda producto de la embestida de un tanque o vehiculo similar. Me seguí acercando lentamente y pude ver las paredes de ladrillo rojas, llenas de orificios de bala. Eran cientos, sin exagerar. En ese momento pensé que tenían que haber muchos muertos, pero todo parecía tranquilo.

Había tanquetas por todas partes, pero sorprendentemente, nadie me decía nada. Estaba frente a la puerta y no había un alma dentro. Un auto patrullero con numerosos impactos de bala parecía decir “Soy el único que queda, y espero que alguien entienda lo que ha pasado”. Mi imaginación es fértil, y pude visualizar la escena fugazmente. Al lado mío apareció un soldado imponente, no esos soldaditos levados sino un profesional. Curtido, sólido y con unos ojos impenetrables, casi vidriosos. Me miró y no necesitó decir nada. Rápidamente cruce la calle.

La gente que circulaba compartía noticias de lo que estaba pasando en otras partes. Escuché que había una camioneta aun en llamas en la Plaza Jorge Chávez y hacia ahí me dirigí. Nada especial, aun con unas cuantas llamas y humeando, pero no pasaba nada, así que me dirigí al Centro Cívico, donde pude ver que el fuego del edificio no se había extinguido, un auto estaba aun en llamas y el acceso estaba bloqueado. Decidí irme al centro.

Podría parar en la óptica de Mario y Armando y conversar un rato sobre lo que habían visto. Casi todas las calles estaban bloqueadas, pero gracias a Mario, que me había ensenado atajos y callejones para cortar camino, logre pasar a los soldados que resguardaban el área. Como dato si uno entra por la puerta del Hotel Riviera en Tacna, puede salir al otro lado, en la calle de atrás. Torrico, si no me equivoco.

Pude cruzar la Colmena subrepticiamente, por un atajo al lado del cine LeParis, pero pasar Emancipación fue imposible. Me quedé ahí, en tierra de nadie y me puse a explorar el área. Los recuerdos son borrosos y aun me persiguen una que otra noche.

El primer muerto que vi parecía estar sentado recostado en la pared. Pensé que era un borrachito del centro, uno de esos “hombres de barro”, de los que tomaban Racumin, una mezcla de alcohol con emoliente que vendían en la Parada y que los dejaba ciegos y deformes. Al acercarme más, supe que era algo diferente.

No hay duda que la muerte se siente. Ahí estaba yo, y sabia de seguro que el borrachito estaba muerto. No se cómo, ni porqué, pero era una certeza que yo trataba de alejar engañándome a mi mismo.

Muy lentamente, paso a paso, fui llegando a su lado y confirmé lo que ya sentía. El hombre estaba muerto. No vi sangre ninguna, pero me armé de valor y lo toqué. Estaba rígido y al lado del cuello había un pequeño agujero, casi rosado, con una aureola negra alrededor. Un poco de sangre seca en la camisa y en la piel, unos cuarenta años, con bigotito y abundante pelo negro engominado. Ligeramente moreno, me recordaba a Mauricio Garcés, pero mas delgado. En instantes pasaron por mi mente imágenes de su familia, sus amigos y todos los vacíos que dejaría en la vida de otras personas. Aterrado y con el corazón muy pesado, lo abandoné lo mas rápido que pude, sin correr, eso sí, porque correr es siempre sospechoso.

Ya no quería estar allí. De súbito, el encanto de la aventura y el querer saber para que no te lo cuenten habían perdido su lustre romántico. Había visto un ser humano asesinado. Por la fuerza que intentaba poner orden a las fuerzas del orden. Estaba encerrado entre la Colmena, Emancipación, la Avenida Tacna y Lampa. Decidí salir cuanto antes por Tacna, la más amplia de las cuatro. Los grupos de soldados parecían salir de todas partes, siempre unos cinco o seis. Traté de pensar en “Combate” la serie televisiva, con el sargento Saunders, Caje, Little John y otros, en su versión chola, pero mi alma no estaba para fugas imaginativas.

En el camino, cuatro cuadras por el Jirón Moquegua, vi más muertos. Todos estaban en la misma posición, sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la calle. Al llegar a Rufino Torrico comprendí: los soldaditos acomodaban a los muertos para que no estorben. Después de todo, no deja de ser una molestia eso de dejar un cadáver a media pista. ¿Y si una de las tanquetas se accidenta por tratar de desviarse? ¿Eso no seria bueno ni para el muerto, no es cierto? En esta calle vi a un camión del ejército, con más soldados, cargando a uno y tirándolo a la tolva del camión. No sé cuántos, pero ya habían varios más recogidos. Ahí si no los acomodaban. Los tiraban nomás, como quien tira un saco de papas.

Asqueado, deprimido y apesadumbrado, logré salir del bloqueo con dirección a la Alfonso Ugarte, ya que no había autos en ninguna de las avenidas aledañas. Llegué por la Avenida Uruguay, y estaba lleno de gente. Había tráfico, y soldados y tanquetas. Crucé la avenida en el momento en que un par de tanquetas arribaban a Scala, tienda de departamentos, cuyos vidrios estaban todos rotos, y la gente había empezado a saquear la tienda. Lentamente, se colocaron en las calles que hacían esquina. Las ametralladoras de ambas apuntaron más lentamente aun al Centro Comercial y empezaron a disparar. No unas cuantas ráfagas, no. Para mí, el traqueteo parecía no tener fin. El sonido tampoco es como uno lo ve en las películas. Es seco, desabrido, y sin ritmo. Sobre todo, es sórdido, terriblemente real.

En la esquina opuesta, éramos un grupo grande y mirábamos, entre ensimismados y asombrados, como disparaban a matar, con calma y perseverancia. No podíamos ver si hubieron muertos, pero de que los hubo no hay duda,

Pero el peruano siempre es ocurrente, aun en los momentos más críticos. Alguien se percató que por la última ventana del lado de Alfonso Ugarte, salía gente, uno por uno, evitando el fuego. Cada uno llevaba tres o cuatro camisas puestas, casacas y todo lo que pudieron ponerse antes de salir. Al terminar los disparos, sale muy lentamente y con mucha parsimonia, una señora de mediana edad, que se había puesto zapatos muy grandes para su talla y se veía obligada a arrastrar los pies para que no se salieran, Todo el mundo rompió a reír a carcajadas. No dejaba de ser jocoso verla andar con mucha dignidad, con un aspecto de moral intachable arrastrando los pies.

Aun no terminábamos de reírnos cuando se acerca a nuestra esquina otra tanqueta y se detiene frente a nosotros. La multitud sólo atinó a pegarse a la pared yo el primero Se hizo un silencio sepulcral cuando vimos la ametralladora girar hacia nosotros. En ese momento empezaron los gritos. ¡Pero si no hemos hecho nada! ¡Solo estábamos mirando! ¡Papacito, no dispares por favor! Delante mío había unas cuatro filas de gente. Yo tenía al frente a una señora gruesa, que gritaba ¡Mis hijos, mis hijos! Solo se me ocurrió ponerme de cuclillas, confiando en que la humanidad de la buena mujer fuera suficiente para que no me alcanzaran las balas.

Y el soldadito disparó. Al escuchar los disparos me di cuenta que a pesar de todo creía en Dios. Sin embargo nadie cayó. Los disparos habían sido hechos en nuestra dirección pero bastante mas arriba del suelo. Escuchamos el impacto de las balas y los pedazos de cemento empezaron a caer en nuestras cabezas.

Corrí como nunca he corrido en mi vida, Hice unas siete cuadras de la Avenida Bolivia y una de Alfonso Ugarte antes de detenerme. Logré tomar un taxi y salir de ese infierno.

Las estadísticas que publicó el Gobierno Revolucionario hablaban de la muerte de 86 civiles y ningún policía. Yo vivía a dos cuadras de la casa del General Rodríguez Figueroa, responsable de la matanza y siempre me preguntaba quienes serían esas señoras vestidas de negro con fotos enmarcadas de policías a las que veía todos los días, que hacían guardia en la puerta de su casa desde las seis de la mañana…

Pero esas son tonterías mías. Si el gobierno dijo que no habían matado ningún policía y que los civiles muertos eran delincuentes, tiene que ser cierto. El gobierno que luchó por eliminar la injusticia del Perú, que socializó todo en bien de todos los peruanos no puede mentir. ¿O sí?

Por si acaso solamente, juré no vivir nunca más en una dictadura militar, por bien intencionada que sea. Estoy seguro que los ¿86? civiles y los ¿0? policías muertos estarán de acuerdo conmigo en esto.

julio 09, 2013

Mi Tío Perico y La Rubia Mireya


La mayoría de mis recuerdos familiares de infancia vienen por el lado de mi madre, pues mi hermano y yo vivíamos rodeados de tíos y tías que eran hermanos de ella. La familia de mi padre estaba en España y Estados Unidos, así que sabíamos de ellos por cartas o historias que nos contaba mi padre.

Eso cambió cuando nuestros abuelos vinieron de España a hacerse cargo de nosotros y aunque aguantaron heroica y estoicamente la bestialidad de sus nietos, después de un año tuvieron que tirar la esponja.

Pero aparte de hermosos recuerdos, nos sirvió para acercarnos mucho a la familia de nuestro padre. Si los de la Rosa Toro eran personajes únicos y geniales, los Salmerón eran dramáticos, obsesivos y espectaculares. En común tenían esa disposición de disfrutar de la buena vida, comer bien, beber mejor y lo dejaremos ahí.

Hace unos días fue el cumpleaños de mi tío Perico, hermano menor de mi padre y un Salmerón con todas sus letras. Lo recuerdo desde la infancia, pero mis momentos de gloria con él son más cercanos a mi juventud y adultez.

Perico vivía en los Estados Unidos, y bastante bien, por cierto. Puso negocios de exportación de partes de avionetas, traducciones y otros más, aparte de trabajar para la ciudad. También logro comprar varias propiedades que le producían una renta interesante.

Además alojaba en su casa a los pilotos latinoamericanos que iban a tener entrenamiento en Cessna, Beechcraft y otros fabricantes, que tenían la sede central en la ciudad donde vivía. Las borracheras en su casa eran legendarias y se hizo muy popular en la aviación civil latinoamericana. Ocioso es decir que las pugnas por alojarse en su casa eran grandes.

Se casó muy joven  en Arequipa con una mujer guapísima, mi tía Lucha. La pobre lo  pudo aguantar por más de un año, sufrida y meritoriamente. Y es que el tío Perico desde joven se apasionó por la buena vida y las noches de bohemia. Lo interesante del caso es que no tocaba ningún instrumento, no sabía muchos chistes ni anécdotas curiosas, ni era un intelectual de pensamientos profundos y oscuros. No. Perico era absolutamente normal en ese sentido. Se llevaba estupendamente con todo el mundo y todo el mundo lo invitaba a la próxima jarana sin dudarlo.

Yo diría que lo mas resaltante en su personalidad era su galantería con las mujeres y la lealtad a sus amigos. Era alto,  fornido y en la década del cincuenta, con su bigote  fino y delgado, tenía un aspecto de galán de cine mejicano, mas cerca a Jorge Negrete que a Pedro Infante. Era meticuloso hasta la exasperación y siempre andaba impecable. Era realmente un Don Juan latino.

Después de su primer divorcio, y ya en USA, se volvió a casar con otra chica peruana. Mi tía Elena. Ella lo aguantó un poco mas, como 4 años, me parece. Se volvió a divorciar y pasarían 25 años antes que se volviera a casar, con otra peruana, Mónica, a quien le doblaba la edad. Ya no le podía decir tía, pues era bastante mas joven que yo. Creo que la flamante suegra era menor que Perico.

Durante esos 25 años, viajaba con frecuencia a Perú, y en varias ocasiones se trajo una gringa de acompañante. Invariablemente eran rubias y lo que se diría “bien despachadas”.  Nunca supe si las traía para alardear o porque era su pareja de turno. Creo que era un poco de ambos, pero lo importante es que estaban buenísimas. Esta historia trata acerca de una de ellas, Kathy. Ahora, parafraseando a otro tío mío, el tío Paco: “Que yo no la quiero para que me de una conferencia”,  daría una breve idea de su capacidad intelectual.

Kathy era una mujer americana nacida en el Medio Oeste y que nunca había salido de su estado natal, Kansas, en sus treinta y tantos años de vida. Guapa, de un metro ochenta mas o menos, con un cuerpo escultural, ojos azules, sumamente blanca y con el pelo rubio casi platinado. No sé si natural o autoimpuesto, pero la impresión general llamaba muy poderosamente la atención, no solo de los hombres, sino también de las mujeres. En esa época la silicona no existía, así que sus generosos atributos físicos eran completamente naturales. Lo único que la traicionaba era cierta mirada somnolienta que echaba de cuando en cuando. A mí por lo menos, me decía que no era muy rápida mentalmente.

El poco tiempo que la conocí me dejo la imagen de una mujer buena, religiosa y muy conservadora. Más que sencilla, era simple en su manera de pensar y solo conocía, metafóricamente hablando, dos colores: blanco o negro. No había grises en absoluto. Yo, que suelo vivir con más de 400 tonalidades entre ambos colores, me maravillaba que alguien pudiera clasificar la vida con solo dos opciones. No debe ser fácil, me imagino. En resumen, se veía que era una buena persona atrapada en un cuerpo hecho para pecar.

No sé que estaría pensando mi tío cuando la trajo. En primer lugar, hace 40 años, USA era muy diferente a la de hoy, y Kansas es uno de los estados mas conservadores de la Unión, aunque conociéndolo, sin duda esperaba pasar un buen rato con la gringa en más de un sentido.

Al principio, Kathy estaba encantada. Todo le parecía maravilloso y tantas cosas y costumbres nuevas la tenían muy animada. Obviamente, la primera impresión había sido buena aunque al final terminaría convirtiéndose en una pesadilla para la pobre. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos.

Al segundo día de su llegada, mi tío Perico la llevó al centro de Lima. Yo era su chofer y el único en la familia que hablaba un poco de inglés, así que mi presencia era obligada. Es preciso aclarar que antes de emigrar a los Estados Unidos, Perico había pasado años muy malos en el Perú. Con los negocios de la familia quebrados, debió encontrar trabajo, y no le fue fácil. Trabajó con mi padre en la construcción de carreteras en la sierra de La Libertad, pero no duró mucho tiempo. Aunque era, como casi toda mi familia paterna, un trabajador compulsivo y pertinaz, mi padre era muy exigente y con él más que con nadie, al punto que llegó un momento en que la cosa explotó, y se regresó a Lima.

Tuvo varios trabajos, todos malos y con sueldo de hambre, pero se mantuvo solo, sufriendo hambre y frío literalmente. Consiguió varias pensiones y en algunos casos un cuarto con baño común, en algunas casonas del centro de Lima que habían empezado su largo y desgastante proceso de tugurización. Según me contaba, se daba por satisfecho si podía comer una vez al día cinco veces por semana. Muchos domingos fue a la casa de mi abuela materna, donde vivíamos nosotros, a comer. La mamamita, mujer de mucho carácter, no lo podía ver. Lo trataba mal, pero mi madre se aseguraba que ese día comiera bien y mucho. Yo recuerdo haberlo visto repetir 3 veces una vez. Fueron años muy, muy duros y que lo marcaron de por vida.

Cuando finalmente salió del Perú a cumplir sus expectativas del sueño americano, tampoco le fue fácil. Su hermano Juan Manuel, mi tío, mas conocido como Mané, era médico recién empezando, recién casado y el dinero escaseaba. Su conocimiento de inglés era referencial, es decir todo lo que sabía es que era un idioma extranjero.

El primer trabajo que tuvo, fue conseguido por Mané y no era muy agradable. El trabajo de Perico era limpiar y vestir a los pacientes que habían muerto en el hospital donde trabajaba el tío Mané. Incluso aprendió a maquillarlos un poco, y aunque él no les daba el “acabado” final, los dejaba en condiciones que no fueran muy dolorosas para los deudos. Me ha tocado mas de una vez ver cadáveres con algunas horas después de la muerte, y el rigor mortis es francamente desagradable y deformante. Poca gente muere con una expresión beatífica como la que uno ve en los velorios.

Perico odiaba este trabajo como era de esperar, pero pagaba sus cuentas mientras estudiaba ingles y trataba de adaptarse a esta nueva realidad. Poco a poco su situación mejoro y finalmente prospero considerablemente.

Los motivadores que nos impulsan a hacer cambios radicales en nuestras vidas, son a veces absurdos e inesperados. El incidente que le cambió la vida no solo tenia estas características, sino que además fue muy desagradable.

Llegó Perico un día a trabajar y le entregaron la lista de fallecidos que había que preparar. Su lugar de trabajo era una habitación  al lado de la morgue del hospital. En ella se hacía la limpieza, el arreglo y se colocaba la vestimenta del occiso traída previamente por la familia. Una vez terminado, era trasladado al ataúd que iría a la funeraria para el velatorio. Todo este trabajo podía hacerlo una sola persona, con la excepción del traslado al ataúd, que había que hacerlo entre dos. Mi tío trabajaba con un moreno y se ayudaban mutuamente cuando había que trasladar el cuerpo.

Ese día, el moreno no fue a trabajar, y mi tío me contaba que cuando llego, su supervisor, aparentemente en perfecto y muy lento inglés, le habló como por cinco minutos sin que por supuesto, Perico entendiera una sola palabra. Y me repetía: “¡Ni una!”. Yo le repliqué que si le había dicho  “OK”, como es usual cuando a uno le dan instrucciones, era una palabra que incluso él hubiera comprendido en esas circunstancias. Me contestó: “¡Claro que entendía OK! Cada vez que decía OK, yo asentía con la cabeza. Pero esa no es una palabra”.

Se fue a su lugar de trabajo con la lista de muertitos, confiando que el moreno, con quien había desarrollado un lenguaje de señas, se daría maña para explicarle que quería el supervisor. El moreno no fue a trabajar ese día, con lo cual Perico asumió que eso era lo que le había querido decir el jefe. Pensó para sí que tendría que trabajar solo, lo cual no representaba ningún problema. Todo fue muy bien con el primer muerto hasta que llegó el momento de ponerlo en el ataúd. Para colocarlo, el ataúd se pone verticalmente, con una ligera inclinación para que el cadáver no se caiga. La rigidez ayuda también a que permanezca firme y derecho. Evidentemente el supervisor también le había querido decir que llamara cuando llegara este momento para que otra persona lo ayude. Mi tío siempre fue muy orgulloso y no iba a demostrar su limitadísimo uso del idioma pidiendo ayuda.

Inmediatamente decidió que él podía cargarlo solo. Lo pondría a sus espaldas y así lo llevaría hasta el ataúd donde lo colocaría suavemente poniéndose de espaldas al ataúd y retrocediendo lentamente. Con todo ya previsto y planeado, se echó el muerto al hombro y puso manos a la obra. No había dado dos pasos cuando sintió que por  la espalda y las piernas le recorría un líquido frío y abundante.

Le tomó unos pocos segundos comprender que el difunto lo estaba orinando. Aparentemente había muerto con la vejiga llena y la presión había causado que el esfínter se aflojara con la consiguiente meada póstuma. Su primera reacción no fue de asco, sino de terror, con lo que aventó al muertito a mas de tres metros, mientas emitía un alarido espeluznante. Salió corriendo despavorido de la habitación y no paró hasta estar fuera del hospital. Nunca más regresó y ni siquiera quiso cobrar su último cheque. Como me decía muchos años después, ese incidente cambió su vida. Siempre recuerdo que Perico solía mirar mucho hacia el pasado, a sus tiempos malos y difíciles. Quizás para recordarle a donde se puede llegar o de donde se puede salir, según sea el caso.

Volviendo a Kathy, una de las razones por las que mi tío quería ir al centro, era para visitar los lugares donde había vivido veinte años atrás. Lo que Mané definía como “peregrinaje masoquista” y no le faltaba razón.  Lo entiendo y lo acepto perfectamente. Incluso me parece razonable. Pero llevar a la gringa al centro de Lima y recorrer con ellas esos lugares, me pareció una malísima idea desde el principio.

Ella causó revuelo al caminar por el jirón de La Unión, por razones que ya he mencionado. Se había puesto una especie de traje, que consistía en un pantalón y un saquito de la misma tela estampada con arabescos marrones y blancos, con una blusa blanca. Muy convencional en principio, una característica cambiaba toda la perspectiva: se veía literalmente como una segunda piel por lo ceñido, y por el color que a la distancia asemejaba el color de la piel humana.

Pudimos recorrer dos cuadras en las cuales yo me había colocado detrás de ella para evitar a los sapos que se querían acercar a distancias cercanamente peligrosas. Yo siempre he leído que usualmente los hombres que hacen estas cosas en público dan unos pellizcones. La versión más usual es del viejo verde pellizcando a la enfermera. Pero yo he visto que eso no es cierto, incluso en el caso del viejo verde. En todos los casos, he visto que abren completamente la mano y tratan de agarrar la mayor cantidad posible de la zona a donde dirigen la puntería. No es broma. Es cierto.

Debo confesar que por un momento me cruzó por la mente hacer lo mismo y echarle la culpa a alguno de los numerosos escoltas que teníamos. Pero yo soy un caballero, y además, estaba sobrio.

Logramos llegar indemnes al jirón Puno, mientras la gringa estaba en la gloria. Se sentía una artista de cine. En un momento me dijo una frase muy descriptiva y muy de Kansas: “Me siento como un diamante en el culo de una vaca”. Alegoría granjera muy apropiada para la situación. 

Logramos llegar a la primera casona. La puerta principal había sido tapiada con tablones y se veía un anuncio de desahucio por estar en peligro de derrumbarse. Pero los inquilinos seguían adentro, y cuando Perico vio que giraban  dos de las tablas que bloqueaban la puerta, no dudó en hacer lo mismo, no sin antes explicarle detalladamente la razón del desahucio a Kathy, quien reacciono rapidísimamente negándose a subir.

Cuando vio que yo también entraba y a los lobos unos dos metros de donde se encontraba, cambió de opinión y decidió entrar. Era lenta, pero con las motivaciones adecuadas, reaccionaba  muy rápidamente.  La puerta daba directamente al segundo piso. Subimos con mucho cuidado, pero a la gente no parecía importarle mucho la fragilidad del inmueble. Niñitos corriendo en el pasillo sin ropa ninguna, un cantante duchándose en el baño común, un grupo de viejos jugando “tayita” en una esquina del corredor con las cervecitas y el ron, trozos enteros del balcón que rodeaba el pasillo interno  se habían caído, y un olor denso, pesado, de aceite quemado, jabón de lavar hervido, lejía y humanidad sudorosa, le daban al lugar un aspecto casi surrealista.

Kathy empezó a asimilar lentamente donde se encontraba, el riesgo que corría, no sólo con la casona a un paso de derrumbarse, sino por algunas miradas lujuriosas y agresivas que percibía. Frases en las que no entendía una palabra pero con una clara intencionalidad, comprensible en cualquier idioma. Ya no se sentía como el diamante dichoso, sino mas bien como el chivito que atan para cazar a los tigres de bengala.

No pasó mucho tiempo sin que emitiera en un tono desesperado y suplicante un urgente pedido a Perico para que la sacara de ahí, a lo cual el sonrió y le dijo que no se preocupara, que todo estaba bajo control, algo que incluso el sabia que no era cierto, pero dejó pasar unos larguísimos diez minutos mostrándole la habitación que él ocupaba, en la que una señora cocinaba con un Primus en el suelo algún tipo de sopa, mientras unos chiquillos jugaban alrededor, en un ambiente hediondo que se le hizo intolerable a la gringa.

Cuando finalmente salimos, ella solo quería regresar a la casa, pero Perico la llevó a otro tugurio, al cual no entramos porque ella empezó a tener un ataque de histeria. Lo que él nunca le dijo es que cuando vivió en esas antiguas casonas, todo estaba mucho mejor conservado y limpio y la dejo con la certeza que él había sufrido todos esas inclemencias.

En la casa, se encerró en el baño por casi 3 horas. Cuando salió, parecía mucho más vieja y arrugada. Había estado en la tina por un largo rato, quizás tratando de sacarse el olor de la casona y  del miedo que se le había impregnado hasta los huesos. No quiso salir esa noche ni a comer. Hubo que traerle hamburguesas del “Tip-Top”.

Al día siguiente, ya mas tranquila, se sentía mejor, aunque la excitación que tenía cuando arribó a Lima ya no era la misma. Parecía como el niño que aprendió a montar bicicleta pedaleando sin miedo hasta su primer accidente, en el cual se enfrenta a la realidad que lo golpea y le dice “Si andas sin cuidado, te voy a golpear mas fuerte la próxima vez”. Se notaba que estaba a la defensiva, pero aun mantenía una actitud positiva.

Esa noche salimos, fuimos a una peña criolla y lo pasamos todos muy bien. Recuerdo que era sábado y abandonamos la peña alrededor de la una de la mañana. Todos teníamos hambre, así que fuimos a un bar restaurante que quedaba en Benavides, a media cuadra de Larco, que tenía mesitas afuera. Simpático el sitio, pero a esa hora, la mayoría de las mesas estaban ocupadas por parroquianos tomando cerveza o algún trago corto.

Kathy miraba plácidamente las mesas y todo transcurría con normalidad, pero le llamaba la atención una mesa en especial, en la que uno de los congregados había enterrado el pico y estaba durmiendo con la cabeza sobre la mesa. Ninguno de los otros parecía prestarle atención, lo cual me parecía perfectamente normal. Total, a la hora de irse, lo cargarían y lo dejarían en calidad de bulto en su casa. Y si se ponía pesado, lo dejaban ahí y que se joda. Al menos así lo hacíamos mis amigos y yo, aunque confieso que conmigo eran un poco mas considerados, quizás porque yo me ponía pesado siempre.

En fin, era una de esas reglas no escritas, parte del código de la juerga. Pero ella insistía, que no podía ser, que había que llamar a la policía, o al administrador del local para que no les diera más trago a esos muchachos, etc. Se puso pesada y yo me cansé de explicarle que era una cultura diferente, que los dejara en paz, que nos íbamos a meter en problemas… Nada.

Felizmente al poco rato pidieron la cuenta y empezaron a levantarse para irse. Entre dos despertaron al dormilón, quien sacó las llaves del auto de su bolsillo y se dirigió a éste, que estaba cuadrado a unos pocos metros. Era la época en que todavía podía uno cuadrarse en Benavides.

Yo por supuesto no dije nada, pero Kathy había estado pendiente hasta del menor detalle. Cuando vio que el dormilón se sentaba al volante y arrancaba el auto, empezó a gritar que hiciéramos algo, que se iban a matar todos, que como podíamos ser tan irresponsables de dejarlos ir. Yo, que no veía nada irregular en mi comportamiento ni en el de ellos, empezaba a perder la paciencia, y le dije a Perico: “Por favor, encárgate de tu gringa o a los que van a meter presos es a nosotros”. El me explicó que su hermano se había matado en un accidente de tránsito unos meses atrás, por conducir ebrio, y que el tema la ponía extremadamente sensible. Yo le dije que entendía perfectamente, pero eso no iba a cambiar el hecho que nos metieran presos.

Decidimos entonces irnos a la casa para evitar mayores incidentes. Ellos se estaban alojando en la Residencial San Felipe, así que tomé la avenida Arequipa, una vía relativamente tranquila en aquel entonces, y ella ya estaba mas serena. Pero justo antes de entrar al By-Pass, como 50 metros delante nuestro, una camioneta se empotró sin frenar en el muro divisorio. Fue como si lo estuviera viendo en cámara lenta. Impresionante. No escuché nada, porque los gritos de la gringa, que por lo visto no se perdía detalle de lo que pasaba alrededor eran ensordecedores.

Sin la menor duda, seguí de frente. Ni siquiera sobreparé, y si tenia la intención de hacerlo, se desvaneció al primer grito. Pero eso fue peor. Ya no solo gritaba, sino que lloraba a mares y quería bajarse del auto en marcha. Recién ahí se dio cuenta que no había puerta a su lado, porque los escarabajos sólo tienen dos puertas y ella no se había subido antes a ninguno. Obviamente, ya estaba descoordinada y solo quería que diéramos la vuelta para atender a los heridos. Yo trataba de decirle que estaban yendo despacio y que lo más probable es que ya se hubieran bajado y tomado un taxi, pero fue implacable. Había que volver.

En eso recordé que había una comisaría dos cuadras antes del By-Pass y hacia allí nos dirigimos. Le expliqué que era mejor dejar esas cosas en manos de la ley, ya que a lo mejor nosotros, “por ayudar” podíamos cometer algún error con los heridos que causaría la muerte de alguno de ellos. Se calmó y me dijo que tenía razón, que lo mejor era lo que yo sugería. Supongo que imaginaría un patrullero totalmente equipado con su numerito “911” en ambas puertas. No lo sé.

Al llegar a la comisaría, todas las luces estaban apagadas. Mal presagio. Significaba que ya se habían echado a dormir todos los policías de turno. Me bajé, me acerqué a la puerta y encontré a uno que se vislumbraba a través del vidrio de la puerta corrediza, bien arropado en su frazada y roncando sonoramente. Toqué la puerta fuertemente y finalmente despertó. Abrió la puerta con una cara de muy malas pulgas y le expliqué lo que había pasado, exagerando todo lo que pude la gravedad de los heridos y hasta deslicé un muerto en la conversación. El policía me miro con unos ojos en los que sólo se reflejaba cólera. Supe en ese momento que me odiaba con toda el alma. Creo que hasta pude escuchar su pensamiento: “¡Concha de tu madre! ¿A esta hora me traes chamba, huevón?”

Sin embargo y apretando los dientes, me dijo: “Muy bien Señor. Gracias por avisar. De inmediato mandamos un patrullero”. El y yo sabíamos que no era verdad. Es más, yo sabía que él estaba mintiendo, y él sabía que yo sabía. Así y todo, nos despedimos muy cortésmente. Protocolos muy peruanos que desconciertan a los extranjeros y a los cojudos. Cuando llegué al auto, le dije a la gringa que ya habían mandado dos ambulancias y un patrullero y que el policía me había recomendado que tomara otra ruta, pues habían bloqueado la calle para atender a los heridos.

Salí por Petit Thouars de frente a Javier Prado. Kathy con todo el maquillaje descompuesto y con el rimmel  que le había pintado unas rayas negras a ambos lados de la nariz.  Yo no murmuré una palabra hasta que llegamos a San Felipe.

Noche azarosa como pocas. Al entrar al ascensor, y confieso que nunca había visto nada fuera de lo común en estos ascensores, había una media de hombre, usada. Usada en exceso máximo seria una mejor descripción, colgando del techo. El hedor era ofensivo. Kathy no la había visto, pero Perico se encargo de que le echara una mirada, indicándole que era la causa de la pestilencia. La pobre mujer no paró de llorar hasta que llegamos al décimo piso. Yo no quise ni entrar de lo harto que estaba.

Decidí desparecer todo el Domingo. Al llamar el Lunes, mi tío Perico me dijo que Kathy se había marchado imprevistamente con rumbo a Kansas la noche anterior. No la volví a ver nunca más y por lo poco que supe después, no quiso jamás salir de Kansas.

En cuanto a mi tío Perico, caballero de la noche, galán irremediable, esplendido y audaz, murió hace un poco mas de tres años. Aquí en los Estados Unidos, a no ser que seas una celebridad o millonario, los velorios y los funerales son pequeños a comparación de los de Lima.

Para el entierro de mi tío Perico, la iglesia se lleno de tope a tope. Eso dice mucho más que cualquier cosa que pueda yo poner acerca de él.

Hace unos días fue su cumpleaños. Sus hijos, su nuera, su nieta y mi hija fueron al cementerio a visitarlo. Mi primo Javier sacó una botella de tequila, y se sentaron alrededor de su tumba hasta que la botella se terminó. Estoy seguro que ese es el homenaje que más lo hubiera emocionado.