enero 08, 2014

Fulbito en la Oficina




Tengo muchísimos recuerdos de IBM. Estuve casi 19 años en esta extraordinaria compañía. Después de eso, he pasado por empresas públicas, privadas, pequeñas, grandes y gigantescas, además de haber tenido mi propia empresa. Ahora estoy abriendo otra, pero es bastante pequeña.

En ninguna de ellas pude apreciar la visión que tenia IBM de sus empleados. Con 3 sencillos principios, respeto por el individuo, servicio al cliente y excelencia por encima de todo, IBM sigue siendo parte de mí, 21 años después de haber salido. Y he podido recibir la misma impresión de muchos ex-empleados.

Siempre se burlaban de nosotros, porque todos tenían terno azul o gris oscuro y camisa blanca en esa época. A mí me molestaba mucho eso. Hasta que un día, alguien me dijo: "la razón por la cual todos se visten igual, es para que no haya diferencia entre el conserje y el gerente general". Todos se trataban de tú, lo que me costaba trabajo, al ser un mísero chupe, y dirigirme a un gerente de sucursal y decirle "Hola, Lalo", me costaba mucho, pero me ajusté. Esto era parte también de la democracia en IBM.

Quizás lo que la hizo diferente fue la norma que tenía de "Hable francamente". No sólo le pedían a uno que dijera lo que pensaba, sino que era casi una orden. Me acostumbré a llamar las cosas por su nombre y a señalar lo que a mi parecer estaba mal. En las reuniones de trabajo, había que reservar un tiempo muy amplio para poder resolver todas las preguntas, dudas y criticas.

Más adelante, en mi vida laboral, por hacer lo mismo, he estado a punto de perder el trabajo. Como escuché a un IBMista una vez: "A mí me han contratado no para decir sí señor, a mi me han contratado para que de acuerdo a mi punto de vista, diga lo que me parece mal. Una vez de acuerdo, todos tienen que empujar para adelante"

Eso solo ocurría en IBM. Cuando en otra empresa se lo planteé a mi jefe, el Vicepresidente de Finanzas, se le subió la sangre a la cara y a punto estuve de ser despedido. La obsesión por ser el mejor, por dar más de lo requerido, y aun así, mas todavía, solo la he visto en INBM.

Pero basta de elogios al Alma Mater. Quería compartir algunas historias de mis aventuras con el Gerente General cuando yo ingresé. Evidentemente, mi karma me permitió entrar a IBM, pero estaba listo a hacerme algunas jugadas.

Normalmente, para ingresar a IBM, había que entrevistarse con el futuro gerente inmediato, su gerente, el gerente del área, el gerente de Personal y el Gerente General. Di varios exámenes de IQ, psicotécnicos y de comportamiento. Logré engañarlos a todos y pasó desapercibido para todos mi locura obsesiva, mi bipolaridad, y mi afición desmedida a los modificadores de conducta.

Solo hubo una entrevista que no se pudo realizar, aquella con el Gerente General, que estaba de viaje en Nueva York por casi 3 semanas. Pero dado que era uno de los niveles más bajos de la organización, y que había impresionado favorablemente a todos, me contrataron.

Un sueldo increíble, una compañía increíble, un sueño hecho realidad, caminé sobre nubes casi una semana.

El principio fue espantoso. No entendía nada. Parecía que hubiera entrado a Harvard o Yale viniendo de la universidad "Alber Aistain". Sufrí mucho pero contra todos los pronósticos, no me botaron.

A los pocos días de estar en IBM, alguien del departamento me preguntó si yo jugaba fulbito, a lo que conteste que sí, que era arquero. Sin siquiera preguntarme, apuntaron mi nombre y pasé a formar parte del equipo de IIS (Internal Information Systems), que destacaba mas por su entusiasmo que por su técnica. A excepción de un muchacho llamado Enrique, todos éramos mediocres pero con mucho corazón. En el campeonato casi siempre perdimos o empatamos, pero no se la hicimos fácil a nadie.

Este relato trata de un partido especifico. El CC (Centro de Cómputo) era un equipo joven, que tenía mejores jugadores que nosotros en promedio, pero tampoco era uno de los mejores. Teníamos algunas probabilidades de ganar por lo que habíamos visto de ellos en juegos anteriores. El único problema era que jugaba Augusto, Gerente de Ventas y el número dos en la compañía. No jugaba mal y me advirtieron quien era. Nada más. No me dijeron que no lo tocara, ni que tuviera cuidado. Yo, imbuido del espíritu democrático que se respiraba en IBM, decidí salir a cortar las jugadas con la misma fuerza y pasión que ponía en cada una. No tenia porque haber diferencias.

Sin embargo, cuando empezó el partido, noté que había un jugador en la delantera al que no conocía y Augusto había sido trasladado a la defensa. Pensé para mis adentros que era una muy buena señal. No tendría que partir pelitos con nadie por un foul o entrada fuerte.

Este individuo era alto, atlético y tenía una mirada difícil de definir. Era mas bien inquisidora, como tratando de ver mas allá de lo usual combinada con cierta extraña dureza como de alguien acostumbrado a salirse con la suya, pero empujando hasta el límite necesario nada más. Sin duda inspiraba respeto.

Al mirarlo, siendo yo un bisoño y equívoco juez de carácter, pensé que era un vendedor de Procesamiento de Datos y que esa era la mirada con la que medía a sus clientes. El tiempo y las circunstancias me corregirían dolorosamente esa impresión.

Mientras tanto, el partido había comenzado. El jugador nuevo con el número 9, era fuerte, muy veloz y tenía bastante habilidad. Me dio mucho trabajo, tuvimos más de un golpe en las canillas ambos, y sus labios se habían convertido en una fina línea. Yo feliz, porque sabía que eso significaba que estaba molesto. Iba ganando la batalla. Ningún otro delantero destacó y todos los pases parecían dirigidos a él.

Increíblemente, metimos un gol, y casi de inmediato, metimos otro. Fue en ese momento que el número 9 empezó a atacar con todo, pero el destino estaba de mi parte. Un par de palos, dos fallas increíbles y la valla invicta.

Entonces decidió adoptar otra táctica. Cuando la bola sale fuera por el lado del córner, el arquero debe sacar con el pie. Los jugadores contrarios no pueden entrar al área. Ante una salida de córner, al momento de patear la bola, me encontré con el nuevo jugador en la raya del área, bloqueándome la salida. Además saltaba muy alto y yo no podía dar un buen pase. No lo pensé mucho, y patee fuertemente al cuerpo, con tan buena suerte que el pelotazo cayó abajo de la cintura.

Se agachó de dolor, yo recogí la bola tranquilamente, e hice un pase con la mano. Jugada limpia según las reglas, no tan limpia en cualquier otra circunstancia. Pero era el calor del juego, y teníamos que ganar.

A escasos minutos, una jugada idéntica, con resultados idénticos. Sin embargo, parecía que el ánimo del publico había bajado un poco. Casi no se escuchaba nada excepto los gritos de los jugadores. No le preste atención y terminó el primer tiempo. Cabe mencionar que el número 9 no se quejó, ni pidió cambio. Siguió en la brega, aunque por momentos se podía ver el dolor en su cara.

Al llegar a la banca, me recibe Pepe, el veterano del grupo y me dice

- Oye inconsciente, ¿Que estás haciendo?
- ¿Cuál es el problema, Pepe? El pata se pone en frente mío, y no es foul ni nada.
- ¡Que foul, imbécil, ese es Gonzalo, el Gerente General!

¡Mierda! ¡Mi futuro hecho añicos, mis sueños destrozados! Porque mucha democracia e igualdad dentro de IBM, pero esos tiros fueron con mala leche. Él lo sabía y yo lo sabía. Era suficiente.

El partido terminó 4-2. Gonzalo metió los 4 goles.

Algunos años después, nos hicimos amigos, haciendo aeróbicos en la oficina. Nunca hasta donde yo sé, hubieron represalias. Confieso que en el caso inverso, yo hubiera enviado al susodicho a remar en las galeras. Pero hay personas mejores que uno, gracias a Dios.

Poco antes de salir de IBM, nuestros destinos se volvieron a cruzar. Yo tenía un examen en la Universidad a las 2PM y decidí ir a almorzar a la cafetería antes. Yo llevaba un maletín que me habían regalado en IBM. Lo dejé encargado en caja para recogerlo antes de salir.

Así lo hice y me fui a la Universidad, di mi examen, bastante bien por cierto, pero nos obligaban a permanecer en el salón hasta que todos hubieran terminado, Decidí abrir mi maletín a ver si encontraba algo entretenido, y lo primero que vi fue un periódico, muy extraño ya que yo nunca compraba diarios. Siempre leía el que alguien había comprado.

Estos maletines tenían un monograma con el nombre del propietario, y habían regalado uno a cada empleado que había ganado el premio Administrativo de Excelencia. Fui a ver de quien era, ya con la seguridad que ese no era el mío. Al leerlo, salté de la carpeta y salí como una bala, derribando carpetas y alumnos en el camino. ¡Era el maletín de Gonzalo!

¿Por qué, por qué? Me preguntaba yo mientras caminaba a toda prisa y a los costados veía como se derrumbaban los salones, se caían los arboles y la tierra se abría. Porque una cosa es un partido de futbol y otra muy diferente llevarse los papeles de trabajo del gerente general a una excursión universitaria.

Al llegar a la entrada de la Universidad, me encontré con Alberto, compañero de IBM, que había sido "comisionado" a recoger el maletín. Nos miramos unos instantes a los ojos, pero fue suficiente para transmitir "Como haces eso, pues hermano, te voy a extrañar".

Alberto recibió el maletín, y para completar el terror de la escena, me dijo:

- Ya no tiene sentido que vayas, quédate no más!
- ¿Por qué? ¿Te han dicho algo?
- No, ya tengo el maletín, tú sigue con lo tuyo.

Demás está decir que enrumbé a la oficina de inmediato para hablar con Gonzalo. Primero llamé a Leslie y Carmen, el filtro oficial para llegar a Gonzalo. Ambas me tranquilizaron y me dijeron que lo habían calmado, explicándole que yo era buenísimo y que jamás se me ocurriría nada malo con esos documentos.

Debo confesar que ambas estaban equivocadas. No fueron los principios los que me impidieron ver el contenido del maletín: fue el terror. Puro y simple. Por lo menos soy sincero.

Me pasaron con Gonzalo, pues no me atrevía a hablar con él en persona. Obviamente, el incidente del fulbito volvió a mi mente. En estado febril escucho la voz de Gonzalo:

- ¿Aló, Fernando? ¡Nos pasó la de James Bond!
- Hola Gonzalo, un millón de disculpas. ¡No me di cuenta!
- No te preocupes. No había nada importante y además a cualquiera le pasa.

Aproveché para decirle torpemente

- La verdad es que sólo vi un periódico e inmediatamente me di cuenta que no era mi maletín. Vi tu nombre y salí de inmediato para la oficina, pero Alberto me encontró. No sabes cuánto lo siento.
- No te hagas problemas. Lo importante es que ya está todo en orden. Tú tranquilo. Un abrazo

Nunca supe que había en el maletín, pero según las fuentes extra-oficiales, estaban las evaluaciones anuales de performance de toda la plana gerencial que le reportaba.

¡Cómo me la perdí! ¡Con lo que me gusta a mí el chisme!

Gonzalo fue un gerente extraordinario. Solo puedo hablar de él como un caballero, con mucha visión y un extraordinario don de gentes.

Mis respetos, Maestro!

enero 05, 2014

Las Chicas del Can

Enero. Primer mes oficial de verano en Lima. Mes de tomar cervezas heladitas, salir más temprano del trabajo, ir a la playa y disfrutar la música caliente. 

Ernesto sentía como se renovaba todo, desde las promesas del primero hasta la moda femenina, y le agradaba mucho todo este conjunto de cambios que alborotaban el ambiente placenteramente. Era cuando empezaban a llegar los grupos de música de otros países, casi siempre de salsa y se organizaban fiestas casi todos los fines de semana.

Casualmente, en la oficina le habían dado una invitación a todo el departamento para ir a ver a "Las Chicas del Can", orquesta dominicana conformada solamente por mujeres, que se presentaban con unas minifaldas muy altas, siendo la mayoría mulatas exuberantes, lo cual era suficiente para ir a verlas, pero además tocaban y cantaban bastante bien, en especial las bachatas y esa música dominicana salsera, rítmica y cadenciosa que invitaba a la intimidad de las parejas.

La invitación era con pareja y además había corcho libre, es decir se podía llevar una botella de whisky u otro licor "pesado". Lo de menos era la comida. Ernesto ya sabía que no iba a ser buena, pues atender a la mesa a mil comensales es casi imposible. Siempre llegaba fría y era escasa, pero lo importante era estar ahí.

Los preparativos eran la comidilla de todos los días. ¿Qué vas a llevar? Las mujeres ya se pusieron de acuerdo en los vestidos, si vas a ir en auto o en taxi, hay que llegar temprano para reservar la mesa, no, la mesa ya está reservada, y así durante el día entero.

El departamento donde trabajaba Ernesto era muy unido, y a pesar que había más de un excéntrico y algunos poco sociables, se reunían a menudo en la casa de alguno, o los hombres salían los jueves a tomarse unas cervecitas después del trabajo. La mayoría compartía un ácido sentido del humor y una inteligencia superior al promedio.

Los jueves de "directorio", como se les llamaba, empezaban jugando dados, en especial el dudo. Pero invariablemente se terminaba hablando de la oficina, desde los chismes jugosos hasta todos los cambios que deberían hacerse empezando por la más alta gerencia hasta el último nivel. En más de una ocasión, se creó un rumor que llegaba a los más altos gerentes, y algunos retornaban como iniciativas gerenciales a implementarse.

Los autores intelectuales del rumor se reían a solas y compartían miradas cómplices. Una de las leyes no escritas era guardar silencio perpetuo sobre el origen de estos rumores.

La fiesta con las Chicas del Can prometía ser uno de los eventos del año para todos, pero Ernesto tenía un problema que lo limitaría mucho en esta ocasión: le habían detectado úlceras en el duodeno y no podría tomar licor esta vez. A él le gustaba mucho beber, y en una fiesta como esa sin duda alguna tomaría más de lo usual, que ya era mucho, pero el riesgo era muy alto. No le preocupaban las úlceras en absoluto. Era joven y podría reiniciar el tratamiento después, pero su mujer, su jefe y sus amigos no se lo iban a permitir.

Se pasó días enteros cavilando y planteándose alternativas de cómo tomar sin que nadie le dijera nada, pero fue imposible. Hasta pensó en llevarse una chatita llena de whisky o vodka y levantarse esporádicamente para ir al baño a tomarse un trago, pero la vestimenta veraniega, muy ligera por el calor, no le permitía ponerla en el bolsillo o en otro lugar del cuerpo. Finalmente se resignó y decidió que esta vez iba a hacer un gran sacrificio: sólo bebería agua.

Poco tiempo atrás, había entrado al departamento Luchito, un muchacho de unos 22 o 23 años, y aun estaba en entrenamiento. Usualmente, este podía durar de seis meses a un año, de acuerdo al potencial, actitud y también de las necesidades propias del área.

Luchito era blanco como el papel, sufría de un ligero y persistente acné y tenía el poco tino de dejarse bigote en una cara a todas luces imberbe. El pelo negro, chuto y tieso con cantidades exageradas de algún fijador para mantenerlo en su sitio, pero aun así siempre había un mechón rebelde, agresivo y duro como metal que colgaba hacia delante. Tenía ojos soñadores, como de conejo, pero pardos y que transmitían a distancia un deseo apremiante de ser aceptado. La diferencia de edad con la mayoría de sus compañeros no era mucha. La gran mayoría andaban entre los 23 y los 30, y Luchito fue aceptado inmediatamente como miembro del equipo y fue puesto en observación.

Con este simpático grupo ocurría lo mismo que pasaba en general en todos los barrios, colegios, universidades, grupos y organizaciones de Lima. Un individuo nuevo era observado por todos, para detectar debilidades y ver si reunía las condiciones para ser miembro del grupo. Nadie aceptaría que ésta era la realidad, pero era parte intrínseca de la sociedad limeña. En ocasiones Ernesto recordaba haber visto galpones de pollos con miles de ellos y cómo aquel que tenía una herida en la pata o en el pico era atacado metódicamente por todos los que lo rodeaban, hasta que moría o era rescatado para ser parte de un buen caldo esa noche. No podía dejar de relacionar estas dos reglas sociales.

Cuando Luchito y Ernesto intercambiaban miradas, este ultimo entendía su desesperación por agradarle a la gente. Sonreía siempre y los ojos imploraban siempre también. El había pasado por eso hace muchos años y varias veces. Cada vez que de chico tuvo que mudarse con la familia, conocer otro barrio, otro colegio, y luego universidad tras universidad, pero probablemente en los trabajos que había tenido era donde había sido más difícil. Aunque siempre logró integrarse, en su fuero interno existía perennemente esa duda de ser diferente. Aun así, se dio maña para ser socialmente aceptado casi en todas partes.

Pero estas cosas no son posibles de explicar a nadie, y el esperaba que Luchito se soltara poco a poco para ser uno más.

Algunas cosas definitivamente eran difíciles de asimilar por el grupo. Como su reloj Rolex auténtico o el automóvil BMW último modelo con que llegaba a trabajar.

El Pollo, simpático y aparentemente inofensivo miembro del grupo, comentó en el almuerzo "Mi auto acaba de cumplir la mayoría de edad y Luchito ya tiene uno como el que yo quisiera tener cuando me retire". Pocho, otro de los comensales, le dijo: "Yo solo no he soñado tener un carro así, ni siquiera he soñado subirme en uno".

Felizmente Luchito logró no desarrollar anticuerpos serios y de alguna manera, era uno más, con sutiles diferencias. Ernesto esperaba la oportunidad en que aceptara ir a los "directorios", para intimar un poco y pedirle de buena manera que dejara el Rolex en la casa, que se afeitara la mancha que insistía en conservar sobre el labio superior y que no le diera tanto uso al pegamento para mantener el pelo rígidamente en su lugar. Pero Luchito siempre se excusaba cortésmente, con frases como "tengo que ir a jugar tenis", "le voy a hacer mantenimiento a la carcocha" o "he quedado con la familia en ir a comer al Club Nacional". Casi nada, vamos.

Como era de esperar, todos pensaban ir con pareja, ya fuera amiga, novia o esposa y lo mismo las chicas. Luchito parecía un poco preocupado por el tema, así que Roxana, la secretaria, le preguntó si ya tenía pareja, y él, muy elegantemente y en su estilo, le contestó que la chica con la que iba a ir había cancelado porque iba a desfilar como modelo en una exhibición benéfica de modas. A esto, ella le sugirió llevar a Antonella, una chica que estaba haciendo prácticas con ella. Roxana lo hacía más por ella que por él, ya que al no ser empleada, no podría ir, y la verdad, Luchito era un poco disforzado. Roxana no tenia pelos en la lengua y solía decir las cosas en vivo y en directo, sin adornitos ni medias tintas. Cuando Luchito asintió, inmediatamente le dio dirección, teléfono y mapa para llegar, hora de recogerla y de dejarla y algunas indicaciones de vestimenta e incluso de comportamiento. En la última línea le puso "Por favor no fanfarronees y cuidadito con propasarte".

Cuando alguien conversaba con Luchito de algún tema que no fuera estrictamente de trabajo, recibía siempre la impresión de tener al frente a un adolescente de 13 o 14 años, con un infantil y soso sentido del humor. Los comentarios de los demás eran siempre irónicos y punzantes. Quique le decía "Te falta calle, te falta calle, manito", mientras Ricardo le preguntaba si era virgen de cuerpo y alma y Pocho añadía que de buena fuente sabía que había transcurrido los primeros 21 años de su vida en el castillo de Disneylandia, a lo que él se reía tontamente diciendo que no era cierto.

Y finalmente, llegó el día esperado. Era viernes por supuesto, para poder dormir hasta tarde, pues la velada prometía terminar en la madrugada.

Como Ernesto no tomaría, ofreció llevar su auto e inmediatamente el Pollo se apuntó para ir con él, y Diana, una chica que iría sola, también. Todos los autos se fueron llenando. Nadie le pregunto a Luchito si tenía sitio en el BMW, y él no lo ofreció tampoco.

Cuando empezaron a llegar a la Carpa del Hotel Crillón, en el centro de Lima, encontraron la mesa lista y reservada, y todo parecía ir sobre ruedas. Estaban cerca a la orquesta, pero no tanto como para no poder conversar. El ambiente era perfecto y Ernesto maldecía no poder tomar un solo trago. Había llevado su botella de agua mineral de 2 litros, mientras en la mesa se podían ver botellas de Johnny Walker etiqueta negra, Chivas Regal y otras buenas marcas.

El último en llegar fue Luchito con Antonella y una botella de Johnny Walker etiqueta azul, algo que Ernesto solo había visto en fotos, pues el precio era altísimo. Recordaba vagamente que costaba alrededor de 500 dólares y su lógica era muy sencilla: "con esa plata puedo comprar 10 botellas de un whisky aceptable que voy a disfrutarlo igual". Evidentemente, Ernesto no era un gourmet o un bon vivant y se sentía satisfecho de no serlo.

Entre baile y baile, la gente fue entrando en calor y todos lo estaban pasando en grande. El mal humor de Ernesto se evaporó junto con el sudor de varios cientos de personas bailando merengues y bachatas. Patricia, su esposa, bailaba maravillosamente contrastando con él, que se movía como si fuera un tractor con zapatos, pero la fiesta ya estaba armada y el ambiente era sensacional.

Al regresar a la mesa, entre los que se habían quedado a disfrutar la música solamente, estaba Luchito. El Pollo, muy observador, comentó que Luchito ya había consumido un tercio de la botella y Ernesto le dijo que lo dejaran tranquilo, que si podía comprarse esa botella, podía también administrar su consumo.

Volvieron a salir a bailar, y esta vez animaron a Luchito, quien dubitativo y timidón, tuvo que ceder. No habían pasado 5 minutos y Carlitos y Pocho tuvieron que cargarlo de regreso a la mesa. El pobre se había resbalado y aparentemente, se había torcido un tobillo.

A estas alturas ya era vox populi que Luchito estaba tomando muy rápido. Un poco sus propios defectos de carácter y otro poco su falta de madurez influyeron en que hubiera un tácito acuerdo de dejarlo que hiciera lo que le diera la gana, aunque el resultado era perfectamente predecible.

Ernesto lo observaba entre divertido y apesadumbrado. Pero había que ser retrasado mental o no haber tomado jamás para tomarse una botella de whisky en menos de una hora. Repentinamente, asimiló la realidad: ¡Luchito no había tomado una gota de licor en su vida!
Era la única explicación plausible. Pero ya era tarde. Luchito estaba atragantándose con el ultimo vaso de whisky.

Meritoriamente, logró mantenerse erguido más de una hora. Antonella se había cambiado de lugar y Luchito había viajado a un rincón mental inalcanzable e inexpugnable. Los ojos, sin vida y ligeramente desviados y el pelo, medianamente alborotado después de una lucha sin cuartel contra el pegamento líquido que usaba, contribuían a ofrecer una imagen tragicómica de Luchito.

No fue sino hasta que empezó a babear que algunos decidieron ayudarlo. El Pollo y Ricardo lo llevaron al baño para que se lavara la cara y se despejara un poco. Al llegar al baño, la escasa parte del cerebro que aun funcionaba, le ordenó a Luchito echarse en el piso cuan largo era, entre los charcos de líquidos de dudosa procedencia. A pesar de todos sus esfuerzos, no hubo manera de ponerlo de pie, por lo que decidieron arrimarlo contra una de las paredes para que la gente no lo pisara y allí lo dejaron.

Curiosamente todos olvidaron el incidente y continuaron la fiesta por un largo rato, hasta que la orquesta dejó de tocar y todos empezaron a despedirse. Con su calma y naturalidad acostumbradas, el Pollo preguntó si dejaban a Luchito en el baño o lo recogían. Fueron todos al baño y ahí lo encontraron, totalmente inconsciente y mojado de pies a cabeza. Nadie quería recogerlo hasta que Ernesto se ofreció a manejar el auto de Luchito. Patricia manejaría el suyo. De esa manera evitó tener que lidiar con tan pesada y maloliente carga.

Al recoger el auto del estacionamiento, Ernesto recordaba haber protagonizado algunas situaciones similares, quizás no tan embarazosas y no pudo dejar de compadecer a Luchito. Obviamente había crecido en un ambiente químicamente puro, protegido de cualquier influencia externa. Se imaginaba que lo habían recogido en el auto de la familia incluso en la Universidad.

Nunca supo de broncas, pendejadas, fútbol, yo-yo, trompo, ni de ensuciarse las rodillas con tierra. Mucho menos de los cursis e inolvidables romances de los 13 y 14 años. las primeras aventuras de adolescente al Trocadero o las primeras borracheras en los parques.

Le vino a la mente una novela que le había gustado mucho: "Desde el Jardín" de Jerzy Kosinski, donde el personaje principal, Chauncey Gardener ha crecido en una casa sin salir jamás de ella. Cuando sale, debido a la muerte del anciano propietario, es incapaz de conectarse a la realidad, pues su contacto es sólo con el jardín y la televisión.

Sin embargo, este estado de total aislamiento es interpretado por los demás como un nivel superior de visión del mundo, lo que en cierto modo, es lo único real del libro.

Salvando las distancias, Luchito era un personaje similar, pero limeñísimo y más joven. Ernesto se distraía con estos pensamientos mientras manejaba para recogerlo y comprendió también que había tomado más de la cuenta para darse valor con Antonella y que la torcida de tobillo fue solo un pretexto para no bailar pues no sabía cómo. Se preguntó que hubiera sido peor en su caso, si el exceso que rigió toda su vida o la pureza y aridez de la de Luchito.

Finalmente llegó a la entrada, manejando con dificultad un auto que tenía demasiados botones y funciones. Entre Carlitos y Ricardo lo mantenían de pie y Pocho le sujetaba los pies. Luchito seguía sin reaccionar. Lograron sentarlo adelante y Pocho le dijo "Le hemos echado agua en la cara y la cabeza pero ha sido inútil. No reacciona. Mas bien ten cuidado porque ha empezado a vomitar"

Casi nada. Una vez sentado, le entregaron una bolsita con su billetera, el Rolex, una esclava maciza de oro y algunos billetes. El Pollo le dio su botella de agua mineral diciéndole que la iba a necesitar.

El camino a la casa de Luchito fue tortuoso por decir lo menos. La pestilencia era espantosa y el vomito fluía sin control. El aspecto era patético y hasta surrealista.

Ernesto ya sólo pensaba en llegar y tirar el bulto cuanto antes. Cuando llegó, ya tenía varios minutos con la cabeza fuera de la ventana para poder respirar.
Cuadró el auto en la puerta del garaje y tocó el timbre con la mayor educación posible. Después de todo, no era fácil presentarse a una familia con uno de los miembros inconsciente por intoxicación alcohólica y en el aspecto que Luchito presentaba.

Frente a la puerta, Ernesto tenia la bolsita con las pertenencias de Luchito en una mano y su botella de agua, ya casi vacía, en la otra. A través del intercomunicador, una voz de mujer lo atendió, y se identificó como uno de los compañeros de trabajo de Luchito, que como había tomado un poco más de lo debido, no podía manejar el auto. Hubo un largo silencio y finalmente la voz dijo "Un momento por favor".

En unos minutos, salió una señora en bata con cara de muy pocos amigos. Se veía que era del tipo autoritario. Miró a Ernesto, recibió la bolsita y fue a ver a Luchito. De un solo grito, Luchito se despertó y entró a su casa como centella.

La mujer se volvió hacia Ernesto y le espetó en la cara:
- ¿Cómo es posible que lo dejen tomar así? ¿No tienen ustedes verguenza? ¡Es un niño, por Dios! ¡Y usted tiene el desparpajo de presentarse en mi casa con una botella en la mano!

Mientras tanto, el auto de Ernesto ya había llegado, y el Pollo, que estaba de un estado de ánimo estupendo, se había bajado del auto y miraba la escena desde lejos, con sus bracitos cruzados, sonriendo y muy compuestito. Pero la señora seguía con su diatriba sin descanso. No le daba a Ernesto ni un segundo para dar explicaciones que por otro lado, no quería escuchar. La culpa era de todos, menos de su hijito.

Finalmente, Ernesto pudo decirle a la señora con toda la dignidad que le fue posible:
- ¡Señora, yo no he tomado una gota de licor y esta es una botella de agua mineral! Le estoy haciendo el favor de traer a su hijo y nada más.
- ¡Degenerado, viejo maltón! Usted es el responsable, sobre todo si no ha tomado. ¡Mi hijo es un niño! ¿Cómo es posible que lo deje tomar así, pervertido?

Ernesto se dio por vencido y con esa indignación divina que se tiene cuando se sabe estar haciendo lo correcto, se dirigió a su auto, mientras la madre de Luchito le seguía gritando improperios. La solemnidad de la escena se perdió cuando el Pollo se tropezó con el sardinel y casi se va al suelo.

El lunes en la oficina, todos esperaban ansiosos la llegada de Luchito para escuchar su versión o sus disculpas, pero él llegó como todos los días, con la sonrisa boba y la mirada implorante, saludando a todos como si nada hubiera pasado.

Ricardo resumió en una frase el sentir de todos: "Me siento como culo en bidet; totalmente anonadado. No puedo creer que ni siquiera se sienta avergonzado, por lo menos un poquito"

Nadie volvió a hablar del incidente, pero nunca más se le invitó a reuniones o a directorios. Solo Ernesto comprendió lo que pasaba por la cabeza de Luchito y el suplicio que debió haber sido para él crecer en una dictadura materna que lidiaba con el abuso infantil. La excesiva protección había castrado a Luchito de por vida. Y ya era tarde.



El Viejo y La Niña

Mientras tomaba su café matutino, Agustín pensaba en su nieta. Ocasionalmente se obligaba a pensar en ella, pues sentía que cierta energía positiva fluía en su cuerpo con su recuerdo.

A punto de cumplir 62 años, no se podía quejar en absoluto de la vida que había tenido. Una familia unida, una esposa extraordinaria, dos hijas geniales y completamente distintas y una nieta maravillosa, que había nacido poco antes de cumplir él los 60.

Todas tenían en común un amor inconmensurable hacia él, y Agustín trataba de corresponder de la mejor manera posible, aunque muchas veces sentía que no era suficiente.

Su vida había sido desordenada, desaforada y difícil. Pero agradecía a Dios el haber llegado a un punto donde se descubre que la felicidad no es una etapa sino un estado, y que estaba donde quería estar: rodeado de amor. Nada era más importante para él a estas alturas.

Se preguntaba por qué esta afinidad tan grande entre su nieta y él. La abuela le inventaba juegos y bailes, y ella era feliz. Pero cuando se trataba de buscar un compañero de juego, para jugar lo que ella quería, siempre buscaba al abuelo. Agustín sentía que más que abuelo, era su amigo, su cómplice y silencioso secuaz de sus travesuras.

Y lo que no entendía, era su predisposición a acusarlo ante mamá y abuela, cada vez que él, sigilosamente y en el más absoluto secreto, le daba el helado prohibido o el caramelo negado que ella le había pedido, también muy silenciosamente. Apenas veía a su mamá, sus medias palabras trasmitían que le había dado un helado o un chocolate. Agustín la miraba tratando de darle a entender con los ojos que debía guardar silencio, solo para tropezarse con unos ojos chispeantes y una sonrisa pícara, que parecía decir: “Caíste otra vez, viejito”

Recordaba a otros ancianos jugando con sus nietos, y siempre que los había observado, sentía que había un vínculo más allá de la sangre. Parecía que la diferencia de años desaparecía en esos momentos y los niños miraban dentro de los viejos, y sabían que eran como ellos. Los niños, en muchos sentidos más sabios y naturales que los adultos, no daban mucha importancia a las arrugas, la falta de pelo y las pecas en la piel. Los bastones, andadores, vendas y cabestrillos tenían la misma importancia que un gorrito o un par de zapatillas.

Sumido en estos pensamientos, se percató que el día anterior, haciendo de caballito, se transportó a sus primeros años, donde con sus pequeños amigos hacían de caballos y cowboys alternadamente y por un breve instante sintió que tenía tres años.

Maravillado, Agustín se emocionó y relinchó tal como lo hizo de niño, causando gritos de placer en su nieta. Poco después olvidó el incidente.

Pero hoy, dejaba navegar sus pensamientos por recuerdos y vivencias pasadas. Poco a poco, algunas cosas empezaron a tomar forma en su mente. Siempre había tratado de explicarse como la cabeza viaja de “A” a “B” y de ahí a “C”, tratando de reconocer estímulos en estas ideas, pero nunca había tenido éxito.

Derrotado en este proceso, como siempre, imprevistamente una conclusión se formó en su mente como por arte de magia, como siempre. Era tan obvia que no entendía como no la había visto antes.

La niñez es el inicio del ciclo de la vida y la vejez es el final del mismo ciclo, por lo que ambos están muy cercanos y se parecen tanto, que la interacción entre los sendos integrantes es normal y natural.

Ambas son cortas y rápidas. Se crece muy rápido y parecería que se envejece más rápido aun. La vida se ve desde una óptica diferente; para el niño, todo es nuevo y se maravilla de cada cosa que ve. Para el anciano, todo es viejo y ha descubierto que ha estado mirando en la dirección equivocada. Al reenfocar su mirada a las cosas que realmente importan, descubre con sorpresa que la mayoría son nuevas para él. Siente como que ha estado mirando el lado oscuro de la luna por muchos años. Como es lógico, se maravilla, tanto o más que el niño.

Descubre nuevamente, que jugar es sensacional y mucho más divertido que despedir a una persona o planificar una proyección de crecimiento negativo para la compañía. Se da cuenta, que al igual que el niño, quiere estar siempre rodeado de gente que lo quiere y a la que uno quiere.

Junto con el niño, valora cada día y cada momento como si fuera el último. Cuando el niño quiere algo, lo quiere ya. El viejo, también. Mañana puede ser tarde.

Agustín estaba terminando su café cuando bajó su esposa. Se sentaron a tomar café juntos y le explicó su teoría, que ella halló muy lógica.

Finalmente Agustín le dijo
- Ojala que no llegue a tener dos años mentalmente y la gente no pueda entender lo que digo.
Su esposa le dijo suavemente
- No te preocupes amor. Si llega ese momento, yo voy a aprender tu lenguaje.


Tercero de Media y Los Derechos Humanos

Gonzalo se dirigía caminando al colegio, como todos los días. Estaba con las justas, pero no tenía prisa. Cada día trataba de encontrar un nuevo entretenimiento para esas escasas tres cuadras. Un día trataba de pisar solamente uno de los cuadrados que enmarcaban la vereda a cada paso, otros días trataba de hacerlo en dos, o contaba la cantidad de lagartijas que iba a encontrar. Podían ser los los perros en el camino, o tirar piedritas a los postes. Algunas veces miraba a otros chicos ir al colegio para ver si reconocía esos intermitentes pasos más largos o cortos que los identificarían como “contadores de cuadrados”, pero nunca encontró a ninguno.

Le gustaba llevar solo un libro, porque se veía bacán. Más de uno era un problema, se desacomodaban y eran muy voluminosos. El que más le gustaba era el de Historia Universal, chico pero grueso, y además estaba en inglés. Eso siempre daba un poco de clase.

A los trece años, ya sospechaba que era diferente a los demás. Su principal problema era al levantarse. Tenía la impresión que una mano misteriosa hacía girar una especie de rueda de la fortuna justo antes de despertarse, y de acuerdo al resultado, se sentía eufórico, angustiado, normal o deprimido. Incluso tenia la opción de bancarrota, en la que llegaba a sentirse físicamente enfermo sin realmente estarlo. Esos días trataba por todos los medios de no levantarse de la cama, pero casi siempre terminaba yendo al colegio, en un estado miserable.

Al mirar a su hermano en las mañanas, este conocimiento se aseguraba aun más. Su hermano se levantaba siempre a la misma hora y con un entusiasmo digno de alguna actividad más elevada que ir al colegio para aprender cosas que ya sabía o que no le iban a ser de utilidad. Alex era menor que él y mucho más activo. En general, era casi imposible para él mantenerse quieto. Maquinando alguna travesura, aventura o escaramuza que invariablemente le saldría bien, y que en muchos casos contaría con él como víctima.

Esa mañana, su cabeza estaba en otra cosa. Tenía casi cinco meses en este nuevo colegio, y no le iba mal. En el colegio anterior, el inglés que le enseñaron era muy pobre y escaso, y al principio tuvo algunos problemas de adaptación, pero se adecuó rápido y se convirtió en fanático de la Historia Universal a pesar de tener el libro en inglés. Leyó el voluminoso libro varias veces, siempre con la misma fruición y deleite de la primera vez.

Sus compañeros eran bastante normales en su mayoría y no tenían reparos en contarlo como amigo. No había ningún matón o bravucón, a excepción del Cholo Contreras, el más flaco de la clase y que daba la impresión de desbaratarse cada vez que caminaba rápido. Era un inútil completo en Educación Física, usaba lentes y no jugaba ningún deporte, pero manejaba la boca como un artista de plazuela. Los chiquillos lo miraban entre aterrados y admirados, pero dentro de la clase, era sobre todo una atracción que hacía las clases más entretenidas. Nadie lo tomaba realmente en serio, era indudablemente popular y objeto de muchas bromas e historias.

Prácticamente todos tenían apodos, la gran mayoría ofensivos y que había que aceptar sin chistar. Era la ley de la clase. Habían locos, locas, chanchos, perros, cholos, chinos, huacos, burros, negros, pájaros variopintos y hasta enanos y chatos. Gonzalo era conocido como Cometín, por su afición a “volar cometa”, cuestionable pero placentero hábito juvenil. Realmente no lo hacía más que otros en la clase, pero cometió la imprudencia debido a su pertinaz curiosidad de ir indagando sobre ese hábito juvenil entre varios de sus compañeros. Lo aceptaba con resignación y sin mayores problemas. Hubiera podido ser mucho peor.

Ese año había llegado también al colegio un cura nuevo. Era peruano, lo cual no era común, pues la mayoría eran hermanos y curas americanos, la mayoría del Medio Oeste Norteamericano, muy conservadores por cierto. Desde que llegó, hizo notar su presencia abusando de algunos alumnos cuando por diversas circunstancias no hacían lo que él pensaba que era correcto.

Bajo, un poco regordete, con una nariz ganchuda y prominente, tenía un mechón de pelo blanco que lo dejaba balancearse al descuido sobre la frente. Era curioso que nadie hubiera reparado en la chispa de maldad que parecía brillar en sus pequeños ojos intermitentemente. La sonrisa era amplia y a todas luces fingida. De hablar meloso y melifluo con los adultos, muchos quedaban cautivados con esta mezcla tan estridente de características. Con los jóvenes hablaba en jerga, agresivamente y con ese aire de estar de vuelta de todo, tan común en niños y adolescentes para establecer territorialidad y autoridad.

Pero sin duda era su lenguaje corporal lo que más impactaba. Caminaba estudiando cada paso, con cierta dejadez en el andar que parecía transmitir dominio absoluto de la situación. Los movimientos del cuerpo y las manos daban a entender que era un hombre que dominaba su cuerpo a la perfección.

Hizo saber de inmediato que era limeño, de San Isidro para más detalle, que había pertenecido a los Gatos Pardos, pandilla legendaria de los años 50 en Lima, que le decían Pato, y que le sacaría la mierda al primero que lo llamara así.

Gonzalo y toda la clase lo vieron agarrar a cachetadas a un alumno nuevo que llegó tarde porque había tenido que ir a dejar a su hermanito al colegio infantil. Lo que levantó una señal de alarma en la mente de Gonzalo fue la crueldad y prepotencia del abuso.

Los primeros meses, la clase entera quedó prendada del Pato. Escuchar a un hermano decir lisuras, contar historias de broncas, y mencionar a los Gatos Pardos en ellas, fue suficiente para encandilar a todos. Estudiantes de trece y catorce años, descubriendo la vida y asimilando la realidad de otros a borbotones, hacían un público extraordinario para que el Pato contara sus aventuras.

Finalmente, pensaba Gonzalo, teníamos una persona mayor que podía enseñarnos como era la vida real y no lo que se vivía al interior de las casas de toda la clase. ¡Esto era estupendo! Se hicieron campamentos, paseos y actividades, en los que el Pato era el centro de energía. Hasta los padres de familia estaban contentos de tener alguien así en el colegio. Alguien que llegara a la mente de los chicos, que a esa edad son tan difíciles, no tenia precio.

Poco a poco, la clase se fue enterando que su padre había sido piloto de avión en la Segunda Guerra Mundial, vivía con una bala en la cabeza, que su casa tenia ascensor para los autos, que había tratado de hacer suya a Elizabeth Taylor y que con los Gatos Pardos había roto mas cabezas que brazos y piernas en las innumerables broncas en las que se vió envuelto.

Pero lo que le preocupaba esta vez era diferente. Sentía una cólera sorda y un temor que le atenazaba el corazón confluyendo al mismo tiempo. Parecía como si esa mañana la Rueda de la Fortuna hubiera girado dos veces. Era una sensación que aun no había logrado controlar y que nunca había experimentado con tanta intensidad. Solo sabía que no quería sentirse así.

Y es que el día anterior, el Pato había estado en su casa tratando de conseguir permiso de su padre para un campamento que estaba organizando. Gonzalo era fanático de los campamentos, y quería ir a éste de todas maneras. Sabía que le iban a dar permiso, así que la visita lo había desconcertado y le había dejado un sabor amargo.

Casi toda la conversación se basaba en obtener un permiso que su padre ya había otorgado y nada parecía tener sentido. El Pato insistiendo en obtener el permiso y el padre insistiendo que ya lo había dado. Finalmente salieron ambos a la calle para despedirse.

Su padre regresó y continuaron la comida interrumpida. Mudos testigos del incidente fueron su hermano Alex y su madrastra. Gonzalo y ella no se llevaban bien, pero existía un sobre entendido pacto de no agresión mutua y en general, las cosas iban bien por ese lado. El no era de hacer mucho lío.

Pero su padre tenía problemas para entender la personalidad de Gonzalo, que nunca diría que no, pero que siempre haría lo que le daba la gana, aunque quizás sería mejor decir que no haría lo que no quería hacer.

Ganaba muchas veces por inacción, obligando a su padre a hacer algo que no quería, llegando a otra situación en la que su padre tendría que volver a hacer algo no deseado, y así. Al final la victoria, si lo era, era pírrica en ambos lados, y las cosas seguían igual, que es lo que Gonzalo perseguía en realidad.

Gonzalo se preguntaba a menudo que había en este cura que no encajaba. Hablaba tan bien y con tanta seguridad en sí mismo que nunca dudo de la veracidad de las anécdotas, pero había algo más que no podía definir, y que sentía intensamente.

Finalmente llego al colegio, y en la puerta estaba el hermano Hank quien lo vio y Gonzalo se apresuró a decir “Good morning, brother”. En vez de la respuesta habitual, Hank empezó a vociferar en su mezcla de inglés y español: “What the…? ¿Un solo libro? How can you study? Brruto pues, brruto pues…”

¿Y a este cura que le importaba cuantos libros llevara el al colegio? ¿Si sacaba buenas notas, cuál era el problema? Sintiéndose injustamente agredido, siguió caminando, y se propuso quedarse más tiempo frente a la oficina de la secretaria para mirarle las piernas. Nada extraordinario, pero eran las únicas piernas en todo el colegio. Además a los trece años, una falda ligeramente por encima de la rodilla era una señal de partida inmediata para los más flamígeros sueños de cualquier adolescente.

Finalmente, y satisfecho de esta sutil y gratificante venganza, entró a su salón. El Pato ya estaba ahí, y después del “Buenos días, hermano”, porque este era peruano y la mirada malévola que le fue dirigida como respuesta, se sentó.

Tenían clase de Religión y el profesor era el Pato. Desde que habían empezado el año habían avanzado como quince páginas del libro. Estaban en el capítulo II de XXIV. Pero nadie se preocupaba. La Religión era un curso que no tenía valor oficial y qué duda cabe, un hermano, que había dedicado su vida a Dios, estaba más que calificado para dictar este y muchos otros cursos de ese tipo.

Además, a todo el mundo le gustaba la clase así como estaba. Escuchaban todas las aventuras del Pato, de su familia, sus amigos, sus romances, sus broncas y hasta sus cuestionamientos de fe cuando los tuvo, porque ahora estaba seguro de estar en el camino correcto, algo que Gonzalo dudaba con frecuencia, aunque le parecía genial conocer alguien que hubiera tenido una vida tan escabrosa para finalmente llegar a Dios.

Hacia un par de meses que el Pato había introducido un esquema de interrogación personal a toda la clase. Al enterarse que alguien había tenido una bronca o cualquier tipo de incidente, era llamado al frente.

Para asegurar dominio visual, el Pato se sentaba en la mesa del profesor, con lo que siempre tenía una ligera ventaja de altura. Si la victima tenia lentes, le decía quedamente: “Quítate los lentes”. Esta parte del ritual significaba que las cachetadas iban a darse de todas maneras. A veces hacía preguntas previas, y en algunas ocasiones, el interpelado lograba escapar ileso.

Luego empezaban las preguntas. La reacción a cada pregunta era imprevisible, pero Gonzalo estimaba que estaban en una relación de tres cachetadas por una pregunta sin castigo físico. Una vez terminada la intervención, el cacheteado regresaba a su sitio. Casi nadie lloraba y la mayoría afrontaba la humillación con dignidad.

Pero estaba el Cholo Contreras. Un enfrentamiento entre ambos era inevitable. Y así ocurrió. Cada vez con más frecuencia, menos alumnos dejaban de ir al frente mientras las visitas del Cholo aumentaban más y más cada día. Parecía como que el Cholo fuera el relleno de la sesión. Cuando sobraba tiempo y no habían mas victimas, se escuchaba un breve: “Cholo, ven…”

Y el Cholo iba. Derrotado y humillado, se sacaba los anteojos mientras caminaba al frente. Aunque le sacó lágrimas muchas veces, y las palizas fueron tremendas, el Cholo nunca dijo una palabra, ni se quejó con nadie.

Gonzalo, que nunca había ido al frente, miraba la cotidiana escena entre extasiado y asqueado. Había ciertamente un atractivo morboso en ese abuso sin defensa posible, pero la conciencia también le decía que lo que estaba viendo era despreciable e inhumano.

Sacó su libro de Religión y se distrajo mirando los cientos de muñequitos que había dibujado en la página 14, en la que se habían quedado más de una semana, así que no escuchó al hermano mencionar su nombre, hasta que el Negro le dio un codazo y le dijo “Te llaman oye”

Miró al Pato, como diciéndole ¿yo? Y la mirada de respuesta fue “Sí, tu”. Sin poder creerlo, con el corazón en vilo y las piernas temblando, se dirigió a la mesa del profesor. Mil pensamientos pasaban por su mente. ¿Lo habría visto fumando en la bodega? Quizás alguien le habría contado las crueldades que hacían con los grillos y lagartijas en la urbanización. La zona desértica de Trujillo estaba llena de estos bichos y se podían agarrar con mucha facilidad. ¿Sería la metida de mano a la empleada de los Samanez, que estaba muy buena? Pero ese había sido el Cholo y no él. Finalmente llegó frente al Pato. Sin preguntas, el Pato le dijo suavemente “Quítate los anteojos”.

Gonzalo obedeció, pero al querer el Pato ponerlos en la mesa, no lo dejó y se los puso en el bolsillo. Hubo un largo silencio mientras a menos de diez centímetros, el Pato lo miraba con esos ojos revirados, reflejando, ahora ya estaba seguro, maldad pura. Sintió terror, no miedo al castigo físico, sino a una presencia desconocida y maligna.

Casi en un susurro, el Pato le dijo “¿Tu le faltas el respeto a la señora de la casa?”

Su reacción fue inmediata. Gonzalo casi siempre asumía culpa, probablemente por su baja autoestima, pero en los casos en que estaba absolutamente seguro de ser inocente, podía reaccionar con inusitada violencia. Se escuchó un poderosísimo “NO” en todo el salón y probablemente fuera de él, pues Gonzalo lo gritó con todas sus fuerzas.

Resignado ya no sólo al castigo físico sino a algunas horas después de clase por su reacción, Gonzalo se limitó a esperar el siguiente paso, que sin duda sería una fortísima cachetada. Grande fue su sorpresa cuando escuchó: “Muy bien. Anda siéntate”.

No podía creerlo. Había reaccionado por instinto, y el instinto, por una vez, lo había salvado. ¿Así que esto era lo que había hablado el Pato con su viejo? De seguro el Pato interpretó mal algo, pues no formuló la respuesta correcta. Todas sus emociones y pensamientos se vieron interrumpidos cuando escuchó: “Cholo, ven…”

La paliza que recibió el Cholo ese día fue memorable. En un momento, el Pato le dijo:
- Cholo, para cualquier cosas que hagas, tienes que pedirme permiso a mí primero
El Cholo murmuró:
-¿Para todo hermano?
El Pato lo agarró del cuello y le dijo:
- ¡Mira huevón, hasta para comprarte calzoncillos tienes que pedirme permiso a mí! ¿Entiendes,carajo?
- ¡Sí hermano, entiendo, entiendo!

Al borde de las lágrimas, el Cholo parecía haber llegado a su límite. La clase entera estaba estática. No circulaba una mosca y el aire se sentía pesado, el color de las cosas más oscuro y las nubes parecían haberse descolgado del cielo.

Todos se miraban las caras, demudados y atónitos. Gonzalo se preguntaba hasta dónde podían llegar las vejaciones en una relación donde la desventaja era tan evidente. Circularon cientos de imágenes por su mente, desde los primeros mártires hasta los héroes de diversas guerras y de tantas injusticias que había leído en una numerosa cantidad de libros y que en la soledad de su cuarto habían sublevado todos sus sentimientos.
Aunque nadie dijo nada, ese fue el dia que el Pato dejo de ser un ídolo para todos. El respeto por él y sus aventuras empezó a decaer rápidamente.
El único pecado del Cholo era ser fanfarrón y tratar de aparentar más de lo que en realidad era. Su padre era un próspero comerciante, muy decente, pero jamás sería parte de la sociedad trujillana, ni miembro del club Central o del club Libertad.

El Cholo trataba de compensar esa carencia con historias falsas y exageradas y con una mano de viveza criolla y pendejada. Íntimamente sabía que aunque tuviera muchísimo dinero, habría lugares que le serian vetados siempre. Hasta que terminó el colegio, cualquier incidente que ocurriera, terminaría tomando como víctima y protagonista al Cholo. No importaba quienes hubieran estado involucrados, el Cholo era con toda seguridad el único expulsado.

Dentro de su espectacular debilidad física, había que concederle muchas cualidades. Gonzalo fue testigo de muchos conatos de bronca en los cuales la boca del Cholo no solo lo salvó de ir al hospital, sino de quedar más humillado aun. Todo lo contrario. Entre los otros salones, su reputación era de bronquero y buen “mechador”, por lo que podía darse el lujo de avasallar gente así como lo avasallaban a él en la clase de Religión.

Antes que terminara ese año, el Pato se dio maña para expulsar a tres alumnos, con los cuales no podía practicar su técnica de interrogación, ya que eran más altos y fuertes que él. Gonzalo imaginaba que no quería correr el riesgo de quedar mal delante de todos.

Poco tiempo después, trascendió la noticia que el Pato se había desligado de la congregación y que era un laico más. Luego, muchas cosas empezaron a salir a la luz, entre ellas, que no había renunciado, sino que había sido expulsado de la orden.

Casi veinte años después, en Lima, Gonzalo vio al Pato caminando por el centro y lo siguió por unas cuadras, dudando entre hablar con él o ignorarlo para siempre. Lo vio entrar al Ministerio de Relaciones Exteriores y se acercó a la Mesa de Partes para preguntar por él, en que oficina trabajaba, que hacía, y mucho mas. El conserje anciano que lo atendió, coincidentemente ataviado con un terno del mismo color, le dijo “¿Ah, se refiere al Pato? Sí, es uno de los portapliegos del Ministerio. Pero le dicen Pato de cariño”. Gonzalo no pregunto más. Dio media vuelta y se fue. A la media cuadra, se sorprendió de tener aun una sonrisa en los labios.

La clase de tercero de media de ese año hizo historia en el colegio en deportes, estudios y actividades inter-escolares. Sumamente unidos, casi cincuenta años después, se seguirían reuniendo todos los años. Sin embargo, un personaje como el Pato se mencionaría en brevísimas ocasiones.

Gonzalo, ya mayor, pensaba que era porque fue una de esas partes de la vida que todos prefieren olvidar. Esa complicidad silenciosa, esa impotencia ante el abuso y la humillación quedaron grabadas en el corazón de cada uno muy profunda y ocultamente.

La Fistula Pilonidal

Finalmente me operaron de la rodilla izquierda. Inicialmente me prescribieron reposo total por una semana y una más para poder caminar con bastoncito y no con andador, humillante adminículo que por alguna razón oculta, asocio con una deshabilitación permanente. Ya voy por la cuarta semana y recién me darán carta de circulación el próximo lunes.

La verdad que me siento muy bien. El dolor es manejable siempre y cuando tome las pastillitas mágicas de Oxycontin, que me hacen sentir rodeado de algodones y nubes. Dados mis antecedentes, debo tener mucho cuidado con estas pildoritas, que parecen tan inofensivas.

Estoy aprovechando estos días para poner en orden mis cosas, ver televisión, dormir y escribir un poco, tanto mis relatos habituales como el libro que pienso terminar un día de estos. Se parece un poco al tejido de Penélope, esposa de Ulises, que lo que hacía en el día, lo deshacía durante la noche, esperando que éste volviera de Troya.

Sin embargo, repentinamente, me he visto agobiado de trabajo. Desde desarrollar un sitio web para un cliente, hasta consultoría remota a otra entidad. No me quejo y por el contrario agradezco a Dios que me ha tenido ocupado. Suelo ser peligroso cuando tengo mucho tiempo libre en las manos.

Me he mantenido sin fumar por cuatro semanas, muy dolorosa y angustiantemente. Solo fumé un cigarrillo el día que mi cigarro electrónico, al cual ahora soy adicto y confeso, se rompió, gracias a mi torpeza habitual y cuando fui a comprar el repuesto, la tienda estaba cerrada. Finalmente abrieron y les expliqué lo que había pasado. Fue una sorpresa, pues me dijeron que era la primera vez que habían visto que eso pasara. Ni me molesté en explicarles que soy un tipo especial en cuanto a objetos irrompibles se refiere. No sé cuánto tiempo dure sin fumar, pero la consigna es “solo por hoy”. Hasta ahora funciona.

Por otro lado, me puse a dieta, la cual he roto en múltiples ocasiones, pero he logrado bajar casi diez kilos en un mes. Todo sea para poder tener una mejor calidad de vida. En realidad, es mas para no morirme mañana o pasado, porque la calidad de mi vida me gusta.

Con todo esto, he escrito muy poco y he sufrido mucho, pero tengo una familia extraordinaria que me ha dado soporte y han estado todos pendientes de mi, en especial Marita.

Con ella ocurre algo muy especial y que no logro explicar con claridad. Es casi sobrenatural y de cierta manera me causa mucho temor. Al no poder subir escaleras, bajamos una cama para dormir en el primer piso. Ella decidió dormir en el sofá, para poder atenderme. Honestamente, no le dije que no. Me gusta que me engrían.

Solo llegar a la casa, y mi hija Mónica y ella me empezaron a engreír. Que si te duele, que si tienes hambre, no quieres una almohada mas, te provoca un dulce, quieres que te traiga alguna película, y así todo el día. Para ir al baño se organizaba una expedición, con mi nieta Abigail participando también. ¡Fabuloso, estupendo!

Confieso que ese tratamiento me encanta y juego sucio para que me engrían más. Basta decir que me duele un poco. Como al minuto murmuro que quiero tocinito con queso crema, una pizzita, mis pastillitas y la casa entera se mueve a la menor señal mía. Después me arrepiento de abusar de tanto cariño, pero nunca digo nada. Me arrepiento a solas y solo cuando estoy muy, muy satisfecho.

La primera semana y media, la pobre Marita dormía en el sofá y en la noche yo trataba de levantarme muy silenciosamente para ir al baño sin despertarla. Soy muy bueno en eso. Me puede tomar más de cinco minutos llegar, pero no hago un solo ruido. Pero ella invariablemente se despertaba y corría a ayudarme. Lo he visto antes, con el llanto de mis hijas cuando eran pequeñas y ahora. Después, y en circunstancias normales un elefante puede provocar una estampida a su lado y ella se despertará al día siguiente contándome que soñó que había temblor o terremoto.

Obviamente, eso hace que la quiera más, pero me siento culpable de ello, porque necesita dormir bien. Lo digo por experiencia propia.

Así las cosas, me puse a pensar en las operaciones que he tenido en mi vida, y esta es la única en la que mucha gente que conozco parece conocer del tema. Todo el mundo sabe que duele, que la recuperación es lenta, y mis contemporáneos están muy familiarizados con los problemas de las articulaciones de los miembros inferiores. Después de todo, es un buen tema de conversación.

He descubierto que es para mí una terapia excelente el poder reírme de mi mismo. A veces para poder hacerlo, hay que escarbar dentro de las miserias propias de nuestra materialidad. Somos seres vivos, pensantes, casi todos, pero tenemos además todas las funciones primarias de un organismo que requiere renovarse físicamente para poder seguir viviendo. Este relato trata de algunas de ellas, que prefiero tomar con buen humor.

A mí me operaron de fimosis, es decir la circuncisión, a los doce años, cuando debió ser antes de cumplir el año de nacido. A esa edad, y con la pubertad recién empezando, es un tema escabrosísimo y embarazoso. Cuando uno habla con los amigos, esa parte del cuerpo, que ha empezado a tomar una repentina y urgente importancia, es intocable a excepción por uno mismo y por alguna dama que sólo existe en esos sueños húmedos y enfebrecidos que invariablemente se repetían cada noche. No fue una buena experiencia y menoscabó mi reputación por algún tiempo. Definitivamente, no era tema de conversación para nada.

A los dieciocho, me rompí la mandíbula cayendo del segundo piso de mi casa en un intento de entrar a través de la azotea, pues habían trancado la puerta. Era tarde o muy temprano en la madrugada, pero yo estaba ebrio y con esa propensión a tener ideas brillantes que suele tener la gente que ha tomado demás, decidí subir hasta la azotea, pues estaba firmemente determinado a no dormir en la calle. Esas ideas brillantes son las mismas que resuelven la crisis mundial después de unas cuantas cervezas, o dan solución al problema de corrupción en el país en menos de dos horas. Lástima que al día siguiente no se recuerdan todos los detalles de tan elaboradas propuestas.

Entre otros huesos, me partí la mandíbula en dos pedazos y hasta ahora tengo los alambres de platino que unen ambas piezas. Comí puré y sopitas por un mes. Al ser yo la única persona que conozco que ha tenido esta operación, no fue nunca algo de lo que se hablara con frecuencia. En aeropuertos con detectores de metales muy sensibles, tengo que dar las explicaciones del caso.

Ya casado, y con mi hija Mónica recién nacida, tuve una operación más. Esta operación no es usual, es hasta más embarazosa que la fimosis en la adolescencia y casi nadie ha oído hablar de ella. Obviamente, si a alguien le iba a pasar, tenía que ser a mí. Ese Karma dichoso…

El problema inicial ocurrió cuando yo tenía unos 20 años más o menos, y en ese momento, fue una molestia temporal que olvidé por completo a las pocas semanas, pero la curación era muy dolorosa, incómoda y poco higiénica. Esta molestia regresaría cada año y medio o dos, pero siempre con más intensidad, hasta que no tuve más remedio que ir al médico para que me viera.

El doctor me revisó y de inmediato diagnosticó:

- Esta es una fistula pilonidal, señor. Y es muy grande. ¿Desde cuándo la tiene?
- Hace como diez años, doctor…
- ¿Diez años? ¿Está seguro? ¡Nadie tiene una fistula así por diez años!
- ¿Estamos hablando de lo mismo, Doctor? ¿De ese granito que tengo donde me empieza la raya? ¿O es otra cosa? ¿Tengo cáncer doctor?
- No, mi amigo, no tiene cáncer. Y sí, estamos hablando de ese granito.
- Bueno Doctor, podría ser un poco más, a lo mejor doce años.

El doctor murmuraba para sí, “Increíble, increíble…”
Marita, que a pesar de todas mis protestas y mi derecho a mi privacidad, había entrado conmigo con un argumento irrebatible: “Si yo soy la que te cura, oye. Lo conozco mejor que tú, que no lo puedes ni ver”.

Explicar lo que es una fistula pilonidal es un poco complicado, por varias razones. Primero que nada, y para decirlo de una vez, es un grano infectado que se aloja donde empieza la raya del culo. Listo, lo dije. Cuando la gente habla de enfermedades y dolencias en esas zonas del cuerpo, todos tienen mucho cuidado en hablar con delicadez del tema, como por ejemplo, las almorranas. La diferencia es que todos saben que son las almorranas, entonces al mencionar nada mas el tema, la gente guarda un conveniente y discreto silencio sobre el tema. Nadie pregunta que son, o que se siente y mucho menos que es. Es como hablar de la baja policía del cuerpo. Es un tema socialmente clausurado.

Pero nadie sabe nada sobre la fistula pilonidal. Entonces hay múltiples preguntas y uno siente como si estuvieran invadiendo desconsideradamente las miserias humanas que todos llevamos consigo. ¿Qué es, ah? ¿Y duele mucho? ¿De qué viene? ¿Cómo te curas, con espejo? Estas son algunas de las indiscretas preguntas que se hacen.

Para explicar exactamente qué es he recurrido a diccionarios médicos en línea, así que paso a definir científicamente el término.

En primer lugar, es preciso saber que es una fístula:

“Conexión o canal anormal entre órganos, vasos o tubos” Casi nada para definir un hueco en el cuerpo humano que no debería existir…

¿Y pilonidal?

"Nido de pelo. Se deriva del latín pilus, pelo y nidus, nido” Esto ya es más fácil. Se concluye que es un hueco en el cuerpo humano que tiene pelos dentro.

Pero es interesante ver toda la parafernalia médica para definirla:

“Fístula sacrococcígea debida a infección purulenta y fistulización secundaria de un quiste pilonidal sacrococcígeo. Próximo al pliegue interglúteo, entre las nalgas, que frecuentemente contiene pelos, piel y restos. Una de las causas propuestas para su origen son los Pelos Encarnados"”

Explico lo que pasa con este interesante, doloroso y desagradable fenómeno. Un pelito de los que crecen ahí, en medio de las nalgas, se comporta como la oveja negra de los pelitos; en vez de crecer para arriba, como es la naturaleza de todo pelito que se respeta, decide crecer hacia abajo, con lo que encuentra la piel de la zona muy rápidamente, y al ser tan delgado, pues recién está creciendo, se introduce en uno de los poros de la piel. Se entusiasma al principio, pues es una nueva experiencia, pero como no puede ver nada, decide seguir avanzando. No posee la capacidad de regresar. Estos pelitos no tienen una segunda oportunidad.

Finalmente, y tras haber luchado toda su vida para llegar a alguna parte, está completamente atrapado, y se resigna a tener una muerte digna, para lo cual se desprende de sus raíces y se introduce totalmente en el cuerpo, después de lo cual, fallece. Ahora, este pelito rebelde y olvidado por la familia de pelitos, no ha participado de la limpieza diaria, semi-diaria, semanal o eventual que todos los demás han tenido cuando el cuerpo así lo decidiera, por lo que cuanto más entra, más bacterias, suciedad y piel muerta arrastra consigo. Es así que el pelito da su último suspiro susurrando: “A mí me jodieron toda la vida, ahora me toca a mí. No solo los voy a joder, sino que les va a doler mucho, mucho” Con una leve sonrisa en su puntita, muere en paz. Esa es la vida de un Pelo Encarnado, y el origen de una fistula pilonidal, ya que al ser un cuerpo extraño, genera una infección y crea un especie de bolsita, en la que se va almacenando la pus, cada vez más, hasta que revienta. El proceso es doloroso, y si no se trata, se repetirá eternamente, siendo cada vez mas grande la bolsita y por tanto la infección.

El doctor dictaminó operación de inmediato, con anestesia general y sala de operaciones, es decir a todo dar. Recuerdo que me dijo que la convalecencia era de por lo menos un mes, en el que tenía que permanecer boca abajo. Solo pensé que era víspera del mundial de fútbol y tendría oportunidad de ver todos los partidos. ¡Qué buena suerte! Y todo por un granito. Que poco sabia de los acontecimientos futuros, dolorosos, fastidiosos y humillantes al extremo.

El día anterior a la operación, salí a comer con mis amigos bolivianos y como se me había indicado que hiciera una dieta líquida, solo tomé cerveza y whiskey, así que al día siguiente me presenté en la clínica con una resaca mayúscula y todavía envuelto en fuertes y olorosos vapores etílicos.

Me internaron y me dieron ese absurdo mandilito que tapa la parte de adelante y deja al descubierto la parte de atrás, como si fuera un babero gigantesco amarrado alrededor del cuello. Lo encuentro desagradable e inútil, pero debe ser porque hasta ahora nadie me ha explicado el propósito exacto de éste.

Me eché en la cama dispuesto a dormir hasta la hora de la operación, cuando se aparecen dos enfermeras, con todas las intenciones de afeitarme la zona de la operación, o al menos, eso pensaba yo. Resignado fui a voltearme y me dijeron – no señor, no se voltee, tenemos que afeitarlo por adelante primero – Reclamé, expliqué el tipo de operación, pero insistieron que eran las órdenes del médico y no hubo más remedio que dejar hacer.

Luego de la primera fase, y con algunas risitas de por medio, me afeitaron la zona de la operación, me dieron las gracias, no entendí por qué y se fueron. Siempre me ha quedado la impresión que afeitar ciertas zonas no era necesario.

Finalmente llegó un enfermero que sin hablar, empezó a llevar la cama a la sala de operaciones. Recuerdo la inyección de anestesia y a los doctores hablando en inglés por unos minutos, hasta que me desperté en una habitación con un dolor de cabeza terrible y una sed gigantesca, pero dentro de todo me sentí muy feliz porque colgado de la pared estaba el televisor que yo necesitaría para ver el mundial.

Marita estaba a mi lado y a pesar que le dije que tenía un corazón de piedra, al verme sufrir y no traerme agüita, resistió incólume todos mis pedidos y súplicas. Había orden de inamovilidad liquida. ¡Nada de agua para el gordito operado del culo, carajo! Déjenlo que sufra que no se va a morir por eso.

Unas cuatro horas después, los dolores de la operación empezaron a manifestarse. Esa zona, tiene una sensibilidad extrema, pues ahí termina la médula y se extienden miles de pequeñísimos nervios por toda la zona, y duele al menor roce.

Amenacé con levantarme para vaciarme la primera botella de morfina que encontrara, y vino la enfermera, me puso una inyección en la pierna y casi de inmediato sentí un inmenso bienestar, que fue coronado por un minúsculo vasito de agua. Pedí más y la solicitud fue denegada por mi dura mujer. Pero como me di cuenta que la amenaza de levantarme había surtido efecto, lo intenté de nuevo y conseguí otro vasito. Insuficiente por demás, pero peor era nada.

Pasé dos semanas en la clínica, viviendo solo para las maravillosas inyecciones que me daban y para los partidos de fútbol. El resto del tiempo, Marita estaba ahí pendiente de todo. ¡Qué mujer maravillosa! A veces a solas, todavía me pregunto cómo se pudo casar conmigo. Hasta ahora no lo entiendo.

Estaba echado boca arriba, pues me habían colocado una especie de parrilla donde reposaba la parte operada, bastante confortable en realidad. El doctor me advirtió que me la tendrían que sacar cuando me dieran de alta, y a partir de ahí, tendría que estar boca abajo. Lo que no me dijo fue que me habían colocado unas grapas gigantescas, empotradas en ambas nalgas, para evitar que el movimiento de las mismas rompiera los puntos o desgarrara la incipiente cicatriz. ¡Malditos! Era figurativamente hablando, como andar con el ceño fruncido todo el tiempo. Prefiero no ser más grafico en este tema, ni en las aventuras inimaginables para ir al baño. Solo diré que eran exactamente eso: aventuras, sin final cierto.

Recuerdo que un amigo me fue a visitar cuando me estaban poniendo la inyección mágica y le conté de ella; solo me dijo que con mi prontuario en el asunto, debería ser cuidadoso con eso. Me di cuenta que me habían empezado a poner menos a pesar de mis protestas.

Finalmente me dieron de alta y me llevaron a mi casa. Parece fácil, pero no lo es. Parece mentira cuan sensible es el área al menor movimiento del cuerpo. Tuvimos que conseguir un taxi grande para poder ir echado boca abajo en el asiento de atrás. En mi VW era casi imposible.

Ya en casa, y sin nada para el dolor, los primeros días fueron difíciles, pero poco a poco me acostumbré y adquirí cierta destreza para hacer mis cosas solo. A estas alturas, todo lo que tenía que hacer era estar echado y ver fútbol. Nada mal para alguien tan ocioso y fanático como yo.

Pero se avecinaban las Fiestas Patrias, y era tradición en el Centro de Cómputo ir al restaurant del suegro del Cholo Begazo, el famosísimo “Cabeza de Cebolla”. Todos los años nos congregábamos más de 30 a comer platos arequipeños y muchísima cerveza. Era una ordalía que duraba unas 6 o 7 horas, aunque algunos la prolongaban hasta el día siguiente; yo en más de una ocasión.

Pasábamos momentos estupendos, contando anécdotas, haciendo chistes y burlándonos de los presentes y ausentes. Después de todo era gente de mucho talento y algunos tenían una chispa propia de un comediante profesional.

No había manera que yo no asistiera. Aunque fuera en ambulancia, tenía que ir. Nunca había faltado y una fístula pilonidal no iba a ser la que me impidiera seguir la tradición.

Previendo la resistencia frontal de Marita, empecé a hacer mis preparativos y definir mis estrategias. No era cuestión de perder la oportunidad por un pobre planeamiento. Fue así que le mencionaba que podíamos salir a dar una vuelta en el auto, que ya podía sentarme en un banquito sin respaldar, y cómo me invadía una sensación general de bienestar al volver a realizar mis actividades normales.

Ella se puso muy contenta, y poco a poco, el camino se fue allanando. Salimos en el auto un par de veces, y aunque fue una tortura, me guardé de hacer comentarios negativos, por el contrario, compartía cómo disfrutaba finalmente de la libertad que le da a uno el auto y lo hermoso que se veían los parques y el cielo.

Por otro lado, mi inefable amigo y hermano del alma Ricardo, promotor incondicional de mi plan, ponía un poco de su cosecha. – Salmerón, que bien se te ve, ya vas a poder caminar normal y cualquier día vas a poder ir a trabajar. Te felicito por una recuperación tan pronta. Se ve que esta vez sí te has cuidado. Me alegro mucho por ti compadre. – Todo esto dicho delante de Marita para que ella viera que yo ya estaba en óptimas condiciones.

Con Ricardo me une una amistad que va más allá de las palabras y sentimientos. Pero es importante precisar el curioso origen de esta amistad. El empezó a trabajar conmigo en el año 80 a finales, aunque hubiera podido ser el 81. Sin saber quién era aun, nos convocaron a una reunión a toda el área de Finanzas, dentro de la cual nos encontrábamos ambos. Al entrar a la sala de conferencias, me sorprendió ver a un chiquillo esmirriado, sentado con aire de suficiencia, con un terno de color mostaza y lúcuma, el cual parecía imposible de haber sido puesto sin ayuda de algún aditamento como calzador o prensador de carne.

Se notaban hasta los huesos de las rodillas, sufría de acné violento y el cerquillo del abundante pelo se confundía con las profusas cejas. En resumen un aspecto discordante en una compañía como IBM, que aun estaba saliendo de los ternos grises y azules.

Mi pensamiento inmediato fue: “¿Y este atorrante? Se ha equivocado de sala. Seguro que ha venido a un curso de perforación de tarjetas o algo así”.
Pero nadie le decía nada, y la reunión empezó. Como casi siempre, era para otorgar algunos premios informales, fabulosa costumbre que tenia IBM de motivar a la gente, y yo gané uno en esa ocasión, aunque no recuerdo por qué.

Me olvidé por completo del incidente y unos meses después, se anunció su cambio y empezó a trabajar conmigo. El había estado trabajando en Stock. A pesar de la primera pésima impresión, conectamos de inmediato. Trabajamos juntos, mañana, tarde y noche y empezamos a salir juntos, con nuestras respectivas parejas.

Susy, su actual esposa, que era mejor juez de carácter que Ricardo, desarrolló anticuerpos inmediatos hacia mí, y no le faltaba razón, sobre todo cuando empezamos a salir sin las parejas. Felizmente, eso duró poco y ahora somos extraordinarios amigos. Para no prolongar el tema, terminamos siendo inseparables y Ricardo terminó mudándose a un departamento frente al mío. Cuando se casaron, compraron un departamento idéntico, en el mismo piso y edificio donde vivíamos.

No es fácil imaginar el tipo de amistad que tenemos. Como pocas que puede tener un ser humano y doy gracias a Dios por eso. Si contara todas las aventuras que sufrimos y gozamos juntos, es probable que su reputación se vería afectada. La mía no, porque ya sabemos de qué pie cojeo.

Como con todos mis excelentes amigos, yo era el que salía ganando. La mayoría de veces porque abusaba de esa amistad. Una simple anécdota con Ricardo ocurría los sábados en la mañana, cuando me despertaba después de una noche de abundante diversión y alcohol. Como es natural, tenia una sed propia de un camello, así que le decía a mi hija Mónica, en ese entonces de unos 3 años: “¿Hijita, quieres Coca-Cola?”

No hay que ser mago para adivinar la respuesta. Entonces, ella y yo aun con bata, nos dirigíamos al departamento de Ricardo, le pedía que tocara la puerta, y Ricardo abría en condiciones similares a las mías, y yo le decía:

- Disculpa que te moleste compadre, pero Mónica no me deja tranquilo con que quiere Coca-Cola. ¿Por casualidad tienes un poco?

Ricardo me miraba con aire de derrota, y me decía, pasa que hay un poco en la refrigeradora. Mientras Mónica tomaba un vasito, yo le daba un bajón a la botella de dos litros, dejando sólo el poquito de la decencia. Uno de tantos detalles.

Finalmente, el día tan esperado llegó. Ricardo pasó a recogerme en su VW destartalado, y con la anuencia de Marita, nos dirigimos entusiastamente al “Cabeza de Cebolla”.
Fui sentadito en el borde, con la cara casi tocando el parabrisas, pero a pesar de la incomodidad, el viaje transcurrió sin incidentes.

Creo que fue unos de los mejores almuerzos que tuvimos allí. Lo pasamos fenomenal, comimos estupendamente, y la cerveza circulaba libremente y sin límite alguno. Fue un día memorable, en el que cambiamos a toda la plana mayor de IBM, definimos la nueva estrategia de la compañía e hicimos añicos el carácter de varios gerentes y compañeros sin ningún remordimiento.

Y es que en esos tiempos, existía una especie de ley de la selva en Operaciones. No había términos correctos e incorrectos, los defectos, características físicas y personalidades eran usualmente motivo de apodos de todos los pelajes y colores. Si a alguno le caía un apodo desagradable, había que lidiar con él. ¡Ay del que se atreviera a molestarse o picarse! El apodo quedaría indeleblemente grabado en la memoria colectiva para siempre.

El tiempo pasó volando y a pesar de mis protestas, Ricardo decidió que era hora de irnos. Era lo lógico; yo ya estaba en la etapa que otros llaman “yo te estimo” y que en mi caso, es una variante sumamente peligrosa, porque es algo así como “yo te estimo, y por lo mismo, te voy a decir estas cosas que nadie te quiere decir”, procediendo después a enumerar con lujo de detalles, los defectos de la persona que estuviera al frente. Esta es una de las razones por las cuales dejé de tomar, pero es otra historia aquélla.

Nada hubiera sido más simple que subir al auto, sentarme en la misma posición en que había venido y llegar a mi casa tan tranquilo. Pero no, no podía dejar pasar la oportunidad de ensayar una nueva posición, mas cómoda y funcional, para llegar a mi destino, con lo que me arrodillé en el asiento, mirando hacia atrás. Dentro de la tranca, parecía a todas luces una posición ganadora y sumamente confortable.

Me vanagloriaba mentalmente de mi capacidad de encontrar soluciones que dentro de su simpleza, eran francamente brillantes. Sumido en mis sueños de gloria, no me percaté de la vorágine que es el tráfico de Lima un sábado por la noche y sobre todo en uno de los distritos más populosos, como La Victoria. Ricardo me decía que me sentara normal, pero yo desde mi Olimpo no podía escuchar a los pobres humanos. No hay caso, tenia una inteligencia super…¡BAMMMM!

El carro de Ricardo se había metido en un bache respetable y después tuvo que frenar bruscamente para no empotrarse contra un microbús que se nos venía encima. Ante estos movimientos tan bruscos, la guantera de Ricardo se abrió, y por la inercia, yo me vi lanzado hacia adelante con tal precisión que el borde horizontal de la tapa se empotró directamente contra el área más sensible de la operación.

No recuerdo haber sentido en mi vida un dolor físico peor que ése. Grité, lloré, maldije, blasfemé, insulté pero fue inútil. El dolor no pasaba. El pobre Ricardo no sabía que hacer, con un energúmeno vociferando a voz en cuello con la ventana del auto abierta.

Cuando llegamos a mi casa, tuvo la decencia de cargarme hasta el segundo piso, junto con mi mujer. El dolor continuó por algunas horas y fue así que aprendí que hay que ser humilde internamente, sobre todo después de la segunda cerveza.



El Siglo XXI y Yo

 
Me considero una persona técnicamente hábil, por lo menos lo suficiente como para aun combatir con la tecnología de este siglo con relativo éxito. Googleo, facebookeo, twitteo, participo en foros tecnológicos y conozco lo suficiente para saber vagamente, lo admito, qué está sucediendo en este atractivo e implacable campo. Es decir que para mi edad, me siento ligeramente orgulloso de ser aun competitivo.

Mi problema con este siglo es diferente, y probablemente más prosaico. Aparentemente el mundo ha seguido progresando en otros campos, de los que yo no tenia ni idea. Como por ejemplo el día que Marita compró una especie de esponja para bañarse, una para mí y una para ella. Y jabón liquido. La esponja ésta mas parece un “waipe” sofisticado y se llama “loufa” en ingles.

Aun me preguntaba que pasó con mi amigo de tantos años, el señor Jabón. Blanco, verde, amarillo, rosado, pero siempre listo para brindarme sus servicios. Me dijo mi mujer que ya no se usaba, que ahora había que usar la “loufa”, mucho mas higiénica y eficiente. Había que echarle el jabón líquido, y al frotarla contra el cuerpo salía bastante espuma. Lo intenté, pero volví en una semana al jabón. Blanco y grande.

En esta época, y hace ya varios años, todo, absolutamente todo, tiene fecha de expiración. Mis hijas son enfermizamente cuidadosas en esto. Yo no crecí con eso, así que para mí saber si algo está malogrado es una cuestión de olfato. Si huele comible, va para adentro. Ellas se vuelven locas cuando me arrimo a comer un bistec que dice: “mejor consumir antes del día tal” y ese día fue el domingo pasado. Les digo que estoy descontando feriados y días no laborables, pero en vez de reírse, me miran como si hubiera tirado los evangelios por tierra. Ni qué decir de las medicinas. Nunca miro la fecha y todas mis mujeres se desesperan cuando me tomo un antihistamínico que compramos probablemente en la década pasada.

Y propia de este siglo es la obsesión por la ropa “casual”. Especialmente en este país. Fui el otro día a comprarme zapatos. Normales, de cuero negro, con o sin pasador y cómodos, para ir a trabajar. No soy muy exigente en el asunto. Al llegar a la zapatería, que es del tamaño de un supermercado promedio, sin exagerar, habría unos 500 tipos de calzado masculino. De estos yo diría que casi 400 eran algún tipo de zapatillas. Todos los colores, estilos y atributos que uno se pueda imaginar. Luego entre 75 y 80 eran pantuflas, top siders, sketchers, crocs y slaps dejándome unos 20 modelos. Salí sin comprar nada porque de los 4 modelos que escogí, ninguno estaba disponible en mi talla.

En la oficina, hace ya algún tiempo, me ocurrió algo gracioso pero muy chocante. Casi toda mi vida he ido a trabajar con saco y corbata, pero en los últimos años no ha sido así. Hay una tendencia “anticorbata” que me hizo pensar en levantar un caso de discriminación.

El “casual Friday” ya es una institución en este país. Como ya nadie va con terno, el dichoso Viernes se tiene uno que vestir con blue-jean, polo con cuello, (no camisa) y por supuesto zapatillas.

Personalmente pienso que el blue-jean es mas incómodo que cualquier pantalón holgado, de buena tela, que es mucho mas fresco y agradable al tacto. Y lo mismo pienso de las camisas. Nunca he criticado esta práctica, pero yo prefería ir los Viernes vestido como cualquier otro día, es decir con pantalón, camisa y zapatos. La verdad, extraño la corbata, pero es una cuestión de moda y hay que adaptarse a los estándares del siglo. El caso es que un Viernes mi gerente me llama a su oficina para preguntarme por qué iba vestido así los Viernes. Le expliqué que para mí era mucho mas cómodo, pero me pidió como favor especial que fuera vestido como los demás, porque eso fomentaba la unión del departamento. Sobran comentarios. Soy un dinosaurio del siglo pasado en este tema. Pero eso sí, mis zapatillas son blancas o negras y no tienen autógrafos, ni franjas púrpura fosforescente.

Probablemente el cambio que mas ha afectado mi vida, ahora que tengo que usar polos, es la tendencia creciente de no poner etiquetas en la ropa. Ahora viene grabada en la prenda en colores sutiles y que todo el mundo aplaude. ¿Qué como me afecta a mi este cambio? De una manera dramática. El caso es que para mí las etiquetas eran el punto de referencia para saber si el polo estaba al derecho o al revés, y en el caso de los shorts y calzoncillos, para ponérmelos con la bragueta delante.

A las 6 de la mañana y con luz artificial, me cuesta mucho trabajo ver para qué lado está la maldita impresión que reemplaza la etiqueta. Me he puesto los polos al revés numerosas veces, y me he dado cuenta al estar en la oficina; con los calzoncillos es aun peor, pues la próstata ya tiene vida propia y repentinamente, sin previo aviso, quiere ir al baño. Es horrible y frustrante el darse cuenta en ese momento clave, frente al urinario, que el calzoncillo esta al revés. Ni mencionar los embarazosos incidentes por los que he tenido que pasar.

A mí las etiquetas nunca me molestaron y eran amigables indicadores que me hacían la vida mas simple. He tenido que encontrar otros métodos, como chequear que los botones del polo estén hacia fuera y buscar la bragueta para ponerme mi ropa interior.

¿Y el aparatito para cortarse los pelos de la nariz? Un buen día llegó Marita con uno de ellos, muy bonito, cromado y todo, y la tijerita que usaba para tal menester desapareció. Desde esa fecha cada vez que lo uso paso 10 minutos frente al espejo tratando de capturar algún maldito pelo rebelde. He tenido ya varios y todos tienen el mismo problema. ¡Quiero mi tijerita!

Soy un fanático del smartphone, tengo una tableta Android y una iPad, además de una laptop y 2 PCs. Me encanta probar cosas nuevas, y me parece sensacional cómo la vida de la gente está cambiando gracias a estos prodigios electrónicos, pero en lo que respecta a las pequeñas cosas de la vida diaria, me cuesta mucho trabajo aceptar ciertos cambios.

En el siglo pasado, tener un Nintendo y jugar Súper Mario era lo máximo. Mi mujer, conociéndome mejor que yo, no tardó en regalarlo, pues mi personalidad adictiva ya estaba convirtiendo el juego en una obsesión. Desde ese entonces tengo mucho cuidado con los juegos y regularmente no participo de esa actividad.

Pero llegó Candy Crush y con toda la publicidad, comentarios y “push” que recibía, lo instalé en mi iPhone, pensando que seria una buena manera de matar el tiempo libre, cuando tengo que esperar a mi mujer o al médico, que acá lo recibe a uno 45 minutos después de la cita acordada. Todos los médicos hacen lo mismo.

Me pregunto si esto tiene un propósito que desconozco, como cavilar en qué me aqueja, o qué le voy a decir al doctor. Pero a mí me parece que es una bravuconada de los galenos que lo que quieren decir es algo así como “Para que sepas quién está en control, te hago esperar. Y no insistas”. En otras palabras, lo hacen sólo por el gusto de joder.

La cosa es que ahora tengo instalado el maldito Candy Crush en todas partes, así que es la próxima adicción en la que tengo que trabajar. En esto, como se puede ver, me adapté al cambio perfectamente.

Escribo esto fumando mi e-cigarrete, pues hace dos semanas que no fumo tabaco. Es un cambio de este siglo que aparte de hacerme sentir miserable, funciona,

¡Que viva el cambio!



Siria



Hoy me siento triste. Triste de verdad. Como la niebla cuando está pegada a tierra. Como un niño abandonado.


Como un lobezno al lado de la madre muerta por el cazador.

Y usualmente me siento así por razones que desconozco y que llegan de improviso. Y así como esta tristeza viene, se va. 

Pero ahora, aunque llegó de súbito, sé por qué. Y me duele mucho. Me duele sobre todo porque no hay nada que pueda hacer al respecto. Y la inevitable sucesión de hechos que se avecinan, ocurrirá, quiéralo yo o no.

Y es que la suerte parece estar echada en el caso del ataque a Siria. ¿Me une alguna relación con los sirios? Ninguna. No conozco ni siquiera a uno, y las ideas que tengo de Damasco son las imágenes maravillosas que leí en “Las Mil y Una Noches”.

¿Quizás con el mundo árabe? Tampoco. Tengo algunos muy buenos amigos de origen árabe, pero también tengo excelentes amigos judíos. Y la verdad, en mis años mozos, ambos grupos eran tan amantes de la farra y la buena vida como yo. Nunca se discutía de religión y si discutíamos de política, eran esas charlas de café y bar que tanto extraño.

No digo que alguien tenga la razón. No soy quien para discutir sobre eso. Sé tan poco y trato de aislarme en lo posible de las noticias porque me puede afectar mucho y al fin y al cabo, lo que yo quiero es disfrutar de mi vejez con las cosas tan lindas que tiene la vida para ofrecer.

Creo que en esta era moderna en la que vivimos, con tanta tecnología y el empequeñecimiento real del mundo, estamos siendo atacados de una manera cruel y alevosa con la información excesiva.

Creo que los grandes gobiernos creen y practican a rajatabla la campaña de desinformar informando. Con cientos de miles de personas trabajando como analistas de información, USA, China y Rusia sólo para nombrar a los más desalmados, es evidente que corren miles de campañas solo para lograr que un ilustre pelagatos como yo se sienta más confundido que nunca.

Cuando yo era chico, se estrenó la película “La Guerra de los Simios”, en la cual los gorilas y chimpancés habían evolucionado y los humanos eran simplemente un grupo de animales, particularmente brutos. Eran usados sólo para experimentos, la mayoría mortales, debido a su morfología similar a la de los grandes monos.

Sin embargo, recuerdo claramente que los gorilas eran los militares, los promotores de la violencia y las guerras, mientras que los chimpancés y los orangutanes, eran los intelectuales, profesores y más afines al dialogo en vez del uso de la fuerza bruta. Interesante concepción de un Hollywood liberal y claramente demócrata, donde obviamente, los republicanos eran los violentos y los demócratas los inteligentes.

Pero hoy veo con sorpresa que el presidente americano, demócrata y Premio Nobel de la Paz, es el halcón más agresivo de Washington, tratando de convencer a gorilas, chimpancés y orangutanes, que la única opción es atacar Siria. ¿Estamos locos? Parece ser que el presidente es el gorila más gorila de Washington. Ojo, no estoy haciendo una comparación fisiológica entre ambos, (Dios me libre, me caería el IRS, más de una agencia de información clasificada, y dos o tres grupos sin fines de lucro por expresarme incorrectamente con grave perjuicio para la minoría afro americana)

¿Y por qué? Porque han muerto 1,400 sirios víctimas del gas Sarín. Han puesto los videos en Internet y son espantosos. Los niños son los primeros en ser afectados, pues el gas es más pesado que el aire y llega a la altura de los pequeños más rápido. Se me salían las lágrimas literalmente, viendo a los niños echados en el suelo, esperando la muerte, resignados. El Sarín afecta los músculos que controlan el diafragma, por lo que las victimas mueren de asfixia.

En ese momento, lo único que quería era que atacaran a Siria de inmediato. Empecé a revisar lo que hay sobre la guerra siria en el Internet. No cuesta mucho trabajo adivinar que la mayoría de lo que parece creíble esta en sites que no son americanos.

Encontré que de acuerdo a las Naciones Unidas, los muertos en Siria son 100,000, los niños 15,000, los que han fugado 2’000,000 y sólo en el 2013 fueron 1’800,000 los que abandonaron su país.

Y me pregunté una vez más: ¿Estamos locos? ¿Cómo han podido dejar que esta masacre llegue a tal punto? La muerte es la muerte. Al que va a morir le importa poco si es con Sarín o con una bala.

Hoy siento que mi fe en la raza humana, que es la única que importa, se ha extraviado. La encontraré nuevamente, pero siento que estamos condenados a vivir en un mundo de gorilas y chimpancés por mucho, mucho tiempo. Quien sabe por muy poco, tal vez.

Cuando escuché el discurso de Pepe Mujica, presidente de Uruguay en la cumbre sobre desarrollo sostenible en Río de Janeiro, magistral y excesivamente idealista, me levantó el ánimo ver que hay por ahí algún loco que todavía piensa diferente. Que cree en la buena fe de las personas, y en soluciones generosas, sin egoísmos, pero su mensaje tuvo eco ninguno en los gobernantes asistentes. Pobre iluso…

Me hace pensar que por lo menos somos dos.