enero 05, 2014

La Fistula Pilonidal

Finalmente me operaron de la rodilla izquierda. Inicialmente me prescribieron reposo total por una semana y una más para poder caminar con bastoncito y no con andador, humillante adminículo que por alguna razón oculta, asocio con una deshabilitación permanente. Ya voy por la cuarta semana y recién me darán carta de circulación el próximo lunes.

La verdad que me siento muy bien. El dolor es manejable siempre y cuando tome las pastillitas mágicas de Oxycontin, que me hacen sentir rodeado de algodones y nubes. Dados mis antecedentes, debo tener mucho cuidado con estas pildoritas, que parecen tan inofensivas.

Estoy aprovechando estos días para poner en orden mis cosas, ver televisión, dormir y escribir un poco, tanto mis relatos habituales como el libro que pienso terminar un día de estos. Se parece un poco al tejido de Penélope, esposa de Ulises, que lo que hacía en el día, lo deshacía durante la noche, esperando que éste volviera de Troya.

Sin embargo, repentinamente, me he visto agobiado de trabajo. Desde desarrollar un sitio web para un cliente, hasta consultoría remota a otra entidad. No me quejo y por el contrario agradezco a Dios que me ha tenido ocupado. Suelo ser peligroso cuando tengo mucho tiempo libre en las manos.

Me he mantenido sin fumar por cuatro semanas, muy dolorosa y angustiantemente. Solo fumé un cigarrillo el día que mi cigarro electrónico, al cual ahora soy adicto y confeso, se rompió, gracias a mi torpeza habitual y cuando fui a comprar el repuesto, la tienda estaba cerrada. Finalmente abrieron y les expliqué lo que había pasado. Fue una sorpresa, pues me dijeron que era la primera vez que habían visto que eso pasara. Ni me molesté en explicarles que soy un tipo especial en cuanto a objetos irrompibles se refiere. No sé cuánto tiempo dure sin fumar, pero la consigna es “solo por hoy”. Hasta ahora funciona.

Por otro lado, me puse a dieta, la cual he roto en múltiples ocasiones, pero he logrado bajar casi diez kilos en un mes. Todo sea para poder tener una mejor calidad de vida. En realidad, es mas para no morirme mañana o pasado, porque la calidad de mi vida me gusta.

Con todo esto, he escrito muy poco y he sufrido mucho, pero tengo una familia extraordinaria que me ha dado soporte y han estado todos pendientes de mi, en especial Marita.

Con ella ocurre algo muy especial y que no logro explicar con claridad. Es casi sobrenatural y de cierta manera me causa mucho temor. Al no poder subir escaleras, bajamos una cama para dormir en el primer piso. Ella decidió dormir en el sofá, para poder atenderme. Honestamente, no le dije que no. Me gusta que me engrían.

Solo llegar a la casa, y mi hija Mónica y ella me empezaron a engreír. Que si te duele, que si tienes hambre, no quieres una almohada mas, te provoca un dulce, quieres que te traiga alguna película, y así todo el día. Para ir al baño se organizaba una expedición, con mi nieta Abigail participando también. ¡Fabuloso, estupendo!

Confieso que ese tratamiento me encanta y juego sucio para que me engrían más. Basta decir que me duele un poco. Como al minuto murmuro que quiero tocinito con queso crema, una pizzita, mis pastillitas y la casa entera se mueve a la menor señal mía. Después me arrepiento de abusar de tanto cariño, pero nunca digo nada. Me arrepiento a solas y solo cuando estoy muy, muy satisfecho.

La primera semana y media, la pobre Marita dormía en el sofá y en la noche yo trataba de levantarme muy silenciosamente para ir al baño sin despertarla. Soy muy bueno en eso. Me puede tomar más de cinco minutos llegar, pero no hago un solo ruido. Pero ella invariablemente se despertaba y corría a ayudarme. Lo he visto antes, con el llanto de mis hijas cuando eran pequeñas y ahora. Después, y en circunstancias normales un elefante puede provocar una estampida a su lado y ella se despertará al día siguiente contándome que soñó que había temblor o terremoto.

Obviamente, eso hace que la quiera más, pero me siento culpable de ello, porque necesita dormir bien. Lo digo por experiencia propia.

Así las cosas, me puse a pensar en las operaciones que he tenido en mi vida, y esta es la única en la que mucha gente que conozco parece conocer del tema. Todo el mundo sabe que duele, que la recuperación es lenta, y mis contemporáneos están muy familiarizados con los problemas de las articulaciones de los miembros inferiores. Después de todo, es un buen tema de conversación.

He descubierto que es para mí una terapia excelente el poder reírme de mi mismo. A veces para poder hacerlo, hay que escarbar dentro de las miserias propias de nuestra materialidad. Somos seres vivos, pensantes, casi todos, pero tenemos además todas las funciones primarias de un organismo que requiere renovarse físicamente para poder seguir viviendo. Este relato trata de algunas de ellas, que prefiero tomar con buen humor.

A mí me operaron de fimosis, es decir la circuncisión, a los doce años, cuando debió ser antes de cumplir el año de nacido. A esa edad, y con la pubertad recién empezando, es un tema escabrosísimo y embarazoso. Cuando uno habla con los amigos, esa parte del cuerpo, que ha empezado a tomar una repentina y urgente importancia, es intocable a excepción por uno mismo y por alguna dama que sólo existe en esos sueños húmedos y enfebrecidos que invariablemente se repetían cada noche. No fue una buena experiencia y menoscabó mi reputación por algún tiempo. Definitivamente, no era tema de conversación para nada.

A los dieciocho, me rompí la mandíbula cayendo del segundo piso de mi casa en un intento de entrar a través de la azotea, pues habían trancado la puerta. Era tarde o muy temprano en la madrugada, pero yo estaba ebrio y con esa propensión a tener ideas brillantes que suele tener la gente que ha tomado demás, decidí subir hasta la azotea, pues estaba firmemente determinado a no dormir en la calle. Esas ideas brillantes son las mismas que resuelven la crisis mundial después de unas cuantas cervezas, o dan solución al problema de corrupción en el país en menos de dos horas. Lástima que al día siguiente no se recuerdan todos los detalles de tan elaboradas propuestas.

Entre otros huesos, me partí la mandíbula en dos pedazos y hasta ahora tengo los alambres de platino que unen ambas piezas. Comí puré y sopitas por un mes. Al ser yo la única persona que conozco que ha tenido esta operación, no fue nunca algo de lo que se hablara con frecuencia. En aeropuertos con detectores de metales muy sensibles, tengo que dar las explicaciones del caso.

Ya casado, y con mi hija Mónica recién nacida, tuve una operación más. Esta operación no es usual, es hasta más embarazosa que la fimosis en la adolescencia y casi nadie ha oído hablar de ella. Obviamente, si a alguien le iba a pasar, tenía que ser a mí. Ese Karma dichoso…

El problema inicial ocurrió cuando yo tenía unos 20 años más o menos, y en ese momento, fue una molestia temporal que olvidé por completo a las pocas semanas, pero la curación era muy dolorosa, incómoda y poco higiénica. Esta molestia regresaría cada año y medio o dos, pero siempre con más intensidad, hasta que no tuve más remedio que ir al médico para que me viera.

El doctor me revisó y de inmediato diagnosticó:

- Esta es una fistula pilonidal, señor. Y es muy grande. ¿Desde cuándo la tiene?
- Hace como diez años, doctor…
- ¿Diez años? ¿Está seguro? ¡Nadie tiene una fistula así por diez años!
- ¿Estamos hablando de lo mismo, Doctor? ¿De ese granito que tengo donde me empieza la raya? ¿O es otra cosa? ¿Tengo cáncer doctor?
- No, mi amigo, no tiene cáncer. Y sí, estamos hablando de ese granito.
- Bueno Doctor, podría ser un poco más, a lo mejor doce años.

El doctor murmuraba para sí, “Increíble, increíble…”
Marita, que a pesar de todas mis protestas y mi derecho a mi privacidad, había entrado conmigo con un argumento irrebatible: “Si yo soy la que te cura, oye. Lo conozco mejor que tú, que no lo puedes ni ver”.

Explicar lo que es una fistula pilonidal es un poco complicado, por varias razones. Primero que nada, y para decirlo de una vez, es un grano infectado que se aloja donde empieza la raya del culo. Listo, lo dije. Cuando la gente habla de enfermedades y dolencias en esas zonas del cuerpo, todos tienen mucho cuidado en hablar con delicadez del tema, como por ejemplo, las almorranas. La diferencia es que todos saben que son las almorranas, entonces al mencionar nada mas el tema, la gente guarda un conveniente y discreto silencio sobre el tema. Nadie pregunta que son, o que se siente y mucho menos que es. Es como hablar de la baja policía del cuerpo. Es un tema socialmente clausurado.

Pero nadie sabe nada sobre la fistula pilonidal. Entonces hay múltiples preguntas y uno siente como si estuvieran invadiendo desconsideradamente las miserias humanas que todos llevamos consigo. ¿Qué es, ah? ¿Y duele mucho? ¿De qué viene? ¿Cómo te curas, con espejo? Estas son algunas de las indiscretas preguntas que se hacen.

Para explicar exactamente qué es he recurrido a diccionarios médicos en línea, así que paso a definir científicamente el término.

En primer lugar, es preciso saber que es una fístula:

“Conexión o canal anormal entre órganos, vasos o tubos” Casi nada para definir un hueco en el cuerpo humano que no debería existir…

¿Y pilonidal?

"Nido de pelo. Se deriva del latín pilus, pelo y nidus, nido” Esto ya es más fácil. Se concluye que es un hueco en el cuerpo humano que tiene pelos dentro.

Pero es interesante ver toda la parafernalia médica para definirla:

“Fístula sacrococcígea debida a infección purulenta y fistulización secundaria de un quiste pilonidal sacrococcígeo. Próximo al pliegue interglúteo, entre las nalgas, que frecuentemente contiene pelos, piel y restos. Una de las causas propuestas para su origen son los Pelos Encarnados"”

Explico lo que pasa con este interesante, doloroso y desagradable fenómeno. Un pelito de los que crecen ahí, en medio de las nalgas, se comporta como la oveja negra de los pelitos; en vez de crecer para arriba, como es la naturaleza de todo pelito que se respeta, decide crecer hacia abajo, con lo que encuentra la piel de la zona muy rápidamente, y al ser tan delgado, pues recién está creciendo, se introduce en uno de los poros de la piel. Se entusiasma al principio, pues es una nueva experiencia, pero como no puede ver nada, decide seguir avanzando. No posee la capacidad de regresar. Estos pelitos no tienen una segunda oportunidad.

Finalmente, y tras haber luchado toda su vida para llegar a alguna parte, está completamente atrapado, y se resigna a tener una muerte digna, para lo cual se desprende de sus raíces y se introduce totalmente en el cuerpo, después de lo cual, fallece. Ahora, este pelito rebelde y olvidado por la familia de pelitos, no ha participado de la limpieza diaria, semi-diaria, semanal o eventual que todos los demás han tenido cuando el cuerpo así lo decidiera, por lo que cuanto más entra, más bacterias, suciedad y piel muerta arrastra consigo. Es así que el pelito da su último suspiro susurrando: “A mí me jodieron toda la vida, ahora me toca a mí. No solo los voy a joder, sino que les va a doler mucho, mucho” Con una leve sonrisa en su puntita, muere en paz. Esa es la vida de un Pelo Encarnado, y el origen de una fistula pilonidal, ya que al ser un cuerpo extraño, genera una infección y crea un especie de bolsita, en la que se va almacenando la pus, cada vez más, hasta que revienta. El proceso es doloroso, y si no se trata, se repetirá eternamente, siendo cada vez mas grande la bolsita y por tanto la infección.

El doctor dictaminó operación de inmediato, con anestesia general y sala de operaciones, es decir a todo dar. Recuerdo que me dijo que la convalecencia era de por lo menos un mes, en el que tenía que permanecer boca abajo. Solo pensé que era víspera del mundial de fútbol y tendría oportunidad de ver todos los partidos. ¡Qué buena suerte! Y todo por un granito. Que poco sabia de los acontecimientos futuros, dolorosos, fastidiosos y humillantes al extremo.

El día anterior a la operación, salí a comer con mis amigos bolivianos y como se me había indicado que hiciera una dieta líquida, solo tomé cerveza y whiskey, así que al día siguiente me presenté en la clínica con una resaca mayúscula y todavía envuelto en fuertes y olorosos vapores etílicos.

Me internaron y me dieron ese absurdo mandilito que tapa la parte de adelante y deja al descubierto la parte de atrás, como si fuera un babero gigantesco amarrado alrededor del cuello. Lo encuentro desagradable e inútil, pero debe ser porque hasta ahora nadie me ha explicado el propósito exacto de éste.

Me eché en la cama dispuesto a dormir hasta la hora de la operación, cuando se aparecen dos enfermeras, con todas las intenciones de afeitarme la zona de la operación, o al menos, eso pensaba yo. Resignado fui a voltearme y me dijeron – no señor, no se voltee, tenemos que afeitarlo por adelante primero – Reclamé, expliqué el tipo de operación, pero insistieron que eran las órdenes del médico y no hubo más remedio que dejar hacer.

Luego de la primera fase, y con algunas risitas de por medio, me afeitaron la zona de la operación, me dieron las gracias, no entendí por qué y se fueron. Siempre me ha quedado la impresión que afeitar ciertas zonas no era necesario.

Finalmente llegó un enfermero que sin hablar, empezó a llevar la cama a la sala de operaciones. Recuerdo la inyección de anestesia y a los doctores hablando en inglés por unos minutos, hasta que me desperté en una habitación con un dolor de cabeza terrible y una sed gigantesca, pero dentro de todo me sentí muy feliz porque colgado de la pared estaba el televisor que yo necesitaría para ver el mundial.

Marita estaba a mi lado y a pesar que le dije que tenía un corazón de piedra, al verme sufrir y no traerme agüita, resistió incólume todos mis pedidos y súplicas. Había orden de inamovilidad liquida. ¡Nada de agua para el gordito operado del culo, carajo! Déjenlo que sufra que no se va a morir por eso.

Unas cuatro horas después, los dolores de la operación empezaron a manifestarse. Esa zona, tiene una sensibilidad extrema, pues ahí termina la médula y se extienden miles de pequeñísimos nervios por toda la zona, y duele al menor roce.

Amenacé con levantarme para vaciarme la primera botella de morfina que encontrara, y vino la enfermera, me puso una inyección en la pierna y casi de inmediato sentí un inmenso bienestar, que fue coronado por un minúsculo vasito de agua. Pedí más y la solicitud fue denegada por mi dura mujer. Pero como me di cuenta que la amenaza de levantarme había surtido efecto, lo intenté de nuevo y conseguí otro vasito. Insuficiente por demás, pero peor era nada.

Pasé dos semanas en la clínica, viviendo solo para las maravillosas inyecciones que me daban y para los partidos de fútbol. El resto del tiempo, Marita estaba ahí pendiente de todo. ¡Qué mujer maravillosa! A veces a solas, todavía me pregunto cómo se pudo casar conmigo. Hasta ahora no lo entiendo.

Estaba echado boca arriba, pues me habían colocado una especie de parrilla donde reposaba la parte operada, bastante confortable en realidad. El doctor me advirtió que me la tendrían que sacar cuando me dieran de alta, y a partir de ahí, tendría que estar boca abajo. Lo que no me dijo fue que me habían colocado unas grapas gigantescas, empotradas en ambas nalgas, para evitar que el movimiento de las mismas rompiera los puntos o desgarrara la incipiente cicatriz. ¡Malditos! Era figurativamente hablando, como andar con el ceño fruncido todo el tiempo. Prefiero no ser más grafico en este tema, ni en las aventuras inimaginables para ir al baño. Solo diré que eran exactamente eso: aventuras, sin final cierto.

Recuerdo que un amigo me fue a visitar cuando me estaban poniendo la inyección mágica y le conté de ella; solo me dijo que con mi prontuario en el asunto, debería ser cuidadoso con eso. Me di cuenta que me habían empezado a poner menos a pesar de mis protestas.

Finalmente me dieron de alta y me llevaron a mi casa. Parece fácil, pero no lo es. Parece mentira cuan sensible es el área al menor movimiento del cuerpo. Tuvimos que conseguir un taxi grande para poder ir echado boca abajo en el asiento de atrás. En mi VW era casi imposible.

Ya en casa, y sin nada para el dolor, los primeros días fueron difíciles, pero poco a poco me acostumbré y adquirí cierta destreza para hacer mis cosas solo. A estas alturas, todo lo que tenía que hacer era estar echado y ver fútbol. Nada mal para alguien tan ocioso y fanático como yo.

Pero se avecinaban las Fiestas Patrias, y era tradición en el Centro de Cómputo ir al restaurant del suegro del Cholo Begazo, el famosísimo “Cabeza de Cebolla”. Todos los años nos congregábamos más de 30 a comer platos arequipeños y muchísima cerveza. Era una ordalía que duraba unas 6 o 7 horas, aunque algunos la prolongaban hasta el día siguiente; yo en más de una ocasión.

Pasábamos momentos estupendos, contando anécdotas, haciendo chistes y burlándonos de los presentes y ausentes. Después de todo era gente de mucho talento y algunos tenían una chispa propia de un comediante profesional.

No había manera que yo no asistiera. Aunque fuera en ambulancia, tenía que ir. Nunca había faltado y una fístula pilonidal no iba a ser la que me impidiera seguir la tradición.

Previendo la resistencia frontal de Marita, empecé a hacer mis preparativos y definir mis estrategias. No era cuestión de perder la oportunidad por un pobre planeamiento. Fue así que le mencionaba que podíamos salir a dar una vuelta en el auto, que ya podía sentarme en un banquito sin respaldar, y cómo me invadía una sensación general de bienestar al volver a realizar mis actividades normales.

Ella se puso muy contenta, y poco a poco, el camino se fue allanando. Salimos en el auto un par de veces, y aunque fue una tortura, me guardé de hacer comentarios negativos, por el contrario, compartía cómo disfrutaba finalmente de la libertad que le da a uno el auto y lo hermoso que se veían los parques y el cielo.

Por otro lado, mi inefable amigo y hermano del alma Ricardo, promotor incondicional de mi plan, ponía un poco de su cosecha. – Salmerón, que bien se te ve, ya vas a poder caminar normal y cualquier día vas a poder ir a trabajar. Te felicito por una recuperación tan pronta. Se ve que esta vez sí te has cuidado. Me alegro mucho por ti compadre. – Todo esto dicho delante de Marita para que ella viera que yo ya estaba en óptimas condiciones.

Con Ricardo me une una amistad que va más allá de las palabras y sentimientos. Pero es importante precisar el curioso origen de esta amistad. El empezó a trabajar conmigo en el año 80 a finales, aunque hubiera podido ser el 81. Sin saber quién era aun, nos convocaron a una reunión a toda el área de Finanzas, dentro de la cual nos encontrábamos ambos. Al entrar a la sala de conferencias, me sorprendió ver a un chiquillo esmirriado, sentado con aire de suficiencia, con un terno de color mostaza y lúcuma, el cual parecía imposible de haber sido puesto sin ayuda de algún aditamento como calzador o prensador de carne.

Se notaban hasta los huesos de las rodillas, sufría de acné violento y el cerquillo del abundante pelo se confundía con las profusas cejas. En resumen un aspecto discordante en una compañía como IBM, que aun estaba saliendo de los ternos grises y azules.

Mi pensamiento inmediato fue: “¿Y este atorrante? Se ha equivocado de sala. Seguro que ha venido a un curso de perforación de tarjetas o algo así”.
Pero nadie le decía nada, y la reunión empezó. Como casi siempre, era para otorgar algunos premios informales, fabulosa costumbre que tenia IBM de motivar a la gente, y yo gané uno en esa ocasión, aunque no recuerdo por qué.

Me olvidé por completo del incidente y unos meses después, se anunció su cambio y empezó a trabajar conmigo. El había estado trabajando en Stock. A pesar de la primera pésima impresión, conectamos de inmediato. Trabajamos juntos, mañana, tarde y noche y empezamos a salir juntos, con nuestras respectivas parejas.

Susy, su actual esposa, que era mejor juez de carácter que Ricardo, desarrolló anticuerpos inmediatos hacia mí, y no le faltaba razón, sobre todo cuando empezamos a salir sin las parejas. Felizmente, eso duró poco y ahora somos extraordinarios amigos. Para no prolongar el tema, terminamos siendo inseparables y Ricardo terminó mudándose a un departamento frente al mío. Cuando se casaron, compraron un departamento idéntico, en el mismo piso y edificio donde vivíamos.

No es fácil imaginar el tipo de amistad que tenemos. Como pocas que puede tener un ser humano y doy gracias a Dios por eso. Si contara todas las aventuras que sufrimos y gozamos juntos, es probable que su reputación se vería afectada. La mía no, porque ya sabemos de qué pie cojeo.

Como con todos mis excelentes amigos, yo era el que salía ganando. La mayoría de veces porque abusaba de esa amistad. Una simple anécdota con Ricardo ocurría los sábados en la mañana, cuando me despertaba después de una noche de abundante diversión y alcohol. Como es natural, tenia una sed propia de un camello, así que le decía a mi hija Mónica, en ese entonces de unos 3 años: “¿Hijita, quieres Coca-Cola?”

No hay que ser mago para adivinar la respuesta. Entonces, ella y yo aun con bata, nos dirigíamos al departamento de Ricardo, le pedía que tocara la puerta, y Ricardo abría en condiciones similares a las mías, y yo le decía:

- Disculpa que te moleste compadre, pero Mónica no me deja tranquilo con que quiere Coca-Cola. ¿Por casualidad tienes un poco?

Ricardo me miraba con aire de derrota, y me decía, pasa que hay un poco en la refrigeradora. Mientras Mónica tomaba un vasito, yo le daba un bajón a la botella de dos litros, dejando sólo el poquito de la decencia. Uno de tantos detalles.

Finalmente, el día tan esperado llegó. Ricardo pasó a recogerme en su VW destartalado, y con la anuencia de Marita, nos dirigimos entusiastamente al “Cabeza de Cebolla”.
Fui sentadito en el borde, con la cara casi tocando el parabrisas, pero a pesar de la incomodidad, el viaje transcurrió sin incidentes.

Creo que fue unos de los mejores almuerzos que tuvimos allí. Lo pasamos fenomenal, comimos estupendamente, y la cerveza circulaba libremente y sin límite alguno. Fue un día memorable, en el que cambiamos a toda la plana mayor de IBM, definimos la nueva estrategia de la compañía e hicimos añicos el carácter de varios gerentes y compañeros sin ningún remordimiento.

Y es que en esos tiempos, existía una especie de ley de la selva en Operaciones. No había términos correctos e incorrectos, los defectos, características físicas y personalidades eran usualmente motivo de apodos de todos los pelajes y colores. Si a alguno le caía un apodo desagradable, había que lidiar con él. ¡Ay del que se atreviera a molestarse o picarse! El apodo quedaría indeleblemente grabado en la memoria colectiva para siempre.

El tiempo pasó volando y a pesar de mis protestas, Ricardo decidió que era hora de irnos. Era lo lógico; yo ya estaba en la etapa que otros llaman “yo te estimo” y que en mi caso, es una variante sumamente peligrosa, porque es algo así como “yo te estimo, y por lo mismo, te voy a decir estas cosas que nadie te quiere decir”, procediendo después a enumerar con lujo de detalles, los defectos de la persona que estuviera al frente. Esta es una de las razones por las cuales dejé de tomar, pero es otra historia aquélla.

Nada hubiera sido más simple que subir al auto, sentarme en la misma posición en que había venido y llegar a mi casa tan tranquilo. Pero no, no podía dejar pasar la oportunidad de ensayar una nueva posición, mas cómoda y funcional, para llegar a mi destino, con lo que me arrodillé en el asiento, mirando hacia atrás. Dentro de la tranca, parecía a todas luces una posición ganadora y sumamente confortable.

Me vanagloriaba mentalmente de mi capacidad de encontrar soluciones que dentro de su simpleza, eran francamente brillantes. Sumido en mis sueños de gloria, no me percaté de la vorágine que es el tráfico de Lima un sábado por la noche y sobre todo en uno de los distritos más populosos, como La Victoria. Ricardo me decía que me sentara normal, pero yo desde mi Olimpo no podía escuchar a los pobres humanos. No hay caso, tenia una inteligencia super…¡BAMMMM!

El carro de Ricardo se había metido en un bache respetable y después tuvo que frenar bruscamente para no empotrarse contra un microbús que se nos venía encima. Ante estos movimientos tan bruscos, la guantera de Ricardo se abrió, y por la inercia, yo me vi lanzado hacia adelante con tal precisión que el borde horizontal de la tapa se empotró directamente contra el área más sensible de la operación.

No recuerdo haber sentido en mi vida un dolor físico peor que ése. Grité, lloré, maldije, blasfemé, insulté pero fue inútil. El dolor no pasaba. El pobre Ricardo no sabía que hacer, con un energúmeno vociferando a voz en cuello con la ventana del auto abierta.

Cuando llegamos a mi casa, tuvo la decencia de cargarme hasta el segundo piso, junto con mi mujer. El dolor continuó por algunas horas y fue así que aprendí que hay que ser humilde internamente, sobre todo después de la segunda cerveza.



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