enero 05, 2014

Tercero de Media y Los Derechos Humanos

Gonzalo se dirigía caminando al colegio, como todos los días. Estaba con las justas, pero no tenía prisa. Cada día trataba de encontrar un nuevo entretenimiento para esas escasas tres cuadras. Un día trataba de pisar solamente uno de los cuadrados que enmarcaban la vereda a cada paso, otros días trataba de hacerlo en dos, o contaba la cantidad de lagartijas que iba a encontrar. Podían ser los los perros en el camino, o tirar piedritas a los postes. Algunas veces miraba a otros chicos ir al colegio para ver si reconocía esos intermitentes pasos más largos o cortos que los identificarían como “contadores de cuadrados”, pero nunca encontró a ninguno.

Le gustaba llevar solo un libro, porque se veía bacán. Más de uno era un problema, se desacomodaban y eran muy voluminosos. El que más le gustaba era el de Historia Universal, chico pero grueso, y además estaba en inglés. Eso siempre daba un poco de clase.

A los trece años, ya sospechaba que era diferente a los demás. Su principal problema era al levantarse. Tenía la impresión que una mano misteriosa hacía girar una especie de rueda de la fortuna justo antes de despertarse, y de acuerdo al resultado, se sentía eufórico, angustiado, normal o deprimido. Incluso tenia la opción de bancarrota, en la que llegaba a sentirse físicamente enfermo sin realmente estarlo. Esos días trataba por todos los medios de no levantarse de la cama, pero casi siempre terminaba yendo al colegio, en un estado miserable.

Al mirar a su hermano en las mañanas, este conocimiento se aseguraba aun más. Su hermano se levantaba siempre a la misma hora y con un entusiasmo digno de alguna actividad más elevada que ir al colegio para aprender cosas que ya sabía o que no le iban a ser de utilidad. Alex era menor que él y mucho más activo. En general, era casi imposible para él mantenerse quieto. Maquinando alguna travesura, aventura o escaramuza que invariablemente le saldría bien, y que en muchos casos contaría con él como víctima.

Esa mañana, su cabeza estaba en otra cosa. Tenía casi cinco meses en este nuevo colegio, y no le iba mal. En el colegio anterior, el inglés que le enseñaron era muy pobre y escaso, y al principio tuvo algunos problemas de adaptación, pero se adecuó rápido y se convirtió en fanático de la Historia Universal a pesar de tener el libro en inglés. Leyó el voluminoso libro varias veces, siempre con la misma fruición y deleite de la primera vez.

Sus compañeros eran bastante normales en su mayoría y no tenían reparos en contarlo como amigo. No había ningún matón o bravucón, a excepción del Cholo Contreras, el más flaco de la clase y que daba la impresión de desbaratarse cada vez que caminaba rápido. Era un inútil completo en Educación Física, usaba lentes y no jugaba ningún deporte, pero manejaba la boca como un artista de plazuela. Los chiquillos lo miraban entre aterrados y admirados, pero dentro de la clase, era sobre todo una atracción que hacía las clases más entretenidas. Nadie lo tomaba realmente en serio, era indudablemente popular y objeto de muchas bromas e historias.

Prácticamente todos tenían apodos, la gran mayoría ofensivos y que había que aceptar sin chistar. Era la ley de la clase. Habían locos, locas, chanchos, perros, cholos, chinos, huacos, burros, negros, pájaros variopintos y hasta enanos y chatos. Gonzalo era conocido como Cometín, por su afición a “volar cometa”, cuestionable pero placentero hábito juvenil. Realmente no lo hacía más que otros en la clase, pero cometió la imprudencia debido a su pertinaz curiosidad de ir indagando sobre ese hábito juvenil entre varios de sus compañeros. Lo aceptaba con resignación y sin mayores problemas. Hubiera podido ser mucho peor.

Ese año había llegado también al colegio un cura nuevo. Era peruano, lo cual no era común, pues la mayoría eran hermanos y curas americanos, la mayoría del Medio Oeste Norteamericano, muy conservadores por cierto. Desde que llegó, hizo notar su presencia abusando de algunos alumnos cuando por diversas circunstancias no hacían lo que él pensaba que era correcto.

Bajo, un poco regordete, con una nariz ganchuda y prominente, tenía un mechón de pelo blanco que lo dejaba balancearse al descuido sobre la frente. Era curioso que nadie hubiera reparado en la chispa de maldad que parecía brillar en sus pequeños ojos intermitentemente. La sonrisa era amplia y a todas luces fingida. De hablar meloso y melifluo con los adultos, muchos quedaban cautivados con esta mezcla tan estridente de características. Con los jóvenes hablaba en jerga, agresivamente y con ese aire de estar de vuelta de todo, tan común en niños y adolescentes para establecer territorialidad y autoridad.

Pero sin duda era su lenguaje corporal lo que más impactaba. Caminaba estudiando cada paso, con cierta dejadez en el andar que parecía transmitir dominio absoluto de la situación. Los movimientos del cuerpo y las manos daban a entender que era un hombre que dominaba su cuerpo a la perfección.

Hizo saber de inmediato que era limeño, de San Isidro para más detalle, que había pertenecido a los Gatos Pardos, pandilla legendaria de los años 50 en Lima, que le decían Pato, y que le sacaría la mierda al primero que lo llamara así.

Gonzalo y toda la clase lo vieron agarrar a cachetadas a un alumno nuevo que llegó tarde porque había tenido que ir a dejar a su hermanito al colegio infantil. Lo que levantó una señal de alarma en la mente de Gonzalo fue la crueldad y prepotencia del abuso.

Los primeros meses, la clase entera quedó prendada del Pato. Escuchar a un hermano decir lisuras, contar historias de broncas, y mencionar a los Gatos Pardos en ellas, fue suficiente para encandilar a todos. Estudiantes de trece y catorce años, descubriendo la vida y asimilando la realidad de otros a borbotones, hacían un público extraordinario para que el Pato contara sus aventuras.

Finalmente, pensaba Gonzalo, teníamos una persona mayor que podía enseñarnos como era la vida real y no lo que se vivía al interior de las casas de toda la clase. ¡Esto era estupendo! Se hicieron campamentos, paseos y actividades, en los que el Pato era el centro de energía. Hasta los padres de familia estaban contentos de tener alguien así en el colegio. Alguien que llegara a la mente de los chicos, que a esa edad son tan difíciles, no tenia precio.

Poco a poco, la clase se fue enterando que su padre había sido piloto de avión en la Segunda Guerra Mundial, vivía con una bala en la cabeza, que su casa tenia ascensor para los autos, que había tratado de hacer suya a Elizabeth Taylor y que con los Gatos Pardos había roto mas cabezas que brazos y piernas en las innumerables broncas en las que se vió envuelto.

Pero lo que le preocupaba esta vez era diferente. Sentía una cólera sorda y un temor que le atenazaba el corazón confluyendo al mismo tiempo. Parecía como si esa mañana la Rueda de la Fortuna hubiera girado dos veces. Era una sensación que aun no había logrado controlar y que nunca había experimentado con tanta intensidad. Solo sabía que no quería sentirse así.

Y es que el día anterior, el Pato había estado en su casa tratando de conseguir permiso de su padre para un campamento que estaba organizando. Gonzalo era fanático de los campamentos, y quería ir a éste de todas maneras. Sabía que le iban a dar permiso, así que la visita lo había desconcertado y le había dejado un sabor amargo.

Casi toda la conversación se basaba en obtener un permiso que su padre ya había otorgado y nada parecía tener sentido. El Pato insistiendo en obtener el permiso y el padre insistiendo que ya lo había dado. Finalmente salieron ambos a la calle para despedirse.

Su padre regresó y continuaron la comida interrumpida. Mudos testigos del incidente fueron su hermano Alex y su madrastra. Gonzalo y ella no se llevaban bien, pero existía un sobre entendido pacto de no agresión mutua y en general, las cosas iban bien por ese lado. El no era de hacer mucho lío.

Pero su padre tenía problemas para entender la personalidad de Gonzalo, que nunca diría que no, pero que siempre haría lo que le daba la gana, aunque quizás sería mejor decir que no haría lo que no quería hacer.

Ganaba muchas veces por inacción, obligando a su padre a hacer algo que no quería, llegando a otra situación en la que su padre tendría que volver a hacer algo no deseado, y así. Al final la victoria, si lo era, era pírrica en ambos lados, y las cosas seguían igual, que es lo que Gonzalo perseguía en realidad.

Gonzalo se preguntaba a menudo que había en este cura que no encajaba. Hablaba tan bien y con tanta seguridad en sí mismo que nunca dudo de la veracidad de las anécdotas, pero había algo más que no podía definir, y que sentía intensamente.

Finalmente llego al colegio, y en la puerta estaba el hermano Hank quien lo vio y Gonzalo se apresuró a decir “Good morning, brother”. En vez de la respuesta habitual, Hank empezó a vociferar en su mezcla de inglés y español: “What the…? ¿Un solo libro? How can you study? Brruto pues, brruto pues…”

¿Y a este cura que le importaba cuantos libros llevara el al colegio? ¿Si sacaba buenas notas, cuál era el problema? Sintiéndose injustamente agredido, siguió caminando, y se propuso quedarse más tiempo frente a la oficina de la secretaria para mirarle las piernas. Nada extraordinario, pero eran las únicas piernas en todo el colegio. Además a los trece años, una falda ligeramente por encima de la rodilla era una señal de partida inmediata para los más flamígeros sueños de cualquier adolescente.

Finalmente, y satisfecho de esta sutil y gratificante venganza, entró a su salón. El Pato ya estaba ahí, y después del “Buenos días, hermano”, porque este era peruano y la mirada malévola que le fue dirigida como respuesta, se sentó.

Tenían clase de Religión y el profesor era el Pato. Desde que habían empezado el año habían avanzado como quince páginas del libro. Estaban en el capítulo II de XXIV. Pero nadie se preocupaba. La Religión era un curso que no tenía valor oficial y qué duda cabe, un hermano, que había dedicado su vida a Dios, estaba más que calificado para dictar este y muchos otros cursos de ese tipo.

Además, a todo el mundo le gustaba la clase así como estaba. Escuchaban todas las aventuras del Pato, de su familia, sus amigos, sus romances, sus broncas y hasta sus cuestionamientos de fe cuando los tuvo, porque ahora estaba seguro de estar en el camino correcto, algo que Gonzalo dudaba con frecuencia, aunque le parecía genial conocer alguien que hubiera tenido una vida tan escabrosa para finalmente llegar a Dios.

Hacia un par de meses que el Pato había introducido un esquema de interrogación personal a toda la clase. Al enterarse que alguien había tenido una bronca o cualquier tipo de incidente, era llamado al frente.

Para asegurar dominio visual, el Pato se sentaba en la mesa del profesor, con lo que siempre tenía una ligera ventaja de altura. Si la victima tenia lentes, le decía quedamente: “Quítate los lentes”. Esta parte del ritual significaba que las cachetadas iban a darse de todas maneras. A veces hacía preguntas previas, y en algunas ocasiones, el interpelado lograba escapar ileso.

Luego empezaban las preguntas. La reacción a cada pregunta era imprevisible, pero Gonzalo estimaba que estaban en una relación de tres cachetadas por una pregunta sin castigo físico. Una vez terminada la intervención, el cacheteado regresaba a su sitio. Casi nadie lloraba y la mayoría afrontaba la humillación con dignidad.

Pero estaba el Cholo Contreras. Un enfrentamiento entre ambos era inevitable. Y así ocurrió. Cada vez con más frecuencia, menos alumnos dejaban de ir al frente mientras las visitas del Cholo aumentaban más y más cada día. Parecía como que el Cholo fuera el relleno de la sesión. Cuando sobraba tiempo y no habían mas victimas, se escuchaba un breve: “Cholo, ven…”

Y el Cholo iba. Derrotado y humillado, se sacaba los anteojos mientras caminaba al frente. Aunque le sacó lágrimas muchas veces, y las palizas fueron tremendas, el Cholo nunca dijo una palabra, ni se quejó con nadie.

Gonzalo, que nunca había ido al frente, miraba la cotidiana escena entre extasiado y asqueado. Había ciertamente un atractivo morboso en ese abuso sin defensa posible, pero la conciencia también le decía que lo que estaba viendo era despreciable e inhumano.

Sacó su libro de Religión y se distrajo mirando los cientos de muñequitos que había dibujado en la página 14, en la que se habían quedado más de una semana, así que no escuchó al hermano mencionar su nombre, hasta que el Negro le dio un codazo y le dijo “Te llaman oye”

Miró al Pato, como diciéndole ¿yo? Y la mirada de respuesta fue “Sí, tu”. Sin poder creerlo, con el corazón en vilo y las piernas temblando, se dirigió a la mesa del profesor. Mil pensamientos pasaban por su mente. ¿Lo habría visto fumando en la bodega? Quizás alguien le habría contado las crueldades que hacían con los grillos y lagartijas en la urbanización. La zona desértica de Trujillo estaba llena de estos bichos y se podían agarrar con mucha facilidad. ¿Sería la metida de mano a la empleada de los Samanez, que estaba muy buena? Pero ese había sido el Cholo y no él. Finalmente llegó frente al Pato. Sin preguntas, el Pato le dijo suavemente “Quítate los anteojos”.

Gonzalo obedeció, pero al querer el Pato ponerlos en la mesa, no lo dejó y se los puso en el bolsillo. Hubo un largo silencio mientras a menos de diez centímetros, el Pato lo miraba con esos ojos revirados, reflejando, ahora ya estaba seguro, maldad pura. Sintió terror, no miedo al castigo físico, sino a una presencia desconocida y maligna.

Casi en un susurro, el Pato le dijo “¿Tu le faltas el respeto a la señora de la casa?”

Su reacción fue inmediata. Gonzalo casi siempre asumía culpa, probablemente por su baja autoestima, pero en los casos en que estaba absolutamente seguro de ser inocente, podía reaccionar con inusitada violencia. Se escuchó un poderosísimo “NO” en todo el salón y probablemente fuera de él, pues Gonzalo lo gritó con todas sus fuerzas.

Resignado ya no sólo al castigo físico sino a algunas horas después de clase por su reacción, Gonzalo se limitó a esperar el siguiente paso, que sin duda sería una fortísima cachetada. Grande fue su sorpresa cuando escuchó: “Muy bien. Anda siéntate”.

No podía creerlo. Había reaccionado por instinto, y el instinto, por una vez, lo había salvado. ¿Así que esto era lo que había hablado el Pato con su viejo? De seguro el Pato interpretó mal algo, pues no formuló la respuesta correcta. Todas sus emociones y pensamientos se vieron interrumpidos cuando escuchó: “Cholo, ven…”

La paliza que recibió el Cholo ese día fue memorable. En un momento, el Pato le dijo:
- Cholo, para cualquier cosas que hagas, tienes que pedirme permiso a mí primero
El Cholo murmuró:
-¿Para todo hermano?
El Pato lo agarró del cuello y le dijo:
- ¡Mira huevón, hasta para comprarte calzoncillos tienes que pedirme permiso a mí! ¿Entiendes,carajo?
- ¡Sí hermano, entiendo, entiendo!

Al borde de las lágrimas, el Cholo parecía haber llegado a su límite. La clase entera estaba estática. No circulaba una mosca y el aire se sentía pesado, el color de las cosas más oscuro y las nubes parecían haberse descolgado del cielo.

Todos se miraban las caras, demudados y atónitos. Gonzalo se preguntaba hasta dónde podían llegar las vejaciones en una relación donde la desventaja era tan evidente. Circularon cientos de imágenes por su mente, desde los primeros mártires hasta los héroes de diversas guerras y de tantas injusticias que había leído en una numerosa cantidad de libros y que en la soledad de su cuarto habían sublevado todos sus sentimientos.
Aunque nadie dijo nada, ese fue el dia que el Pato dejo de ser un ídolo para todos. El respeto por él y sus aventuras empezó a decaer rápidamente.
El único pecado del Cholo era ser fanfarrón y tratar de aparentar más de lo que en realidad era. Su padre era un próspero comerciante, muy decente, pero jamás sería parte de la sociedad trujillana, ni miembro del club Central o del club Libertad.

El Cholo trataba de compensar esa carencia con historias falsas y exageradas y con una mano de viveza criolla y pendejada. Íntimamente sabía que aunque tuviera muchísimo dinero, habría lugares que le serian vetados siempre. Hasta que terminó el colegio, cualquier incidente que ocurriera, terminaría tomando como víctima y protagonista al Cholo. No importaba quienes hubieran estado involucrados, el Cholo era con toda seguridad el único expulsado.

Dentro de su espectacular debilidad física, había que concederle muchas cualidades. Gonzalo fue testigo de muchos conatos de bronca en los cuales la boca del Cholo no solo lo salvó de ir al hospital, sino de quedar más humillado aun. Todo lo contrario. Entre los otros salones, su reputación era de bronquero y buen “mechador”, por lo que podía darse el lujo de avasallar gente así como lo avasallaban a él en la clase de Religión.

Antes que terminara ese año, el Pato se dio maña para expulsar a tres alumnos, con los cuales no podía practicar su técnica de interrogación, ya que eran más altos y fuertes que él. Gonzalo imaginaba que no quería correr el riesgo de quedar mal delante de todos.

Poco tiempo después, trascendió la noticia que el Pato se había desligado de la congregación y que era un laico más. Luego, muchas cosas empezaron a salir a la luz, entre ellas, que no había renunciado, sino que había sido expulsado de la orden.

Casi veinte años después, en Lima, Gonzalo vio al Pato caminando por el centro y lo siguió por unas cuadras, dudando entre hablar con él o ignorarlo para siempre. Lo vio entrar al Ministerio de Relaciones Exteriores y se acercó a la Mesa de Partes para preguntar por él, en que oficina trabajaba, que hacía, y mucho mas. El conserje anciano que lo atendió, coincidentemente ataviado con un terno del mismo color, le dijo “¿Ah, se refiere al Pato? Sí, es uno de los portapliegos del Ministerio. Pero le dicen Pato de cariño”. Gonzalo no pregunto más. Dio media vuelta y se fue. A la media cuadra, se sorprendió de tener aun una sonrisa en los labios.

La clase de tercero de media de ese año hizo historia en el colegio en deportes, estudios y actividades inter-escolares. Sumamente unidos, casi cincuenta años después, se seguirían reuniendo todos los años. Sin embargo, un personaje como el Pato se mencionaría en brevísimas ocasiones.

Gonzalo, ya mayor, pensaba que era porque fue una de esas partes de la vida que todos prefieren olvidar. Esa complicidad silenciosa, esa impotencia ante el abuso y la humillación quedaron grabadas en el corazón de cada uno muy profunda y ocultamente.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Comment Form Message