febrero 04, 2014

El Infantil - 1959 - 1960



Algunos años son en la vida de uno más importantes que otros y hay unos pocos que definitivamente marcan un cambio radical.

1959 fue para mí uno de estos últimos. Yo tenía ocho años y me consideraba una persona grande. Grande significaba que podía pensar, leer, escribir y hablar igual que ellos. Muchos años después me he sorprendido al ver que mi claridad de pensamiento entonces era mejor que la que tuve después, tal es nuestro herrumbroso, obsoleto y dolorosos proceso de aprendizaje y maduración emocional.

Ese año, y tras largas batallas libradas por mis padres, logré ingresar a Segundo Año "A" de primaria en La Inmaculada. Por razones que nunca conoceré, La Inmaculada era en la casa de mi abuela materna donde vivíamos, la institución educativa más importante del mundo. ¿Alguna relación con los jesuitas? Ninguna. ¿Alguien de la familia estudió en un colegio jesuita? Nadie. Solo mis primos, hijos de mi tía Malena, hermana de mi mamá, habían entrado y por los escasos comentarios que escuchaba en las sobremesas, sentado en las rodillas de mi madre, no les iba muy bien.

El único contacto formal era de mi abuelo paterno con el padre Fernando Vargas, en Arequipa, cuando mi abuelo era joven y el padre Vargas un jesuita recién egresado. Como buen español, mi abuelo buscaba compatriotas en Arequipa y sin duda, la comunidad jesuita era una mina de oro para él. Ahí se conocieron y entablaron una amistad formal. Pero mi abuelo estaba ya en España y para decirlo en términos eclesiásticos, no era santo de la devoción de mi abuela materna. Eso hasta yo lo sabía.

Pero mi madre era un cancerbero incansable. Por puro cansancio, la Madre Superiora del Infantil, como se le llamaba al colegio de Monterrico, que tenía a los alumnos de kindergarten a tercero de primaria, Eladia Garayar, aceptó tener una "cita" conmigo. Me llamó la atención la palabrita, pero en realidad era la adecuada. Una entrevista, evaluación, reunión, etc. hubiera implicado un compromiso posterior. Cita era más limpia y libre. Implicaba que no había obligación posterior alguna. Lima ha sido una ciudad siempre muy cuidadosa con el uso de la palabra y abundante en el uso de eufemismos.

Recuerdo la entrada principal, imponente y la Madre Eladia, más imponente todavía. Brevemente me dijo "Ven por aquí" y yo la seguí, mientas veía a mi tía Malena y a mi madre con el corazón en los ojos. Felizmente que no entendí su angustia, porque si no, hubiera corrido hacia ellas.

Entramos a una pequeña sala, me sentó frente a una mesa, y ella al frente me hizo algunas preguntas, supongo que para ver si hablaba castellano. No sé ni me acuerdo, pero luego entro otra monjita, muy dulce, y que posteriormente identificaría como la madre Carmen. Llevaba unas hojas, y un lápiz. Me hicieron leer y escribir. (Como con la claridad de pensamiento, mi escritura nunca fue mejor que ese día)
Después sumas, restas, y de pronto: ¡multiplicación y división! Eso no me lo habían enseñado en Primero de primaria y así se los hice saber. Entonces, la madre Carmen, con ese tono de voz tan suavecito y placenteramente agudo, me dijo "Vale, si no sabes, no te preocupes". Yo le dije que no me lo habían enseñado, pero que de saber, sabia. ¡Ah, la previsión materna! Mi madre me había enseñado la tabla de multiplicar y la multiplicación de por sí, es una operación simple. Estaba preparado.

Ahora que escribo esto, me doy cuenta que ese fue el punto de quiebre. Hice las multiplicaciones y divisiones y me llevaron de vuelta a mi madre, o mejor sería decir a dos ojos rodeados de un cuerpo, que brillaron solo de verme. Creo que ella estaba más segura que yo que iba a lograrlo. Este sentimiento me ha ocurrido a menudo con otras personas y en otras circunstancias. La gente parece creer más en mí que yo. Pero eso es otra historia.

Primer día de clases. Me recogió la góndola "1", que venía de La Punta, porque vivíamos en el Centro. Absolutamente cagado de miedo. Todos hablaban entusiastamente, contando sus aventuras de vacaciones, la playa y todas las cosas buenas del verano, más aun en La Punta. Mientras tanto, sentados en el ómnibus, mi hermano Eduardo, de 6 años y yo, ni siquiera nos hablábamos, del miedo que teníamos. Eduardo iba a transición y ya a esa edad amenazaba convertirse en una plaga. Inquieto, travieso, extrovertido y con un talento innato para la pendejada, me hacía la vida imposible cada día. Cada día durante años, nos peleamos físicamente en una rutina que a mí me llenó de paciencia y a él de recursos para escapar a la paliza. En realidad, era muy simple, apenas se despertaba, tenía como obligación ver como joderme la vida. Yo aguantaba, aguantaba (la eterna monserga de eres el hermano mayor, tienes que dar el ejemplo, etc.) hasta que reventaba, y le pegaba de alma. El lloraba, se molestaba y me pegaba en venganza mientras yo reía hasta que un golpe me dolía y empezábamos de nuevo. Así por horas. Hace 56 años de esto y creo que nunca ha habido una pareja de hermanos más unida que nosotros. Algunas lecciones de psicología infantil podrían hacer buen uso de esta experiencia.

Mientras tanto, sentía la incomodidad del uniforme. Se veía lindo y mi mamá lloró de emoción cuando nos vio a los dos ataviados con éste. Saquito azul sin solapas, borde celeste, pantaloncito corto gris, medias blancas, zapatos negros, camisa blanca y corbata celeste. La camisa merece comentario aparte. No tenía cuello, sino unos botones para colocar un cuello de plástico blanco, redondo, semiduro, imposible de sacar e incomodísimo. Un gorrito azul marino con tiras celestes y finalmente la gloriosa insignia del colegio en el bolsillo superior izquierdo del saco: CI.

Para mí eso era lo más bacán. La insignia por alguna razón despertaba sentimientos de orgullo, pertenencia y por qué no decirlo, superioridad. Definitivamente, desde que supe que iría a La Inmaculada, me convencí que era el mejor colegio del mundo, y el tiempo se encargó de darme la razón. Por lo menos en Lima.

El viaje tomo más de una hora, pero llegamos. Recuerdo haber dejado a Eduardo con la madre Nelly, con una cara de luna llena y bondad que iba más allá de la cofia. ¡Linda madrecita!

Me dirigí a Segundo "A". Era el primer salón entrando. Miré a mis futuros compañeros, todos conversando en grupos, alguno por ahí tejiendo llaveritos con hilos brillantes de plástico, otro con una pelota de futbol en su red, y dos o tres sacando caracoles de la pared.

Sonó el timbre y todos se pegaron a la pared en una cola que empezaba en la puerta de la clase. Finalmente entramos, y todos empezaron a tomar carpetas. Yo logré tomar una en la segunda columna, fila siete, casi al fondo. Puse mi maletín en el suelo y me senté. Llevaba también una bolsa con un overol verde claro, con mi nombre bordado en rojo al lado derecho del pecho.

Hizo su entrada una monja cuyo aspecto inspiraba respeto, sin ser ella muy grande o con alguna característica física, a excepción de una cara de facciones muy firmes, típicas del norte de España y el ceño fruncido casi por defecto.

Cuando hablo, si me faltaba que inspirara mas respeto, lo ganó después de la segunda silaba. Una voz fuerte, serena, pero dura.

- Soy la madre Isabel Caruncho y vosotros estaréis a mi cargo durante todo el año. Los que ya sabéis, id al fondo a dejar los sacos y las gorras y poneos el overol. Los nuevos, buscad algún gancho disponible y haced lo mismo.

Inmediatamente casi toda la clase se puso de pie y se fueron al fondo. Eso me dio tiempo para ver que éramos cuatro o cinco nuevos. No muchos. Luego me levanté e hice lo mismo que mis compañeros.

- Conmigo las cosas son muy sencillas. Solo podéis hablar cuando yo os lo pida. No podéis levantaros sin permiso y nunca, nunca lleguéis tarde a la fila para entrar a clase. Si cumplís con esto, os va a ir muy bien

Vaya. Casi como pedirle propina a mi padre. Imposible. Trataría de hacer lo mejor posible. Me costaría trabajo solo acostumbrarme al vosotros y a la "c" y la "z", pero era factible.

Así empezó el primer día del primer año que pasé en la Inmaculada.

Poco a poco empecé a conocer a mis compañeros de clase, pero recuerdo a algunos en especial. A mi lado izquierdo se sentaba Forcande, que era negociante desde chiquito. Me acuerdo que siempre estaba cambiando sus bolas lecheras por otras más bacanes, o lo más común: por varias de las corrientes. Ahora y en perspectiva, las bolitas corrientes eran en realidad muy bonitas, con el centro de color vivo, ya fuera rojo, verde o amarillo que de alguna forma parecía una especie de insecto de alas de colores, capturado para siempre dentro del cristal. Las lecheras, por el contrario, eran más bien transparentes o de un solo color, como negro o azul. Estaba las que vendía Sears, que eran de varios colores, pero pintados por encima. No eran feas tampoco, pero la limpieza y simplicidad de las bolitas corrientes me parece más hermosa.

Pero como siempre, hasta en ese mundo de pequeños seres, las leyes de oferta y demanda, tan humanas como dormir o comer, tenían plena vigencia. Las bolitas corrientes (o chuscas) se encontraban en todas las bodegas de Lima, mientras que las lecheras casi no estaban a la venta o eran siempre escasas.

Forcande me cambiaba 3 de mis lecheras de Sears, de las cuales tenía yo una bolsita llena por una de sus lecheras transparentes o de color entero. Legamos a un acuerdo posterior de dos por uno, pero terminamos en cinco por dos: "Pa' nadie"

Nuestras bolitas pasaron con el tiempo a formar parte de los tesoros de la madre Isabel que nos las decomisó por hacer transacciones ilícitas durante la clase. Fueron mis primeras clases de economía.

No tenía problemas con los cursos, a excepción de dibujo y caligrafía. Siempre he tenido un problema serio de coordinación motora fina, que cuando era chico se conocía simplemente como torpeza. Hacer las malditas letras en los cuadernos de doble raya era una pesadilla para mí. En dibujo, ni hablar. Cada hojita del cuaderno de dibujo "Rafael" parecía un minúsculo campo de cultivo, debido a todas las asperezas causadas por el uso constante del borrador y tenía un tono ligeramente marrón de los dedos sucios, el sudor y cuanto hubiera estado cerca del cuaderno.

Pero Gramática, Ortografía, Aritmética y Catecismo eran mis fuertes. Ya de chico me gustaba leer, y la madre Isabel cuando dictaba las palabras para Ortografía, se cuidaba mucho de pronunciar las "c", "s" y "z" de manera diferente, así como la "b" y la "v". Aritmética, gracias a Dios, siempre me fue fácil y en catecismo, teníamos en la casa una empleada que se terminó metiendo de monja, o sea que nos sabíamos el catecismo del derecho al revés.

A los pocos días de llegar, me enteré que Carlos Herrera era el primero de la clase y lo recuerdo con mucho cariño porque la primera fiesta de toda la clase fue en su casa, y me invitó cuando prácticamente no me conocía. Yo era muy tímido y me costaba trabajo hacer amigos en ese entonces. Ahora mi mujer amenaza con ponerme bozal cuando me saca a pasear, pues trato de hablar con todo el mundo.

Hay dos personas que grabaron poderosas imágenes en mi corazón.

La primera fue Nicola. Caminaba cojeando, y en esa época yo no tenía idea lo que era la polio y los estragos que causaba. Le pregunté a alguien y me dijo que había tenido polio de chiquito. No me dijo cuan chiquito porque a los 8 años, grandes no éramos. Cuando fui a mi casa le pregunté a mi mamá y ella me explicó que era una terrible enfermedad y aquellos que se recuperaban lograban caminar con mucho esfuerzo y dificultad.

En los recreos de diez minutos o en el de una hora, solíamos jugar ladrones y celadores. La mitad de la clase a un lado y la otra mitad del otro. Recuerdo que me tocó ser celador y Nicola era ladrón. Con la mezquindad de un ave de rapiña, me lancé a la carga dándome con la sorpresa que cuanto más rápido corría, más se alejaba él de mí, cojeando y todo. Me fue imposible alcanzarlo. No dije nada y cuando me tocó ser ladrón duré muy poco en libertad. Me capturó casi de inmediato. Aprendí en carne propia ese día lo que significaba lucha y superación. Luego, cuando lo vi jugar futbol, como arquero o jugador, pasó a ser uno de mis silenciosos ídolos al que siempre admiré mucho.

El otro personaje fue Beto Forlani. Con él me encontraría varias veces a lo largo de mi vida, y a pesar de su agresivo y directo estilo, le guardo gran cariño y respeto. Debo confesar que al principio, dado que me llevaba más de una cabeza y pesaba probablemente el doble que yo, le tenía terror. Hay que admitir que su aspecto no es amigable, vamos.

En el Infantil, el deporte de moda era cazar caracoles. Los había por cientos. Yo vivía en una casa del centro de Lima, donde en vez de jardín, en la parte de atrás teníamos un corral. Siempre estaba vacío a excepción de Navidad y Fiestas Patrias donde las tías Evita y Victoria nos mandaban sendos pavos vivos por encomienda desde Chiclayo. Cada vez que llegaban, sentía pena por los animales, porque llegaban en una especie de bolsa de yute de la cual solo salía la cabeza. Hasta les hacían asa con soguilla para cargarlos. Laboriosas las tías, pero los animales deben haber sufrido lo indecible durante el viaje y aun no me explico como podían permitirlo.

Llegaban cagados hasta el pico, les quitaban el yute y les amarraban las patas para manguerearlos a presión hasta que quedaran medianamente decentes, pero no lo suficiente como para jugar con ellos, así que a través de la ventana, solía mirar a estos extraños y curiosamente estúpidos animales.

En resumen, para mí un caracol era fascinante y podía observarlos por horas, así que fui el segundo día con mi bolsita de plástico para llevarme varios a mi casa. Una vez en el patio, Aliaga me dijo:


- Ten cuidado con Forlani. Si te ve, te va a quitar los caracoles
- ¿Por qué? ¡Si son míos! ¡Yo los he encontrado! Que se busque los suyos
- No - sigilosamente me murmuró - no se los guarda. ¡Los tira o los mata!
- ¡Ya sabía yo que era malo! ¿Y por qué?
- Nadie sabe. Pero no le gustan

Obviamente, sabía que si eso ocurría, sólo rezaría para que no me pegue, así que muy cuidadosamente, mirando a todos lados, capture mi primer caracol, luego el segundo y varios más. Cada vez miraba a mi alrededor y Forlani estaba no muy lejos, pero siempre de espaldas. Por codicioso, fui a capturar uno más de los que me había propuesto y escucho la voz de Forlani, como si se tratase del Creador:

- Salmerón ¿Que estás haciendo?
- ¿Yo? Nada Forlani, nada - con la voz temblorosa y la prueba del delito en una mano y la bolsa en la otra
- ¡Ya dame eso! ¡Tú eres nuevo, pero te advierto que no captures caracoles, ya sabes!

Con las manos temblorosas, al igual que las piernas y pensando que Forlani debía haber tenido un ojo en el occipucio, entregué mi botín, balbuceando unas disculpas.

Me resigné a mirar los caracoles en el colegio. De todas maneras, en mi casa, mi mamamita los hubiera decomisado igual.

Por varios meses, lo odié en silencio. Lo evitaba siempre y cuando me acercaba, lo hacía a una prudencial distancia de cinco metros, más o menos. Honestamente, me inspiraba miedo cerval.

Las cosas siguieron así, hasta que un día, presenciando una intervención caracoleana de Forlani, lo escuché darle explicaciones a un chiquito de primero:

- ¿Tú sabes qué va a pasar con estos caracoles? Se van a morir antes de que llegues a tu casa. ¿Y que les vas a dar de comer? ¿Sabes que comen? Esto es ser malo con los animales. ¡Ya dame tu bolsita!

¡O sea que había un motivo para lo que hacía! Claro, siempre con su encantador estilo, pero realmente no era tan malo como yo pensaba.

En los seis años que estuve en la Inmaculada tuve otras ocasiones de ver su buen corazón, pero la verdad es que el mejor regalo que le hubiéramos podido hacer es una beca para uno de esos cursos como "Charming 101". Hasta el día de hoy somos buenos amigos, y lo estimo, admiro y respeto mucho.

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