abril 19, 2015

Mis Primeros Amigos


Esta es una historia sencilla. Yo soy de la generación del 50, cuando se iba al colegio a los cinco años y no existían las guarderías infantiles o los nidos de pre-escolar. Los jardines de la infancia aparecieron cuando yo era ya adolescente. En esa época, la interacción social de un niño era mínima y usualmente limitada a los hermanos, uno que otro vecino de la misma edad y las eventuales visitas a y de los primos.























Aquellos que han crecido en familias con numerosos hermanos saben que la relación con ellos en los primeros años tiene más de lucha y conflicto que de sentimiento. Para mi hermano Eduardo, al que le llevo un año, cuatro meses y quince días, al que quiero con toda mi alma, y para mí, la palabra "amigo" no encerraba un significado concreto, pero era claro que podíamos ser cualquier cosa, menos eso. Fueron varios años de peleas diarias, interminables, en una rutina perpetua de golpes, moretones y chichones. Creo que sólo éramos solidarios cuando íbamos a cometer alguna travesura que involucrara a ambos, con un sólo mandamiento: "No acusarás". Jamás cedimos y quedábamos siempre a merced del criterio del adulto encargado de disciplinarnos. La verdad es que Eduardo era quien llevaba la peor parte la mayoría de las veces, por su reputación de palomilla y travieso, que la mantenía sin mucho esfuerzo, la verdad.

Muchas veces sin embargo, el autor intelectual era yo, y confieso que jamás asumí la responsabilidad voluntariamente. Acuseta no, pero estúpido tampoco. Si los mayores le echaban a él la culpa, ¿quién era yo para contradecirlos? No, eso era cosa de ellos, mientras yo, mudo espectador, observaba los correazos, latigazos, palmazos, cachetadas y patadas que mi hermano recibía, sabiendo que en la siguiente yo podría ser la víctima.

Eduardo, conocido como "El Gordo", debido a que era considerablemente más robusto que yo, nunca me delató tampoco. Quién sabe si alguna vez musitamos contritamente "yo no he sido, tío" o "mami, yo no he hecho nada", pero ese era el límite impasable al que llegábamos. .

Nuestro padre, cuando éramos ya un poco más grandes, tomó la sabia decisión de pegarnos a los dos. Así no quedarían culpables impunes. El viejo era cojonudo, vehemente y de genio fuerte. Pero Eduardo siguió siendo el más golpeado. Cuando éramos chicos, solía darnos pellizcones en los brazos cuando no manejábamos su mismo ritmo.

En esos días, en el colegio estaba de moda un juego en el cual se sorteaban diferentes roles entre los participantes y era sorprendentemente simple y violento. Entre los cuatro jugadores, se distribuían los roles de Juez, Fiscal, Verdugo y Acusado. Al recibir cada uno su rol, el Acusado era definido por el Fiscal como inocente o culpable y si lo era, recomendaba la pena. El Juez podía confirmar la pena, o modificarla, y el Verdugo era el encargado de ejecutarla. Las sentencias solían ser algo así como dos rojos y tres verdes, lo que significaba dos puñetazos fuertes en el brazo y tres discretamente suaves. La gama de colores iba del morado, rojo, verde y amarillo, de acuerdo a la severidad del golpe. El juego era tan rápido que en menos de una hora, los cuatro jugadores ya tenían ambos brazos morados de tanto golpe. Era perfecto para jugarlo en el ómnibus del colegio, de regreso a casa.

Un día, después de un pellizcón del viejo totalmente injustificado, fui donde mi mamá, y ensenándole el brazo morado, le dije: "Mira como me ha puesto el brazo mi papá". Eduardo, que también jugaba lo mismo, tenía moretones similares, así que nuestra madre tomo cartas en el asunto y nunca más fuimos pellizcados. Pasaron más de dos años antes de emigrar a los correazos.

Yo escuché muchos "¿Dios mío, qué he hecho para merecer esto?", "¡Desahuévate, carajo!", "¿Cuándo vas a aprender?", "¡No escarmientas nunca!", y el clásico de mi mamamita: "Yyyyyy.... ¡Veausteso!". Yo pensaba que era un conjuro mágico no muy efectivo, pues lo escuchaba dos o tres veces al día y nada cambiaba. Tiempo después, entendí que era "Vea usted eso" haciendo referencia a alguna barbaridad que hubiéramos cometido y que parecería digna de verse.

Tenía una regla de unos veinte centímetros que usaba para propinar uno que otro varazo a las empleadas y a nosotros. Le duró poco porque le era muy difícil alcanzarnos. Finalmente, al igual que tantos otros adultos, se dio por vencida.

Mi abuelo, español castizo, solía exclamar "Madre mía, ¿qué negocio es éste?", o "¡Sois unos gamberros!" pronunciados en las mismas circunstancias y con la misma angustia y desesperación en la voz que la mamamita.

Yo no sé si sería porque desde un principio tomamos el castigo físico como parte natural de nuestra infancia o porque preferíamos mil veces una paliza a quedarnos castigados en la casa sin poder salir por un día o más; no recuerdo algún trauma infantil o condicionamiento en nuestro comportamiento a causa de esto.

En el colegio las cosas no eran diferentes. Desde el famoso "ángulo recto" hasta las cachetadas, patadas, puñetazos, varazos y demás. Creo que todos aceptábamos estoicamente cualquier castigo físico, a excepción de las oprobiosas cachetadas. Y siempre había algún cretino, cura o no, que las usaba con el único fin de humillar a la víctima.

No lo justifico y a mis hijas nunca les he pegado, pero me parece mucho menos dañino que el castigo psicológico que se aplica con mucha frecuencia ahora, en que se ataca el auto estima y la dignidad del niño.

"No sirves para nada", "Es que tú no has nacido para estudiar", "Estoy segura que Dios te ha dado otras cualidades, pero la inteligencia no es una de ellas", "Te lo digo por tu bien: acepta que eres torpe, y que nunca vas a poder jugar por el equipo de tu clase", "Inútil", "Ni lo intentes" y muchos más.

Creo que es mucho peor hablarle así a un niño, por dulce que sea el tono o por cariñosa que sea la voz que lo dice. Una amiga de mi hija menor, cuando eran adolescentes, me dijo un día,

  • –Cuando termine el colegio, voy a empezar a trabajar a tiempo completo.
  • –¿No piensas ir a la Universidad?
  • –No, es que soy tonta.
  • –¿Por qué dices eso?
  • –Es lo que mi mama me dice todos los días porque no puedo terminar la tarea.
  • –¿Y no te ayuda? ¿Tu papá que dice?
  • –No, ella sabe menos que yo y mi papá está siempre trabajando.
Quise salir de la casa, buscar a la madre y decirle que era además de tonta, cruel, pero en este país hay que callarse la boca, porque la "privacidad" de los demás es sagrada y me hubiera metido en problemas, incluso con la ley.

La vi hace poco, y es efectivamente, tonta. Fue esa la actitud que su madre le desarrolló, y eso es lo que ella terminó esperando ser. Debería ser un crimen castigado con años de cárcel. ¡Qué fácil es destruir una vida!

Volviendo al tema, tener amigos en esa época antes de los cinco años era difícil e improbable. Los primos los domingos, que además eran hombres y mujeres, no era lo mismo y durante la semana, siempre alerta porque el hermano de uno estaba siempre al acecho para quebrar la tranquilidad del hogar o viceversa, por supuesto.


Crecimos en una casa antigua y vetusta, a tres cuadras de la Plaza Dos de Mayo, a la cual nos llevaban eventualmente por una hora una vez por semana, me imagino para que no se nos olvidara el cielo siempre gris y las flores, pues en la casa no había ni una maceta. Lo que había eran muchos rincones oscuros y misteriosos y armarios gigantescos que sugerían personajes de pesadilla en la penumbra de las seis de la tarde en adelante. No pocas veces me desperté en medio de la noche para visualizar horrorizado a un cadáver colgando a pocos metros delante de mí, siendo uno de los sobretodos de mis tíos colgado a un lado del armario más grande y amenazante que recuerdo en mi vida.
Nunca tuvimos una pequeña lamparita con una tenue luz. La escasa luz que se filtraba nos llegaba por la ventana proveniente del poste de alumbrado público que se encontraba en la calle. Y la puerta abierta de los cuartos en la noche estaba prohibida. Cerrarla para dormir era sagrado, sobre todo si habían dos niños incorregibles e insoportables dispuestos a despertarse al menor ruido y ansiosos de fugarse de la habitación al menor descuido.
Yo desde niño tuve características sumamente contradictorias. Era tímido mas allá de lo normal o aceptable, introvertido, nervioso, extremadamente sensible, muy observador y por otro lado era curioso hasta la imprudencia, tozudo, no terco, amante de la gente y con una necesidad desesperada de amigos y gente que me quiera, además de impulsivo, impaciente, obsesivo y compulsivo. La gran mayoría de estos rasgos de mi personalidad aún permanecen conmigo y me ha costado mucho tiempo y trabajo aceptarlos y tratar de entender como ha sido posible llegar a esta edad con este arroz con mango interno. Aún estoy en la tarea casi a tiempo completo de entender quién soy. Dudo que logre desenmarañar este enredado ovillo de musarañas algún día.

No recuerdo desde cuándo, pero ciertamente fue muy poco después que empecé a hablar, que tenía más preguntas en mi mente que respuestas disponibles a mi alrededor. Mi hermano, mi primer confidente, veía en mis preguntas oportunidades para elaborar alguna trama o por el contrario, sentía que yo lo quería embaucar con alguna. No le faltaba razón, pero nunca pude sacar nada en claro de esas confidencias en nuestros primeros años.
¿Y los adultos? Era un mundo complicado para mí, pero me quedaba muy claro que habían dos tipos de adultos con los que me podía relacionar: los de la familia y las empleadas. A todos los demás, ni las buenas tardes. A todas luces eran diferentes. Muy pronto me di cuenta que podía pedir y ser obedecido sólo por las empleadas. Los adultos de la familia, me daban largas con frases como. "No". "No hay", "Mas tarde", "Cuando tenga tiempo" y el más usado por mis tíos varones" "Ya anda vete, no molestes, oye".

Cuando les hacía preguntas, algunos me miraban como marciano, otros se preocupaban y las comentaban con los demás a la hora de almuerzo. Una tía abuela soltera, la tía Matilde, a la que quería mucho, me miraba con detenimiento y a veces sentía que estaba buscando algo dentro de mi cabeza. Con los ojos vacíos y sin vida y una sonrisa a lo Mona Lisa, nunca me contestó. En todo lo demás era perfectamente normal.

No tardé mucho en comprender que mis únicas fuentes de información serían las empleadas. En mi breve entendimiento, sabía que me tenían que contestar. Es así que mis primeras dudas fueron respondidas con leyendas y anécdotas de la costa y la sierra del Norte, de donde provenían la mayoría de nuestras empleadas, pues la familia de mi madre era de Chiclayo y alrededores. Llenas de misterios, ánimas, tumbas y toneladas de saber popular e ignorancia, fueron convertidas por mí en monstruos imaginarios que hasta hoy no abandonan algunas de mis fantasías.

Y hubiera seguido por ese camino, pero un día llego a mis manos un "chiste". Creo que hasta hoy se les llama así a los "comics" o revistas de historietas en el Perú. Recuerdo que era de "La Pequeña Lulú" y me causó tal impacto que obligué a la María, la empleada de turno a que me leyera el chiste una y otra vez. Entonces descubrí que podía pedirle a los tíos y tías y a mi mamá, que me compraran chistes. Luego encontré el kiosco de periódicos a una cuadra de la casa, cuando me llevaban a la bodega a comprar y ¡vi que podía comprarlos yo! Dejé de pedir chistes y empecé a pedir plata. La pobre María ya estaba harta, pues la obligaba a que me leyera los chistes por horas. Recuerdo las quejas que le daba a mi madre. Pero yo, inconmovible, seguía exigiendo la obligada lectura de chistes cada día, una y otra vez. Solo la dejaba tranquila a la hora de escuchar las radionovelas, como a las seis de la tarde. Eran treinta minutos de "Poncho Negro", treinta de "El Cisco Kid" y una hora de "El Derecho de Nacer" con el malvado Rafael del Junco y el atribulado Albertico Limonta. Las dos primeras eran argentinas y la última era cubana.

El ser humano parece tener una pasión por las historias, cuentos, fábulas o cualquier acontecimiento ocurrido a un semejante. Ignoro por qué, pero desde su origen hasta el día de hoy, el hombre escucha con interés y repite con entusiasmo. Algunos de mis amigos lo llamarían chisme y sí, lo confieso, soy extremadamente chismoso y curioso. Debe ser mi naturaleza humana. Siempre que escucho alguna conversación en susurros, me acerco de inmediato y pregunto casi con angustia: ¿Qué pasa?, ¿A quién, y con quién?, y ese tipo de preguntas.

Baste decir por ahora que encontraba cada historieta fascinante. El Pájaro Loco, el Conejo de la Suerte, el Super Ratón, la Zorra y el Cuervo, Periquita, la Pequeña Lulú, el Pato Donald y todos los personajes anexos eran mis ídolos y fueron ellos mis primeros amigos. Sin saber leer, revisaba cada viñeta hasta la exasperación, esperando que me diera una pista mas para entender con el mayor detalle la trama de la historia.
Poco a poco y a fuerza de leer y releer cada historieta, me fui aprendiendo algunas de las letras, y algunas de las palabras cortas. Fue así que aprendí algunas como "Epa", "¡Oh no!", "Zambomba", pero lo que más me ayudo fueron las exclamaciones. Descubrí que "mmmmmmm..." era una sola letra repetida y que significaba que alguien estaba pensando. Claro que María me lo leía como "eme-eme-eme-eme-eme-eme..." porque nunca había escuchado a nadie emitir ese sonido ni yo tampoco, pero la "m" fue la primera letra que aprendí. Luego siguieron las vocales, y aún recuerdo el día que abrí el periódico (porque a los cuatro años ya no perdonaba ningún papel impreso) y súbitamente un anuncio de un jabón de lavar, "Maravilla", iluminó mi mente y entendí exactamente lo que decía. Nunca supe cómo, pero si hubiera sido mayor y creyente hubiera afirmado que vi la luz.

Me di cuenta que la palabra escrita ya no sería un misterio. Recuerdo también que sentí que nada iba a ser igual de allí en adelante. Y ese es el problema con el saber. Una vez que sabes, ya no se olvida del todo y que mi vida cambiaría. Nunca me imaginé cuánto.

Para mí y mis escasos cuatro años, esta experiencia fue una adicción inmediata. Leí todo lo que pude y lo que no debía también con un apetito pantagruélico. Y los libros empezaron a dejar atrás a mis primeros amigos de infancia. Zorri, Bugs, Porky, Balón y Balín, el gran Tobi y su primo Chobi, apodo con el que me bautizaron en la Universidad, Andy Panda, Donald, Mickey, en fin, tantos y tantos con los que compartí aventuras de barrio, aversión por las niñas y tomaduras de pelo a los otros personajes. Dejé de aborrecer a Pete el Negro y a los Chicos Malos, vi con nostalgia a Elmer Gruñón persiguiendo a Bugs y al Pirata Sam tratando de desplumar al Pato Lucas, sintiendo que aunque nada parecía haber cambiado, todo era distinto. ¡Estaba dejando atrás a mis primeros y mejores amigos!


Pronto cabalgaba con Ben-Hur en el Coliseo Romano mientras estudiaba en Turín con Edmundo de Amicis escribiendo Corazón y jugaba con el primo Charlie de Luisa May Alcott en las tardes de primavera de Massachusetts, pasaba las noches en la selva africana al lado de Bomba, el joven protagonista de la saga de Roy Rockwood. En una palabra, estaba ocupadísimo y no tenía tiempo para amigos infantiles así que poco a poco los fui dejando a un lado.

Cambié los chistes por libros y aunque los visitaba ocasionalmente, mis amigos de los chistes me miraban siempre con tristeza, como diciéndome que no debí haberlos dejado tan pronto. Ellos todavía tenían mucho que enseñarme.

¡Tenían tanta razón!

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