agosto 16, 2015

El Juvenil - 1961-1964




En el colegio de la Inmaculada, donde estudié hasta segundo de media, un año clave era cuarto de primaria.

Cuarto de primaria era el año en que se dejaba de pertenecer al colegio infantil, que quedaba en Monterrico, en ese entonces en las afueras de Lima, con sus jardines, arboles, cancha de futbol de césped y miles y miles de caracoles. Pasábamos al colegio juvenil, de cuarto de primaria a quinto de media. 


El cambio más importante era que el local quedaba en el centro de Lima, en la avenida La Colmena, ocupando una gigantesca manzana. De ladrillos rojos, y si mal no recuerdo, de 3 pisos de alto, era imponente e inspiraba respeto sólo de mirarlo. La iglesia del colegio era del tamaño de una Iglesia Mayor, aunque solo tenía una puerta muy grande. Era realmente hermosa, con muchos altares en las naves laterales y verdaderas joyas de carpintería esculpidas en ellos.

Esta iglesia, llamada Santo Toribio de Mogrovejo, en la que pasé muchas horas, casi todas en contra de mi voluntad, fue testigo de uno de mis primero traumas infantiles. Nosotros vivíamos en el centro, en la casa de mi mamamita, y recuerdo que la empleada fue a recogerme de la casa de los de Quesada, que quedaba muy cerca al colegio, de una fiesta de cumpleaños. Debo haber tenido seis o siete años, y me dieron mi sorpresa, mi coronita y por supuesto el infaltable globo. Esta empleada se llamaba Carmen y era profundamente religiosa, tanto así que terminó internándose en un convento del cual no recuerdo el nombre, y me dijo que íbamos a ir a la iglesia a rezar "un ratito". Yo argumenté que el globo, que la coronita, como que no estaba yo ataviado para entrar, pero ella no le prestó importancia, y allí fuimos.


Nos arrodillamos en la última banca, y me dispuse a esperar que ella terminara de rezar, mientras mis ojos recorrían la inmensidad de la iglesia. Me sentía lleno de respeto y temor, porque con lo que me habían enseñado de Dios, yo tenía terror que me fuera a mandar al infierno si me moría durmiendo en la noche por haberle pegado a mi hermano o haberle mentido a la mamamita, sucesos que ocurrían diariamente.

Recuerdo que estaban celebrando Misa, y andaba yo sumido en mis pensamientos, cuando se escuchó en toda la iglesia una explosión muy fuerte y todo el mundo volteó a mirarme. Yo no sabía que había pasado, hasta que me di cuenta, en pánico absoluto, que mi globo al rozar con la madera de la banca, había reventado. ¡O sea que todas esas miradas de censura y reproche estaban dirigidas a mí! Salimos a toda prisa, pero el daño ya estaba hecho. El incidente cambió mi vida. A partir de ahí dejaron de gustarme las iglesias y me costaba mucho trabajo acercarme a la gente mayor.

Pero éramos ahora juveniles y no infantiles; las monjitas y las misses fueron reemplazadas por sacerdotes y hermanos jesuitas y profesores laicos. Todos hombres. Si la escasa memoria que aun poseo no me falla, solo había hombres en el colegio, incluyendo la plana de empleados. Aún recuerdo a uno de los secretarios cuyo nombre era Estrada, siempre muy amable.

El padre Luchito del infantil fue reemplazado por un director espiritual, y para cuarto y quinto de primaria, era el extraordinario y aun en actividad padre José María Garín, responsable también de los Cruzados de Cristo, grupo selecto de voluntarios y que gracias a la membresía, podían jugar fulbito de mano, billar, ping pong y deambular por el área asignada a los cruzados. Además podían ayudar como acólitos en las innumerables misas que se celebraban en el colegio. Mi amor al fulbito de mano pudo más que mi devoción y me hice cruzado casi desde el primer día. Con el tiempo aprendí a ayudar misa, que era la manera menos aburrida de pasar la misa diaria. Había que pasar un examen oral para ayudar mis, y siempre era el mismo, recitar el “Suscipiat”, que venía antes del Prefacio:”Suscipiat dominus scarificium, de manibus tuis…”
Era larguito y complicado. Tanto que una vez que me lo aprendí, ya no lo pude olvidar nunca.

El uniforme era también diferente; no había gorrita, el saco sin solapas y borde celeste era ahora un saco azul marino normal, igual al modelo que usaban los adultos, con solapas por fin. El golpe de gracia le era dado al infame cuello de plástico. Ahora usábamos una camisa celeste, normal y corbata azul marino. Los pantalones cortos eran voluntarios, para los padres es decir, porque todo el mundo quería usar pantalones largos. A mí me tuvieron con los pantaloncitos cortos por dos largos años.

Pero lo realmente impresionante era el colegio en sí. Imponente y majestuoso, con un aire de antigüedad y clase que no he vuelto a sentir jamás.

La Inmaculada fue fundada en 1878, pero el local de La Colmena no fue construido hasta 1901 y tiene que haber sido sin duda unos de los acontecimientos más importantes en la Lima de principios de siglo.

Aún recuerdo la entrada principal, con un ambiente amplísimo, donde estaban las oficinas de portería y recepción, los boletines para todos los alumnos y más allá un hermoso patio sevillano, con los azulejos típicos, abrazado por dos escaleras de mármol blanco que daban al paraninfo del segundo piso.

Atrás del patio sevillano estaba el corredor "de los pasos perdidos": las oficinas del colegio. La rectoría, la temida prefectura, la secretaría y otras áreas más. Inspiraba ex profeso temor y reverencia. Fui pocas veces, pero casi siempre era a la prefectura donde el padre Bambarén ejercía el poder disciplinario con mano de hierro y una imaginación tan creativa como cruel para los castigos.

Para esa época ya nos habíamos mudado a San Antonio, y mi góndola era la número dos, mientras mi paradero era en Mariano Odicio. El primer día, mi sobreprotectora madre esperó el ómnibus conmigo mientras los otros chicos, todos de años superiores me miraban con curiosidad, para mi embarazo y vergüenza, ya que mi madre se negaba a dejarme solo a pesar de mis ruegos y protestas. La cereza de la torta fue cuando subí y ella le dijo al chofer que me cuidara de manera especial, porque yo era muy chiquito. Huelgan comentarios sobre mis sentimientos y mi auto estima, herida de muerte para ese día.
Una vez en el ómnibus, logré encontrar a un amigo de tercero, Carlitos Asmat, y me senté con él. No dejó de molestarme amigablemente con lo de que yo era muy chiquito, porque la verdad, lo era.

Vienen a mi memoria los desfiles internos del colegio, en que cada clase tenía que desfilar en eventos como el 21 de Junio, día de San Luis Gonzaga, cuando se hacían las primeras comuniones, o en la inauguración de la Kermesse, o el día de la Inmaculada. Desfilábamos en columnas de tres, clasificados, no ordenados, porque ordenarnos requería de un esfuerzo mucho mayor, ya que las disputas por un milímetro de altura podían durar horas, de más alto a más bajo. Yo siempre estaba en la última fila, junto con Carrillo y Castro.

Si alguien faltaba, la última fila era de sólo dos, uno a cada extremo, y si los ausentes eran más de uno, entonces en la última fila iba un solo marchante. La primera vez que desfilé, hábilmente Castro y Carrillo no fueron, con lo que terminé desfilando solito en la última fila, escuchando comentarios de las mamás durante todo el trayecto: "¡Ay, que chiquito!","¡Qué lindo el chiquitito de la última fila!","¡Huy pobrecito, huachito en la fila!".

El primer día que llegamos al colegio en la góndola, entramos por la puerta de atrás, que daba directamente a los patios y a la piscina. Las góndolas se cuadraban ordenadamente y sólo cuando estaban completamente detenidas, nos abrían la puerta para bajar.

El patio, que era para mí inmenso, estaba lleno de alumnos y la diferencia de tamaños, vital para mi sobrevivencia, era espantosa. Sin duda había más de uno que era el triple de mi breve estatura. Al centro, un mástil para izar la bandera y un balcón impresionante en el segundo piso. No recuerdo bien si había demarcadas ocho o diez canchas de fulbito y/o básquet, además de un área libre. Al fondo había un garaje muy grande para reparar y mantener la flota de ómnibus del colegio, a cargo del Hermano Rafael Arandiga, que a no dudarlo, dejó una imborrable huella en todos sus alumnos. Español campechano y amable, me hizo disfrutar más de una vez con sus "cigarrillos" en los que me enrollaba la oreja como quien enrolla un puro, por haber hecho algo incorrecto.

Al poco rato sonó la campana, que era una campana real, ubicada en el balcón del segundo piso. Siempre le tocaba a Montagne hacerla sonar. Creo que terminó de sacerdote. Sonora y odiosa a la vez, me trae recuerdos de discusiones interrumpidas, transacciones truncas, partidos sin final y hasta una que otra pelea sin ganador cierto en el callejón oscuro, el pasillo entre el patio grande y el de cuarto de media.

Ya sabíamos que nos teníamos que formar frente al mástil, donde habían marcado en el piso con tiza: "4to A". Ahí fui reconociendo a mis amigos de tercero y yo me sentía sumamente emocionado con la idea, acariciada tantas veces, de ser ya un adulto en formación. Solo Dios sabe por qué queremos dejar las mejores épocas de nuestras vidas lo antes posible, pero así es el ser humano de bruto.

Sentía que íbamos a ser tratados como adultos y que a su vez, se nos otorgarían las prebendas y beneficios de serlo. Pero estaba equivocado. Efectivamente, se nos trataría como adultos y se nos exigirían responsabilidades como adultos, en especial sobre las consecuencias de nuestras acciones. Pero los privilegios de este nuevo nivel estaban aún a muchos años de distancia y vendrían muy gradualmente.

Recuerdo con claridad que el hermano Arándiga y el hermano Arias eran los encargados, o sub-prefectos de cuarto "A" y "B". Sin embargo no estoy seguro de cuarto "C", pero me parece que fue el profesor Eugenio Bocanegra, en sus inicios como profesor del colegio.

Aunque a pesar que el Infantil y el Juvenil eran prácticamente colegios autónomos y en que no había contacto entre profesores y alumnos de ambos, con la excepción del padre Luchito Gámez ya con más de setenta años de edad en ese entonces, como la única conexión visible, los rumores del Juvenil llegaban invariablemente al Infantil.

Recuerdo dos vías de comunicación informal, ambas sumamente efectivas. La primera era la familia Noriega, que parecía tener un hermano (o informante) en cada año del colegio. A veces, en caso de duda, bastaba decir: "A ver pregúntale a Noriega" para con esa respuesta resolver el entuerto. La segunda era similar, pero mucho más informal. Amigos del barrio, hermanos y primos que ya habían entrado al Juvenil. Apenas alguien se enteraba de algo, corría por la clase como reguero de pólvora.

Fue así que nos enteramos de Roma y Cartago, de la cantidad de papeletas (primero tuvimos que saber qué eran) que daba el hermano Arias, de la misa y rosario diarios, en fin.

Formados ante el mástil, algo abrumados por la grandiosidad del colegio y la ceremonia, escuchamos las palabras de bienvenida del padre Fernando Vargas, rector del colegio. El padre Vargas era querido por todos. Su aspecto bonachón y su tono de voz suave y pausada, inspiraba cierta confianza instintiva. Nunca hablé mucho con él, a excepción de una vez que me preguntó por mi abuelo y después, con cierta frecuencia, cuando mi madre estaba enferma de cáncer.

Una vez terminada la bienvenida, le cedió el micro al padre Bambarén, el cual sería protagonista de algunas de mis pesadillas escolares. Bambarén era realmente un maestro en el arte de administrar. Hubiera sido sin duda un gerente corporativo muy exitoso. Parecía estar en todas partes y saberlo todo. Todas las clases tenían en esa época una maravilla de la tecnología moderna: intercomunicadores conectados a la prefectura. La maldita cajita estaba colgada encima de la pizarra, a una altura inalcanzable, y aunque me enteré que estaba también conectada a la rectoría y a otras oficinas, durante mis cuatro años solo escuché la malhadada frase: "Fulanito, a la prefectura..."

Yo era un buen alumno en general, pero así y todo, terminé allí unas cuatro o cinco veces. La que más recuerdo fue cuando en la entrada del colegio, compré un lapicero pornográfico y escandalosísimo para la época. Y es que los placeres de la carne son una debilidad que creo comparto con muchos. El dichoso lapicerito mostraba a una chica con ropa de baño de una pieza, pero al ponerlo boca abajo, el traje de baño, que era simplemente tinta negra, desaparecía y la chica quedaba desnuda. Foto retocada por supuesto, pues donde debía figurar lo más importante, no se veía nada, pero era suficiente para alborotar mis imberbes gónadas.

El tema fue que Guimoye, compañero de clase, me prestó plata para comprarlo y el compró uno también, pero con foto diferente. La mía era morena y la suya, rubia. A él le encontraron el lapicero, y mediante tácticas intimidatorias dio mi nombre, así que cuando llegué estaban Guimoye y Bambarén esperándome. Bambarén tenía el lapicero en su mano, así que con la adrenalina a mil por hora, y mientras él me hacía la pregunta, yo puse mi lapicero en su otra mano. No había nada que hacer. Ante la contundencia de los hechos, hube de aceptar mi culpabilidad, odiando a Guimoye y a Bambarén alternadamente.

Creo que nos castigaron cuatro sábados, en los que teníamos que leer "Imitación de Cristo", de Tomas de Kempis y responder preguntas al respecto. Libro sumamente espiritual y poderoso, pero no a los diez años de edad. Después fui llevado una vez porque estaba leyendo un fragmento de una novela de Carlos Fuentes a un grupo, en el cual usaba el autor cierto lenguaje erótico y provocativo. Terminé donde Bambarén con el libro confiscado. Pero él, al abrirlo, se dio cuenta que era de la biblioteca del colegio, así que me dejó ir. Ileso. El libro no.

Comentario aparte merece el intercomunicador, Cada vez que sonaba el corazón me subía a la boca. Por alguna razón tengo la tendencia a andar por la vida con el síndrome de conciencia sucia, y esto desde pequeño, así que siempre había algún secreto o algo que descubrir, incluso a tan tierna edad.

Después de advertirnos de lo que él como Prefecto de Estudios, (curiosamente, el Prefecto de Disciplina era el padre Vargas) esperaba de todos nosotros, nos despidió para marchar a nuestras respectivas clases.

Cuatro veces al día, de lunes a viernes y dos el sábado, del primero de Abril al 15 de Diciembre, escucharíamos lo que tenía que decirnos, y veríamos a los personajes destacados por algún incidente en clases, a su lado. A los que más recuerdo por razones diferentes eran Carlos Blancas, que aparentemente se soltaba a dar discursos dentro de la clase en algunas asignaturas, interminables y flamígeros. Parece que el problema que tenía era su total incapacidad para callarse una vez comenzado. El otro era Remigio Morales-Bermúdez, el más asiduo acompañante del mástil. En su caso, era simplemente alguna travesura o pendejada que había inventado o en la que había tomado parte activa.

Y así, nos dirigimos a conocer nuestro salón de clases.

agosto 15, 2015

Jenny Number One



It is much easier to write about pleasant and humorous memories. Unfortunately life has a little of everything. There are happy moments, funny moments, agitated moments, calm moments, grisly moments, and sad and tragic moments. 


But I think one is lucky in life if it’s entertaining. I don’t say happy, nor tragic, simply entertaining. I think that in hell, instead of having those engulfing flames that are always pictured, it must be the total climax of boredom, something like the quintessence of absolute tediousness. 


I ask myself if I actually had that in my life. The results tell me yes, I don’t know if it’s because of circumstances or because of my own initiative, probably a little of both. Hardly have I been bored and I prefer to think that with the years I have found harmony, and with harmony, peace. 



Beatiful Bride
I also think that what one receives during their first years is fundamental for what will happen in the future. The way each one remembers, feel, and reacts as an adult is formed during childhood. In my case, the lens I view life with are stained with what happened during my first years. 

I was the first-born son to my parents (at least according to the municipal records in Arequipa, a Peruvian southern city), and my first three years were what you would call abundant. Many toys, big house, a very comfortable life. 

Only two incidents that were told to me, because I have no memory of them, are worthy of mention. I had meningitis and I fell down the stairs from the second story, splitting my forehead open. From that all is left is my excessive clumsiness, some problems with my coordination and a scar between my brows that I later made even more noticeable. 

When I was three years old we had to move to Lima to Grandma’s house (Mamamita), my mom’s mom, because the family businesses managed by my father went bankrupt, for reason that aren’t relevant. First one business, then another, and just like that. There weren’t many but they allowed us to live very well. 

At 28 years old my father had to start not from zero but from even lower, because he took on the pending debts. At that point, he found a job in the Department of Transportation to build highways in the mountain range of La Libertad, north of Lima. I remember being able to make it all the way to Huamachuco, a small town at the highlands of the Andes on the highway he built.

My mom, my brother Ed and I had to share a bedroom in Mamamita’s home, an old house in downtown Lima. I still remember the floorboards full of splinters, because back then there was no treatment for wooden floorboards yet. Since my brother and I always walked around the house without shoes, they would have to take the splinters out with a needle, and it wasn’t pleasant in any way. 

In this house there was no yard, but a pen. We would receive, from my aunts up North, a turkey or two every once in a while. The window in our room faced the pen and I can vouch for the stupidity of these animals that in vain would try to peck at the turkey they saw reflected on the window as early as six in the morning. 


Fernando and Jenny
Those were difficult years. My mom had to start working and we spent our days under Mamamita’s supervision. A strong woman and authoritative that managed the household and employees with a wand. Not like the one that witches have or fairy godmothers. This one was thick, about a foot and a half long or so, and it was used to discipline the maids. Those were different times, obviously. She never hit us, but the memories of a sweet and loving grandmother that many of my younger cousins have, didn’t come until a few years later.
We were there for five years. Each year it was more difficult to control us and we were truly little pieces of work, Ed and I. Since I can remember, we would hit each other daily. I don’t remember a single reason to initiate these fights, but it was like a scripted scene that was always the same: Ed, younger than me by a year and a half, a constant pain in the ass, would start annoying me with something, I’d lose my patience and hit him, he would cry and hit me while I laughed, until he finally would throw a punch that hurt me, and we would start all over again. We could do this for hours. 

Once they bought us roman swords, made out of hard plastic and we only got to play with them for one day. That night, my mom threw them in the trash when she saw the bodies of her two sons that looked like they had been painted with red stripes. We beat the crap out each other. This is such a good memory!

My father would come once a month or every two months, since traveling to Trujillo from Huamachuco took about two days back then, and one extra day to get to Lima. He stayed for a couple of days with us, then he returned to the mountains. The poor thing would do what he could in those times. took us to the movie matinees in the Tacna Theater where we would watch cartoon movies like “Woody Woodpecker” and “Lucky Rabbit”, and he tried to spend as much time as he could with us. 

He also had to make time for my mom, and there was so little of it. 

I just know he adored us, like he adored all of his children. We are four siblings total, two from his second marriage. By all means we are siblings, not half-siblings or any other stupid politically correct term. For us, you either are or aren’t, nothing in between. 

In the meantime I turned into an avid and obsessive comic book reader. The only thing I wanted was more comic books, and I would make one of our maids read them to me over and over again. Every time my aunts came to visit, I asked for change to buy more comics. My aunt Maruja specially, always gave me enough for a couple of them. My mom, of course, would bring me one almost every day. 

Even in the newspapers, I liked looking at the advertisements. One day I looked at an ad in the newspaper for a detergent called “Maravilla” and just like that, totally surprised I realized I could read everything it said! I was about 4 years old and I had never been to school since in those days we didn’t have preschool, or daycares. 

Without fully understanding what was happening, I could grasp that this would change my life. No more maids, no more having to beg, ask, plead and even threaten them so they would read me a comic. My first step towards freedom had been taken.

I ran straight to my mom to tell her I knew how to read, and I showed her by reading a whole article in the newspaper. Against all expectations, my mom got mad and went straight to the maid to ask her for an explanation, thinking she had taught me how to read. Finally, and in a formal meeting, the whole family had to accept the fact that I had learned to read on my own. 

It wasn’t until many years later that I found out the reason to her reaction; the doctor that treated me for meningitis told my mother that it was likely that I would have lasting effects and it was preferable I wasn’t pushed intellectually, and even recommended that I be held back from going to school for a year. In other words: “ma’am, don’t worry too much if your son turns out a little stupid.”

I was sent to kindergarten at the right age and two months later they transferred me to the next grade. My mom didn’t find out until half way through the year, when she went to the parent-teacher conference at the end of the first semester. It was too late. It turned out that not only were they not holding me back a year according to the doctor’s instructions, but I was placed a grade ahead!

I don’t think I had superior intelligence, but what I had was an obsessive, intense and impatient personality and a curiosity bordering with madness that have followed me my whole life. Now, I’m not stupid, not at all. 


Two little pieces of work...
Anyway, when my mom accepted that my reading was a passion, she started to buy me books very carefully selected. She bought me “Heart: A School-boy’s Journal: Edmondo de Amicis”, beautiful book, others of adventures, not very long so I wouldn’t get too tired. 

My mom was also an avid reader and I remember her reading “Ben-Hur”, by Lewis Wallace, a little novel of about 600 pages in Victorian style. That was actually the first book I read (in secret, of course). I read it over and over again, and my imagination would transport me to the Galleys, the Roman Coliseum, Jerusalem and Africa; always with excitement, fear, happiness, and above all, passion. I hated Mesala with my whole being. I would cry, laugh, suffer, it was a flood of emotions and images that filled my life. Of course at this point my mom realized that there were parts of the book I knew by heart, and had no choice but to take me to watch the movie. 

We went to the Metro, a very stylish and elegant theater downtown Lima and they cleaned me and dressed me up, they even had me wear a suit. I watched the movie practically without moving and almost not breathing. It was overpowering and impressive. A new obsession had been born in me: the movies. I must have watched as many as a few thousand movies. I have no idea how many books, but in both cases, I lost a lot of time for not knowing how to choose. I was a machine that processed text and images, wild and natural. 

It was around that time that my mom started to instill other things in me; she would buy classical music albums, and I would sit to read in the living room with my record player (yes, mine at 6 years old) and I would play Beethoven, Tchaikovsky, Chopin specially. When I only wanted to listen to music I would play zarzuela (Spanish opera), another big passion my parents had. I listened to “Luisa Fernanda” until the grooves in the vinyl wore out and we had to buy another copy.

Undoubtedly I attended the zarzuela season that was presented by the Company of Don Faustino Garcia. I went with my mother for several years. The reaction of this alone would fill several more pages without a doubt. 

We also had some great aunts, my grandfather’s sisters, which lived on top of the famous Cordano, a very old and traditional restaurant downtown Lima, at the front corner of the Government Palace. It was the house of our great grandfather whom had already passed away and in that house lived all of the single aunts. Actually I think they all stayed single. My Aunt Pepa, the oldest, was very loving but was also very ugly, the poor thing. Our great grandfather, faithful to tradition, decided that if the oldest one didn’t go out neither could the second, and so on, condemning all five of my aunts to a single life. 

By the way, it was him who donated the paintings of the celebrated Pancho Fierro artist to the National Library of Lima, after a lot of strenuous work to top the watercolor paintings, and a “baptism” he did with Don Ricardo Palma, a famous Peruvian writer. I say “baptism” because Pancho Fierro was illiterate and the titles seen in the paintings were written by them. They had to figure out the date and more importantly the scenery and who was being portrayed in them. 

My mom would take me to visit them once a month and she would pay us to kiss Aunt Pepa, because she had a mustache and a very deep voice. But this subject is for a different story.

For me it was a special day. My mom with one of my aunts (Emilia, I think) would take me to my great grandfather’s library. It was a room with very little light, even artificial light was scarce, and I estimate it had about 3,000 books. All four walls, almost from the ceiling to floor were filled with books, and additionally it had full bookshelves in the middle of the room. 

They sat down and talked while I would get to pick whatever books I wanted. Of course I barely understood the titles or knew the authors, but they had all the books of the Molina Editorial, and the full Robin Hood collection, that were books for a younger demographic. And this is how I had the good fortune of being introduced to Jules Verne, Emilio Salgari, Louisa May Alcott, and Alexandre Dumas amongst others. 

I could take 4 or 5 at a time depending on the price, because my aunt wasn’t dumb. She charged for each book. They haggled on the price back and forth with me putting my best “poor me” face and leaving happy, with a new dose of drug for the month. 

What I really admired about my mom was her capability of making me see things in a way that weren’t imposed. But once something was defined in my interests, she wouldn’t stop stimulating it in various ways. 

We got to share some books and talk about them, and sometimes when she would come home and I was listening to “Luisa Fernanda”, my favorite zarzuela, she would sit and enjoy it with me. Today I still remember those moments very clearly, and I realize now that the situation was very unusual, even for those times. Back then I don’t think I ever met anyone my age that even knew what zarzuelas were, let alone “Luisa Fernanda”. 

When I turned eight, we moved to San Antonio, an upper class neighborhood and things were going much better for my father. We would get to see him more often; he worked in Chimbote, closer to Lima in a private construction company. My mom stopped working and we got to fully enjoy her for a few months. 

Shortly after, she was diagnosed with lymphatic cancer or lymphoma, fatal in those times. Of course we had no idea, we just knew she had surgery to have her lymph nodes removed.

After that everything became a little blurry. My mom would stay in bed for days with a lot of pain and we only got to spend time with her after dinner to watch “Mamá” a soap opera she really liked, and I remember it to this day. Even though I was young, I loved looking at Cuchita Salazar who played Fernando Larrañaga’s girlfriend in the soap opera, whom he was ferociously in love with until she was in an accident that disfigured her face. The love ran out. 

In the summer of ’63 I turned 11 years old and I was in my last middle school year. Our father organized a trip from Lima to Tumbes that lasted almost a month. We had an extraordinary time. My mom’s illness didn’t seem to fog the horizon and everything was going great. 

We had to come back a few days early because all of a sudden she wasn’t doing well. She had to spend some time in the Neoplastic Hospital and she came back home, but she was always on bed rest. 

I was attending school at La Inmaculada, an excellent school ran by Jesuits, and it had an interesting method to make their schoolboys study. Every two months instead of our monthly exam, they would have “Contest-Exams”. The peculiar thing was that for a whole week, all we did was take exams that were worth twice the points, and before each exam we had several hours to study. 

I was a good student, always of the top ones in my class, kind of. Nevertheless I didn’t study a whole lot. The truth is that thanks to this obsessive side of me, I was always paying attention in class and I would even read newspapers that were thrown in the trash. I would read my text books from cover to cover, not just once but several times, just for fun. I think my very first conscious effort at studying was when I was applying for college and honestly it took a lot of effort. 

When I did my first “Contest-Exam”, to sit in front of the textbook going over the material for two or three hours was sensational. I couldn’t understand when I would see some of my classmates anxiously fidgeting in their desks, desperate for not being able to move or give shit to someone to pass the time. For me this was not a problem. 

La Inmaculada also had another tradition: the reading of grades. The dean of the school, Monsignor Bambaren at the time, would sit on the stage of the school’s auditorium in front of a huge table covered with green flannel, with the results of the exams for the whole grade consisting of three sections; “A”, “B” and “C”. Never knew why I always was in section “C” but I am sure there was a reason.

He would call on each student, one at a time. He read out loud all the grades and then make a comment, rarely was it a positive one and most of them were so negative that it was borderline humiliation. I remember one comment specially, that I thought was cruel and insulting to the extreme:

- Perez, do you know what happens when you put a rotten apple in a barrel of freshly picked apples?
- No, father.
- Well I’m going to tell you, all of them rot. And you are that rotten apple. Starting this instant you are expelled from this school. Go to your classroom and pick up all of your things.

Obviously Perez was completely broken-down. To be classified as a rotten apple at eleven or twelve years old is a little premature. From what I learned later, Perez was able to come back to school despite Bambaren’s opposition and he is now a very decent person by today’s standards. The name has been changed to protect the innocents. Not Bambaren’s just in case. I mean the innocents only.
After more than two hours of agony, he finally made it the letter “S”, and then “Salmeron”. I’ve never really trusted myself so I expected the worst. In a fog I hear –Salmeron, do you know where are you placed in your class? –No, father – You are placed first for the whole grade, not only your class and not just that; you are twenty one points ahead from the second best. This is the first time there has been such a big difference between first and second place in this school ever. Congratulations!
Then he proceeded by reading all my grades and honestly they were pretty good. I sincerely was not expecting something like that and it took a long while for it to really sink in.
On the way to the flag pole, where we had to gather to get on the school buses that took us home, I was thinking how happy my mom was going to be with the news. She was particularly competitive in my regards. The whole way home I was thinking of how I would tell her and imagining her reaction!
The bus dropped me off and I ran home as quickly as I could; when I got there I found out that they had taken her to the emergency room of the Institute of Neoplastic Diseases that same morning. She would never come back home again and I never got to share my achievements with her.
And then the visits to the Institute started. There was a strict order not to let anyone under 14 years of age in due to the risk of carrying a virus or some sort of childhood illness that could decimate the patients if they caught it.
When we would arrive at the hospital they would sit us, my brother and I, in a bench at the entrance in front of the concierge. We had the practice of taking advantage of the most minor distraction to take off running and up the stairs, to my mom’s room.
My brother always took off first. Ed was special. He could never be calm. He had without a doubt a superior intelligence and much more balanced than mine. He reacted always quicker than anyone else, including uncles, aunts, father, mother and Mamamita. But especially much faster than his brother.
Always with the perfect phrase to discombobulate adults and trick kids.
We were completely different; fighting all the time, however I believe this tragedy united us so much that more than fifty years later we love each other down to the marrow.
We liked to go visit when uncle Pepe was there. Pepe was the Menendez’s dad, which in those times were only five. They would later become a few more.
Uncle Pepe was short, bald, wore glasses and he had a mustache. Intense and passionate, he loved to engage in debates, with or without sense, and he was more de la Rosa Toro (our mother’s maiden name) than any other person I ever met. When he was in the hospital, he would come down and engage the concierge in an argument, and man would he debate! 

He would overwhelm the poor guy that was only trying to do his job, while with one hand behind his back he would signal for us to sneak off to the stairs, and that’s what we would do. It never failed.
Our mom was in very bad condition. She managed to stay alive for 5 months in the hospital, but in those times chemo and radiation were devastating. The last impression we had of her was terrible, but for us she was our mom, and we saw her as beautiful as ever and I’m not exaggerating. Her huge green eyes and the love they reflected was enough.

My poor dad was going through a very hard time. Only many years later have I been able to understand his anguish and his fears, and regret the ruthless criticism I made when I was younger. While having to accept my mother’s death, something he was aware of for several years, there was the issue of his ten and eleven year old sons. One with the reputation of a genius and the other with the reputation of incorrigible kid whom he barely knew, due to the fact that he had to work outside of Lima almost our whole lives. Of course when you are eleven years old, you think that all adults have everything figured out in their life and they have no weaknesses. Let alone fear and anguish.
When they admitted my mom into the hospital for the last time, we went to live with a family that was very good friends with my dad. Wonderful people, that welcomed us like their sons with all the benefits and responsibilities. They were Aunt Concho and Uncle Ricardo, and Puchi, Ricardo and Eddie. To compare us to Ricardo and Eddie, a little bit younger than us, it was like trying to find similarities between heaven and hell.
Their room was impeccable. They even had a wall where their toys would hang from, intact! We didn’t have one single toy that had survived more than a week and the soccer ball we played with belonged to our cousin Rafo.

Jenny Number Two
When we were younger, Ed and I would take all of our toys out of their wooden trunk, lay them on the floor, put the trunk on top of the toys and we would get inside and jump until there wasn’t anything left to crush. We would always have a toy here and there that our mom would buy us or one Aunt Matilde would bring us each Sunday. None of them made it past a week.
My books and comics were destroyed, and worn out. Their comics were matted! Ten copies per volume! The best.


They had lived in the same house their whole lives, and we had moved about five times in the most diverse environments, including long seasons in Chimbote, and in the mountain range of La Libertad.
Downtown Lima was extremely familiar to us, and I would take the bus from San Martin’s plaza to the Reducto Park, at age nine, when I would get out of La Inmaculada late, at 7 o’clock at night. They wouldn’t leave Miraflores, one of the best areas of Lima.
It was without a doubt a big cultural shock from both sides. While at Uncle Ricardo’s house dinner was eaten with a cloth napkin on your lap and seven different types of silverware on the table, we came from eating with one fork and one spoon for your soup that was placed on top of a plastic placemat. For the first course, main meal and dessert, we would wipe our fork clean with a napkin and it was good to go. 

However we developed a friendship that still persists. I ask myself now if I would have the balls to do what Aunt Concho and Uncle Ricardo did for us. For both, my brother and I have an immense amount of respect and love. It’s a debt of gratitude we will never be able to pay.

One day my father put me in the car and while he drove, clearly explained to me the severity of the situation. Until this moment I was not fully conscious that my mother was going to die. Even after this conversation, I nursed the secret hope that she would recuperate.
I remember it was a Thursday, because Thursdays were the days I wore white socks, and I loved it; it looked really good with my school uniform. At seven in the morning Aunt Concho went up into our room and announced that our dad was downstairs. Running and ready for school we went downstairs to greet him. 

He was wearing a suit and dark glasses, Aunt Maruja was with him, also wearing dark glasses. When I walked up to say hi to him, he grabbed my shoulder, got down and whispered: “Your mom has gone to heaven”. Before he even spoke, I knew what he was going to say and I felt a demolishing hit. I couldn’t think, speak or even less cry. However, it seems like even children have social norms we must comply with. 
Jenny Number Three

I could hear Ed, who was with Aunt Maruja, crying desperately and I understood I had to cry. But the tears wouldn’t come out or any noise from my throat. I was sitting on my dad’s lap and I only got the presence of mind of putting my eyes on his shoulder. Terrified, I felt like a bad person, I couldn’t cry. 

I cried for the first time and uncontrollably, three months later, on the first Christmas without her.

Years later, Uncle Max’s daughter was born, my cousin Jennifer, and she is Jenny Number Two.

Jenny Number three is my youngest daughter. 

Curiously, they have the same sweet gaze, sad and huge eyes both; they are also artists and dreamers down to their core like my mom. 

And then they say that your name doesn’t influence your destiny…









My First Story in English



Thanks to my wonderful daughter, Jenny Number 3, I am posting my first story in English.

It's the translation of "Jenny Numero Uno", "Jenny Number One"

I respect languages too much to do this just by myself, but my daughter has been an awesome help. I love you, Jenny!

Please, if there is anything that you believe should be corrected, let me know. I am taking this as the beginning of a new project, so it is a "work in progress"

I hope all my English speaking friends like it! And thanks for reading it!

agosto 10, 2015

El Amor Imposible De Memo Beltrán Y Doris Rivera



Esa madrugada, como a las tres, Memo decidió que ya era demasiado. Tenía que hacer algo, cualquier cosa. No entendía bien que le pasaba. En el colegio le habían explicado un poco de esto, pero todo lo relacionado con “aquello” siempre tenía un saborcillo a culpa y pecado que no lo tranquilizaba en absoluto.

Molesto, embarrado y con vagos recuerdos del escabroso y frustrante sueño que le había causado ese bochornoso incidente, se desvistió y tomó una ducha fría.

Todo había empezado un par de meses atrás, cuando vio un comercial en la televisión de una bebida gaseosa muy popular y que era su favorita, “Cholita”. En este comercial hacía su aparición una bella chica en un breve bikini que acentuaba sus insinuantes curvas. Memo quedó obsesionado instantáneamente con ella, Doris Rivera. Él ya la conocía pues había ganado un concurso de belleza y se había dedicado al modelaje televisivo.

Además eran los años sesenta, y en la playa ya se podía ver a algunas chicas con bikini, por lo que esto no era tampoco novedad para él. Eso sí, agradecía que le hubiera tocado vivir en esa época, pues las cucufaterías de usar ropas de baño de una pieza estaban quedando atrás. Nadie podía negar qué bonitas se veían las chicas en bikini. Y las minifaldas… ¡Eran lo máximo!

Doris Rivera era la mujer más hermosa y sexy que él había visto en su vida, aunque fuera solo por televisión y en revistas. Ni la “Miss Universo” o las más bellas artistas de cine podían competir con ella, a su juicio.

Aquí ella se mostraba en la playa, corriendo y jugando femeninamente con una gran pelota, y después saboreaba con sensual placer la dichosa bebida. Es posible que saciara su sed, pero también lograba aumentar la del pobre Memo. Se arrebolaba, y su cara mostraba un fuerte rubor, pero lo más aterrador fue la erección. Era igual que cuando necesitaba hacer pila con urgencia o cuando se levantaba en las mañanas.

Hasta ese momento, cuando sentía una, no le daba importancia. Seguía leyendo el Tesoro de la Juventud o algún chiste nuevo. Ya pasaría. Y efectivamente, pasaba. Pero en este caso, fue la primera vez que le ocurrió al ver a una mujer. Hasta ese día, Doris Rivera era lo que se llamaría un amor platónico, pero el incidente marcó el final de esa etapa y el inicio de una muy tortuosa para Memo Beltrán.

Lo que le pasó la semana pasada al ir a la matinée del domingo con los chicos y chicas del barrio fue terrible. Le había tocado sentarse al lado de Connie de pura suerte, creía él. Connie le gustaba más que las otras chicas, pero estaba seguro que ella ni lo miraría.

Antes de empezar la película, pasaron algunos comerciales y para su desgracia, se encontró con Doris Rivera tomando “Cholita” en la playa, en bikini, a todo color y de cuatro metros de alto frente a él. En Technicolor y Cinemascope.

De las catorce pulgadas y la imagen en blanco y negro del televisor de su casa a esto, había un mundo de diferencia. Fue mucho para el pobre. Sin control alguno, tuvo una erección feroz y dos minutos después una copiosa eyaculación sin absolutamente ninguna intervención suya. Connie lo miró extrañada al ver que él temblaba y se contorneaba en la butaca. Le preguntó

- ¿Te sientes bien Memo?
- Siií. Es que me ha dado un calambre… – murmuró Memo arrastrando las palabras, aún fuera de control, agradecido de haber podido responder algo que tuviera sentido.
- ¿Quieres que te ayude en algo?
- ¡Nooo! – el grito de Memo se escuchó hasta en la mezzanine. Todo el mundo volteó a mirarlo. Su embarazo fue aún peor.

Permaneció petrificado, sin moverse un milímetro el resto de la película y se fue cinco minutos antes del final, con el cine aun a oscuras, casi corriendo hacia su casa. ¿Cómo le podía pasar esto, justo cuando Connie se había sentado a su lado? No pudo, ni quiso dirigirle la palabra a pesar que ella le hacía constantes preguntas sobre la trama, a lo que él contestaba con monosílabos, o simplemente “no sé”. Vergonzoso, definitivamente. Ella pensaría que él se había vuelto retrasado mental o algo así.

Memo había ingresado oficialmente a la adolescencia, esa edad en que el afán de aprender todo lo posible del sexo opuesto y esas excitaciones febriles al ver una mujer ocupan la primera prioridad en la mente de cualquier muchacho.


Acababa de cumplir trece años y se estaba iniciando en el mundo de las enamoraditas, los flirteos, las primeras fiestas y los primeros besos. Memo no se explicaba como hace tan solo un año jugaba con ellas mata-gente, montaban bicicleta y de un momento a otro dejaron de usar trencitas, faldas vueludas, zapatos blancos con medias cortas y shorts hasta la rodilla para pasar a vestidos ajustados y atrevidas minifaldas. Lo peor no era sólo el cambio, sino que Memo se percató con sorpresa que ya no las podía tratar como antes y no sabía ni siquiera como dirigirles la palabra. Si antes eran odiosas e insufribles, hoy eran atractivas y misteriosas.

Memo era un chico tranquilo y hasta un poco ingenuo. Era de los primeros de la clase y su conducta era impecable. Dentro de la libreta de notas había una categoría llamada “Deberes Generales”, totalmente subjetiva y a criterio del colegio. En ella habían cuatro temas: Deberes Religiosos, Conducta, Aprovechamiento y Deberes Sociales, Siempre tenía la máxima nota en los cuatro. Nunca supo que significaba Deberes Sociales, pero sospechaba que era para señalar a los que no se bañaban y andaban todos sucios.

Siempre fue un poco tímido hasta que agarraba confianza con alguien, y una vez logrado, se volvía extrovertido, cálido y hasta cariñoso. Pero en este caso, ¿Qué? ¿Qué les podía decir? ¿Cómo empezar una conversación?

Pensaba que los hombres eran más sencillos en todo. Al no tener hermana, no podía saber de la sensibilidad y volatilidad de humor de las mujeres, ni su atención a los detalles, menos aún su obsesión por el espejo y la limpieza corporal. A su juicio, el hombre crecía, se le engrosaba la voz y le salían bigote y barba.

Y uno era más hombre si podía escupir más lejos que los demás. Además si el escupitajo tenía flema, ya podía hablarse de tener una reputación. Tenía que ser bueno jugando a la pelota y manejando carro patín. Había que saber volar cometa y jugar trompo. ¡Listo! Eso era todo. Ya se era hombre hecho y derecho.

Intentó averiguar lo que pudo de esta complicación de todas las maneras posibles, pero había sido en vano. Su colección del Tesoro de la Juventud no tenía nada al respecto. Sondeó a su papa, pero éste se hizo el cojudo: “Esas son cosas de hombres. Solito te vas a dar cuenta”. Entonces pensó en los profesores del colegio, así que habló con el profesor de Anatomía – después de todo, ¿quién más que él para saber de estas cosas? – pero fue enviado a hablar con el Padre Gómez, director espiritual del colegio.

El Padre Gómez tenía casi ochenta años y le habían dado ese cargo porque ya estaba muy viejo para enseñar. Se pasaba casi todo el día en el confesionario haciendo la siesta o repartiendo catecismos y folletitos sobre el despertar del “vigor juvenil” impresos en España hacia más de treinta años. (La palabra “sexo” y todos los términos asociados estaban prohibidos en el colegio). El joven que salía en la portada, de unos catorce años, vestía pantalones cortos, medias hasta la rodilla, tirantes y gorrita. Memo solo había visto esa vestimenta en fotografías anteriores a la Segunda Guerra Mundial, de amigos del colegio del abuelo, que él conservaba con mucho cariño, pues era uno de los pocos recuerdos de su tierra natal. Al hablar con el buen Padre, éste lo invitó a confesarse y le dio una bendición especial. Pero de respuestas, nada. Es más, al llegar al confesionario, el pobre se había olvidado la razón por la que habían ido allí, aunque lo confesó de todas maneras. Nunca estaba demás, pensó.

Ya en la mañana posterior a su incidente nocturno, Memo estaba decidido a tomar al toro por las astas. Como era metódico y responsable, hizo una lista de las cosas necesarias para controlar este absurdo problema:

1. Tomar duchas frías (varias al día)
2. No pensar en Doris Rivera jamás de los jamases.
3. Hablar del asunto con el profe de Educación Física. (El único que le tengo confianza)
4. Preguntarle al Chato Paiva. (El Chato sabe de todo. Eso sí, con cuidado, no fuera a pensar que soy todavía un niño curioso. Ojo: darme mi lugar siempre)
Nota Importante: Al profesor de Educación Física también preguntarle porque me siento culpable, si es tan rico. Al Chato, ni una palabra.

Y Memo partió resuelto y optimista al encuentro con su destino. El día transcurría sin novedades. Se sentía mucho más tranquilo, ahora que ya tenía un plan. Esperó pacientemente al recreo para ir a hablar con “Ojo de Gallo”, el profesor de Educación Física que se había ganado el apelativo debido a un pronunciado estrabismo que él usaba eficientemente para hacer creer a sus alumnos que podía ver en varias direcciones al mismo tiempo. Tipo criollo y campechano, era el único que decía lisuras y los alentaba en los ejercicios con pullas y apodos que todos celebraban.

Lo encontró en el patio con dos defensas del equipo de fulbito de Cuarto de Media, que habían perdido contra su clase por 4-0. Rió interiormente al recordar la goleada. ¡Qué tal pateadura! ¡Primero de Media, una tira de enanos contra estos manganzones grandotes! Y es que con dos delanteros como el Pescado Yépez y el Chino Yamamura le iban a ganar hasta a Quinto con seguridad. Al acercarse lo miraron con sordo rencor, pero Ojo de Gallo les dijo

- Bueno, muchachos, ¡ánimo y no se ahueven en el próximo partido, ya saben!

El profesor Tenorio era de estatura media, con un peinado hacia atrás hambriento de gomina y una nariz inmensa. Su imagen hubiera sido muy cómica si se añade el detalle estrábico, pero había algo en su manera de mirar, de moverse, que inspiraba mucho respeto. Como que estuviera transmitiendo un claro mensaje de superioridad y agresividad física que instintivamente frenaba cualquier imagen graciosa en la mente de su interlocutor.

Volviéndose a Memo, le preguntó

- ¿Hola Beltrancito, que necesitas?
- Profe, quería hacerle una consulta muy personal.
- Plata no tengo, carajo. Pídeme otra cosa.
- No profe, para nada. Es algo más íntimo, más serio.
- ¡No me digas que te has llenado a una hembrita! Estas muy pichón para eso. Aunque nunca se sabe. En estos tiempos…
- ¡No, no! ¡Ni loco! Tiene que ver con eso de la masturbación que nos han explicado en la clase.
- ¡Vaya, Beltrán! ¿Ya estas volando cometa? No te preocupes, todos pasan por eso. Es parte de la adolescencia, muchacho.
- Tampoco, profesor Tenorio – usó el apellido para que se pusiera serio – Es algo más complicado que eso.
- ¿A ver, qué pasa, Beltrán?
- El problema, profe, es que no puedo evitarlo. Yo ni me toco, ni nada, pero me despierto así y el otro día me pasó en el cine. Solito nomás, yo no hice nada, se lo juro, y de repente ¡todo embarrado!

Ojo de Gallo se rió a mandíbula batiente del pobre Memo, quien lo tomó a pecho y le dijo muy seriamente

- ¿Y usted cree que eso es broma? ¡No se pase, pues profe! A ver, ¿si le pasara a usted?
- No Beltrancito, no me rio de ti. Lo que pasa es que lo tuyo es muy frecuente.
- Claro que no había escuchado de ningún muchacho que le pasara en el cine así, sin tocarse. Te fuiste a ver una de mayores de 21, seguro ¿no?
- No profe, fue la matinée del domingo, habíamos ido un grupo grande y era para mayores de 14.
- Bueno, bueno, te creo. Lo que te está pasando es completamente natural y se llama polución; suele ocurrirle a los muchachos como tú, que están entrando en la pubertad. La mayoría de las veces es durante el sueño. Ahora, así como a ti, nunca he visto, la verdad. Yo no me preocuparía mucho, relájate. Puede ser que estés obsesionado por el asunto. Te aseguro que si lo tomas con calma, no te volverá a pasar.
- ¿O sea que no es pecado?
- Mira Beltrán, yo no soy cura, pero estoy seguro que si no lo haces a propósito, todo está bien. De todas maneras, anda pregúntale al padre Gómez.
- Muchas gracias profe, voy a preguntarle a él – Memo pensó que eso implicaría otra confesión, más catecismos y folletitos, así que no iría ni pagado.
- Anda nomás hijo. Ya sabes, deja de preocuparte. No es ningún problema serio. Mas bien agradece. Yo sé por qué te lo digo – Ojo de Gallo, hombre de edad madura, se quedó pensando con envidia y melancolía en cuanto daría por tener el mismo problema.

La campana indicaba que el recreo llegaba a su fin. - ¡Con las justas! – se dijo Memo. Con el alma y la conciencia tranquila, sentía que el problema ya estaba resuelto. Ya no hablaría con el Chato Paiva, que después de todo, era medio chismoso y estas cosas eran muy personales. Lo mejor, pensaba, es que él no estaba haciendo nada malo. Podría seguir yendo a misa y comulgando frente a las hembritas, para que vieran que no tenía nada que ocultar. Sólo le quedaba explicar a Connie por qué salió antes del cine. Bueno, ya llegaría el momento. Que sentía mucho dolor en la pierna, que lo esperaban temprano en su casa, lo que fuera. No sería problema alguno.
Decidió además, cerrar los ojos y evitar mirar cualquier comercial o foto de Doris Rivera. Era un hecho: no pensaría más en ella.

Pero es fácil decidir y difícil cumplir. Memo no contaba con que al día siguiente se despertaría después de una húmeda y tórrida noche soñando con Doris. Lo poco que recordaba era haberse cruzado con ella en el aeropuerto llevando una botella de “Cholita” en la mano y al pasar a su lado ella lo miró muy tentadoramente, con esos ojos entre verdes y azules que lo mareaban. Llevaba un vestido muy corto, de un rojo flamígero. A Memo le bastó verla para tirarse como un gato en celo sobre ella, sin saber realmente qué hacer, pero apretando y acariciando cuantas partes del cuerpo de Doris pudiera. ¡Y en medio del aeropuerto! Sintió que se hundía en un abismo de placer incontrolable y repentinamente se despertó, cuando el sueño le auguraba que lo que venía sería mucho mejor que lo que había experimentado.


Al despertarse, y aunque un poco mortificado mientras se aseaba con pulcritud, recordó algunas de esas escenas con cariño e ilusión. Se imaginó en una playa paradisíaca con Doris, los dos haciendo el amor de una manera que no estaba seguro si era la correcta, pero con pasión absoluta y mucho amor.

¿Amor? – Reaccionó con un violento estremecimiento. ¿Amor, eso era lo que estaba pensando? – Memo dejó paso a sus sentimientos y se dio cuenta que efectivamente, se había enamorado de Doris Rivera.

Nunca se había enamorado antes. Las referencias que tenía eran de algunas películas y de los mayores del barrio que ya tenían enamorada. Sin duda era bacán andar por la calle con el brazo abrazando a una chica, y aquellas parejitas que se sentaban en la parte de atrás del cine lo pasaban bien a todas luces, aunque fuera en una oscuridad casi total. Las ideas contradictorias circulaban a toda velocidad en su confundida mente en una lucha evidente entre hormonas y sentimientos, de lo cual Memo ni se percataba.

Súbitamente sintió que todo tenía sentido. ¡Se había convertido en un hombre adulto!
Atrás quedaban las tonterías de peliculitas, flirteos furtivos, y prematuros escarceos con las chicas del barrio. El destino lo había llevado a una difícil encrucijada en la cual tenía que optar por un amor imposible y la vida muelle y fácil de los muchachos de su edad.

Sin dudarlo, Memo entendió que tenía que aceptar el reto. Como le había dicho su profesor de Gramática, el camino del hombre era siempre el más difícil. ¡Llegó el momento de demostrarle al mundo y en especial a Doris Rivera, de que madera estaba hecho Guillermo Antonio Beltrán Zamora! Pero… ¿cómo?

Eran los tiempos de la televisión en vivo y Memo sabía que Doris era la modelo de un popular programa de entretenimiento, “El Show de la Una” que se propalaba por el canal 8 a esa hora, así que decidió no ir al colegio el día siguiente. Iría al canal, y la esperaría en la puerta, confesándole su amor y sus intenciones. Solo le pediría que lo esperara cinco años. A esa edad ya habría terminado la secundaria y habría conseguido un trabajo con el cual podría mantener un pequeño departamento. El amor llenaría con creces cualquier privación. Mientras lavaba sus calzoncillos y pijama, pues no quería que su mamá se diera cuenta, seguía construyendo con mucha ilusión sus castillos en el aire.

Esa mañana, se vistió con sus mejores galas, se afeitó por primera vez aquel bozo que a duras penas se notaba y usó la mejor colonia de su padre. Una última mirada en el espejo le dio cierta seguridad. No se le veía mal y hasta parecía un poco mayor que su trece años. Cualquiera pensaría que tenía por lo menos catorce.

Se dirigió a la mejor florería que conocía y gasto todos sus ahorros en un ramo de rosas rojas muy hermosas. Ya estaba listo para enfrentar el desafío que cambiaría su vida por completo.

Llegó al canal poco antes del mediodía y se dispuso a esperar pacientemente después de averiguar con el vendedor de periódicos de la esquina cual era la entrada de los artistas. Éste lo miro con simpatía y en un tono irónico le dijo

- Es en la puerta chica que ves en la calle de al lado. ¿Son para tu enamorada?
- Sí, pero todavía no se lo he dicho.
- Es alguna de las bailarinas del show?
- No, la que va a ser mi novia es Doris Rivera.

El vendedor no pudo reprimir la carcajada, pero como veía la ingenuidad y sinceridad de Memo, replicó

- ¡Suerte muchacho! Te ves un poco tiernito para ella, ¿no?
- Sí, no crea que no me doy cuenta, Pero estoy dispuesto a todo. ¡Me voy a casar con ella!
- ¡Te deseo lo mejor, chiquillo!

Lo miró alejarse temiendo el desenlace de aquel aventurado intento de Memo. Pero con los años que tenía en esa esquina, había visto cosas peores.

Unos veinte minutos antes del programa, llegó Doris. La traía un hombre maduro, impecablemente vestido y con aire muy distinguido. El auto era un deportivo convertible del año que hacía que Doris se viera aún más encantadora.

Memo se sorprendió de la multitud que se había congregado para recibirla. Pero logró mantenerse siempre adelante y apenas bajó del auto, Memo casi se abalanzo sobre ella en un intento desesperado de ser el primero en hablar con ella. Solo logró asustarla, pero alcanzó a ofrecerle las rosas, un poquito maltrechas y decirle ¡Doris te amo! en el tono más apasionado que pudo con lo que el escabroso problema que lo aquejaba tomó control de su naturaleza.

Doris le recibió las flores con una sonrisa y le dijo ¡Ay, gracias! y siguió su camino ingresando al canal mientras Memo seguía estremeciéndose en una situación terriblemente embarazosa. Ella ni siquiera se percató del estado de Memo. El gentío alrededor simplemente se desplazó al ritmo de Doris, ignorando afortunadamente a Memo, quien permaneció en medio de la vereda, avergonzado, humillado y con el corazón hecho pedazos. ¡Cuán terrible es el amor!


Memo cumplió con su resolución de evitar por todos los medios posibles ver imágenes de Doris Rivera, pero el fenómeno de erección súbita le empezó a ocurrir con la sola vista de la bebida que ella promocionaba, la “Cholita”. Obviamente era una molestia, pero no llegaba a los húmedos límites de las imágenes.

Finalmente, el año escolar llegó a su fin y a pesar de todo, Memo terminaría con muy buenas calificaciones. Para los exámenes finales, el Ministerio enviaba a un profesor externo que como jurado supervisaba la correcta conducción del examen.

Para el curso de Matemáticas, la materia más fuerte de Memo, se presentó un venerable y voluminoso profesor, quien manifestó desde un principio sus molestias por el calor y la sed que sentía.

El profesor Cano, encargado de la materia, distribuyó las pruebas y Memo al recibirla se dio cuenta que era sumamente sencilla. ¡Sin duda, se sacaría un 20!

Al momento de empezar la prueba, ingresó un asistente del colegio, llevando unas botellas de “Cholita” para el jurado y el profesor Cano, como una gentileza.

Ya con el examen en la carpeta, Memo alzó la vista y vio las flamantes y brillantes botellas en el pupitre del profesor.

Memo sufrió el más violento orgasmo del que tuviera memoria.

Su nota final fue 04.