agosto 10, 2015

El Amor Imposible De Memo Beltrán Y Doris Rivera



Esa madrugada, como a las tres, Memo decidió que ya era demasiado. Tenía que hacer algo, cualquier cosa. No entendía bien que le pasaba. En el colegio le habían explicado un poco de esto, pero todo lo relacionado con “aquello” siempre tenía un saborcillo a culpa y pecado que no lo tranquilizaba en absoluto.

Molesto, embarrado y con vagos recuerdos del escabroso y frustrante sueño que le había causado ese bochornoso incidente, se desvistió y tomó una ducha fría.

Todo había empezado un par de meses atrás, cuando vio un comercial en la televisión de una bebida gaseosa muy popular y que era su favorita, “Cholita”. En este comercial hacía su aparición una bella chica en un breve bikini que acentuaba sus insinuantes curvas. Memo quedó obsesionado instantáneamente con ella, Doris Rivera. Él ya la conocía pues había ganado un concurso de belleza y se había dedicado al modelaje televisivo.

Además eran los años sesenta, y en la playa ya se podía ver a algunas chicas con bikini, por lo que esto no era tampoco novedad para él. Eso sí, agradecía que le hubiera tocado vivir en esa época, pues las cucufaterías de usar ropas de baño de una pieza estaban quedando atrás. Nadie podía negar qué bonitas se veían las chicas en bikini. Y las minifaldas… ¡Eran lo máximo!

Doris Rivera era la mujer más hermosa y sexy que él había visto en su vida, aunque fuera solo por televisión y en revistas. Ni la “Miss Universo” o las más bellas artistas de cine podían competir con ella, a su juicio.

Aquí ella se mostraba en la playa, corriendo y jugando femeninamente con una gran pelota, y después saboreaba con sensual placer la dichosa bebida. Es posible que saciara su sed, pero también lograba aumentar la del pobre Memo. Se arrebolaba, y su cara mostraba un fuerte rubor, pero lo más aterrador fue la erección. Era igual que cuando necesitaba hacer pila con urgencia o cuando se levantaba en las mañanas.

Hasta ese momento, cuando sentía una, no le daba importancia. Seguía leyendo el Tesoro de la Juventud o algún chiste nuevo. Ya pasaría. Y efectivamente, pasaba. Pero en este caso, fue la primera vez que le ocurrió al ver a una mujer. Hasta ese día, Doris Rivera era lo que se llamaría un amor platónico, pero el incidente marcó el final de esa etapa y el inicio de una muy tortuosa para Memo Beltrán.

Lo que le pasó la semana pasada al ir a la matinée del domingo con los chicos y chicas del barrio fue terrible. Le había tocado sentarse al lado de Connie de pura suerte, creía él. Connie le gustaba más que las otras chicas, pero estaba seguro que ella ni lo miraría.

Antes de empezar la película, pasaron algunos comerciales y para su desgracia, se encontró con Doris Rivera tomando “Cholita” en la playa, en bikini, a todo color y de cuatro metros de alto frente a él. En Technicolor y Cinemascope.

De las catorce pulgadas y la imagen en blanco y negro del televisor de su casa a esto, había un mundo de diferencia. Fue mucho para el pobre. Sin control alguno, tuvo una erección feroz y dos minutos después una copiosa eyaculación sin absolutamente ninguna intervención suya. Connie lo miró extrañada al ver que él temblaba y se contorneaba en la butaca. Le preguntó

- ¿Te sientes bien Memo?
- Siií. Es que me ha dado un calambre… – murmuró Memo arrastrando las palabras, aún fuera de control, agradecido de haber podido responder algo que tuviera sentido.
- ¿Quieres que te ayude en algo?
- ¡Nooo! – el grito de Memo se escuchó hasta en la mezzanine. Todo el mundo volteó a mirarlo. Su embarazo fue aún peor.

Permaneció petrificado, sin moverse un milímetro el resto de la película y se fue cinco minutos antes del final, con el cine aun a oscuras, casi corriendo hacia su casa. ¿Cómo le podía pasar esto, justo cuando Connie se había sentado a su lado? No pudo, ni quiso dirigirle la palabra a pesar que ella le hacía constantes preguntas sobre la trama, a lo que él contestaba con monosílabos, o simplemente “no sé”. Vergonzoso, definitivamente. Ella pensaría que él se había vuelto retrasado mental o algo así.

Memo había ingresado oficialmente a la adolescencia, esa edad en que el afán de aprender todo lo posible del sexo opuesto y esas excitaciones febriles al ver una mujer ocupan la primera prioridad en la mente de cualquier muchacho.


Acababa de cumplir trece años y se estaba iniciando en el mundo de las enamoraditas, los flirteos, las primeras fiestas y los primeros besos. Memo no se explicaba como hace tan solo un año jugaba con ellas mata-gente, montaban bicicleta y de un momento a otro dejaron de usar trencitas, faldas vueludas, zapatos blancos con medias cortas y shorts hasta la rodilla para pasar a vestidos ajustados y atrevidas minifaldas. Lo peor no era sólo el cambio, sino que Memo se percató con sorpresa que ya no las podía tratar como antes y no sabía ni siquiera como dirigirles la palabra. Si antes eran odiosas e insufribles, hoy eran atractivas y misteriosas.

Memo era un chico tranquilo y hasta un poco ingenuo. Era de los primeros de la clase y su conducta era impecable. Dentro de la libreta de notas había una categoría llamada “Deberes Generales”, totalmente subjetiva y a criterio del colegio. En ella habían cuatro temas: Deberes Religiosos, Conducta, Aprovechamiento y Deberes Sociales, Siempre tenía la máxima nota en los cuatro. Nunca supo que significaba Deberes Sociales, pero sospechaba que era para señalar a los que no se bañaban y andaban todos sucios.

Siempre fue un poco tímido hasta que agarraba confianza con alguien, y una vez logrado, se volvía extrovertido, cálido y hasta cariñoso. Pero en este caso, ¿Qué? ¿Qué les podía decir? ¿Cómo empezar una conversación?

Pensaba que los hombres eran más sencillos en todo. Al no tener hermana, no podía saber de la sensibilidad y volatilidad de humor de las mujeres, ni su atención a los detalles, menos aún su obsesión por el espejo y la limpieza corporal. A su juicio, el hombre crecía, se le engrosaba la voz y le salían bigote y barba.

Y uno era más hombre si podía escupir más lejos que los demás. Además si el escupitajo tenía flema, ya podía hablarse de tener una reputación. Tenía que ser bueno jugando a la pelota y manejando carro patín. Había que saber volar cometa y jugar trompo. ¡Listo! Eso era todo. Ya se era hombre hecho y derecho.

Intentó averiguar lo que pudo de esta complicación de todas las maneras posibles, pero había sido en vano. Su colección del Tesoro de la Juventud no tenía nada al respecto. Sondeó a su papa, pero éste se hizo el cojudo: “Esas son cosas de hombres. Solito te vas a dar cuenta”. Entonces pensó en los profesores del colegio, así que habló con el profesor de Anatomía – después de todo, ¿quién más que él para saber de estas cosas? – pero fue enviado a hablar con el Padre Gómez, director espiritual del colegio.

El Padre Gómez tenía casi ochenta años y le habían dado ese cargo porque ya estaba muy viejo para enseñar. Se pasaba casi todo el día en el confesionario haciendo la siesta o repartiendo catecismos y folletitos sobre el despertar del “vigor juvenil” impresos en España hacia más de treinta años. (La palabra “sexo” y todos los términos asociados estaban prohibidos en el colegio). El joven que salía en la portada, de unos catorce años, vestía pantalones cortos, medias hasta la rodilla, tirantes y gorrita. Memo solo había visto esa vestimenta en fotografías anteriores a la Segunda Guerra Mundial, de amigos del colegio del abuelo, que él conservaba con mucho cariño, pues era uno de los pocos recuerdos de su tierra natal. Al hablar con el buen Padre, éste lo invitó a confesarse y le dio una bendición especial. Pero de respuestas, nada. Es más, al llegar al confesionario, el pobre se había olvidado la razón por la que habían ido allí, aunque lo confesó de todas maneras. Nunca estaba demás, pensó.

Ya en la mañana posterior a su incidente nocturno, Memo estaba decidido a tomar al toro por las astas. Como era metódico y responsable, hizo una lista de las cosas necesarias para controlar este absurdo problema:

1. Tomar duchas frías (varias al día)
2. No pensar en Doris Rivera jamás de los jamases.
3. Hablar del asunto con el profe de Educación Física. (El único que le tengo confianza)
4. Preguntarle al Chato Paiva. (El Chato sabe de todo. Eso sí, con cuidado, no fuera a pensar que soy todavía un niño curioso. Ojo: darme mi lugar siempre)
Nota Importante: Al profesor de Educación Física también preguntarle porque me siento culpable, si es tan rico. Al Chato, ni una palabra.

Y Memo partió resuelto y optimista al encuentro con su destino. El día transcurría sin novedades. Se sentía mucho más tranquilo, ahora que ya tenía un plan. Esperó pacientemente al recreo para ir a hablar con “Ojo de Gallo”, el profesor de Educación Física que se había ganado el apelativo debido a un pronunciado estrabismo que él usaba eficientemente para hacer creer a sus alumnos que podía ver en varias direcciones al mismo tiempo. Tipo criollo y campechano, era el único que decía lisuras y los alentaba en los ejercicios con pullas y apodos que todos celebraban.

Lo encontró en el patio con dos defensas del equipo de fulbito de Cuarto de Media, que habían perdido contra su clase por 4-0. Rió interiormente al recordar la goleada. ¡Qué tal pateadura! ¡Primero de Media, una tira de enanos contra estos manganzones grandotes! Y es que con dos delanteros como el Pescado Yépez y el Chino Yamamura le iban a ganar hasta a Quinto con seguridad. Al acercarse lo miraron con sordo rencor, pero Ojo de Gallo les dijo

- Bueno, muchachos, ¡ánimo y no se ahueven en el próximo partido, ya saben!

El profesor Tenorio era de estatura media, con un peinado hacia atrás hambriento de gomina y una nariz inmensa. Su imagen hubiera sido muy cómica si se añade el detalle estrábico, pero había algo en su manera de mirar, de moverse, que inspiraba mucho respeto. Como que estuviera transmitiendo un claro mensaje de superioridad y agresividad física que instintivamente frenaba cualquier imagen graciosa en la mente de su interlocutor.

Volviéndose a Memo, le preguntó

- ¿Hola Beltrancito, que necesitas?
- Profe, quería hacerle una consulta muy personal.
- Plata no tengo, carajo. Pídeme otra cosa.
- No profe, para nada. Es algo más íntimo, más serio.
- ¡No me digas que te has llenado a una hembrita! Estas muy pichón para eso. Aunque nunca se sabe. En estos tiempos…
- ¡No, no! ¡Ni loco! Tiene que ver con eso de la masturbación que nos han explicado en la clase.
- ¡Vaya, Beltrán! ¿Ya estas volando cometa? No te preocupes, todos pasan por eso. Es parte de la adolescencia, muchacho.
- Tampoco, profesor Tenorio – usó el apellido para que se pusiera serio – Es algo más complicado que eso.
- ¿A ver, qué pasa, Beltrán?
- El problema, profe, es que no puedo evitarlo. Yo ni me toco, ni nada, pero me despierto así y el otro día me pasó en el cine. Solito nomás, yo no hice nada, se lo juro, y de repente ¡todo embarrado!

Ojo de Gallo se rió a mandíbula batiente del pobre Memo, quien lo tomó a pecho y le dijo muy seriamente

- ¿Y usted cree que eso es broma? ¡No se pase, pues profe! A ver, ¿si le pasara a usted?
- No Beltrancito, no me rio de ti. Lo que pasa es que lo tuyo es muy frecuente.
- Claro que no había escuchado de ningún muchacho que le pasara en el cine así, sin tocarse. Te fuiste a ver una de mayores de 21, seguro ¿no?
- No profe, fue la matinée del domingo, habíamos ido un grupo grande y era para mayores de 14.
- Bueno, bueno, te creo. Lo que te está pasando es completamente natural y se llama polución; suele ocurrirle a los muchachos como tú, que están entrando en la pubertad. La mayoría de las veces es durante el sueño. Ahora, así como a ti, nunca he visto, la verdad. Yo no me preocuparía mucho, relájate. Puede ser que estés obsesionado por el asunto. Te aseguro que si lo tomas con calma, no te volverá a pasar.
- ¿O sea que no es pecado?
- Mira Beltrán, yo no soy cura, pero estoy seguro que si no lo haces a propósito, todo está bien. De todas maneras, anda pregúntale al padre Gómez.
- Muchas gracias profe, voy a preguntarle a él – Memo pensó que eso implicaría otra confesión, más catecismos y folletitos, así que no iría ni pagado.
- Anda nomás hijo. Ya sabes, deja de preocuparte. No es ningún problema serio. Mas bien agradece. Yo sé por qué te lo digo – Ojo de Gallo, hombre de edad madura, se quedó pensando con envidia y melancolía en cuanto daría por tener el mismo problema.

La campana indicaba que el recreo llegaba a su fin. - ¡Con las justas! – se dijo Memo. Con el alma y la conciencia tranquila, sentía que el problema ya estaba resuelto. Ya no hablaría con el Chato Paiva, que después de todo, era medio chismoso y estas cosas eran muy personales. Lo mejor, pensaba, es que él no estaba haciendo nada malo. Podría seguir yendo a misa y comulgando frente a las hembritas, para que vieran que no tenía nada que ocultar. Sólo le quedaba explicar a Connie por qué salió antes del cine. Bueno, ya llegaría el momento. Que sentía mucho dolor en la pierna, que lo esperaban temprano en su casa, lo que fuera. No sería problema alguno.
Decidió además, cerrar los ojos y evitar mirar cualquier comercial o foto de Doris Rivera. Era un hecho: no pensaría más en ella.

Pero es fácil decidir y difícil cumplir. Memo no contaba con que al día siguiente se despertaría después de una húmeda y tórrida noche soñando con Doris. Lo poco que recordaba era haberse cruzado con ella en el aeropuerto llevando una botella de “Cholita” en la mano y al pasar a su lado ella lo miró muy tentadoramente, con esos ojos entre verdes y azules que lo mareaban. Llevaba un vestido muy corto, de un rojo flamígero. A Memo le bastó verla para tirarse como un gato en celo sobre ella, sin saber realmente qué hacer, pero apretando y acariciando cuantas partes del cuerpo de Doris pudiera. ¡Y en medio del aeropuerto! Sintió que se hundía en un abismo de placer incontrolable y repentinamente se despertó, cuando el sueño le auguraba que lo que venía sería mucho mejor que lo que había experimentado.


Al despertarse, y aunque un poco mortificado mientras se aseaba con pulcritud, recordó algunas de esas escenas con cariño e ilusión. Se imaginó en una playa paradisíaca con Doris, los dos haciendo el amor de una manera que no estaba seguro si era la correcta, pero con pasión absoluta y mucho amor.

¿Amor? – Reaccionó con un violento estremecimiento. ¿Amor, eso era lo que estaba pensando? – Memo dejó paso a sus sentimientos y se dio cuenta que efectivamente, se había enamorado de Doris Rivera.

Nunca se había enamorado antes. Las referencias que tenía eran de algunas películas y de los mayores del barrio que ya tenían enamorada. Sin duda era bacán andar por la calle con el brazo abrazando a una chica, y aquellas parejitas que se sentaban en la parte de atrás del cine lo pasaban bien a todas luces, aunque fuera en una oscuridad casi total. Las ideas contradictorias circulaban a toda velocidad en su confundida mente en una lucha evidente entre hormonas y sentimientos, de lo cual Memo ni se percataba.

Súbitamente sintió que todo tenía sentido. ¡Se había convertido en un hombre adulto!
Atrás quedaban las tonterías de peliculitas, flirteos furtivos, y prematuros escarceos con las chicas del barrio. El destino lo había llevado a una difícil encrucijada en la cual tenía que optar por un amor imposible y la vida muelle y fácil de los muchachos de su edad.

Sin dudarlo, Memo entendió que tenía que aceptar el reto. Como le había dicho su profesor de Gramática, el camino del hombre era siempre el más difícil. ¡Llegó el momento de demostrarle al mundo y en especial a Doris Rivera, de que madera estaba hecho Guillermo Antonio Beltrán Zamora! Pero… ¿cómo?

Eran los tiempos de la televisión en vivo y Memo sabía que Doris era la modelo de un popular programa de entretenimiento, “El Show de la Una” que se propalaba por el canal 8 a esa hora, así que decidió no ir al colegio el día siguiente. Iría al canal, y la esperaría en la puerta, confesándole su amor y sus intenciones. Solo le pediría que lo esperara cinco años. A esa edad ya habría terminado la secundaria y habría conseguido un trabajo con el cual podría mantener un pequeño departamento. El amor llenaría con creces cualquier privación. Mientras lavaba sus calzoncillos y pijama, pues no quería que su mamá se diera cuenta, seguía construyendo con mucha ilusión sus castillos en el aire.

Esa mañana, se vistió con sus mejores galas, se afeitó por primera vez aquel bozo que a duras penas se notaba y usó la mejor colonia de su padre. Una última mirada en el espejo le dio cierta seguridad. No se le veía mal y hasta parecía un poco mayor que su trece años. Cualquiera pensaría que tenía por lo menos catorce.

Se dirigió a la mejor florería que conocía y gasto todos sus ahorros en un ramo de rosas rojas muy hermosas. Ya estaba listo para enfrentar el desafío que cambiaría su vida por completo.

Llegó al canal poco antes del mediodía y se dispuso a esperar pacientemente después de averiguar con el vendedor de periódicos de la esquina cual era la entrada de los artistas. Éste lo miro con simpatía y en un tono irónico le dijo

- Es en la puerta chica que ves en la calle de al lado. ¿Son para tu enamorada?
- Sí, pero todavía no se lo he dicho.
- Es alguna de las bailarinas del show?
- No, la que va a ser mi novia es Doris Rivera.

El vendedor no pudo reprimir la carcajada, pero como veía la ingenuidad y sinceridad de Memo, replicó

- ¡Suerte muchacho! Te ves un poco tiernito para ella, ¿no?
- Sí, no crea que no me doy cuenta, Pero estoy dispuesto a todo. ¡Me voy a casar con ella!
- ¡Te deseo lo mejor, chiquillo!

Lo miró alejarse temiendo el desenlace de aquel aventurado intento de Memo. Pero con los años que tenía en esa esquina, había visto cosas peores.

Unos veinte minutos antes del programa, llegó Doris. La traía un hombre maduro, impecablemente vestido y con aire muy distinguido. El auto era un deportivo convertible del año que hacía que Doris se viera aún más encantadora.

Memo se sorprendió de la multitud que se había congregado para recibirla. Pero logró mantenerse siempre adelante y apenas bajó del auto, Memo casi se abalanzo sobre ella en un intento desesperado de ser el primero en hablar con ella. Solo logró asustarla, pero alcanzó a ofrecerle las rosas, un poquito maltrechas y decirle ¡Doris te amo! en el tono más apasionado que pudo con lo que el escabroso problema que lo aquejaba tomó control de su naturaleza.

Doris le recibió las flores con una sonrisa y le dijo ¡Ay, gracias! y siguió su camino ingresando al canal mientras Memo seguía estremeciéndose en una situación terriblemente embarazosa. Ella ni siquiera se percató del estado de Memo. El gentío alrededor simplemente se desplazó al ritmo de Doris, ignorando afortunadamente a Memo, quien permaneció en medio de la vereda, avergonzado, humillado y con el corazón hecho pedazos. ¡Cuán terrible es el amor!


Memo cumplió con su resolución de evitar por todos los medios posibles ver imágenes de Doris Rivera, pero el fenómeno de erección súbita le empezó a ocurrir con la sola vista de la bebida que ella promocionaba, la “Cholita”. Obviamente era una molestia, pero no llegaba a los húmedos límites de las imágenes.

Finalmente, el año escolar llegó a su fin y a pesar de todo, Memo terminaría con muy buenas calificaciones. Para los exámenes finales, el Ministerio enviaba a un profesor externo que como jurado supervisaba la correcta conducción del examen.

Para el curso de Matemáticas, la materia más fuerte de Memo, se presentó un venerable y voluminoso profesor, quien manifestó desde un principio sus molestias por el calor y la sed que sentía.

El profesor Cano, encargado de la materia, distribuyó las pruebas y Memo al recibirla se dio cuenta que era sumamente sencilla. ¡Sin duda, se sacaría un 20!

Al momento de empezar la prueba, ingresó un asistente del colegio, llevando unas botellas de “Cholita” para el jurado y el profesor Cano, como una gentileza.

Ya con el examen en la carpeta, Memo alzó la vista y vio las flamantes y brillantes botellas en el pupitre del profesor.

Memo sufrió el más violento orgasmo del que tuviera memoria.

Su nota final fue 04.

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