agosto 16, 2015

El Juvenil - 1961-1964




En el colegio de la Inmaculada, donde estudié hasta segundo de media, un año clave era cuarto de primaria.

Cuarto de primaria era el año en que se dejaba de pertenecer al colegio infantil, que quedaba en Monterrico, en ese entonces en las afueras de Lima, con sus jardines, arboles, cancha de futbol de césped y miles y miles de caracoles. Pasábamos al colegio juvenil, de cuarto de primaria a quinto de media. 


El cambio más importante era que el local quedaba en el centro de Lima, en la avenida La Colmena, ocupando una gigantesca manzana. De ladrillos rojos, y si mal no recuerdo, de 3 pisos de alto, era imponente e inspiraba respeto sólo de mirarlo. La iglesia del colegio era del tamaño de una Iglesia Mayor, aunque solo tenía una puerta muy grande. Era realmente hermosa, con muchos altares en las naves laterales y verdaderas joyas de carpintería esculpidas en ellos.

Esta iglesia, llamada Santo Toribio de Mogrovejo, en la que pasé muchas horas, casi todas en contra de mi voluntad, fue testigo de uno de mis primero traumas infantiles. Nosotros vivíamos en el centro, en la casa de mi mamamita, y recuerdo que la empleada fue a recogerme de la casa de los de Quesada, que quedaba muy cerca al colegio, de una fiesta de cumpleaños. Debo haber tenido seis o siete años, y me dieron mi sorpresa, mi coronita y por supuesto el infaltable globo. Esta empleada se llamaba Carmen y era profundamente religiosa, tanto así que terminó internándose en un convento del cual no recuerdo el nombre, y me dijo que íbamos a ir a la iglesia a rezar "un ratito". Yo argumenté que el globo, que la coronita, como que no estaba yo ataviado para entrar, pero ella no le prestó importancia, y allí fuimos.


Nos arrodillamos en la última banca, y me dispuse a esperar que ella terminara de rezar, mientras mis ojos recorrían la inmensidad de la iglesia. Me sentía lleno de respeto y temor, porque con lo que me habían enseñado de Dios, yo tenía terror que me fuera a mandar al infierno si me moría durmiendo en la noche por haberle pegado a mi hermano o haberle mentido a la mamamita, sucesos que ocurrían diariamente.

Recuerdo que estaban celebrando Misa, y andaba yo sumido en mis pensamientos, cuando se escuchó en toda la iglesia una explosión muy fuerte y todo el mundo volteó a mirarme. Yo no sabía que había pasado, hasta que me di cuenta, en pánico absoluto, que mi globo al rozar con la madera de la banca, había reventado. ¡O sea que todas esas miradas de censura y reproche estaban dirigidas a mí! Salimos a toda prisa, pero el daño ya estaba hecho. El incidente cambió mi vida. A partir de ahí dejaron de gustarme las iglesias y me costaba mucho trabajo acercarme a la gente mayor.

Pero éramos ahora juveniles y no infantiles; las monjitas y las misses fueron reemplazadas por sacerdotes y hermanos jesuitas y profesores laicos. Todos hombres. Si la escasa memoria que aun poseo no me falla, solo había hombres en el colegio, incluyendo la plana de empleados. Aún recuerdo a uno de los secretarios cuyo nombre era Estrada, siempre muy amable.

El padre Luchito del infantil fue reemplazado por un director espiritual, y para cuarto y quinto de primaria, era el extraordinario y aun en actividad padre José María Garín, responsable también de los Cruzados de Cristo, grupo selecto de voluntarios y que gracias a la membresía, podían jugar fulbito de mano, billar, ping pong y deambular por el área asignada a los cruzados. Además podían ayudar como acólitos en las innumerables misas que se celebraban en el colegio. Mi amor al fulbito de mano pudo más que mi devoción y me hice cruzado casi desde el primer día. Con el tiempo aprendí a ayudar misa, que era la manera menos aburrida de pasar la misa diaria. Había que pasar un examen oral para ayudar mis, y siempre era el mismo, recitar el “Suscipiat”, que venía antes del Prefacio:”Suscipiat dominus scarificium, de manibus tuis…”
Era larguito y complicado. Tanto que una vez que me lo aprendí, ya no lo pude olvidar nunca.

El uniforme era también diferente; no había gorrita, el saco sin solapas y borde celeste era ahora un saco azul marino normal, igual al modelo que usaban los adultos, con solapas por fin. El golpe de gracia le era dado al infame cuello de plástico. Ahora usábamos una camisa celeste, normal y corbata azul marino. Los pantalones cortos eran voluntarios, para los padres es decir, porque todo el mundo quería usar pantalones largos. A mí me tuvieron con los pantaloncitos cortos por dos largos años.

Pero lo realmente impresionante era el colegio en sí. Imponente y majestuoso, con un aire de antigüedad y clase que no he vuelto a sentir jamás.

La Inmaculada fue fundada en 1878, pero el local de La Colmena no fue construido hasta 1901 y tiene que haber sido sin duda unos de los acontecimientos más importantes en la Lima de principios de siglo.

Aún recuerdo la entrada principal, con un ambiente amplísimo, donde estaban las oficinas de portería y recepción, los boletines para todos los alumnos y más allá un hermoso patio sevillano, con los azulejos típicos, abrazado por dos escaleras de mármol blanco que daban al paraninfo del segundo piso.

Atrás del patio sevillano estaba el corredor "de los pasos perdidos": las oficinas del colegio. La rectoría, la temida prefectura, la secretaría y otras áreas más. Inspiraba ex profeso temor y reverencia. Fui pocas veces, pero casi siempre era a la prefectura donde el padre Bambarén ejercía el poder disciplinario con mano de hierro y una imaginación tan creativa como cruel para los castigos.

Para esa época ya nos habíamos mudado a San Antonio, y mi góndola era la número dos, mientras mi paradero era en Mariano Odicio. El primer día, mi sobreprotectora madre esperó el ómnibus conmigo mientras los otros chicos, todos de años superiores me miraban con curiosidad, para mi embarazo y vergüenza, ya que mi madre se negaba a dejarme solo a pesar de mis ruegos y protestas. La cereza de la torta fue cuando subí y ella le dijo al chofer que me cuidara de manera especial, porque yo era muy chiquito. Huelgan comentarios sobre mis sentimientos y mi auto estima, herida de muerte para ese día.
Una vez en el ómnibus, logré encontrar a un amigo de tercero, Carlitos Asmat, y me senté con él. No dejó de molestarme amigablemente con lo de que yo era muy chiquito, porque la verdad, lo era.

Vienen a mi memoria los desfiles internos del colegio, en que cada clase tenía que desfilar en eventos como el 21 de Junio, día de San Luis Gonzaga, cuando se hacían las primeras comuniones, o en la inauguración de la Kermesse, o el día de la Inmaculada. Desfilábamos en columnas de tres, clasificados, no ordenados, porque ordenarnos requería de un esfuerzo mucho mayor, ya que las disputas por un milímetro de altura podían durar horas, de más alto a más bajo. Yo siempre estaba en la última fila, junto con Carrillo y Castro.

Si alguien faltaba, la última fila era de sólo dos, uno a cada extremo, y si los ausentes eran más de uno, entonces en la última fila iba un solo marchante. La primera vez que desfilé, hábilmente Castro y Carrillo no fueron, con lo que terminé desfilando solito en la última fila, escuchando comentarios de las mamás durante todo el trayecto: "¡Ay, que chiquito!","¡Qué lindo el chiquitito de la última fila!","¡Huy pobrecito, huachito en la fila!".

El primer día que llegamos al colegio en la góndola, entramos por la puerta de atrás, que daba directamente a los patios y a la piscina. Las góndolas se cuadraban ordenadamente y sólo cuando estaban completamente detenidas, nos abrían la puerta para bajar.

El patio, que era para mí inmenso, estaba lleno de alumnos y la diferencia de tamaños, vital para mi sobrevivencia, era espantosa. Sin duda había más de uno que era el triple de mi breve estatura. Al centro, un mástil para izar la bandera y un balcón impresionante en el segundo piso. No recuerdo bien si había demarcadas ocho o diez canchas de fulbito y/o básquet, además de un área libre. Al fondo había un garaje muy grande para reparar y mantener la flota de ómnibus del colegio, a cargo del Hermano Rafael Arandiga, que a no dudarlo, dejó una imborrable huella en todos sus alumnos. Español campechano y amable, me hizo disfrutar más de una vez con sus "cigarrillos" en los que me enrollaba la oreja como quien enrolla un puro, por haber hecho algo incorrecto.

Al poco rato sonó la campana, que era una campana real, ubicada en el balcón del segundo piso. Siempre le tocaba a Montagne hacerla sonar. Creo que terminó de sacerdote. Sonora y odiosa a la vez, me trae recuerdos de discusiones interrumpidas, transacciones truncas, partidos sin final y hasta una que otra pelea sin ganador cierto en el callejón oscuro, el pasillo entre el patio grande y el de cuarto de media.

Ya sabíamos que nos teníamos que formar frente al mástil, donde habían marcado en el piso con tiza: "4to A". Ahí fui reconociendo a mis amigos de tercero y yo me sentía sumamente emocionado con la idea, acariciada tantas veces, de ser ya un adulto en formación. Solo Dios sabe por qué queremos dejar las mejores épocas de nuestras vidas lo antes posible, pero así es el ser humano de bruto.

Sentía que íbamos a ser tratados como adultos y que a su vez, se nos otorgarían las prebendas y beneficios de serlo. Pero estaba equivocado. Efectivamente, se nos trataría como adultos y se nos exigirían responsabilidades como adultos, en especial sobre las consecuencias de nuestras acciones. Pero los privilegios de este nuevo nivel estaban aún a muchos años de distancia y vendrían muy gradualmente.

Recuerdo con claridad que el hermano Arándiga y el hermano Arias eran los encargados, o sub-prefectos de cuarto "A" y "B". Sin embargo no estoy seguro de cuarto "C", pero me parece que fue el profesor Eugenio Bocanegra, en sus inicios como profesor del colegio.

Aunque a pesar que el Infantil y el Juvenil eran prácticamente colegios autónomos y en que no había contacto entre profesores y alumnos de ambos, con la excepción del padre Luchito Gámez ya con más de setenta años de edad en ese entonces, como la única conexión visible, los rumores del Juvenil llegaban invariablemente al Infantil.

Recuerdo dos vías de comunicación informal, ambas sumamente efectivas. La primera era la familia Noriega, que parecía tener un hermano (o informante) en cada año del colegio. A veces, en caso de duda, bastaba decir: "A ver pregúntale a Noriega" para con esa respuesta resolver el entuerto. La segunda era similar, pero mucho más informal. Amigos del barrio, hermanos y primos que ya habían entrado al Juvenil. Apenas alguien se enteraba de algo, corría por la clase como reguero de pólvora.

Fue así que nos enteramos de Roma y Cartago, de la cantidad de papeletas (primero tuvimos que saber qué eran) que daba el hermano Arias, de la misa y rosario diarios, en fin.

Formados ante el mástil, algo abrumados por la grandiosidad del colegio y la ceremonia, escuchamos las palabras de bienvenida del padre Fernando Vargas, rector del colegio. El padre Vargas era querido por todos. Su aspecto bonachón y su tono de voz suave y pausada, inspiraba cierta confianza instintiva. Nunca hablé mucho con él, a excepción de una vez que me preguntó por mi abuelo y después, con cierta frecuencia, cuando mi madre estaba enferma de cáncer.

Una vez terminada la bienvenida, le cedió el micro al padre Bambarén, el cual sería protagonista de algunas de mis pesadillas escolares. Bambarén era realmente un maestro en el arte de administrar. Hubiera sido sin duda un gerente corporativo muy exitoso. Parecía estar en todas partes y saberlo todo. Todas las clases tenían en esa época una maravilla de la tecnología moderna: intercomunicadores conectados a la prefectura. La maldita cajita estaba colgada encima de la pizarra, a una altura inalcanzable, y aunque me enteré que estaba también conectada a la rectoría y a otras oficinas, durante mis cuatro años solo escuché la malhadada frase: "Fulanito, a la prefectura..."

Yo era un buen alumno en general, pero así y todo, terminé allí unas cuatro o cinco veces. La que más recuerdo fue cuando en la entrada del colegio, compré un lapicero pornográfico y escandalosísimo para la época. Y es que los placeres de la carne son una debilidad que creo comparto con muchos. El dichoso lapicerito mostraba a una chica con ropa de baño de una pieza, pero al ponerlo boca abajo, el traje de baño, que era simplemente tinta negra, desaparecía y la chica quedaba desnuda. Foto retocada por supuesto, pues donde debía figurar lo más importante, no se veía nada, pero era suficiente para alborotar mis imberbes gónadas.

El tema fue que Guimoye, compañero de clase, me prestó plata para comprarlo y el compró uno también, pero con foto diferente. La mía era morena y la suya, rubia. A él le encontraron el lapicero, y mediante tácticas intimidatorias dio mi nombre, así que cuando llegué estaban Guimoye y Bambarén esperándome. Bambarén tenía el lapicero en su mano, así que con la adrenalina a mil por hora, y mientras él me hacía la pregunta, yo puse mi lapicero en su otra mano. No había nada que hacer. Ante la contundencia de los hechos, hube de aceptar mi culpabilidad, odiando a Guimoye y a Bambarén alternadamente.

Creo que nos castigaron cuatro sábados, en los que teníamos que leer "Imitación de Cristo", de Tomas de Kempis y responder preguntas al respecto. Libro sumamente espiritual y poderoso, pero no a los diez años de edad. Después fui llevado una vez porque estaba leyendo un fragmento de una novela de Carlos Fuentes a un grupo, en el cual usaba el autor cierto lenguaje erótico y provocativo. Terminé donde Bambarén con el libro confiscado. Pero él, al abrirlo, se dio cuenta que era de la biblioteca del colegio, así que me dejó ir. Ileso. El libro no.

Comentario aparte merece el intercomunicador, Cada vez que sonaba el corazón me subía a la boca. Por alguna razón tengo la tendencia a andar por la vida con el síndrome de conciencia sucia, y esto desde pequeño, así que siempre había algún secreto o algo que descubrir, incluso a tan tierna edad.

Después de advertirnos de lo que él como Prefecto de Estudios, (curiosamente, el Prefecto de Disciplina era el padre Vargas) esperaba de todos nosotros, nos despidió para marchar a nuestras respectivas clases.

Cuatro veces al día, de lunes a viernes y dos el sábado, del primero de Abril al 15 de Diciembre, escucharíamos lo que tenía que decirnos, y veríamos a los personajes destacados por algún incidente en clases, a su lado. A los que más recuerdo por razones diferentes eran Carlos Blancas, que aparentemente se soltaba a dar discursos dentro de la clase en algunas asignaturas, interminables y flamígeros. Parece que el problema que tenía era su total incapacidad para callarse una vez comenzado. El otro era Remigio Morales-Bermúdez, el más asiduo acompañante del mástil. En su caso, era simplemente alguna travesura o pendejada que había inventado o en la que había tomado parte activa.

Y así, nos dirigimos a conocer nuestro salón de clases.

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