noviembre 26, 2015

Mandi y El Gordo






El iconoclasta escritor Henry Miller escribió que Fedor Dostoievski, su colega ruso de cien años atrás, fue el primer ser humano que le abrió su alma; esto es, a través de sus obras.

Si Miller era extraordinario, Dostoievski era genial. En sus obras, efectivamente, muestra las más oscuras y escabrosas intimidades del alma.

Cuando leí a ambos autores por primera vez, hace más de 40 años, todos los sueños eran realizables y yo jugaba a ser Zaratustra con un grupo de enfebrecidos y alocados amigos que compartían conmigo lecturas, aficiones, vicios y hasta casa y comida, aquello me pareció una absurda aseveración.

      -        ¿Cómo era posible que alguien no quisiera mostrar su alma a los demás?
      -        ¿Cómo no ser auténtico, sincero, abierto y además soñador?

-        Absurdo. Debía ser que los norteamericanos y los rusos eran diferentes y no tenían ese romanticismo latino que nos hace apasionados, fanáticos y a esa edad, jueces “imparciales” del comportamiento moral de los adultos.

Porque los viejos sí tenían problemas. Claro, habían crecido en una sociedad llena de represiones, tabúes, ignorancia y creencias absurdas. Nadie les había dicho que podían pensar sin restricciones, los llenaron de limitaciones y anteojeras, que obviamente, nosotros los jóvenes no teníamos.

Y vino la Primavera de París en Mayo, los estudiantes tomaron la ciudad y empezamos a escuchar frases extraordinarias que se convirtieron en lemas: "Decreto el estado de felicidad permanente", "Prohibido prohibir” o “Seamos realistas: pidamos lo imposible”. Y los Hippies con “Hagamos el amor, no la guerra”, y su revolución de flores. Entonces concluimos que con palabras, flores y cannabis el mundo estaba resuelto. Y los Beatles. Y John Lennon con Imagine. Y el maravilloso Woodstock. Y con estos gigantescos fenómenos sociales, mi generación pensó que éramos los revolucionarios, los rebeldes, aquellos que habían roto con todos los esquemas sociales retrógrados.

Al pensar en esto y mirar a mi alrededor, veo que los que quedamos hemos pasado trágicamente a ocupar el lugar de los viejos que tanto criticábamos. Probablemente ellos también pensaron lo mismo que nosotros cuando éramos jóvenes. Tomar conciencia de ello es abrumador. Fuimos en círculo y compartimos los mismos vicios y defectos. Me desalienta y descorazona. Porque los pensamientos y las ideas cambian con los años, qué duda cabe, pero la naturaleza humana, esa esencia del ser, sigue siendo la misma a través de los siglos.

Lo peor es que ahora, mucho más que antes, nadie quiere mostrar su alma. Parecería que todos, los viejos y jóvenes de ayer, tanto como los de hoy, tenemos temor que sepan cómo somos en realidad; cuales son nuestras angustias más tremendas, o nuestros pequeños y sucios crímenes y peor aún, ¡que alguien pueda darse cuenta de nuestras debilidades!

Quizás sea el temor a ser herido, a que nos hagan daño. Durante la vida, nos vemos enfrentados a situaciones en que de seguro otras personas o circunstancias lo harán. Ya sea por supervivencia propia, egoísmo desmedido o simplemente por no percatarse. Y el alma termina llena de desgarros, cicatrices dolorosas y heridas incurables. Solo los locos pretenderían andar por la vida sin protegerse. Pero aun así, algunos andan por ahí.

Y no hace mucho, otro escritor descomunal, el maestro García Márquez, dijo esta frase tan cierta y poderosa, que de puro temor arranca un esbozo de esquiva sonrisa de aquellos que la leen: “Todos los seres humanos tienen tres vidas: pública, privada y secreta”.
No dio más explicaciones y nadie las necesitaba. Pero puede hacer estremecer a cualquiera que al leerla piense en lo que pasaría si su vida secreta dejara de serlo.

He empezado esta historia varias veces y en varios meses. Siento que necesito hacerlo. Pero se mantiene dentro, torturándome, negándose a salir. Ni siquiera puedo explicarlo. Ha sido muy útil para desarrollar un evitamiento creativo. Es decir, cada vez que he comenzado, hallaba algo útil que hacer que había venido postergando. Desde leer un libro hasta reorganizar los archivos de mi computadora o incluso alguna aborrecible tarea en el hogar como reubicar muebles, cambiar baterías en las alarmas de fuego, o algo así. Lo más desagradable de esta actitud, o lo más vergonzoso, es que logré siempre encontrar alguna poderosa razón para hacerlo perentoriamente.

Y aquí estoy por quinta o sexta vez, tratando de sacar desde lo más profundo el recuerdo de las almas y corazones, penas y sentimientos de dos hermanos, Enrique y Armando.
Enrique era el “Gordo”. Cuando Enrique recibió ese apodo, Armando era Armandito. Vino al mundo poco más de un año después que Armandito. Y fue el Gordo casi desde ese momento. Armando era delgado y bonito. Él era gordo y más bien feíto, pero desde la cuna ya tenía un aire de picardía que no se le fue jamás.



Le tomó poco tiempo ponerle a Armando el apodo con el que aún hoy, sesenta años después, la familia y los amigos del barrio lo conocen: “Mandi”Al ver las fotos, Armando se preguntó cuánto daño se podía hacer por tratar de hacer el bien. Pero en una ciudad como Lima, donde todo tiene que ser suave y mesurado, se consideraba los más adecuado “para que los chicos no sufran”
Él escuchaba con atención siempre y al ver que todos le decían Armandito, intentó vanamente repetirlo, pero a duras penas podía decir “Mandito”, que luego le resultó muy largo y terminó diciéndole “Mandi” mañana, tarde y noche, pues era muy demandante.
La familia entera no tardó en adoptar, más por ociosidad, ese apodo. Y él siguió siendo el Gordo, porque lo era. Hasta entrada la adolescencia, más que gordura, lo que tenía era barriga, protuberante y exagerada.

De personalidades diametralmente opuestas, el Gordo aprovechó sin perder una sola, todas las oportunidades que se presentaron para sacar de quicio a Armando y para obligarlo moralmente a pelear con chicos más grandes que él.
¡Siempre, siempre! Ni siquiera una vez escogió a alguien del tamaño de su hermano mayor para meterse en líos. Todas las peleas de Mandi por culpa del Gordo fueron con tipos más grandes que él. Algunos hasta por una cabeza. Pero Mandi nunca perdió una sola. Le dieron duro, pero él dio más duro todavía, Las peleas diarias y continuas con el Gordo eran una excelente práctica.

La venganza de Mandi fue diferente. Forzaba al Gordo a reconocer una superioridad mental inexistente y le cobraba con fuerza los golpes que sufría por su culpa.
Nadie podría imaginar dos personalidades tan diferentes provenientes del mismo vientre y con la misma sangre.

Si Mandi leía, el Gordo jugaba. Donde Mandi callaba, el Gordo reclamaba. Aquel se entristecía, éste se reía, y cuando hacían algo juntos, lo que uno cedía, el otro lo tomaba sin reparos.

Cada uno encontró maneras de sacar ventaja en esta pugna interminable siempre tratando de no forzar las situaciones. Cuando las tías y los tíos se reunían para el almuerzo dominical en casa de la abuela, eran el centro de atención. Mientras los tíos se inclinaban por la viveza y rapidez del Gordo, las tías se encariñaban más con Mandi, quien les contaba alguna historia recién leída o compartía algún trozo de zarzuela que había escuchado.

Los tíos los animaban con propinas a competir en duelos con las pistolas de hojalata o un juego de futbol en los cuales el Gordo siempre resultaba ganador, pero al momento de repartir el premio, Mandi se las ingeniaba para recibir menos monedas, las de más valor.
Su madre se angustiaba a diario, pues estaba segura que jamás podrían llevarse bien. A veces comentaba con la familia que solo esperaba que no terminaran enemistados de por vida, síndrome común y trágico de los ancestros de ambos lados. Pero el Gordo y Mandi seguían enfrentándose y peleando cada vez con más vigor y entusiasmo.

Su padre trataba de ser justo y equitativo, pero le era muy difícil, pues estaba la mayor parte del tiempo trabajando fuera de la ciudad y para su dolor se había convertido en un papá de fin de semana. Si le hubieran ofrecido estar con ellos siempre a cambio de su alma, no lo habría dudado un instante. Pero él no era Fausto y el diablo no era Goethe. Su nombre era Gonzalo y las Parcas hilaban su destino para mantenerlo lejos de su esposa y sus hijos.

Enrique y Armando aprendieron a mirarse el alma no a punta de golpes mutuos, sino a punta de golpes que recibieron ambos de la vida, mucho más terribles y dolorosos.
Por eso, quizás sea mejor empezar la historia al revés, es decir de adelante para atrás y ubicarnos en estas épocas.

Al separarse el Gordo y Mandi con apenas 16 y 17 años, eran muy diferentes y el mundo también.
Muchos años después, y a fuerza de tremendos sacrificios de ambos, pudieron juntarse nuevamente, con el sueño de revivir esos momentos de una niñez accidentada, revoltosa y extraordinaria.

Pero la vida pasa, golpea, seduce, engaña y frustra. No en vano se ve tanto anciano con un rictus de dolor y sobre todo de amargura, sin importancia de origen, raza o dinero. La vida siempre lanza como granadas que destruyen sueños, ilusiones, amores y vínculos. Es parte de su ley inflexible e ineludible.

Muchos seres humanos quedan lisiados emocionalmente de por vida y anhelan el último día de vida de la misma manera que un niño anhela el día siguiente. Y eso es muy triste.
Al reunirse nuevamente, ya nada era igual. El Gordo era flaco y Mandi gordo. El Gordo hizo dos maestrías y la carrera con una beca en los Estados Unidos. Mandi a duras penas logró terminar el bachillerato después de pasear por cuatro carreras y tres universidades. El planificador y metódico fue Enrique y el desaforado y desordenado fue Armando. Sin duda la vida los había moldeado diferentes otra vez, pero con un amargo toque de ironía.

Les costó mucho trabajo y sufrimiento volver a mirarse mutuamente el alma, algo que les era tan natural. Al poco tiempo, a pesar de verse con frecuencia, esa distancia entre corazones se hizo más larga.

Pero adelantaré un final feliz, pues finalmente, y con la sabiduría de la edad, ambos, sin hablar nunca de aquello, entendieron que nuevamente estaban hablando de corazón a corazón, Y es a esto a lo que me voy a referir.

No hace mucho, Enrique, que ya no era más el Gordo, le pidió a Armando, quien seguía siendo Mandi, y que era gordo ahora, que hiciera una especie de calendario de los años de infancia. Mandi opinó que era una buena idea y empezó a revisar fechas, lugares y personas, tratando de rescatar de su maltratada memoria lo que fuera saliendo.

Poco a poco, fue registrando todo lo que podía, hechos y recuerdos, muchas veces sin relación lógica y tan dispares y dispersos que llegó a dudar de poder elaborar algo que tuviera aunque fuera un poco de sentido. Pero gradualmente fue tomando forma y repentinamente se encontró con una sucesión de acontecimientos en la vida de ambos que fueron los que los marcaron para siempre.

Al terminar, Mandi se sentía muy afectado. Algunas de estas memorias eran golpes terribles saliendo del fondo de su corazón arrastrando consigo penas, pérdidas y dolores acumulados por más de medio siglo. Era un sentimiento difícil de explicar, pero le dolía hasta las lágrimas. Y no esas lágrimas que muchas veces tenía, de emoción o alegría, cuando su mujer, sus hijas y su nieta intentaban quererlo más, si aún cabía.

¡No! Eran lágrimas escasas, casi secas, pero hirientes y profundas como espinas, saliendo del pecho a horcajadas, dando golpes de furia e impotencia por lo que pasó y que no pudo ser evitado.

Quién sabe si fueran los múltiples y vanos intentos por olvidarlos o el perverso placer de horadar más en su dolor, cuando salían a flote aunque fuera por un momento, lo dejaban vacío, triste y desolado. Y permanecía así, exhausto, por días o semanas.
Al revisar la recopilación de recuerdos, y ya más tranquilo, cayó en la cuenta que Enrique y él habían tenido una oportunidad extraordinaria y raras veces otorgada por el destino.

Aunque Armando no lo recordaba, su madre le hizo saber que a los pocos meses del nacimiento de Enrique, y en su afán por cuidarlo, casi lo asfixió al llenarle la boca con galletas de animalitos, que eran sus favoritas. Podía jugar con ellas y después comérselas. El sí recordaba eso. Vaya, pensó, es verdad que hay amores que matan.

Evocó los años pasados en la casa de la abuela, lóbrega y antigua con un olor peculiar que siempre asociaría a tristeza y misterio, probablemente causado por la cantidad de plantas de salvia y otras que la abuela tenía por toda la casa para traer dinero, salud o alejar al diablo y a los malos espíritus, como decía ella.  O tal vez sería por las historias de fantasmas que Rosa, una empleada que habían traído del Norte, les contaba en la penumbra de su cuarto al atardecer. Nunca lo supo de seguro. El recuerdo en común más claro era ese afán de ambos en destruir los juguetes lo antes posible. Si no era posible desarmarlos, entonces los colocaban debajo de la caja donde se guardaban, se metían dentro y saltaban hasta asegurarse que eran masas informes de latón y plástico. ¡Era de lo más divertido!

La ausencia de su padre que nadie nunca les pudo o quiso explicar y sus breves y esporádicas visitas tiempo después añadían aún más misterio a una situación en la que ambos se sentían abandonados, pues su madre tenía que trabajar y solo quedaban ellos dos jugando a las adivinanzas de lo que podía estar pasando. A pesar de las peleas diarias, instintivamente comprendieron que únicamente se tenían el uno al otro.

Ese primer entendimiento fue el que conectó ambos corazones por primera vez. Jamás se dijeron nada e incluso Armando tuvo dificultad para recordar el sentimiento, pero ambos lo sabían. Las memorias de un niño de cinco o seis años no emergen rápidamente.
Pero los juegos y rituales diarios continuaron. Peleas diarias, uno molestaba al otro, éste se molestaba y le golpeaba, el golpe era devuelto y ya estaban en lo mismo de nuevo. A pesar de las narices sangrantes y las cabezas rotas, jamás hubo ni un atisbo de rencor. Era así como tenía que ser, simplemente.

Los años pasaron. Un día su madre enfermó y finalmente tuvo que ser internada por un cáncer muy agresivo. Pasó los últimos meses de su vida en el hospital. Esta vez, el entrenamiento de las luchas diarias que los mantenía siempre alerta, fue de mucha utilidad para sortear a los porteros que les impedían el ingreso al hospital por su corta edad y el temor de propagar entre los pacientes alguna enfermedad infantil. Fue también la primera vez que pudieron trabajar como un equipo. Cada uno tenía un rol definido y en ciertas ocasiones, se turnaban para sacrificarse por el otro  pues era imposible sorprender al portero una segunda vez. Aquel que entraba, después participaba de la visita al que se había quedado fuera.

Cuando ella ingresó al hospital por última vez, ese pacto invisible, esa visión más allá de los ojos, volvió. Estaban solos de nuevo. Su padre trabajaba fuera de la ciudad y Enrique y Armando se quedaron en la casa de unos tíos para seguir estudiando. Con diez y once años, esa sensación de soledad y unión al mismo tiempo, ya no se olvidaría. Nunca más volvieron a pelearse. Esto era sólo entre ambos y habían entrado a un mundo ajeno. El hogar desapareció en el preciso instante que lo dejaron para ir a casa de los tíos y las cosas íntimas como aquella, quedaron allí para siempre. Pero silenciosamente sabían que siempre se tendrían el uno al otro.

A los pocos meses, el día que su madre murió, Enrique lloraba inconsolablemente y Armando estaba como atontado, sin saber qué hacer ni decir. Y su primo, en la ingenuidad y simpleza de los nueve años, soltó una demoledora frase que hirió por igual a ambos.

-        ¡El Gordo quería más a su mamá!

Ambos sintieron el dolor que estas palabras transmitían. Se miraron y callaron. Pero lo sabían. En esa mirada el mensaje era claro y directo

-        ¡Una vez más, pero estamos juntos, hermano!

Los ojos también decían

-        ¿Y ahora?
-        ¿Seguiremos así los dos?
-        ¡Como sea, estaremos juntos siempre!

El velorio, el entierro y todo aquello relacionado con su muerte les fue ocultado. Mucho tiempo después, encontrarían entre fotografías antiguas, algunas fotos del funeral, al cual de acuerdo a las costumbres de la época, solo iban los hombres. Todos tenían anteojos oscuros y ternos del mismo tono, con caras muy serias.

Aquella Navidad, la primera sin su madre, Armando sintió fuertemente la pérdida. Era el atardecer de Nochebuena, y el sol se acababa de ocultar. En el morir de la tarde, sentado en el rellano de entrada de la casa, empezó a llorar, primero calladamente, y poco a poco, dio rienda a un llanto incontenible. Enrique lo vio y sin decir nada, se sentó a su lado, lo abrazó y se unió al llanto. Una vez más, sin una palabra de por medio, se dijeron todo. En este lenguaje de sentimientos, se transmitían afectos entrañables, mucho más allá de cualquier frase o gesto.

Pero no pasó mucho tiempo antes que se encontraran otra vez solos. Los abuelos, que habían venido para hacerse cargo de ellos, regresaban a España. Ambos terminaron en un internado en otra ciudad al Norte de Lima, más cerca de su padre, pero más lejos de todo aquello que les era familiar. El barrio, el colegio, los amigos y la familia materna quedaron atrás. Pero se tenían el uno al otro. Y ellos sabían que eso era suficiente.

Al poco tiempo, su padre se volvió a casar y regresaron a vivir en un hogar y con una familia establecida. Pero acostumbrarse a vivir con la nueva esposa de su padre no fue fácil. A pesar de las buenas intenciones y los esfuerzos que ella hizo, para cualquier muchacho es un trance difícil. Siempre salía a flote la inevitable comparación y la competencia con su madre. Tomó mucho tiempo el aceptar la nueva realidad. Los nuevos hermanos que nacieron fueron indudablemente el peso que inclinó el fiel de la balanza. 

Estas circunstancias fortalecieron aún más el lazo entre los hermanos.
Pero como tantas veces en la vida de ambos, no duraría mucho. Pasaron menos de dos años antes que su padre fuera a trabajar al Sur de Lima mientras ellos seguían viviendo en el Norte. Armando ya terminaba la secundaria y se quedó en una pensión mientras que Enrique fue interno a una ciudad del Sur.

Esta fue la última separación. Nunca más volverían a vivir juntos, pero ya era tarde. El silencioso lazo estaba labrado a sangre y fuego.
Al terminar Enrique el colegio, marchó para Estados Unidos con una beca para estudiar Ingeniería mientras que Armando lo hizo a España para continuar Medicina después de hacer estudios generales en Lima.
Mientras Enrique estudiaba, Armando descubrió un mundo diferente que lo sedujo casi de inmediato, completamente alejado de los estudios y todo aquello que le era familiar. Desapareció por unos meses y finalmente fue devuelto a Lima sin haber abierto un solo libro de texto.

Se acercaba Navidad y la familia entera planeaba viajar a España para una gran reunión familiar, con excepción de Armando, quien recién había vuelto. Su padre tenía muy claro que había que mantenerlo lejos del ambiente que conoció allí. Enrique viajaría desde los Estados Unidos.

Al día siguiente de Navidad, su padre enfermó y moriría poco más de una semana después en un hospital de Granada. A casi diez mil kilómetros de distancia, los hermanos fueron golpeados duramente y estaban demasiado lejos para afrontar esta tragedia juntos. Enrique había permanecido en la cabecera de su padre por dos días seguidos, y al salir para asearse y mudarse de ropa, su padre partió. Armando, en cambio, había logrado hacer las paces con su padre en Lima, unos días antes, después de múltiples conflictos debido a su rebeldía y difícil personalidad. Espantosas ironías de un destino que parecía ensañarse con ellos. Al entrar Enrique al hospital, fue increpado duramente con un

-        ¡Bien podías haber estado aquí!

Entre el dolor y la confusión, nunca recordó con claridad quien pronunció la frase, dicha probablemente con el dolor propio de la muerte, pero al saberlo Armando, sintió exactamente el mismo dolor que Enrique. Jamás lo olvidarían.

Mientras Enrique se endureció y decidió luchar contra todo lo que se le presentara, revistió su corazón con una coraza para impedir volver a ser herido tan terriblemente. Armando entretanto, se rebeló contra Dios y el mundo y se prometió no seguir ninguna norma que el sentido común le impusiera.

Con el correr del tiempo, uno se volvió prudente y competitivo mientras el otro se tornó impulsivo y apasionado.
Lo único común entre ambos por muchos años fue el amor y el recuerdo del otro y el absurdo y enorme dolor por la imprevista y prematura pérdida.

Y marcharon así por la vida, con resultados diferentes, con sabores y sinsabores diversos, al igual que las alegrías y las tristezas. Cada uno recibió una apreciación de la vida distinta y valiosa.

Lo curioso es que a pesar de ver la vida de maneras distintas y valorar las cosas desde puntos de vista casi opuestos, siempre celebraron con alegría lo que alguno de ellos considerara un logro y se entristecieron y apoyaron en las circunstancias opuestas, incluso cuando en la intimidad, desearan que su hermano cambiara de actitud o hiciera algo de manera diferente. Pero siempre fue un amor sin egoísmos ni intereses personales.

Quien sabe lo más importante fue la certeza con que ambos, sin hablar apenas de ello, reconocieron que sus almas y corazones eran idénticos, que sufrían y sentían de la misma manera pero solo las reacciones eran diferentes. Es probable que sea así con todos los hermanos, pero ellos fueron de los afortunados que lo comprendieron aunque les hubiera costado más de medio siglo.

Lo diferentes y parecidos que eran, cómo fue que crecieron juntos y se mantuvieron unidos a través de todas las crisis y tragedias familiares durante su niñez y adolescencia y cómo llegaron a conocerse y apoyarse en todos los avatares y sufrimientos de lo que fue a todas luces una infancia muy difícil y una adolescencia terrible.

Dada la trama de la historia, es comprensible que haya adelantado un final feliz.

Hoy, sin palabras, cada uno sabe que el lazo de unión permanecerá sólido e incólume hasta el final. Cada uno comprende y acepta que el dolor de aquel, lo sentirá éste por igual y sus alegrías tendrán la misma intensidad en ambos.

Y es que los sentimientos son mucho más fuertes que las palabras cuando existe la voluntad de dejarlos salir.



De corazón a corazón.

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